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martes, 1 de enero de 2019

EL TÍO TUPELO: REVISANDO UNA BANDA DE CULTO

Zamarra
Mi Chamberga, 07/14/2014



Siempre me ha producido una cierta sensación agradable ver imágenes de los suburbios o barrios residenciales que empezaron a proliferar a partir de los años 50 en las ciudades norteamericanas. No es que desee habitar una de sus insulsas casas, es más, aborrecería vivir en un lugar así. Sin embargo, mi generación creció viendo películas que se desarrollaban en las tranquilas calles de las afueras de ciudades como Los Ángeles, Dallas o Philadelphia. Allí transcurrían los acontecimientos más inverosímiles: aparecían extraterrestres, asesinos en serie, enamoramientos apasionados; un sitio mágico, vamos. Estos barrios también fueron el escenario de la aparición de una nueva hornada de grupos, fruto de una juventud acomodada, que rechazaban las tendencias y buscaban crear algo genuino. Corrían los primeros años de los 80 y grupos como R.E.M. o The Replacements intentaban hacer una música alejada de la industria. Partiendo de su amor por artistas como Patti Smith o Television crearon lo que se conoció como “college rock” o lo que más tarde se llamaría rock alternativo.



En el año 1987, en Belleville, barrio residencial de la ciudad de Chicago, se formó Uncle Tupelo, banda bastante desconocida pero capital para definir la música americana de los últimos veinte años.

Uncle Tupelo es la historia de dos amigos del colegio, Jeff Tweedy y Jay Farrar. El primero apasionado de la música punk y sin ninguna experiencia musical, el segundo con mucha más experiencia y un gusto por la música tradicional americana. Junto al hermano de Farrar como cantante, que más tarde dejaría la banda para ir a la universidad y Mike Heidorn, hermano de la novia del cantante, a la batería, formaron la banda que empezaría tocando antiguas piezas de música garage. Tras la marcha de su hermano, Farrar asume labores de cantante y guitarrista, con Tweedy al bajo y Heidorn a las baquetas. Como trio empiezan a tocar por todo el estado de Illinois. Gracias a un encuentro en un bar de Saint Louis con el guitarrista de R.E.M., Peter Buck, consiguen firmar un contrato para grabar un LP.



Este álbum se llamará No depression y se editará en junio de 1990. Se lanzan solo 1000 copias del disco pero gracias al boca a boca va ganando popularidad. En sus catorce canciones se mezcla punk, rock alternativo y música tradicional americana. Esta extraña mescolanza de estilos, en las antípodas de lo que se escuchaba en el año 90, llama rápidamente la atención y la banda se convierte en un fenómeno de culto. El tema principal de su primer LP, una canción homónima del título del disco, es una versión de un tema olvidado de los Carter Brothers compuesto en 1936 durante la gran depresión. Las críticas de No depression serán excepcionales, se dice que han creado un nuevo estilo musical y lo bautizarán como country alternativo o alt-country. Incluso la revista más importante especializada en americana de las últimas dos décadas se va a llamar también “No depression”.

Según va cogiendo confianza y destreza musical, Jeff Tweedy va asumiendo un rol más importante en la banda. Compone cada vez más canciones y empieza a hartarse del bajo. Graban los siguientes discos, Still feel gone de 1991 y March 16-20, 1992 que se van inclinando hacia la música folk americana y van dejando atrás las influencias punk. Su base de fans sigue creciendo pero aún siguen siendo bastante desconocidos para el gran público. Gracias a la insistencia de  Gary Louris de The Jayhawks consiguen firmar por Sire records, el mismo sello que la banda de Minnesota. Sin embargo, a finales de 1992, Heidorn se casa y deja la banda, Tweedy decide coger la guitarra y así reclutan tres nuevos músicos. John Stirrat al bajo, Ken Coomer a la batería y el violinista Max Johnston.

Cuando parecía que su momento de gloria había llegado, que por fin se harían famosos, empieza a haber disensiones entre los dos pilares principales de la banda. Los delirios de grandeza de Tweedy, que empieza a actuar como una estrella del rock, molestan a Farrar. Todo esto unido a un episodio en el que, mientras supuestamente estaban en la furgoneta del grupo, Tweedy despierta a la novia de su compañero acariciándola el pelo de manera cariñosa. Este hecho terminaría por romper la relación entre los dos viejos amigos. Aun así, todavía consiguen grabar un gran disco, Anodyne, que resumiría todas las virtudes de la banda.






Durante los meses siguientes ambos se niegan a cantar las segundas voces de las canciones de su compañero, dando lugar a conciertos desastrosos. La gota que colma el vaso llega cuando el presentador Conan O’Brien les invita a su programa y Sire records elige para la actuación “The long cut”, canción de Tweedy, lo que enfada sobremanera a Farrar.

*Uncle Tupelo cantando “The long cut” en el programa de Conan O’Brien. (Podemos ver a un Farrar en segundo plano negándose a hacer las segundas voces a Tweedy)

Varios días después Farrar deja la banda y aunque luego intentara reconciliarse, Tweedy le llama “pussy” (cobarde) y en estos últimos veinte años no se han vuelto a dirigir la palabra. Con los miembros supervivientes de Uncle Tupelo, Tweedy forma Wilco, y su primer disco, AM, sería un desastre de ventas. Sin embargo, Farrar vuelve a llamar a Heidorn y forma Son Volt. Su álbum, Trace, de 1995, es un auténtico éxito comercial. El resto es otra historia…

martes, 12 de enero de 2016

Y NOS HICIMOS DEL AMERICANA

Sergio Andrés Cabello
El País, 18/06/2015


Puede que a mucha gente le sorprenda que alguien se ponga a reflexionar sobre los motivos que nos llevaron a algunas personas a acercarnos y entusiasmarnos por una etiqueta musical que se llamó americana, pero en no pocas ocasiones me he encontrado hablando y teorizando con ciertos amigos y conocidos sobre esta cuestión. El americana, esa etiqueta que se popularizó a comienzos del siglo XXI nos llevó a unos cuantos a interesarnos por una música que, hasta entonces, se encontraba sujeta a no pocos prejuicios en nuestro país, o que estaba directamente ahí y no nos dimos cuenta. Es cierto que en la mayor parte de las ocasiones, las etiquetas o marcas sirven para “vender” un producto y que la industria discográfica se ha especializado en ello. Eso tiene sus hándicaps, pero no quisiera entrar aquí en cuestiones de autenticidad y legitimidades varias, habrá artistas que se crean lo que hacen y otros que se suban a un tren para construir una carrera, o que viren hacia el mismo. Pero creo que en esta “etiqueta” nos encontramos con una alta dosis de autenticidad, y sé que vendrá gente que me dirá que no está de acuerdo.

De todas formas, hace tiempo que la etiqueta americana cayó en desuso, también es cierto. Vaya por delante que, quien esto firma, no se había interesado mucho hasta los comienzos del siglo XXI por la misma, lo que sin duda sirve para ratificar la hipótesis de los que piensen que nos guiamos por los dictados de modas o medios de comunicación, y no vamos a negar su función tampoco. Pese a quedar como “abuelo cebolleta” por adelantado, nuestras generaciones se habían ido socializando en esto del rock'n'roll de forma muy escalonada. La década de los 80 no fue muy buena en ese sentido, y sí que había esas grandes bandas y artistas que se situaban por encima del bien y del mal, de Bruce Springsteen a U2, pero mucha gente estaba refugiada en el heavy y los estertores del glam rock. El impacto de la aparición de Guns ‘N’ Roses, sin duda la banda que pudo haber marcado un antes y un después, fue como un terremoto que llevó a mucha gente a territorios desconocidos.


Pero luego llegó el grunge, otra de esas etiquetas que definieron una época y a una generación. El grunge nos ayudó a muchos a acercarnos a otras cosas. Fueron pocos años, pero de Nirvana a Pearl Jam, pasando por Soundgarden, Alice In Chains, Mudhoney, etc. Son los años en los que lo “alternativo” o “indie” se metía todo en un cajón desastre inmenso. Como el grunge no duró mucho, el siguiente paso lo dio el britpop, otra cosa curiosa y más ecléctica de lo que parecía. Pero no nos podíamos quejar mucho, el britpop junto a lo que quedaba del grunge, nos iba garantizando que sí, que nosotros éramos los “raros”, aquellos que íbamos a los bares a escuchar esas canciones que, aunque sonaban algunas de ellas en las radios comerciales (sí, algunas fueron números 1 y demás), eran minoritarias.

Con esto no quiero decir que éramos el colmo de lo alternativo ni que nos sentíamos “especiales”, a fin de cuentas tampoco teníamos muchos asideros a los que agarrarnos. Pero sí que nos creíamos el tema de la autenticidad, eso no lo vamos a negar. Sin embargo, la segunda mitad de los 90 comenzaron a diversificar todo aquello que era el rock'n'roll, atomizándose en compartimentos muy estancos. Hubo un revitalismo punk comercial a través de Green Day y Offspring, el resto quedaban muy alejados, pero tampoco duró. Y también aparecieron por allí grupos y artistas que sí que bebían de fuentes que luego darían lugar a ese americana, con elementos del country y el folk. Me estoy refiriendo a gente que tuvieron su cierto éxito comercial, como Counting Crows (en mi lista de favoritos de siempre), Sheryl Crow o los denostados Hootie & The Blowfish.

Lejos de esa comercialidad, y llegando antes de tiempo, otra gente iba marcando el camino. Los Uncle Tupelo de Jeff Tweedy y Jay Farrar y The Jayhawks de Gary Louris y Mark Olson, con sus discos imbatibles, fueron pioneros en esa década pero quedaron sepultados por todo lo anterior. Y sí, la mayoría no sabíamos quiénes eran Uncle Tupelo, The Jayhawks o los primeros Wilco. No nos engañemos.


La segunda mitad de los 90 fue también muy dura, llegábamos de lo más alto y no parecía existir una alternativa. Es imposible olvidar la posición que ocuparon gente como Limp Bizkit, Linkin Park, etc. No nos acababa de seducir aquello. Grandes grupos y artistas en horas bajas, banalización del todo lo que se había llamado como indie o alternativo, aunque para algunos siempre lo estuvo… Allí estábamos, con Internet avanzando antes de su conquista final y del hundimiento de la industria discográfica. Recuerdo la primera vez que escuché la etiqueta de marras, sería por el 2002 o el 2003, fue algo como muy paulatino. Una de las muchas paradojas de todo este proceso lo constituyó el irrenunciable Yankee Hotel Foxtrot (2002) de Wilco, precisamente una de las obras más heterodoxas de la banda que ya eran un activo evidente de lo que, luego lo supimos, era el country alternativo. Sí, en nuestro país el country para muchos era una música estereotipada con tipos con sombreros de cowboy y bailes colectivos. Y el folk, bueno, eso todavía estaba más lejos.

(Hago un paréntesis. A estas alturas estaréis pensando si nosotros no escuchábamos a Bob Dylan, a Tom Petty, dónde estaba Springsteen, etc. Tiempo al tiempo, que será otra de las paradojas que trataremos de explicar).

La cosa comenzó a crecer y, en esos años, un tipo llamado Ryan Adams ascendía también en 2002 gracias a Gold (2001) y su tema New York, New York, el famoso del vídeo de las Torres Gemelas. Adams provenía de una banda que luego también apuntaríamos como fue Whiskeytown. Así que el foco se volvió hacia esa combinación de las raíces folk y country con otros elementos del rock'n'oll. Otros pondrían la mirada en el garage, con The White Stripes como abanderados. Pero al final todo volvía a entrar en el mismo saco de lo “alternativo” o “indie”, o en otras palabras los “raros”. Y sí, todo también tenía una gran presencia mediática especializada, con portadas de revistas, artículos de periódicos, etc. Aunque el gran público estaba en otras cosas, como siempre había sido, produciéndose la ya consabida disonancia entre ambos.

Volviendo al americana, aquello comenzó a crecer, pero de forma limitada insistimos, con un Ryan Adams desbocado, que no paraba de publicar discos. Había bandas que se situaban en el mapa como Drive-By Truckers, y descubríamos a The Jayhawks, a Uncle Tupelo o a los ya mencionados.


Whiskeytown. Ahí sí que nos metimos a investigar y a buscar los orígenes de todo esto, comenzando por Gram Parsons, buceando en la discografía de Neil Young, recogiendo a Lucinda Williams, etc. Y aprovechando la ola, fueron saliendo más y más bandas y artistas. En los siguientes años, aparecieron Fleet Foxes, Band Of Horses, Dawes y una larga lista.

Más de una década después de que el americana apareciese como etiqueta, nos queda el hecho de ser una música que sigue vigente y que agarró a un nutrido de personas hacia esos ritmos y sonidos, que como señala Esteban Hernández en El fin de la clase media, pueden representar una vuelta a ciertos modos de comunidad en un mundo arrasado por la posmodernidad. Pocas músicas creo que destilan tanta autenticidad, con todo lo que puede dar lugar este debate, y es precisamente esa autenticidad la que parece atraer a mucha gente. Paradójicamente, algunos de sus signos de identidad, esas barbas, han sido copiadas por el mundo de la moda, hasta convertirse en un icono de lo hipster, aunque creo que a muchas personas que siguen esa tendencia les costaría identificar muchos grupos o canciones de esa etiqueta.

Pero la mayor paradoja del americana es que siempre había estado ahí. Estaba en Dylan, en Young, en Petty, en Springsteen, en REM, en ciertas influencias que se veían incluso en los grupos más duros. Siempre había estado ahí, sembrando ese legado que luego daría lugar a la etiqueta, lo cual puede despertar críticas acerca de lo prefabricado que es todo, de la importancia del mainstream, etc. Como todo es debatible, quedémonos con lo bueno que tuvo ese momento, el situar en el mapa a muchos conjuntos y artistas que, de otra forma, posiblemente no hubiesen tenido esa repercusión. Nos hicimos del americana y ya no lo pudimos dejar.