Sergio S. Olguin
Página12, 08/01/2002
Hay muchas más posibilidades si uno es negro, pero si se tiene la piel blanca, amarilla o de cualquier otro color, no hay que perder la esperanza. Cualquiera puede ser hijo del bluesman Screamin’ Jay Hawkins. El mítico cantante falleció el 12 de febrero de 2000. Tenía 70 años y dejaba, además de algunos discos del mejor blues, más de 75 hijos no reconocidos que ahora sus abogados buscan por el mundo. Algunos ya fueron ubicados en distintos estados de Norteamérica y hasta en Honolulu. Pero hay quienes dicen ser hijo suyo en lugares tan disímiles como México, Finlandia, Inglaterra, Yugoslavia, Australia y Corea. Negros la mayoría pero también blancos, mulatos y orientales. Si alguien cree que es uno de los herederos del gran cantante, no tiene más que ir a la página en Internet dedicada al tema (www.jayskids.com) y ponerse en contacto. Una búsqueda digna del gran Screamin’, loco y desbordante.
Cuestión de hechizos
Cuando todos creían que el hombre molesto del blues terminaba sus correrías en un hospital de Neuilly-sur-Seine, en Francia, víctima de una aneurisma, Screamin’ Jay Hawkins multiplicó la apuesta. Y cómo. La multiplicó en principio por 57, pero ahora ya son más de 75 los hijos posibles del creador de “I Put a Spell on You”. En los últimos años de su vida, Screamin’ había repetido a todos los que quisieran escuchar que había echado mucho más que un hechizo en las mujeres que se le habían acercado a lo largo de cuatro décadas de carrera musical.
Cuando murió, lo acompañaba su sexta esposa oficial, una camerunesa con la que había compartido sus últimos años. Se había trasladado a las afueras de París empujado por un amor francés anterior y por su rechazo hacia los Estados Unidos: “Odio Norteamérica porque soy negro”, declaró en una entrevista. “Allá, si sos negro no sos nada. Norteamérica es nuestro peor enemigo. Todos los grandes artistas negros estuvieron bajo el control de los blancos: Nat King Cole, Duke Ellington, Count Basie...”. Su quinta esposa oficial, de la que se separó en 1994, era una parisina de 30 años. Cambiaba de esposa fácilmente y no cuidaba mucho los detalles de la paternidad, pero no se separaba nunca de sus dos relojes (uno con la hora de la Costa Oeste norteamericana) ni de su colección de calaveras. “He llegado a un momento de la vida donde me pagan sin que tenga que trabajar”, afirmó por entonces mientras se reía con la misma carcajada con la que se reiría el diablo si supiera reír.
Músico y pirata
Mientras en 1929 el mundo vivía el Crack de la Bolsa, en Cleveland (Ohio) nacía Jalacy J. Hawkins, a quien la historia del blues le tenía guardado el nombre de Screaming. O más precisamente: Screamin’ Jay Hawkins. Un hombre que clamó, gritó, aulló y lloró el blues como nadie.
Hawkins: el apellido remite a dos prestigios bien distintos que marcaron, de alguna manera, el destino de Screamin’. Existía ya entonces Coleman Hawkins, el famoso saxofonista de jazz, pionero del bebop, que triunfaría en las décadas del 40 y 50. Pero mucho antes había existido John Hawkins, un bucanero que asoló las costas de América en el siglo XVI y que llegó a ensombrecer la fama del pirata Drake. Screamin’, haciendo honor a su apellido, adoptaría a la música como destino y se mostraría con un cierto espíritu fuera de la ley, un “look” que alimentó en casi medio siglo de carrera musical.
Sus problemas con la paternidad se remontan a cuando él estaba del otro lado del mostrador. Screamin’, como muchos de sus hijos, jamás conoció a su padre y su madre lo abandonó a los 18 meses. Se crió con una vieja india que, según el mito que él mismo alimentó, lo educó en los secretos de la magia. Su vida transcurriría en la calle y seguramente habría terminado como delincuente si no se hubiera ido con los Marines cuando era apenas un adolescente de quince años. Participó del final de la SegundaGuerra Mundial, fue herido y volvió desengañado de la vida militar a su Cleveland natal donde abundaban los problemas raciales y económicos.
La supervivencia a fines de los 40 era muy dura para cualquiera y mucho más para un negro supersticioso que no tenía oficio ni estudios. Screamin’ aprendió rápido que debía sobrevivir a golpes, literalmente. Se dedicó al boxeo con bastante éxito llegando a ser un destacado campeón amateur medio-pesado en 1947.
Su destino de boxeador se vio interrumpido por la Guerra de Corea. Esta vez, Screamin’ estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para no volver al frente. Durante la revisación médica se hizo pasar por loco con escenas de vudú que había visto en su infancia. Fue considerado, lógicamente, “no apto” y se trasladó a Virginia donde el blues lo estaba esperando.
Screamin’ tocaba un poco el piano y cantaba ocasionalmente. Su voz grave y algo cascada llamaba la atención, sobre todo porque en cada canción desplegaba un histrionismo inusual para la época. En 1953 cantaba en un tugurio de Virginia: “Había en el público una mujer enorme”, contó Screamin’ en una entrevista del diario francés Libération. “Era obesa, bestial, no paraba de tomar a la vez Black & White y Jack Daniels. No me sacaba los ojos de encima y me gritaba: Scream (aúlla), baby, scream Jay. Yo me dije: Bueno, buscabas un nombre artístico y lo acabas de encontrar.”
De la constipación al éxito
En 1956, Screamin’ y sus músicos estaban absolutamente borrachos cuando registraron un tema compuesto por él mismo: “I Put a Spell on You” (“Te puse un hechizo”). La canción estaba llena de gemidos y de gritos que la convirtieron en objeto de odio de la sociedad puritana. El tema fue prohibido en esa versión y tuvo que ser suavizado para ser emitido por radio. “I Put a Spell on You” no llegó a estar nunca entre los temas más escuchados de Estados Unidos (difícil competir en aquellos tiempos con Elvis Presley o con Jerry Lee Lewis), pero llegó a vender un millón de discos en los años siguientes. Tiene, además, un extraño record: esta balada cuenta con casi cuarenta versiones distintas entre las que se destacan las de Creedence Clearwater Revival, Nina Simone, los Who, David Bowie y una nueva versión grabada en los 80 por el propio Hawkins.
Después de este leve y temprano éxito, la carrera de Screamin’ tuvo un lento pero continuo declive, que se extendió por dos décadas. Su música no era la que más pegaba en un mundo musical dominado por el rock. Siguió componiendo e interpretando temas logrados y levemente humorísticos como “Aligator Wine”, “I Hear Voices” y “Feast of the Mau Mau”. También conseguía continuar con las provocaciones, con temas como “Constipation Blues”, que se ha convertido en un clásico del rythm’ n’ blues y que habla de sus problemas intestinales: “Me encontraba constipado desde hacía cuatro días. Tenía el vientre hinchado como un perro envenenado. Yo gritaba del dolor. Y compuse una canción que me dio buen dinero”.
Si algo seguía llamando la atención de Screamin’ era la puesta en escena de los shows. Cada vez que se presentaba en un recital Hawkins entraba al escenario cargado dentro de un ataúd en llamas. Su acompañante inamovible en todos los conciertos era una enorme serpiente de goma. Screamin’ siempre se presentaba con un bastón que tenía una calavera en el extremo, y con una larga y brillosa capa que le valió el calificativo de “el Drácula del blues”. Desde su aparente fracaso, Screamin’ influía en otros músicos que lo imitaban. El grupo de rock Black Sabbath tomó de él las ideas para su propia puesta en escena.
Sin embargo, la luz de Screamin’ volvió a brillar con la llegada de la década del 80. Fueron los Rolling Stones quienes le dieron la oportunidad de renacer cuando lo invitaron a abrir su serie de conciertos en el Madison Square Garden. Keith Richards le produjo un nuevo disco y lo puso otra vez en carrera. Junto a su música, Screamin’ comenzó a desarrollar en el cine sus dotes actorales convirtiéndose en un personaje de culto en cada una de sus apariciones en la pantalla grande. En 1984, Jim Jarmusch filmaba su primer largometraje: Stranger Than Paradise (Más extraños que el paraíso). En ella, uno de los personajes llegaba de Hungría con un casete en el que escuchaba sin parar “I Put a Spell on You” en la versión original de Screamin’ Jay Hawkins. A Jarmusch lo apasionaba el costado histriónico de Screamin’ y lo convocó para su tercera película: Mistery Train, en la que por primera vez Screamin’ dejaba de lado sus canciones para interpretar a un conserje de un hotel de cuarta en una ciudad de Memphis desolada. Screamin’ no cantaba, pero cuando se reía con su aspecto simiesco su voz recordaba a sus canciones.
La sexta aparición de Screamin’ en las pantallas se convirtió en su mejor papel: interpretó al infernal Alfonso en Perdita Durango, la película norteamericana del español Alex de la Iglesia. El personaje le iba como anillo al dedo para acompañar a Javier Bardem y a Rosie Pérez en esa película descontrolada. La última aparición de Screamin’ en el cine ha sido póstuma: hace un par de meses se estrenó Screamin’ Jay Hawkins: I Put a Spell On Me, un documental del greco-norteamericano Nicholas Triandafyllidis donde aparecen Jim Jarmusch, la cantante Diamanda Galas y el propio Hawkins, entre otros testimonios.
Hasta su muerte, Screamin’ Jay Hawkins tomaba unas extrañas pastillas cada quince minutos, se cuidaba el cutis con una máscara facial que le enseñó su madre adoptiva, despotricaba contra sus viejos compañeros de ruta (“James Brown es un boludo analfabeto”), contra los cantantes de rap (“Tipos que sólo piensan en la cana y no tienen nada que ofrecer musicalmente”), reconocía su admiración por Frank Sinatra y preparó el testamento para dejarle su fortuna, bastante considerable por cierto, a sus hijos.
En nombre del padre
Desde la muerte del cantante hasta hoy son más de cien personas las que reclaman su parte de la herencia. Los encargados de comprobar que todo sea legal se toman su tiempo para hacer las cosas: hasta ahora sólo dos hijas no reconocidas por Screamin’ han sido incorporados a la familia Hawkins (en las que también hay hijos legales pero abandonados de un primer matrimonio). Una de las hijas recobradas es Helen Perez, una empleada del subte de Nueva York, y la otra es Melissa Ahuna, una nativa hawaiana que recibe a los turistas bailando el hulahula.
Los que dicen ser sus hijos utilizan todos los argumentos imaginables. Algunos tan tirados de los pelos como que su madre se emocionaba cada vez que escuchaba a Screamin’, o que sienten el blues en su sangre. Un tal BH afirma: “Toda mi vida supe que era un huérfano y siempre hubo algo en lo profundo de mí que me decía que yo era especial de una manera que no podía aún comprender. Recientemente pude ubicar a mi madre Esmeralda, una prostituta hispana que vivía en el Bronx para la fecha de mi concepción. Tuve una larga charla con ella y pudimos acotar la lista de padres posibles a un grupo de mercaderes de pieles rusos, su hermano Carlos y Jay Hawkins en persona. En el fondo, sé que soy su hijo”.
Dayton, de Ohio, ofrece pruebas irrefutables: “Puedo cantar blues y tengo pelo enrulado. Mi mamá nunca me permite escucharlo porque la hace llorar”. En la misma línea, un neocelandés afirma: “Aunque no soy negro americano, creo que soy hijo de Jay. Él estuvo en tour por Nueva Zelanda a mediados de los 70, que es justo cuando nací. Tengo gran habilidad musical que no puede ser atribuida a ninguno de mis padres que no reconocen una nota. Además siempre supe que era negro en mi interior. Tengo soul, baby”.
Un neoyorquino insiste: “Mi mamá fue a Atlantic City en agosto de 1951. Mi papá estuvo fuera de la ciudad ese mes y yo nací con un hueso extra(cartílago verdadero) en mi nariz. Adoro el tema ‘I Put a Spell on You’. Sumo a eso el hecho de que creo que éste es un escenario salvaje. Siento que, en mi corazón, podría ser un hijo ilegítimo de Screamin’ Jay. Además, ¡grito un montón!”.
Y no sólo son hijos los que aparecen, sino también posibles madres: “Yo era una groupie, una muy conocida, y Jay Hawkins me vio en un show y le gusté, y dormimos juntos por un tiempo, quedé embarazada y él se fue. Diez años después volvió a Chicago por un show y yo fui a verlo, él se acordaba de mí, y le dije que había quedado embarazada de él y que mi hija tenía diez años ahora; él se tomó unas vacaciones y cuidó de ella por meses, llamaba y mandaba dinero, pero después paró todo de repente, y había un montón de otras groupies que estaban por ahí conmigo y que eran mis amigas que también quedaron embarazadas de él. Jay Hawkins nunca dijo o hizo nada al respecto; él sabía sobre muchas, pero un montón de esas mujeres están muertas o simplemente prefieren no acordarse”.
El último concierto de Screamin’ tuvo lugar en Atenas en 1999, unos meses antes de morir en el hospital francés. No sería raro entonces que dentro de veinte años aparezca un joven griego de apellido largo y de aspecto exótico diciendo que es hijo de Screamin’. Contará una historia de chica seducida por ese demonio gritón y algo decrépito, dirá que todo ocurrió detrás del escenario y que su madre no volvió a verlo. Dirá que nació nueve meses después y que lleva el rythm ‘n’ blues en la sangre. Que le hubiera gustado haberlo conocido. Y habrá que creerle.