miércoles, 30 de junio de 2021

MUDDY WATERS, EL LAMENTO ELÉCTRICO AFROAMERICANO

Carlos Bouza

Ruta 66, nº 301 de febrero del 2013



“Lo que trato de explicar todo el tiempo es que el auténtico y viejo blues no incita al baile. Si vas a bailarlo…eso no es blues. Pueden llamarlo blues, pero no lo es”. Festival folk de Newport, 1965. Son House, una de las columnas sagradas del blues del Delta, bramaba así ante las cámaras del documentalista Murray Lerner, horrorizado por asistir en tiempo real a la banalización de un género íntimo, insondable. “No sabes si rajarte la garganta o llorar de nuevo…eso es el blues”.

Pero algo se estaba moviendo a su alrededor desde hacía tiempo, arrastrando incluso a sus compañeros más encallecidos hacia el magma del rock’n’roll, hacia el blues aparentemente deshuesado. A mediados de los años cuarenta, el estilo había comenzado ya a enchufarse en Texas y Chicago; en 1963, Sonny Boy Williamson II se aliaba con bandas de jóvenes blancos (The Animals, The Yardbirds) en grabaciones crepitantes pero, digámoslo, lo suficientemente contenidas y respetuosas como para levantar ampollas. Y en 1968, el gran patriarca del blues eléctrico, Muddy Waters, bañaba en ácido todo lo anterior al registrar para Chess Records el álbum más detestado (y finalmente reivindicado) de la historia del blues. Ésta es la pequeña historia detrás del disco que, afortunadamente, Son House no llegó a escuchar antes de morir.

Es una de las primeras lecciones que se aprenden: Muddy Waters fue pionero en la perfección del formato eléctrico en el blues, y arquitecto decisivo en la culminación de su rodaje desde el campo a la ciudad. Las consecuencias en la construcción del rock’n’roll han sido ampliamente documentadas, y no es la materia de este texto. Basta decir que Waters era sólo un camionero de Mississippi cuando, en 1947, el radar del ejecutivo discográfico Leonard Chess lo interceptó para registrar sus primeros hits eléctricos bajo el marchamo de Aristocrat Records, el antecedente de Chess: los idiosincráticos sencillos “I Can’t Be Satisfied” y “Feel Like Goin’ Home”, o el puente entre el Delta, Chicago y el rock’n’roll volcado en dos pequeños plásticos de siete pulgadas. Suficiente para encarnar un modelo y arremolinar tras él a algunos de los más aventajados aspirantes a bluesmen desplazados a Chicago desde el Delta del Mississippi.

El éxito de Waters, recorriendo todo el camino desde sus grabaciones primigenias para el musicólogo Alan Lomax en 1941 hasta el reconocimiento como uno de los padres del rock’n’roll, fue un sueño dentro del sueño protagonizado por los hermanos Phil y Leonard Chess. Emigrantes polacos instalados en el Chicago de entreguerras, con un innato olfato para los negocios, su pericia les permitió materializar una visión racialmente improbable en una sociedad lastrada por el segregacionismo: poner en marcha un emporio artístico manejado por judíos y sustentado por algunos de los más revolucionarios músicos negros de su tiempo.

Todo empezó en 1946 con la apertura del Club Macomba, arquetipo de tugurio en el que engrasar farras con música negra en directo, y continuó un año después al tomar las riendas del pequeño sello Aristocrat, ampliado y renovado en 1950 bajo el nombre de Chess Records. Pionera de las discográficas independientes, a través de parte de su catálogo podemos documentar hoy no sólo el histórico trasvase de grabaciones esencialmente raciales hacia las emisoras de radio de música pop, sino también la delineación y pulimento del rock’n’roll tal y como hoy lo conocemos. La lista de algunos nombres asociados a Chess asusta al leerla de seguido: si Waters empujó los blues agrestes hacia la sofisticación, Bo Diddley y Chuck Berry otorgarían al rock’r’roll su molde rítmico y su mitología, respectivamente. Pero la factoría de genios no excluía a Willie Dixon, Little Walter ni a Etta James; tampoco a Howlin’ Wolf, quien reaparecerá en breve como coprotagonista de nuestro relato.

Sin embargo, veinte años después de que la maquinaria de Chess se hubiera puesto en marcha, y otros veinte desde que Waters hubiera enchufado su telecaster, la carrera del autor de “Long Distance Call” estaba estancada. En virtud de una de esas fluctuaciones de tendencias que mueven a la música popular, atravesó los años sesenta convertido en modelo para bandas como los Rolling Stones, pero relegado al estatus de pieza de museo en un plano puramente comercial. En 1968, además, el sello necesitaba reorientar su catálogo para hacerse hueco en unos tiempos convulsos, con el rock’n’roll gobernado bajo los principios de creatividad y novedad. Marshall Chess, el hijo de veintiséis años de Leonard, se convertía así en el responsable de llevar las riendas de la discográfica hacia un mercado que parecía girar en torno a obras exhuberantes y caleidoscópicas, con discos como Electric Ladyland de la Jimi Hendrix Experience como nuevos centros de influencia. El primer paso fue montar un subsello, Space Cadet, que sirviese de enlace entre la generación de su padre y la nueva cultura juvenil; el segundo, rescatar a Muddy Waters y encaminar su música hacia el público natural de Jimi Hendrix. El resultado fue Electric Mud, un extraño trabajo de blues moldeado en barro eléctrico que terminaría enfureciendo a no pocos compradores.


Para materializar el proyecto, Marshall necesitaba ensamblar una banda de acompañamiento que dirigiese el rutilante periplo psicodélico de un Waters aparentemente fuera de lugar. Encontró a los elegidos en su propia casa: un puñado de músicos que ya habían fogueado juntos en la banda Rottary Connection, la misma que se encargase de ingaurar el catálogo de Space Cadet, en 1967, con un seductor álbum de mimbres de soul psicodélico. El septeto que conformaba la flamante Electric Mud Band, de inclinaciones más cercanas al jazz que al blues, estaba dirigido por Pete Cosey, habitual guitarrista de sesión para artistas clásicos de Chess (y posterior lugarteniente de Miles Davis), e incluía en su núcleo principal a Louis Satterfield (bajo), Morris Jennings (batería) y Charles Stepney (órgano). En el centro, un Muddy Waters cincuentón actuaba como estrella principal de un concepto aparentemente alejado de su lenguaje natural, pero que empujaba hacia adelante con una excitación contagiosa.

Electric Mud se registró en directo en los estudios Ter Mar de Chicago a lo largo del mes de mayo de 1968, y fue lanzado finalmente en octubre del mismo año. Su impacto fue dual: convertido en el mayor éxito comercial de Muddy Waters (entrada en las listas de Billboard, doscientas mil copias vendidas), el disco amortiguó la incipiente decadencia de Chess y consiguió penetrar temporalmente en el segmento de mercado que perseguía; sin embargo, fue despedazado de forma unánime desde su publicación por el público de blues.

En el recomendable documental Godfathers and Sons (Marc Levin, 2003) se rastrea el camino de Electric Mud desde su rechazo inicial hasta su filtración en la música facturada por generaciones posteriores de músicos afroamericanos, con Chuck D de Public Enemy rememorando el shock iniciático que le produjo el álbum. Desde nuestra perspectiva de 2012 no resulta difícil asimilar un trabajo así, pero tampoco entender el airado repudio que provocó en un sector de la audiencia hace tres cuartos de siglo. No era un músico cualquiera el que había grabado aquella visión alucinada y densa del blues, retorciendo su repertorio clásico en efectos de fuzz y pedales wa wah, y ni siquiera cualquier músico negro. Era Muddy Waters, el principal ideólogo del blues de Chicago, quien parecía dispuesto a demoler su pasado y cualquier posibilidad de futuro con un disco imposible y desnaturalizado.

El grueso de Electric Mud estaba formado por cinco números conocidos de su carrera, regrabados para la ocasión, y tres canciones más, entre ellas una versión de los Rolling Stones. “I Just Want To Make Love To You”, la histórica composición de Willie Dixon popularizada por Waters en 1954, abría el disco lanzándose al cuello: la banda parece entregada a una improvisación apenas controlada, vertebrada por un largo, ácido y ensimismado solo de guitarra de un Pete Cosey en exploración contínua, que únicamente parece detenerse cuando, después de cuatro minutos, la canción reclama su conclusión.

La presencia de “Let’s Spend The Night Together”, el tema de Mick Jagger y Keith Richards que los Stones habían lanzado como single un año antes, puede interpretarse como un humilde gesto de generosidad del maestro hacia sus más famosos dicípulos, pero también como cebo ante nuevas audiencias. En cualquier caso, lo que originalmente era un sencillo y callejero gancho pop soul revela nuevos matices en la relectura de Electric Mud. Más carnal e impetuosa que el original en sus referencias sexuales, de nuevo con la guitarra de Cosey en primer plano serpenteando con entusiasmo, la relectura de Waters ofrece una solución fantástica para su vibrante construcción rítmica: sostener la canción sobre una línea de bajo basada en la del “Get Ready” de los Temptations.

No se trata de la única alusión a hallazgos ajenos dentro del disco, ni tampoco la más representativa. Hay otros dos injertos que evidencian la magnífica intuición de la banda, y dicen mucho del espíritu de libre sinergia que caracteriza a la obra. En “I’m Your Hoochie Coochie Man” (de nuevo una creación de Willie Dixon apuntalada por Waters en 1954) se sustituye el célebre subrayado de armónica por un saxo tenor que, en mitad de la canción, se desvía de su camino para dibujar espontáneamente un fraseo que cita a “My Favorite Things” de John Coltrane; en “She’s Alright”, una febril jam de seis minutos, es la banda en su totalidad la que se sale de plano hacia el final del tema para entregarse a una recreación del “My Girl” de los Temptations, convertido en una plácida coda psicodélica.

Junto a una imponente, fiera revisión de “Mannish Boy” (la canción de respuesta que Waters grabó en 1955 con “I’m A Man” de Bo Diddley como espejo) y antes de que “The Same Thing” eche el cierre como último guiño a Willie Dixon, encontramos las dos únicas piezas compuestas exclusivamente para el disco. La tensa “Herbert Harper’s Free Press News”, cruzada por una guitarra fuzz que avanza con espasmos eléctricos, puede entenderse como una inclusión puramente coyuntural; un retrato de las sacudidas sociopolíticas de la época. “Tom Cat”, siendo de lo más discreto del conjunto, funciona como síntesis de la estética de Electric Mud: el pulso del bajo fuzz y las guitarras wah wah, el saxo tenor dirigido por ondulaciones free, las insinuaciones tórridas en los textos y la interpretación de Waters.

La propuesta parece de lo más estimulante. Y así lo debió entender Marshal Chess, quien no sólo no se amedrentó ante la quema pública del disco, sino que persistió un año después en el barniz psicodélico a través de otro legendario músico de Chess: Howlin’ Wolf.

Wolf, una montaña de dos metros del profundo Sur, con un registro vocal que se balanceaba entre el trueno y el aullido licántropo de su apodo, había recalado en el sello de Chicago poco después que Muddy Waters, modelando un repertorio esencialmente sostenido entre composiciones propias y posteriores aportaciones de Willie Dixon. Muchas de aquellas canciones (con “Smokestack Lightning” a la cabeza) se convertirían en su voz en estandares ineludibles de Chess, y reflejaban a un intérprete y hombre de carácter. Si Muddy Waters había aceptado a regañadientes participar en el desembarco psicodélico de Marshall Chess, Howlin’ Wolf se opuso con vehemencia al envenenamiento contemporáneo de sus clásicos, pero terminaría claudicando en virtud de una inexcusable presión contractual.

Marshall reclutó al mismo núcleo de músicos, se seleccionó un listado de temas del catálogo de Wolf y el disco fue finalmente registrado en los estudios Ter Mar en noviembre de 1968, editándose en enero de 1969 con un artwork de una explicitud aplastante. La puerta de entrada a The Howlin’ Wolf Album, como se le conoce popularmente, consistía en una simple carátula blanca con una enorme leyenda ocupando el grueso de la carpeta: “This Is Howlin’s Wolf’s new album. He doesn’t like it. He didn’t like his electric guitar at first either” (“Este es el nuevo disco de Howlin’ Wolf. A él no le gusta. Tampoco le gustó en un principio su guitarra eléctrica”).

“¿Por qué no coges los pedales wah wah y toda esa mierda y los tiras al lago, de camino a la barbería?”. La leyenda habla de unas sesiones de grabación tensas y conflictivas, en donde desafíos como éste de Wolf ante el guitarrista Pete Cosey volaban por el estudio constantemente. Se palpa en el disco: mientras que la obra de Muddy Waters parece de algún modo llevada por la pasión, con muchos momentos de arrebato, en el caso de Howlin Wolf el cantante y la banda parecen trabajar todo el rato en dirección contraria. Lejos de la extroversión de Electric Mud, el conjunto parece entregarse aquí a una lectura de la psicodelia ensimismada y hermética, finalmente apelmazada, sin que Wolf llegue nunca a meterse en ambiente.

El inicio con “Spoonful”, sujetada por un pegadizo groove, no aventura el desastre, pero a la altura de “Tail Dragger” empieza a imperar cierta opacidad e introversión. Ni “Smockestack Lightning” ni “Moanin’ At Midnight” aportan nada a las perfectas construcciones originales; Wolf parece darse cuenta y advierte al oyente en airadas y cómicas cuñas habladas. “No me gusta, sabes…estos sonidos raros. Esas guitarras eléctricas de sonidos extraños. Mucha gente sigue sin entenderlo, ¿sabes lo que quiero decir?”. Y sin embargo el disco sigue a trompicones, con hallazgos intermitentes y un intérprete que incluso en su canto funcionarial sigue sonando rotundo. “Escuchad, tíos…todo el mundo dice que no le gusta el blues. Pero os equivocáis. Mirad, el blues va y viene. Y te lo diré de nuevo: lo que hay hoy en día no es blues, es sólo un buen ritmo que la gente lleva consigo. Pero ahora que te acercas al blues, te enseñaré cómo tocarlo. Sólo siéntate y mírame”. Lo que sigue es una versión de “Back Door Man” de Willie Dixon que el vocalista sureño arrastra sin esfuerzo, dando forma a una monumental versión de ácido dosificado que justifica el álbum entero.


Aunque finalmente escaló en las listas de Billboard incluso por encima de Electric Mud, el experimento psicodélico de Howlin’ Wolf resultó un aviso de que la aventura ácida de Chess estaba herida de muerte. No obstante, hubo todavía espacio para otros dos discos muy incrustados en el espíritu de su época, que supusieron un fantástico canto de cisne. Fathers and Sons (Chess, 1969) convocaba a una superbanda que, gravitando en torno a los viejos maestros (Waters, Otis Spann, Sam Lay) incluía respetuosas pero enérgicas contribuciones de alumnos blancos de pedigrí, como el harmonicista Paul Butterfield y el guitarrista Mike Bloomfield.

Una operación similar llevaría a Howlin’ Wolf a Londres para grabar The London Howlin’ Wolf Sessions (Chess, 1971) respaldado por la plana mayor de la élite británica, blanca y joven del blues (Eric Clapton, Steve Winwood, Bill Wyman y Charlie Watts) en otro ejercicio de celebración intergeneracional que terminaba de completar el círculo. Dos de los principales pesos pesados de Chess acababan así por resituarse definitivamente en el mapa sonoro trazado por sus discípulos.

Sin embargo, esta no es una historia con final feliz. Parecían divisarse pequeños oasis, pero en realidad Chess operaba con maneras de empresa de la vieja escuela. El complicado engranaje de la industria del rock los expulsaría finalmente de su centro, mientras que las grietas económicas y un agitado cambio directivo terminarían con su liquidación en 1975. A Marshall Chess le gusta rememorar el emporio familiar como la discográfica que congeló toda una época en la vida de los negros, pero en realidad fue algo más: una aventura musical aún viva e ineludible, que incluso en sus episodios más controvertidos dejó tras de sí rastros del genio que siempre la alimentó.

jueves, 24 de junio de 2021

SMALL FACES, TODO Y NADA

Sergio Martos

Ruta 66 nº 296 de septiembre del 2012



No es un secreto que la mayoría de bandas británicas aparecidas en la década de los sesenta emanaban de un pasado notorio marcado por el desarrollo de una guerra, de un país en reconstrucción. No sé si por esa lacra en la economía que todavía estaba por resurgir, o por los apuros para establecer una vida sencilla y obrera, pero todo estos factores emergieron en una explosión artística que se expandió por toda Inglaterra y arrastró a cientos de jóvenes a dejarse estimular y afrontar la existencia sin aprensión y renovando el pasado. Los Beatles encabezaron la primera revuelta, seguidos por los Stones; nuestros protagonistas, junto a los Who, llegaron en la segunda tanda. Small Faces cayeron justo en el momento oportuno, justo cuando un grupo de jóvenes modernos, coloristas e individualistas, que se hacían llamar Mods, estaban necesitados de héroes locales. De ello decía Steve Marriott que “Mod es la expresión del individuo por ser único, pero tan pronto como se convierte en una expresión masiva, deja de ser único y desaparece”. Exactamente eso es lo que sucedió con The Who, la banda protegida por el movimiento contra cultural que se expandió, sobre todo, en el sur de Inglaterra: se hicieron enormes. Por el contrario, los Small Faces, fueron famosos, pero no tanto como para que sus seguidores se sintiesen heridos al escuchar sus canciones por la radio. El estilo iconoclasta de lucir sus trajes a lo dandi de estos pequeñísimos cuatro músicos, ha perdurado en la memoria de los últimos afiliados, y por lo tanto, siguen siendo el estandarte de una época determinada de la Inglaterra de los sesenta.

Al fin y al cabo, esta era una actitud –desmarcarse del individuo medio, vestir con elegancia, escuchar buena música, tomar anfetas– con la que el propio Marriott podía llegar a identificarse: “Empecé a ser un Mod cuando todavía estaba en mi hogar paterno, intentando ser original y escandalizando a mi padre por parecerme a ‘un maricón’. Era también muy diferente a mi madre, y me comportaba de forma tan descarada como podía. Pero me encantaba la idea de ser único y de expresarme como quisiera, me hacía sentir seguro”. Kenney Jones, con quien contactamos expresamente a raíz de la re-edición de la obra del cuarteto, nos da su visión: “Para ser honesto, como todos en esa época, crecimos sin un penique. Procedíamos de familias pobres, fuimos los primeros adolescentes después de la guerra y nos sentíamos liberados; entiéndeme, yo crecí en blanco y negro, como mucha otra gente en Inglaterra, incluso los que vivían en el centro de Londres.

Pero decidimos vestirnos con colores y ver el mundo desde otra perspectiva, y creo que eso forma parte del movimiento original de los Mods. Los Small Faces, sin saberlo, formábamos parte de un movimiento cultural y ‘fashion’; como músico, aquello era increíble. Nuestro concierto en el King Mojo Club… ese fue un importante evento. Todas las bandas de comienzos de los sesenta seguían una rutina habitual, cargaban sus furgonetas y tocaban por toda la zona, pero tenían un lugar de peregrinación especial, y ese era el nuestro. Algunos tocaban en el Marquee, aunque todos querían tocar en ese área, cerca del Soho. El Mojo era especial, era una zona importante para el movimiento Mod”.

Si lo fueron, si lo son, importantes para todos los partidistas Mods, es algo irrelevante, en cierto modo, para mí y para muchos otros. Lo que hizo de los Small Faces un ente único fue la fuerza universal que unió a cuatro tipos de tan corta estatura, pero tanta envergadura musical, que en cuestión de cuatro años (de principios de enero del 65 al 8 de marzo del 69, fecha en la que ofrecen su última actuación), dio al mundo algunas de las canciones solemnemente mejor construidas de todas las épocas: «Tin Soldier», «Lazy Sunday», «All Or Nothing», «(Tell Me) Have You Ever Seen Me», «Itchycoo Park»… Y sigue contando. Es especial el hecho de que esas canciones, tan diferentes a cualquier otra cosa surgida en el momento, procedieran de una época donde las gemas Pop brotaban como las flores en primavera; a montones.

“Es increíble, pero trabajamos a un gran ritmo”, rememora Jones. “Cada vez que volvíamos de gira, nos encontrábamos trabajando en el estudio. Especialmente en los años de Immediate (Records), utilizamos tanto el estudio como nos fue posible. En esa época tuvimos la suerte de encontrarnos con un ingeniero fantástico: Glyn Johns”. Hay guitarristas que tienen el tono, hay cantantes que tienen la actitud, los Small Faces lo tenían casi todo. Descontando al guitarrista/ organista Jimmy Winston de la formación original, que fue despedido por intentar competir con las habilidades de Marriott, los cuatro integrantes de la banda tenían una química especial que les hizo destacar en una era de gigantes: “Creo que todos en los Small Faces éramos, individualmente, únicos. Y juntos formábamos un buen equipo; teníamos una telepatía musical que era maravillosa. Nunca nos decíamos el uno al otro qué tocar, se percibía en la mirada”.

Esa telepatía y la pluralidad de carácter salta a la palestra desde un primer instante: “Oí hablar de Ronnie por primera vez cuando estaba aprendiendo por mi cuenta a tocar la batería. Había una banda de Jazz en un pub cerca de mi casa, al este de Londres, así que fui allí porque tenían a un batería joven y quería que me enseñase un par o tres de trucos. Al final pude tocar con ellos y fue una sensación increíble. El camarero se me acercó y me dijo: “Eso ha estado muy bien. ¿Eres parte de la banda?”. Le contesté: “No, quiero formar parte de mi propia banda”. “Mi hermano está aprendiendo a tocar la guitarra, te lo presentaré”. Y la semana siguiente apareció con su hermano, y era Ronnie Lane. Tocaba la guitarra en una banda llamada The Outcasts, pero realmente no quería tocar la guitarra, quería ser bajista, lo cual era llamativo porque todo el mundo prefería la guitarra. Ya estábamos Ronnie y yo; un día fuimos a una tienda de instrumentos musicales llamada J 60, nos sentamos a tocar, él al bajo y yo a la guitarra, y poco después, el joven dependiente empezó a tocar la guitarra con nosotros. Fue una experiencia ruidosa para el propietario de la tienda, con el que empezamos a discutir y a buscar problemas. El tipo que se sentó con nosotros era Steve Marriott, que trabajaba allí para conseguir algo de dinero extra. Teníamos un bolo en un pub y le invitamos a que se uniese a cantar; cuando lo hizo fue alucinante, todo el pub se volvió loco. Steve estuvo tocando el piano y rompió algunas teclas por accidente, pero el tipo del pub le perdonó porque también alucinó con la voz del hombre. El resto de la banda se disgustó muchísimo, se levantaron y se despidieron, y nos quedamos solo Ronnie, Steve y yo. Ese fue el comienzo de los Small Faces”.

Volviendo a la química, para empezar, tenían un baterista que perpetuaba unos patrones muy diferentes a los que marcaban sus compañeros de generación, exceptuando, cómo no, a Keith Moon: “Estaba Bobby Elliott, el tipo de los Hollies, Ringo Starr, Charlie Watts… Había muchísimos grandes bateristas en la época y me dije que no podía copiar a ninguno de ellos, o adoptar sus personalidades, tenía que poseer mi propia identidad. No podía obtener ninguna clase de dinero para recibir clases, tenía que ser autodidacta. Por eso mismo aprendí a encontrar mi propia voz, porque empecé a hacer las cosas de forma diferente. Afortunadamente, me encanta poner swing en todo lo que hago porque aprendí escuchando discos de Jazz; es divertido el hecho de que Charlie Watts encontrase fama tocando con una banda de Rock, porque él, como yo, es un gran fan del Jazz.

Luego tenías a (Keith) Mooney, que era el jefe de su propia técnica, de su propia creación; creo que Pete Townshend le definía perfectamente cuando comentaba que Moon pasaba por todas las partes posibles de la batería pero siempre volvía al tempo y acababa en el lugar adecuado”. También estaba Ian McLagan, uno de los teclistas con mayor intuición del negocio. Y por supuesto, el tándem Steve Marriott /Ronnie Lane. Formaron un binomio de composición totalmente equilibrado, los Lennon y McCartney de la banda. El primero tenía esa capacidad de arriesgar, de insuflar incluso comedia en sus interpretaciones, volátil como él solo, siempre imitando descaradamente un acento ‘cockney’ y callejero en esas fases… y Lane era mucho más estable, acorde con su personalidad, relajado, y quizás, premeditado en sus compases. En cualquier caso, no es cierto, como dicen las malas lenguas, que Marriott compuso los éxitos de la banda en solitario.

El propio Jones lo confirma: “Lo hicieron juntos, y lo sé porque pasaban juntos la mayor parte del tiempo. Nadie más estuvo involucrado. De entre todos los singles, creo que Steve llegó con el Riff de «All Or Nothing», es lo que recuerdo, pero el resto de canciones las escribieron juntos, al cincuenta por ciento”. Es necesario aclarar esto, ya que hay quien dice que el recelo que tuvo Ronnie a los cantantes solistas, procede de los días que compartió con Steve. Es cierto que él estuvo en contra, ya en los Faces, de la incorporación de Rod Stewart, y acabó marchándose de esa banda por los devaneos de divismo de Rod. Pero su verdadero enfado con Marriott se debió a la espantada del segundo de la banda, propiciando la finalización de la misma –el cantante se sentía frustrado por no poder llevar a los escenarios del modo que hubiese deseado, una obra tan compleja como Ogdens’ Nut Gone Flake–.

No había problema alguno en que Steve fuese el centro de atención, a fin de cuentas nadie en Small Faces podía, vocalmente, hacerle sombra. De ese modo nos preguntamos, ¿hubo contrariedades personales entre uno y otro? Parece que no. “Durante los cuatro años que estuvimos juntos mantuvieron una relación fantástica. Formaban una relación de trabajo muy creativa. Ronnie escribía canciones muy pasionales, porque él era muy pasional, y Steve, por su pasado teatral, ya que fue a una escuela de arte, era muy bueno contando historias. Entre los dos formaban un gran equipo. Creo que cuando todo fue mal, fue cuando, después de los Faces, decidimos reunir a la banda, y ojalá nunca lo hubiésemos hecho, es lo peor que podíamos haber hecho. En fin, Ronnie y Steve tuvieron una discusión el primer día, y Ronnie se marchó y nunca volvió. Deberíamos haber parado y dejarlo ahí, porque no puedes recrear el pasado (la reunificada banda con Rick Wills en sustitución de Lane, grabó un par de trabajos, Playmates en el 77 y 78 In The Shade al año siguiente, que son mejor olvidar. NdA).

Creo que ese es mi único lamento, haber reunido a la banda. Hubo muchas fricciones; creo que Steve se convirtió en una especie de Punk, era mucho más agresivo y vociferante, no se quién era realmente en esa época, pero no era el tipo que yo conocía. Era otra persona. A Ronnie Lane no le gustaba eso, porque él seguía siendo Ronnie Lane, ¿sabes? Esa fue la única cosa, pero no es mucho para haber pasado tanto tiempo juntos”. Aún y todo, parece que Steve dejó a Lane fuera de la casa de campo (Beehive Cottage) que ambos compraron con el dinero que avanzó Immediate por los derechos de autor pertenecientes a los sencillos de éxito. El que fuera compañero de banda con Marriott en Humble Pie, Jerry Shirley, así lo contaba: “Ronnie abandonó Beehive Cottage cuando se separó la banda, y cuando intentó obtener algo de compensación por ella, Steve se giró y dijo: “No vas a tener nada, esto se ha comprado con el dinero de los éxitos que yo he escrito, y no tú”. Jones, de nuevo ejerce de apagafuegos y desestima las palabras de Jerry: “Nunca escuché que Steve le despidiese de la casa; le compró su parte”.

El tema de liquidez monetaria fue otro problema a lo largo de la corta carrera del cuarteto. De Immediate, para quienes registraron Small Faces (68) y el colosal Ogdens’ Nut Gone Flake (68), obtuvieron el dinero para comprar la casa rural, instrumentos de gama alta y poco más. Con la anterior disquera para la que trabajaron, Decca –estos adquirieron Small Faces (66) y From The Beggining (67), que se editó a espaldas de la banda– obtuvieron aún menos. En esos años tuvieron, inclusive, el ‘placer’ de trabajar para Don Arden, un tipo famoso por sus malas artes y sus tratos ilegales con los músicos a los que representó. Cuando Steve firmó un contrato por el derecho de royalties de sus canciones (dejando a un lado a Lane), se olvidó de algo muy importante: reclamando ese derecho, demandaba a Arden, pero este no iba a dejarse querellar fácilmente.

El drama: Arden estuvo presionando y extorsionando al cantante durante gran parte de la década siguiente. Kenney sigue ejerciendo de bombero, quizás porque su relación con el ‘Al Capone del Pop’ quedó finiquitada una vez la banda abandonó Decca: “A principios de los sesenta teníamos a toda esta gente que imitaba a las estrellas americanas de las películas de gánsteres; les gustaba sentirse asociados a la mafia americana, aunque fuese de forma ficticia. Todos los que tenían una posición en el negocio aparentaban que eran ese tipo de personas. Don nunca fue realmente un tipo duro, pero le gustaba proyectar esa imagen. Se ganó la reputación de ser un tipo duro, pero era un Teddy Bear enorme, eso es lo único que era. Amenazó a varios tipos, pero era solo fachada. Al final de la jornada, él fue quien nos puso en el mapa y el que tenía los contactos”. Ni problemas económicos, ni fuga de egos; si los Small Faces hubiesen logrado triunfar en América, es incluso probable que la banda nunca se hubiese desintegrado.

Esa era la llave de la longevidad y la buena vida para todas las grandes bandas de la época. “Nuestro problema: América no dejaba pasar a Ian Mclagan, ya que en su expediente había una detención por drogas. Podíamos haber contratado a otro músico, pero nadie en la banda quería hacer algo así. Nunca tocamos en América, lo más cercano que estuvimos fue cuando… Los Who y Small Faces solíamos tocar juntos todo el tiempo, y fuimos a Nueva Zelanda y a Australia, creo que en el 66, y a la vuelta del tour, el avión hizo una parada en San Francisco volviendo de Australia y tuvimos que pasar la noche allí. El autobús nos trasportó hasta un Holiday Inn que estaba, tan solo, a seis millas del aeropuerto, y eso fue todo. No tuvimos que pasar ningún control de pasaporte o aduanas de inmigración, nada. Así que aterrizamos todos, incluyendo a Mac. Fuimos y encendimos la tele, y lo primero que vimos es como le pegaban un tiro a un tipo que había intentado robar en una tienda de antigüedades; esa fue mi primera impresión de América.

Pero eso fue todo lo cerca que estuvimos de América. Pienso que si la banda hubiese podido establecerse en América, hubiese estado unida, hubiese crecido, y hubiese sido tan grande como los Who o cualquier otra banda. Es gracioso, fuimos a América de forma individual. Y como nosotros nos hicimos famosos con los Faces, y Steve con Humble Pie, la gente empezó a darse cuenta de que todos veníamos de una banda llamada Small Faces, y entonces empezaron a venderse discos de la banda allí. En cierto modo, a partir de entonces, en América se formó un culto entorno a la banda”. Un culto que ha alcanzado el presente, al haber sido los Small Faces inducidos en el elitista Rock And Roll Hall Of Fame, evento que ha propiciado la re edición de sus cuatros trabajos en formato deluxe, editados por Universal y revisados por Jones y McLagan. Lo importante es seguir disfrutando de todas esas enormes canciones, de la cohesión de la banda, y de la garganta del que fuera uno de los mejores cantantes de todos los tiempos.

Que le pregunten a Robert Plant. “Jimmy Page era un músico de sesión en esa época y cuando tenía un descanso, se pasaba por nuestras grabaciones porque le encantaba ver cómo trabajaban los Small Faces. Robert Plant, por otra parte, era un gran fan nuestro y de Steve, y tomó muchos de sus trucos para su formación como cantante. Me enorgullece decir que éramos una de las bandas favoritas de Led Zeppelin; vieron cómo agarrábamos la música negra y la combinábamos con las raíces inglesas. Si escuchas nuestro primer álbum, verás de lo que hablo. La primera versión de «Whole Lotta Love», era «You Need Loving». Pero al menos nosotros decíamos de dónde procedía la inspiración.

Nosotros éramos fans hambrientos, y esa época era hermosa para conocer nuevos y viejos artistas. Por eso no me extraña que nosotros también hayamos tenido fans y hayamos influenciado a otras bandas. Mi hija, que tiene catorce años, sabe con quién he tocado y aunque yo me negase a hablar de ello, solo ha de mirarlo en Internet. Pero nunca tuvo una opinión muy definida de los Small Faces hasta que vio a una de sus bandas favoritas hacer una de nuestras canciones; se volvió fan instantáneamente. Creo que éramos unos adelantados a nuestro tiempo, y fuimos afortunados de conocernos, de conectar los cuatro músicos que formábamos la banda, eso es lo genial del asunto. Creo que es una pena que nos separásemos después de haber hecho un disco como Flake, porque teníamos un potencial enorme”.




viernes, 18 de junio de 2021

THE 13TH FLOOR ELEVATORS Y EL GRAN TRIP TEJANO

Kike Turmix.

Artículo publicado en Ruta 66, nº 9, julio de 1986

Dicen las crónicas más oscuras del Necronomicón Psicodélico que los miembros de The 13th Floor Elevators tenían el cerebro calcinado por el peyote, que eran víctimas de venenosas visiones místicas, que poseían extrañas facultades para materializar sonidos de fuego puro. En uno de los primeros números de Ruta 66, Kike Turmix (Bilbao 1957-Madrid 2005)) ingresó como sacerdote supremo en la Orden del Cactus y exploró con entusiasmo una de las leyendas de la Gran Era Garage-Rock. ¿Estás dispuesto a perder la cordura mientras suena «You’re Gonna Miss Me»? El infierno te espera en Texas.

Texas, llegando al Ecuador de la década de los sesenta. Resulta muy difícil ser un joven en la onda en el estado de la Rosa Amarilla. Este es, sin duda, uno de los estados más conservadores de la Unión en aquellos momentos. Recordemos que fue en la ciudad de Dallas donde caería asesinado en el 63 el tímidamente liberal presidente Kennedy. Las escenas de vaqueros más o menos enriquecidos por el petróleo, o sin enriquecer, persiguiendo a ‘’esos asquerosos maricas de pelo largo’’, tan bien plasmadas en la película Easy Rider, debían ser el pan de cada día. Aún así, la escena tejana de aquel momento, resulta una de las más interesantes de toda la historia del rock’n’roll. Efectivamente, el desquicie que crea en las mentes juveniles americanas la British Invasion y, sobre todo, la imagen de Mick Jagger retorciéndose como un reptil en el televisivo The T.A.M.I. Show, también hace mella en Texas.

La situación económica bastante exuberante de los tejanos medios, y por tanto la disponibilidad monetaria más o menos buena de los jóvenes hijos de esas familias, permite a estos últimos la adquisición por correo —no hay tiendas buenas de instrumentos en todo el estado— de las últimas maravillas de la técnica en instrumentos musicales: órganos Farfisa, guitarras Vox o Rickenbaker, pedales de distorsión fuzz… A esto debemos sumar la influencia definitiva que debido a la cercanía geográfica y los muchos chicanos que viven allí, tiene la cultura mexicana en la sociedad tejana. Y, en un momento en que la cultura juvenil comenzaba a rendir culto a las drogas, por mera influencia mexicana una de ellas hacía furor desde San Antonio a Austin: el peyote, el cactus alucinógeno de los chamanes indio-mexicanos por excelencia. Mezclamos todos los ingredientes citados: rebelión juvenil, Farfisa y fuzz, peyote, lo metemos en un garage, subimos el máximo volumen, se le añade, además del imprescindible fanatismo para con los Stones, unas gotas de salvajismo aún mayor si cabe, vía Them y Yardbirds, se agita, y… voilá!… aquí están los psycho-punks tejanos del 65. ‘’You’re gonna miss Me!!!’’…

Tres sellos discográficos son los que en aquellos momentos trabajan a las bandas más jóvenes: Sconobeat, International Artists y Jeff Beck/Cee Bee. Las bandas son muchas, procedentes de Austin, Dallas, Corpus Christi, San Antonio, Fort Worth… Sus nombres: Red Crayola, Fever Tree, Kenny & The Kasuals, Sir Douglas Quintet, Mouse & The Traps, Zakary Thaks, Bad Seeds, Liberty Bell, los Moving Sidewalks de Bill Gibbbons (ZZ Top), y así hasta tres mil nombres. Pero si entre todos ellos hubo uno que destacó y es leyenda, ese fue el de Los Ascensores del Piso Trece, The 13th Floor Elevators, nombre curioso y provocador donde los haya para una sociedad tan supersticiosa con el número trece como la americana. Y en ellos me voy a centrar.

Ruleta rusa

Roky Erickson nació en 1947, en Dallas, pero poco después sus padres se trasladan a Austin. Y es allí donde el adolescente Roky comienza a cantar, bajo una influencia fundamental: James Brown. Cuentan las crónicas que contaba solo 14 años, y en su primera banda The Roulettes, allá en el 61, compuso el mítico «You’re Gonna Miss Me». Pero Las Ruletas se disolverían al poco tiempo sin grabar nada. Corre el verano del 65 y una banda de Austin, The Spades, que había publicado un single ese abril en el sello local Zero Records («I Need A Girl/Do You Want to Dance»), llama a Roky para el puesto de cantante, grabándose en noviembre de aquel mismo año un single para la misma compañía con la versión original de «You’re Gonna Gonna Miss Me» en una cara, y «We Sell Soul» en la otra.

Sin embargo, la base musical de los Elevators se encontraba en otra banda, The Lingsmen. Procedentes de una población cercana a Austin, Port Arkansas, se habían ganado una sólida reputación en los alrededores de Austin ayudados de muchas y muy buenas presentaciones en directo. Se formaron a mediados del 65, cuando Max Range, tras abandonar Max & The Penetrates —con quienes hizo un single: «Playing Till Then/Kurl»— se une a Stacy Sutherland, John lke Watson y Benny Thurman. Poco después Range abandona la banda para formar Max & The Laffin Kind, dado que le habían prometido grabarle un sencillo, promesa, por cierto, finalmente incumplida. Es entonces cuando los Lingsmen ofrecen a Roky unirse a la banda. Él no duda ni un instante y, abandonados los Spades, se une a lo que resultará el embrión de los Elevators.

La guinda definitiva, que convierte a los Lingsmen con Roky de cantante en los Elevators, es la llegada de un curioso tipo llamado Tommy Hall. El será el letrista alucinado de la banda; junto con su mujer Clementine escribirá la mayoría del material. Pero también será el que le dé su sonido característico a los Elevators. Tommy entra en la banda como ‘’jug-player’’, un tipo que toca varios instrumentos, pero con la particularidad de que son caseros: tabla de lavar, cencerro, cacerolas, peine con un papel de fumar (todavía se ven en Estados Unidos jug-bands, orquestas formadas únicamente por este tipo de instrumentos). El instrumento, si se le puede llamar así, usado por Tommy Hall era un gran botellón del que extraía ese curioso ‘’tucu-tucu-tucu’’ que impregna las canciones de los Elevators y les da ese sabor propio tan original. Precisamente el nombre del grupo fue elegido por Clementine, la mujer de Hall, pensado en que la M de marihuana, es la treceava letra del alfabeto inglés, pero que también, y dada cierta superchería, los rascacielos en EE.UU. carecen de décimo tercer piso, pasando su numeración del doce al catorce. Vamos, todo un juego de palabras.

Formado ya el grupo, a finales del 65 se publica el primer sencillo, en el pequeño sello Contact. En él repescan la composición de Roky que habían grabado los Spades, «You’re Gonna Miss Me», y en la cara B colocan un tema de Sutherland y Hall, «Tried to Hide», con un riff calcado al «Come on Now» de los Kinks. Este sencillo llega a manos de un tal Lelan Rodgers, un cazatalentos de la zona, que se convierte en su ‘’descubridor’’ y les consigue un contrato con la discográfica, International Artists. Esta reedita el single, y costea la grabación en Dallas del primer álbum del grupo, en el que se incluirán los dos temas del single, «Tried to Hide» en una versión nueva.

The 13th Floor Elevators son la primera banda en autocalificarse de psicodélica, precediendo incluso a los Grateful Dead. El título de su primer elepé no es otro que The Psychedelic Sound of The 13th Floor Elevators, y desde la portada, un barroco ojo donde en medio de una explosión de colores se lee el nombre del grupo, a las demenciales notas de contraportada, pasando, por supuesto, por el contenido de las dos caras, es un auténtico clásico del género. Aparte de los dos temas ya citados, perlas como «Splash 1», «Reverberation», «Fire Engine», «Don’t Fall Down», «Roller Coaster» o «You Don’t Know», auténticas obras maestras y, tanto musicalmente como en sus letras, arquetípicas para lo que se dio en llamar Psychedelic Sound. Un álbum fundamental para comprender el estilo de aquella época, y uno de mis diez álbumes favoritos de la historia. En 1978 fue reeditado por el sello inglés Radar, y gracias a esa reedición los Elevators comenzaron a ser más conocidos. La mayoría de los que ahora hablamos de ellos los conocemos gracias a esta reedición y, por supuesto, a la inclusión de «You’re Gonna Miss Me» en la biblia de la primera época psicodélica recopilada por Lenny Kaye en Nuggets.

Tras grabar el disco surgen pequeños problemas con el bajista Bennie Thurman, que se saldan con su sustitución por un ex Max & The Penetrates, Ronnie Leatherman. Con esta confirmación, y tras abundantes conciertos en clubs de Austin como el Jade Room o el New Orleans Club, la banda marcha a San Francisco, donde en el club AvaIon compartirán cartel con Jefferson Airplane, Grateful Dead y Big Brother & The Holding Co. De esas actuaciones procede un pirata, Avalon 66, aparecido en 1979. Su estancia en San Francisco dura apenas dos meses, ya que las presiones del sello para que regresen a Texas son muchas. De todos modos, esta estancia sirve para que los Elevators se afirmen como eslabón entre las escenas tejana y la de la Costa Oeste.



Let's Go Trippin’

A todo esto, el grupo se va metiendo más y más en las drogas. Todos toman ácido y todo tipo de sustancias que les hagan viajar, menos el batería, John Ike Watson, con el que empiezan a mosquearse, ya que le consideran un elemento más del sistema establecido y al que ‘’invitan’’ a abandonar la banda. cosa que también hace Ronnie Leatherman. Los que se empiezan a mosquear de verdad con la banda, por pasarse con el tema de las drogas, son los agentes de la policía de Austin, sección narcótica, que llegan a encarcelar a toda la banda en aquel año 1966, aunque luego saldrían en libertad vigilada. Agobiados por el estrecho control policial, se retiran a Kerrville, un pequeño pueblo en las montañas, donde se les une el bajista Dan Galindo y el batería Danny Thomas. Con esta nueva formación vuelven a trabajar.

Todavía en 1966, International Artists publica un single extraído de su primer elepé, «Reverberation (Doubt)/Fire Engine», y ya en el 67 dos singles de adelanto de su segundo larga duración. El primero con «l’ve Got Levitation» y una versión del tema de Bo Diddley «Before You Accuse Me», y el segundo con otro tema propio, «She Leaves», y otra versión, esta vez «It’s All Over Now, Baby Blue» de Dylan. El nuevo álbum se titula Easter Everywhere, producido al igual que el anterior por Lelan Rodgers, ayudado esta vez por un ingeniero de sonido llamado Frank Davis, que también trabajó con Fever Tree. Easter Everywhere, es un álbum más tranquilo y reposado que su anterior trabajo, pero igualmente superpsicodélico. Pero no tuvo tanto éxito como su anterior trabajo, debido, me figuro, a la incomprensión por parte del sello hacia aquella pandilla de ‘’acid-freaks’’.

Ya es 1968, International Artists edita un disco en directo titulado simplemente Live. Contiene cinco temas de los álbumes de estudio: «Before You Accuse Me» (Bo Diddley), «I’m Gonna Love You Too» (Buddy Holly), «Everybody Needs Somebody to Love» (Solomon Burke), y dos fantásticas composciciones propias, «You Can’t Hurt Me Anymore» y «You Gotta Take That Girl». Aparte del aliciente de esos cinco temas, no deja de ser buen disco en directo recogiendo el ambiente de un concierto de los Elevators.

Las drogas empiezan a hacer mella en el grupo. En uno de sus frecuentes ‘’trips’’ Roky Erickson se pierde con su coche durante varios días. Cuando lo localizan, la casa de discos lo envía a un hospital para que haga una cura de reposo. Al salir del hospital, Roky afirma ser un marciano y que, debido a esto, puede eludir cualquier encarcelamiento. La respuesta de las autoridades no se hace esperar: lo envían al Rusk State Hospital bajo la acusación de demencia, y allí se tirará tres años. El guitarrista del grupo, Stacy Sutherland, dará con sus huesos en la prisión del estado, acusado de tráfico de drogas. Tommy Hall emigra a California, donde se irá colgando más y más de las drogas… The 13th Floor Elevators se disgregan a finales del 68. Pero su sello discográfico sigue editando material.

Había olvidado citar que, a finales del 67, publicaron un single, «Slip inside this House/Splash 1». Ya en el 68 publican otro con un tema del Live, «I’m Gonna Love You Too», y un adelanto de lo que sería su elepé póstumo, un obsesionante tema de Erickson llamado «May the Circle Remain Unbroken». Y por fin, en el 69, su cuarto y póstumo álbum, Bull of Woods, del que extraen un single de nula repercusión, «Livin’ On/Scarlet and Gold». Bull of Woods — el grupo hubiera querido titularlo Beauty and the Beast— está incompleto como trabajo de grabación debido a los problemas que condujeron a la separación del grupo. A parte de los temas ya citados, debemos resaltar el demencial «Never Another», firmado por Hall-Erickson; casi todo el resto del material está firmado por el guitarrista Stacy Sutherland, que también haría un buen trabajo de guitarra en dos temas, «Rose and the Thorn» y «Street Songs».

Alienígena

Y hasta aquí la historia de los Elevators en su época. Las aventuras de Roky Erickson tras su salida del manicomio, tanto en solitario como con The Aliens, deberán ser objeto de otro artículo, más ante la probable publicación en España de su nuevo álbum en solitario, Don’t Slander Me (1986).

Resaltar que a raíz de la reedición de los dos primeros álbumes por parte de Radar Records, se desató la fiebre Elevators. De haber sido un oscuro grupo en su época y culto de muy pocos iniciados, pasó a convertirse en uno de los grupos fetiche de todo fan del Sixties Punk y de la psicodelia que se preciara de serlo. Se publicaron discos piratas, como el del Avalon ya citado, uno en el Filmore West del 67, un fantástico EP también en directo, grabado en Austin en el 67, con tres fantásticas versiones: «You Really Got Me» de los Kinks, «Roll Over Beethoven» de Chuck Berry y «The Word» de los Beatles. Pero, sobre todo, hay que destacar el álbum publicado el año pasado (1985) por Texas Archive Recordings, Fire in my Bones, que recoge un tema inédito, el que da título al disco, varias tomas diferentes a las publicadas anteriormente de «Monkey Hand», «Thru the Rhythm», «Roller Coaster» y «Fire Engine», una versión en directo de «She Lives», y, especialmente, lo que puede ser el documento definitivo de los Elevators: un concierto en directo de la formación original para el programa Sump N’Else de la televisión de Dallas WFAA, en el comienzo de 1966. Contiene «You’re Gonna Miss Me», «Fire Engine», «Roll Over Beethoven», «Mercy, Mercy» de Don Convay, «Gloria» de Them, «You Really Got Me» de los Kinks y una pequeña entrevista donde Tommy Hall explica lo del ‘’tucu-tucu-tucu’’.

Toda la nueva generación que ocupa mi tocadiscos en los últimos años, y a veces también mi máquina de escribir, tiene a los Elevators como maestros, y no se cortan a la hora de versionar sus canciones. Si no lo crees, pregunta a Radio Birdman, a Barracudas, a Nomads, a DMZ-Lyres o a los vallisoletanos Fallen Idols. Todos ellos han tenido el buen gusto de tocar esa canción eterna y ya básica en la historia del rock’n’roll que es «You’re Gonna Miss Me».

lunes, 7 de junio de 2021

NEIL YOUNG, LA ÚLTIMA ESTRELLA (ACTIVA) DEL ROCK: "VA DIEZ PASOS POR DELANTE DE CUALQUIERA"

Enrique Rey

El Confidencial, 07/06/2021


Desde 2016 ha sacado 13 discos entre los que hay novedades junto a tres bandas distintas, directos de cuatro etapas diferentes, una banda sonora y hasta un disco de estudio

Neil Young es una figura incuestionable. Como otros grandes mitos de la música popular en activo —Bob Dylan, Paul McCartney, los Rolling Stones—, en su momento de mayor éxito lanzó discos —‘Everybody Knows this is Nowhere’, ‘Harvest’, sus trabajos junto a Crosby, Stills and Nash— y canciones —‘Helpless’, ‘Heart of Gold’, ‘Old Man’— que se convirtieron en clásicos: imprescindibles para los interesados en su estilo, el folk, o la música de su gran década, los setenta; disfrutables y reconocibles por cualquiera en cualquier momento. Pero, a diferencia de sus compañeros de generación, Young nunca ha encendido el piloto automático. Así, a principios de los noventa, cuando el tiempo corría más deprisa para la industria musical y en un lustro cabía un universo estético entero, el canadiense volvió a convertirse en referencia para los músicos más jóvenes gracias a su peculiar —atronadora, ruidosa— forma de tocar la guitarra, considerada una de las bases del sonido “grunge” (Pearl Jam, Nirvana…). Desde entonces y hasta hoy, ha mantenido un ritmo vertiginoso, movido por pasiones (y obsesiones) cambiantes, sacando adelante decenas de proyectos y naufragando en otros, siempre centrado en ofrecer a su público una experiencia honesta y original. Mientras otras leyendas se esfuerzan para no resultar decepcionantes (o no se esfuerzan), Neil Young, despreocupado de su irregularidad, sigue trabajando incansable para producir varios lanzamientos sorprendentes o geniales por año, como si fueran cosechas. Neil Young, despreocupado de su irregularidad, sigue trabajando incansable para producir varios lanzamientos sorprendentes o geniales por año Una de las señas de identidad del festival Primavera Sound es la simultaneidad de sus actuaciones. Los asistentes siempre pueden elegir entre dos o tres conciertos y planificar su ruta en función de sus intereses. En 2009, sin embargo, y de manera excepcional, todos los escenarios salvo el principal quedaron en silencio. El concierto de Neil concentró, durante un par de horas, a todo el público. Al principio, hubo quien se quejó; tras la actuación, hasta los más escépticos (“por qué voy a tener que aguantar solos de guitarra de quince minutos”) estaban hipnotizados. Aquella noche las crónicas se llenaron de hipérboles: “El ruido y la furia vital, los punteos, la rítmica repetición de las cosas que nunca mueren”, escribió Iker Seisdedos; “Qué concretos, qué rotundos se oyeron sus guitarrazos en el limpio anochecer”, afirmó Pablo Gil. Y no solo entonces: algo parecido ha ocurrido cada vez que Neil ha pisado España. Su última visita tuvo lugar durante el Mad Cool de 2016, y en aquella ocasión Víctor Lenore aseguró que el mito canadiense “sonó majestuoso”, mientras que Fernando Navarro tituló: “El fuego inconmensurable de Neil Young”.

Es evidente: Neil ha convencido al público y a la crítica durante más de cincuenta años; pero no todos sus movimientos resultan tan elocuentes como el sonido de “Old Black”, su vieja Gibson Les Paul. El de Young ha sido siempre un universo hermético y difícil de abarcar.

Retirado desde muy joven en su enorme rancho californiano, lleva décadas mostrando un carácter reservado, en general, o maniático y susceptible cuando trata con la prensa o con sus propios colaboradores. Concede pocas entrevistas y en ellas suele responder con monosílabos o indisponerse (el periodista neoyorquino Zach Schonfeld recuerda con humor cómo Neil le colgó a mitad de una pregunta; otros han terminado más ofendidos o disgustados). Quienes han logrado acceder a su intimidad, como su biógrafo Jimmy McDonough, o el también legendario David Crosby (con ambos mantuvo una larga amistad que terminó por estallar), lo describen como un genio irascible y disperso, e insisten en que siempre está rodeado por una corte de tipos raros (ingenieros disparatados, músicos de talento variable y gurús trasnochados) que alientan y ponen en marcha cada una de sus ocurrencias. Su última entrevista en profundidad, concedida al 'New York Times' en 2019, dibuja a un anciano cascarrabias con tres frentes abiertos, tres batallas en las que lucha con tesón de activista y megalomanía de millonario. Gran aficionado a los coches clásicos, dedicó una enorme cantidad de recursos a convertir, a modo de demostración ecologista, un Lincoln Continental de 1959 en un vehículo híbrido que funciona con biodiesel y electricidad. A la vez, se embarcó en el desarrollo de un reproductor de audio digital de alta fidelidad, convencido de que, primero los iPod (son conocidas sus discusiones con su vecino Steve Jobs) y más tarde la música en streaming están arruinando la calidad del sonido que llega al consumidor. Su dispositivo, el Pono, fue un fracaso comercial. Por último, y más recientemente, ha iniciado una campaña contra la multinacional Monsanto y sus semillas transgénicas que le ha llevado a producir sus propias semillas, no modificadas genéticamente, y repartirlas en sus conciertos.

Elliott Roberts, fallecido en 2019 y mánager del canadiense durante prácticamente toda su carrera, declaró que “si Neil ve un reportaje sobre Bosnia en la CNN, cinco minutos más tarde estará preparando un álbum y una gira sobre el tema”. En cualquier caso, si algunos de sus empeños parecen caprichos extravagantes, con otros proyectos ha alcanzado sus objetivos: cada año organiza el Bridge School Festival, un concierto en beneficio de una organización que asiste a niños con discapacidades graves por el que han pasado amigos como Elton John, Bob Dylan o Elvis Costello; y, para ayudar a su hijo Ben Young, tetrapléjico, ha desarrollado interfaces electrónicas que facilitan la comunicación a personas con su enfermedad. En cuanto a su música, existen pocos artistas tan comprometidos con la difusión y la conservación de su legado, algo que no le impide seguir lanzando novedades con una frecuencia extraordinaria. De esta forma, el seguidor de Neil Young asiste en la actualidad al despliegue concurrente de un presente hiperactivo y de un amplísimo pasado, lleno de tesoros todavía inéditos que poco a poco van saliendo a la luz. Para abordar la producción reciente de Young es necesario marcar una fecha. Por ejemplo, aquel 2016 en que le vimos por última vez. Es necesario, también, enfocarla cuantitativamente: desde 2016 Neil Young ha sacado 13 discos, entre los que hay novedades junto a tres bandas distintas, directos de cuatro etapas diferentes, una banda sonora y hasta un disco de estudio rescatado de sus años de plenitud: ‘Homegrown’, grabado en 1974 y oculto hasta el verano de 2020. Las canciones completamente inéditas —que pueden ser contemporáneas o estar compuestas en los setenta— suman cincuenta y seis. Además, ha puesto a la venta la segunda parte de sus ‘Archivos’ (cajas que recopilan el trabajo de una década e incluyen la remasterización de lo ya conocido junto a rarezas de estreno) y, por si fuera poco, ha desarrollado una monumental página web (habría invertido en ella más de un millón y medio de dólares de su fortuna personal) en la que está disponible, bajo suscripción, toda su obra, organizada a lo largo de una línea de tiempo muy útil para orientarse entre tanto material. Desde 2016 Neil Young ha sacado 13 discos junto a tres bandas distintas, directos de cuatro etapas diferentes, una banda sonora y un disco de estudio Los álbumes de estudio compuestos y grabados durante los últimos años son ‘Peace Trail’, junto a dos músicos de estudio, ‘The Visitor’, con Promise of the Real, la banda que lo acompañó durante su última gira, y ‘Colorado’, el más interesante porque supone un nuevo capítulo de su relación con los Crazy Horse. ‘Colorado’ es un cuadragésimo álbum previsible pero más que digno en el que destacan, como de costumbre, los pasajes de guitarra, las armonías vocales de los coros, casi dulces entre tanta aspereza y la percusión vigorosa —la metáfora obvia es el galope de un caballo desbocado— del batería Ralph Molina. Entre los directos recién editados, sobresalen ‘Way Down in the Road’ y ‘Young Shakespeare’, catas —cada una de un registro— tomadas en el mejor momento. En el primero, grabado en 1990, vuelven a intervenir los Crazy Horse, con sus largos desarrollos instrumentales y su energía psicodélica. El segundo recoge un concierto en solitario de 1971, y es una muestra de la emotividad que alcanzaba el joven Neil en entornos más íntimos, valiéndose de su voz y de una guitarra acústica o de un piano. Pero, sin duda, la publicación de ‘Homegrown’ ha sido la maniobra más inesperada de este último período. Con un estilo cercano al de su mayor éxito, ‘Harvest’, este disco fue grabado en 1974, poco antes de ‘On the beach’ y ‘Tonight’s the night’. Si estos últimos fueron oscuros ejercicios de blues, deliberadamente imperfectos y estridentes, ‘Homegrown’, inmediatamente anterior, queda todavía cerca del country y presenta un sonido más limpio. No era un secreto: en una entrevista concedida a Cameron Crowe en 1975, Neil habló de “un disco con bonitas armonías en las que colabora Emmylou Harris, como una cara oculta de ‘Harvest’, que es justo lo que mucha gente está esperando”. Pero también avisó de que aquellas canciones le parecían “demasiado privadas y pesimistas” y de que probablemente nunca se editarían. Así fue hasta junio de 2020. “Suele ir diez pasos por delante de cualquiera. Si quiere tu opinión te la pedirá, pero si no, es temerario decirle nada” Noel Gallagher ha dicho en más de una ocasión que sueña con grabar un tema junto a Neil y sus Crazy Horse, los Chromatics, un grupo de pop de sintetizador, abrieron su disco ‘Kill for Love’ con una versión de ‘Hey, Hey, My, My’, Saint Étienne hizo lo propio con ‘Only Love Can Break your Heart’ y la convirtió en un “hit” bailable. En España, la música de Neil ha pasado de padres a hijos y, a diferencia de la de figuras cuyo sonido se congeló hace años, es reivindicada por prácticamente cualquier banda joven. Por ejemplo, Álex López, de Kokoshca, está al tanto de todos sus lanzamientos: “Hablamos mucho en Kokoshca sobre las carreras musicales, lo extenuante de la novedad constante y todo eso. Me fliparía que nosotros tuviéramos una carrera de 50 años y sacáramos grabaciones viejas como hace Neil ahora.”

La discografía de Neil es tan enorme y ha sido tan analizada que, preguntado por sus preferencias, Álex prefiere destacar “un camino bastante escondido. Tras el country, el folk, la psicodelia… surgen de vez en cuando migajas, por ejemplo, de funk. Me imagino el día en que un atrevido dj se lance a pinchar ‘Revolution Blues’ en mitad de un “set digger”. Y me flipa pensar que el proto-techno kraftwerkiano del ‘Trans’ es contemporáneo a todo lo que estaba sucediendo en Detroit en 1983. O que en medio ‘Landing on water’ no se terminó de atrever a hacer el disco dub que se intuye”. Neil Young es quizá la última estrella del rock que lo ha hecho todo y continúa actuando con total libertad. En palabras de John Hanlon, uno de sus ingenieros de sonido: “Suele ir diez pasos por delante de cualquiera. Si quiere tu opinión te la pedirá, pero si no, es temerario decirle nada”. Así queremos que sean los rockeros y así es Neil, que exige a su público tanta atención como satisfacciones ofrece. En cuanto a sus cruzadas contra Silicon Valley, contra los transgénicos o contra el audio digital (“soy el único que ve que todo está yéndose a la mierda”, suele decir); bueno, al menos él escucha sus grabaciones tras el volante de un silencioso Lincoln eléctrico con un equipo de sonido que, dicen sus amigos, impresiona a cualquiera. Keep on rockin’.