lunes, 29 de julio de 2019

ELLIOTT MURPHY DESDE LA OTRA ORILLA

Ignacio Julià
Jot Down, julio 2019

Fotografía cedida por Elliott Murphy.

Hay películas que no se agotan nunca, pues albergan en su interior no solo una historia, sino un manojo de sensaciones y emociones que se multiplican en interna sedimentación a lo largo de los años. ‘Round Midnight, el homenaje al jazz americano expatriado en París que Bertrand Tavernier rodó en 1986, es una de esas obras cinematográficas, verídica estampa que conjura los demonios del racismo y la emigración, pero asimismo valora los ángeles de la creatividad y la amistad. Cuenta la historia de un saxofonista afroamericano, alcoholizado, que malvive en la Ciudad de la Luz hasta que un admirador le rescata y le devuelve a la actividad.

Una experiencia inspirada en la vivida por muchos músicos que tras la Segunda Guerra Mundial se instalaron en Francia, figuras como Dexter Gordon —bendito protagonista de ‘Round Midnight—, Bud Powell, Kenny Clarke o Don Byas. Llegaban a los clubs de la Rive Gauche necesitados de trabajo y allí eran aceptados como artistas, pero sobre todo como personas, aunque esto significase perder contacto con las fuentes sociales, raciales y musicales de su arte. Cuando en 1949 Miles Davis visita París por vez primera, tiene una revelación. «Era la primera vez que salía del país y cambió totalmente mi perspectiva», recuerda en su autobiografía. «Me sentí tratado como un ser humano, como alguien importante».

«Lo que aprendí de esa maravillosa película es que jamás debes volver a casa», me escribe el cantautor rock Elliott Murphy (Long Island, 1949) al preguntarle qué significa ser un músico norteamericano en París, donde se instaló en 1989. «Llevo ya más tiempo viviendo aquí que en Nueva York, así que evité esa trampa. Es fácil comprender la razón de que el jazz americano fuese respetado y popular en Europa; no existía la barrera del idioma, las letras no cuentan para Miles Davis o Dexter Gordon. En mi caso, son tan importantes como la música; en ocasiones, unas pocas frases son la inspiración para una canción. En cierto modo, cruzar esa frontera cultural con una expresión artística basada en la palabra resulta un reto aún mayor. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta a la de otros expatriados, mi esposa Françoise es francesa y nuestro hijo Gaspard se educó aquí, por lo que he estado más inmerso en la experiencia parisina real que cualquiera de aquellos músicos de jazz, con la excepción tal vez de Sidney Bechet».

Leímos por vez primera a Elliott Murphy, el poeta callejero, en sus anotaciones a un doble álbum en vivo de los Velvet Underground, editado a título póstumo en 1974. En un estilo que conciliaba la hedonista peligrosidad del rock’n’roll con un redentor aliento literario —para él, Alejandro Magno, Lord Byron, Jack el Destripador, F. Scott Fitzgerald, Albert Einstein y James Dean eran estrellas de rock—, el texto de Murphy destilaba verdades que posiblemente han dejado de serlo. Decía cosas como que «la diferencia entre el cine y el rock’n’roll es que este nunca miente, no promete un final feliz» o «el rock’n’roll siempre fue y sigue siendo una de las pocas cosas honestas que quedan en el mundo». Aforismos de una pasión generacional inculcada en la adolescencia, ese tránsito que inscribe en el inconsciente las canciones que ya nunca nos abandonan, que esculpen quienes somos en el futuro.


Cuando en 1973 firma su primer contrato discográfico, enfila una prometedora carrera que arranca fulgurante —le llaman el nuevo Dylan, como a su colega Bruce Springsteen—, pero fracasa en ventas y popularidad pese al apoyo de la crítica y el apadrinamiento de Lou Reed. De haber desaparecido tras la hermosa y ampliamente promocionada tetralogía que le vio saltar de Polydor a RCA y finalmente a Columbia —Aquashow (1973), Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just a Story from America (1977)— hoy sería una venerada figura de culto. Pero insistió en salir del pozo del olvido y se labró, trabajosamente, una segunda oportunidad en el Viejo Mundo. Siguiendo el rastro del público que aprecia su música, en 1979 debuta en París con un rotundo éxito y ya nunca mira atrás. Poco después, en 1982, gira por España y aparece en el programa La Edad de Oro. Diez años más tarde el noventa por ciento de las ventas de discos y conciertos se producen en Europa. «El destino estaba de mi parte», zanja irónico.

«De niño en Long Island, la idea misma de Europa como lugar donde vivir era muy extraña para mí y para cualquiera próximo a mi familia», rememora. «No conocía a nadie que hubiese vivido fuera de Estados Unidos. Europa era la tierra mítica del queso, el vino y las chicas sexy, a donde Charles Lindbergh había volado en su aeroplano Spirit of St. Louis, desde Roosevelt Field, a solo diez minutos de mi casa. Pero sobre todo era un paisaje terrorífico donde en el siglo XX se había combatido en guerras en las que murieron miles de soldados norteamericanos. Creíamos en los estereotipos de cada país: que los españoles pasaban las tardes de domingo en las corridas de toros, que las chicas francesas llevaban bikinis como Brigitte Bardot. Cuando finalmente visité Europa por primera vez, en 1971, aquel viaje no solo me cambió la vida de forma profunda y positiva, también alteró mi percepción de Europa de un modo realista y colorido que impactaría en mi vida y mi carrera. Mis motivos son personales y culturales, y tal vez misteriosos incluso para mí mismo, pues un expatriado es alguien que por razones desconocidas se siente más en el hogar cuando no está en él».



Aterriza veinteañero en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, para el típico itinerario iniciático por el continente. Le asombra que se consuma hachís en público y que el estilo de vida hippy no se reprima como en Norteamérica. También el valor cultural que se adjudica al rock: compra en la calle ediciones piratas de las letras de Dylan y Rolling Stones, pasa las madrugadas bailando en discotecas y paseando por los canales. Siente que algo ha cambiado para siempre en su interior y se pone a componer canciones con una guitarra acústica. «Europa parecía hacer entrar en ebullición mis jugos creativos», reconoce. No faltan aventuras en aquel periplo europeo: ayuda a escapar de un internado suizo a su joven amante y aparece como extra en Roma, la película de Fellini. Farley Granger, el actor americano que había protagonizado Extraños en un tren de Hitchcock, le anima a acudir a una prueba en Cinecittà. «Fellini nos echó un vistazo a mi hermano Matthew y a mí, y nos contrató. Recuerdo que se situó a mi lado, me puso la mano sobre el hombro y dijo: “Joven, no se mueva de aquí”. Me sentí como si el papa me hubiese bendecido. Años más tardé le mandé uno de mis discos y me respondió, conservo su carta enmarcada en mi estudio».

Murphy, que siempre tuvo a F. Scott Fitzgerald como inspiración compatible con su mitomanía rock, no es ajeno a otra inmigración artística estadounidense, la de los años veinte. Esa «generación perdida» bautizada por Gertrude Stein con que tituló su segundo álbum, a la que pertenecían Ernest Hemingway, John Dos Passos, Kay Boyle o Janet Flanner. El periodo de entreguerras ofrecía a estos expatriados un modo de vida barato y hedonista a orillas del Sena, un peso histórico que el joven país de origen no poseía, y les concedía una libertad personal y expresiva que en Estados Unidos, donde el éxito comercial lo es todo, se veía cohibida o desvirtuada. Algo similar encontraría él cinco décadas más tarde, la libertad para ganarse el sustento como cantautor —término que en la Norteamérica de los años ochenta se había convertido en una maldición— ante un público continental ávido de la sustancia rock que germinó en Manhattan a mediados de los años setenta. «En Estados Unidos la música, o por lo menos la música rock, se considera parte de la industria del espectáculo», explica. «Mientras que en Europa forma parte de la cultura. Esa es la razón de que alguien como Lou Reed fuese más aceptado aquí».

La llamada del Viejo Mundo es evidente ya en sus primeras grabaciones. ¿Qué rockero norteamericano dedicaba canciones a legendarias féminas europeas? Murphy escribió con poética ecuanimidad sobre la gran duquesa Anastasia, fusilada a los diecisiete años junto a la familia del último zar, o acerca de la infame Eva Braun, la amante de Hitler. Como explica Bruce Springsteen en el documental The Second Act of Elliott Murphy: «Para mí, hubo algo europeo en la escritura de Elliott desde el principio. A lo mejor era su estilo literario, sus referencias». Realizado por el español Jorge Arenillas, el filme reúne a otros de sus compañeros generacionales y explica su longevo enraizamiento en Europa, que desmiente la sentencia de Fitzgerald, pues sí hubo un segundo acto para el autor de Prodigal Son (2017), trigésimo quinto disco de elocuente título. Reconoce esa temprana fijación europeísta, pero advierte que pesan más en su obra los mitos americanos y que, en cualquier caso, esa mitificación suele nublarse en la distancia: «Cuando leo los poemas de Lorca los encuentro hermosos pero no me recuerdan a Nueva York, sino a Nueva York a través de los ojos de Lorca. Así que mi percepción de un mito europeo puede ser totalmente distinta a la de un nativo del país donde se originó».

«Es posible que en mi escritura, y en algunas de mis canciones, intentase emular la experiencia literaria de expatriados como Fitzgerald, Hemingway e incluso Ezra Pound, aunque no la visión política de este último», reconoce. «Pero sería absurdo decir que entiendo la experiencia de un artista afroamericano que se instala en Europa para escapar del prejuicio y la discriminación. Irónicamente, una de las mejores novelas escritas por un expatriado en París es La habitación de Giovanni de James Baldwin, que sucede en Les Halles, cerca de donde vivo. Pero no trata para nada el racismo, tal vez porque Baldwin quiso también dejar eso atrás. Otros autores, como Richard Wright, se instalaron en París y resaltaron la temática racial. Lo que me empujó a expatriarme fue que, pese a nacer en un estilo de vida de clase media alta, por alguna razón siempre me sentí rechazado por esa sociedad blanca de clase media de la que yo era producto. Escribí una canción sobre ello, “White Middle Class Blues”. Nunca me cerraron la puerta en las narices, pero en los sesenta llevar el pelo largo hacía que te mirasen mal. El día de mi graduación me negué a levantarme mientras sonaba el himno, en protesta por Vietnam: fue lo más cerca que he estado de la desobediencia civil».

Decía Hubert Selby Jr., autor de la rompedora novela Última salida para Brooklyn (1964), que Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, que era una isla intermedia, un puente con el Viejo Mundo. Murphy «tuvo el honor» de conocerle en persona durante una lectura poética: le hubiese gustado recitarle «On Elvis Presley’s Birthday», originalmente publicada como poema en la revista literaria Nouvelle Parisien Revue, luego suprema canción de su primer álbum europeo, 12 (1990). Recuerda que Selby hablaba con un suave acento de Brooklyn, como su padre, fallecido prematuramente cuando Elliott era muy joven, quien inspiró la canción. Nueva York es, en su opinión, el verdadero crisol estadounidense: «Pocas cosas son más americanas que la Estatua de la Libertad, Broadway y el Empire State Building, ¡escalado por King Kong como una estrella de rock!». Pero él creció en las afueras, en Garden City, por lo que incluso Manhattan era para él un país extranjero. Una urbe de extraordinaria dureza que «no perdona los errores del principiante, pero te prepara para enfrentarte a todo lo que te encuentres. Rendirme nunca fue una opción».

Tras una década residiendo en París, Murphy publica Beauregard (1998), álbum destacado en su abultada discografía, que graba en su apartamento de la calle homónima. Meses antes ha realizado un viaje de costa a costa por Estados Unidos, con su esposa e hijo, que devendrá revelador. Visitan Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis, y descubre un país desconocido, especialmente al adentrarse en el oeste mítico. «Algún día escribiré un libro sobre ello, como Viajes con Charlie de John Steinbeck», dice. Algunas de las canciones del álbum de título francés las inspiró aquella travesía americana. «Nunca me he sentido nostálgico», aclara. «¿Cómo puede permitirse sentirse nostálgico un músico que viaja continuamente? Sería un modo de vida miserable. Soy afortunado de que mi carrera me trajese a Europa, todavía me parece un lugar exótico; no importa cuántas veces visite una ciudad como Barcelona, siempre siento una especial excitación simplemente por estar allí. Y hay una libertad en la música francesa que espero haber heredado de artistas como Serge Gainsbourg. Muchos músicos franceses eluden la fama y la fortuna, mientras que en América son una religión. El mayor pecado que puedes cometer es fracasar».



¿Ha cambiado este empadronamiento vital su visión del país de origen? «Ahora veo la perspectiva que se tiene de América en los distintos países europeos, que no siempre es la que yo esperaba. Hay cierto temor a Estados Unidos, por su tamaño y poder, algo de lo que no era consciente. Siempre hay algún movimiento antiamericano dispuesto a responsabilizarnos de todos los males del mundo. A nivel cultural, hay muchos prejuicios, aunque debo decir que los europeos tratan la cultura norteamericana mejor que los propios estadounidenses. Un periodista japonés me lo describió así: “América es como un faro que alcanza a ver muy lejos en el mar, pero es incapaz de ver sus propios muros’’. Quizás ahora yo vea esos muros con mayor claridad».

Y, ¿cómo nos vemos desde la otra orilla? «Probablemente con envidia y recelo, cierta curiosidad pero insuficiente comprensión», concluye. «Cada vez estoy más de acuerdo con lo que dijo John Lennon, que el mundo lo gobiernan unos locos. Pero sigo siendo un optimista pues, a lo largo de mi vida, he visto como la música unía a todo el mundo, nadie puede negarlo, y me satisface haber jugado mi pequeño papel en esa revolución espiritual. Tal vez mi existencia de autor y trovador expatriado no haya sido en vano».


lunes, 22 de julio de 2019

EL PRIMER TEMA INSTRUMENTAL CENSURADO DE LA HISTORIA DEL ROCK’N’ROLL

Diego R. J.
Yorukobu, 05/10/2018 

[Interesante artículo sobre uno de mis "guitar heroes".]

Foto: Carl Guderian. 25 Aug 1979 Anon for De Waarheid – Link Wray live at Paradiso Amsterdam

Contar la historia de una canción guiándose por su letra parece una misión absurda si se trata de un tema instrumental. Pero aunque no tenga palabras, la canción puede contener un mensaje. Basta con el título, respaldado por un sonido que lo realce.

¿Puede un sonido ser peligroso?, ¿incitar a la violencia? El mensaje de Rumble era poderoso; de hecho se convirtió en el primer instrumental censurado de la historia del rock’n’roll.

Fred Lincoln «Link» Wray Jr. nació en 1929, en Dunn, Carolina del Norte. Su madre era una india de la tribu Shawnee y su padre, un mestizo. No fue fácil para Link, y no solo por el color tostado de su piel. Se crió en la pobreza y comenzó a trabajar a los 10 años.

Fue un bluesman vagabundo el que le enseñó sus primeros acordes. Link se fue sumergiendo en el blues, en el jazz y derivando hacia el country más encrudecido de tipos como Hank Williams.

Años después cumplió el servicio militar en Corea, donde perdió un pulmón a causa de la tuberculosis. El doctor le dijo que nunca podría volver a cantar. Pero cuando Link regresó a casa, formó los Wray Men junto a sus hermanos Doug y Vernon, y comenzaron a tocar en clubes.

A comienzos de 1958 estaban tocando en una sala donde un famoso DJ local, Milt Grant, organizaba bailes nocturnos. El público les pidió que tocasen The stroll, un reciente y sinuoso hit de los Diamonds que se bailaba paseando lentamente entre dos filas de personas. En su lugar los Wray Men se arrancaron con un instrumental. Un tema de cadencia blusera marcado por unos poderosos acordes de guitarra traídos desde el fondo del pantano.


A la gente le encantó y tuvieron que repetirla cuatro veces seguidas. El DJ vio lo que pasaba, se ofreció como manager y les invitó a grabar esa pieza. Ahí tenía que haber algo. Sin embargo, cuando entraron al estudio vieron que no eran capaces de conseguir el sonido del directo. Link se puso a mover micros para provocar un efecto de feedback y finalmente, totalmente frustrado, sacó un lápiz y comenzó a agujerear la pantalla del amplificador. Ahora el ampli escupía algo sucio y vibrante. Su enfado había servido para inventar la antesala de lo que años después sería el sonido fuzz.

Bautizaron el tema como Oddball y comenzaron a moverlo por discográficas. Capitol y Decca lo rechazaron, nadie quería esa «aberración». Milt se llevó la demo a Nueva York y se la presentó a Archie Bleyer, capo del sello Cadence. Archie la odió según la escuchó.

Pero allí estaba su hijastra con unos amigos, y a esos adolescentes les fascinó. De hecho fue la chica la que propuso llamarla Rumble, –reyerta, pelea de bandas– porque le recordaba a los enfrentamientos de pandilleros que salían en las películas, o en una reciente obra que se había estrenado en Broadway, West side story. Archie decidió probar suerte y editaron el single.


No era un sonido fácil. En 1958 al rock’n’roll le faltaba evolucionar y esa guitarra de extraña distorsión era demasiado violenta para los cánones comerciales de la época. Aunque la mayor traba fue el título.

Radios de Boston o Nueva York se negaron a pincharla alegando que inducía a la delincuencia juvenil. Aun así no pudieron detener su escalada en listas y el tema llegó al puesto 16 del Billboard. La canción no tenía letra, pero hablaba un idioma que los jóvenes atraídos por el rock’n’roll entendían perfectamente. Ese sonido contenía algo prohibido, peligroso, electrizante…

Bob Dylan sostiene que Rumble es el mejor instrumental de la historia. Pete Townshend de The Who dijo que no habría cogido una guitarra si no hubiese escuchado esta canción. El poder de esos tres acordes ha sido influencia para el surf, el garage, el punk, el hard rock o el metal.

Pero a pesar de su repercusión Link Wray aún no ha sido nominado a entrar en el Rock’n’Roll Hall of Fame. Este año, 2018 [este artículo es de octubre del año pasado],  han concedido incluir Rumble en una categoría menor de singles. Tal vez en el Salón de la Fama tampoco aprueben su nocivo efecto en la juventud.

domingo, 21 de julio de 2019

FENDER TELECASTER: UNA GUITARRA CON PERSONALIDAD

Elduendesaurez
Periodista Digital, 19/07/2019





En 1950 Leo Fender creó una guitarra eléctrica de cuerpo macizo llamada Esquire, con el mismo diseño que posteriormente tendría la Telecaster según wp, pero con una sola pastilla simple en la posición del puente. Sin embargo, la Esquire ya incorporaba la cavidad para una pastilla suplementaria: Fender empleaba el mismo cuerpo para ambos modelos.

La Fender Telecaster es una guitarra eléctrica de cuerpo macizo mundialmente conocida, llamada «la tabla» en sus comienzos. Se caracteriza por la simplicidad en su diseño y por el sonido que se obtiene de sus dos pastillas de bobinado simple o single coil, que aparecen en la inmensa mayoría de sus modelos en lugar de las de bobinado doble o humbuckers que aparecieron posteriormente en otras guitarras. Dicho sonido se considera especialmente adecuado para la guitarra rítmica, aunque se utiliza igualmente en el soft rock, en el rock de los 60 o en el punk, también muy utilizada en el math rock y la new wave; pero sobre todo es la guitarra eléctrica por excelencia para la música country.

En 1951, decidió crear una nueva versión de dos pastillas: en un principio se llamaría Broadcaster en honor a las emisoras de radio, por entonces el mayor medio de difusión de la música. Pero por problemas de patente con Gretsch, que comercializaba una batería llamada Broadkaster, en 1952 el nombre fue modificado finalmente por el de Telecaster, esta vez en honor a la cada vez más popular televisión.​



Uno de los primeros modelos de Fender Telecaster, de 1955./WP

El cuerpo de la Telecaster se suele construir en fresno. El mástil es de arce o palorrosa y va atornillado al cuerpo de la guitarra, en lugar de ir encolado tal y como se hacía tradicionalmente hasta entonces. Al no existir un diapasón como pieza separada del mástil, no podía llevar inserta un alma de acero que estabilizara éste; en su lugar se incrustó en el envés del mástil una tira de madera.​ La intención inicial de este diseño era crear una guitarra de producción relativamente barata, ensamblaje fácil y sencilla a la hora de realizar mejoras o reparaciones.​

Pero también le presta ciertas cualidades únicas en el timbre. Éste es agudo y pleno en armónicos, con muy buena definición en los acordes, y muy percusivo, algo de lo que se beneficiaron muchos guitarristas de country y pioneros del rock ‘n’ roll como James Burton,​que popularizó la técnica del chicken picking en este instrumento. Su sonido característico viene dado en gran parte por su diseño, el timbre de la madera y las selletas del puente, que puede ser de acero o de latón o una combinación de ambos materiales. Este elemento y la pastilla que lo acompaña salen de fábrica con una pieza a modo de tapa que los guitarristas suelen retirar por considerarlo incómodo y que recibe el mote de «cenicero», lo que da idea de su uso alternativo. El sonido al rasguear se define como «twang», acampanado y rico, y es el modelo preferido por numerosos guitarristas rítmicos.


Detalle del puente y la pastilla que incorpora, en una réplica del modelo de 1952/WP

Una buena definición de la Telecaster es: «un tablón, un bate de béisbol, seis cuerdas y los tornillos necesarios para que todo se mantenga unido», lo que da idea de la sencillez de este modelo, lo que unido a su inconfundible sonido la ha convertido en una guitarra mítica. Sin embargo, esta radical ruptura con la tradición de la luthiería clásica le valió en un principio no pocas comparaciones despectivas, desde la de un remo de canoa a la de una pala quitanieves.

Este artículo es el resultado de información compilada en la red, de la fuente o fuentes señalas, y que considero interesante compartir con los seguidores de esta sección, por su alto interés divulgativo.

lunes, 15 de julio de 2019

THE SIXTH GREAT LAKE. "UP THE COUNTRY" (2001). Ignota joya del folk-rock del siglo XXI


El Sexto Gran Lago fue durante 18 días de 1998 el lago Champlain, entre los estados de Nueva York y Vermont. En la orilla del lago que pertenece a este último estado está la ciudad de Burlington. Allí se formó a principios de los 90 una banda llamada Guppyboy. De sus cenizas salió The Sixth Great Lake, una banda que se acabó asentando en la ciudad de Nueva York y prestó músicos a bandas del colectivo Elephant Six como Essex Green y Ladybug Transistor y que sacó dos discos: Up the Country (2001) y Sunday Bridge (2004). The Sixth Great Lake fue una banda seminal no solo por el trasvase de personal a bandas tan afamadas como Ladybug Transistor sino porque volvió a poner de moda el rock de raíz folk propio de finales de los últimos 60 y principios de los 70 (the Band, Flying Burrito Brothers, Buffalo Springfield, Fairport Convention, etc.), eso sí, dándole un enfoque más contemporáneo, con temas más cortos y directos. De los dos discos opino que especialmente el primero es una auténtica joya que contribuyó a poner de moda los sonidos acústicos a principios del presente siglo.

Recuerdo que cuando salió al mercado los críticos se prodigaban en comparaciones entre The Sixth Great Lake y The Flying Burrito Brothers. Eso hizo que me interesara en seguida por la banda; sin embargo, descubrí que su sonido debe más al folk de los estados del norte de EE.UU. y Canadá que a la mezcla de raíces sureñas que eran los Burritos. De hecho, el disco incluye una versión de los canadienses the Band que demuestra lo que digo. Y es que son de Vermont y eso se nota en su sonido campestre y sin aditivos.


El disco se abre con un tema deliciosamente pop, "Duck Pond", luminoso, ligero y con hermosas armonías vocales chica (Sasha Bell) - chico (Chris Ziter). Desde el primer corte el álbum nos conduce a través de bosques y lagos a una naturaleza salvaje y maravillosa, espacios abiertos de libertad y esparcimiento. El siguiente tema, cantado por la voz aniñada de Sasha Bell (quien también toca la flauta travesera y la melódica en el álbum y hoy día es integrante de Essex Green), es folk desnudo hecho con guitarra acústica y bongos y es uno de los temas del disco que más se elogiaban en los sitios web de venta y promoción de música pop a principios de la pasada década. El tema narra un viaje por un paisaje montañoso y es uno de los cortes más bellos del LP.



El tema que da título al disco "Up the Country" es una tonada melancólica cuyas letras redundan en el retiro en la naturaleza y tiene un aire similar a la popular "Everybody's Talkin'" de Fred Neil. A destacar el delicado trabajo a la melódica de Sasha Bell. Algo más western es "Ballad of a Sometimes Traveller", con un sonido -esta vez sí- más cercano a los Burrito o a Buffalo Springfield  o a gente más contemporánea como Beechwood Sparks ,con ese ritmo de vals y esas slide guitars. Por su parte, la exquisitamente ingenua "Cannon Beach" incorpora un banjo y un pegadizo riff de flauta travesera y es uno de las joyas pop del LP mientras que "Descending Star" es folk lánguido que discurre por caminos más psicodélicos, en la línea de los momentos más acústicos de los primeros Jefferson Airplane, con la oscura voz de Chris Ziter aportando una gran dosis de melancolía. También canta Ziter el siguiente corte, "Blue", otra de las joyas pop y uno de los temas más pegadizos del disco.


Un punto de inflexión lo constituye "Last in Line". Cantado por Sasha es un efectivo ejercicio de rock vaquero al estilo de los Byrds del Sweetheart of the Rodeo con una guitarra llena de ritmo reverberado y armonías vocales. Para quien esto redacta éste es el  tema más rotundo del disco, junto con "Across the Northern Border". Y como contrapunto tenemos el siguiente tema, "You Make the Call", otra tonada lánguida con toques ácidos cantada por Ziter. Pero el ritmo vaquero se recupera con "Shade of Love", una mezcla de country rock y sunshine pop cercano a, por ejemplo, los Beau Brummels del LP Bradley's Barn. Otra perla pop.



Más próximo aún al sunshine pop es "27 Forever", donde la banda se acerca a lo que estaban ya haciendo sus amigos de Ladybug Transistor y donde vuelve a sonar con alegría un banjo. También está en la línea del sunshine pop y de los Transistor "Spin Your Wheel", pop folk con aires soul donde destaca un bonito solo de armónica. Sin embargo, con "300 Miles" la banda vuelve al folk ácido con ciertos guiños a grupos de San Francisco como The Charlatans. En este corte habría que destacar el piano eléctrico que le da mucho colorido al tema. Y casi cerrando el álbum tenemos una estupenda versión de "Rocking Chair" de The Band en clave de pop minimalista y la profundidad psicodélica de "Lovely Today" que recuerda a los cortes más hipnóticos de los británicos Pentangle. En definitiva, folk puesto al día, desnudado hasta su esencia acústica, elaborado por una banda que fue precursora de ese nuevo gran revival de este sonido a principios de la década de los 2000 y que dejó discos tan frescos y por desgracia tan desconocidos como este Up the Country.

jueves, 4 de julio de 2019

HAYES CARLL, UN GRAN NUEVO FORAJIDO, ENCABEZA EL HUERCASA COUNTRY FESTIVAL

Fernando Navarro
El País,  04/07/2019

El músico estadounidense, un talento desconocido en España, comparte cartel junto a Quique González, The Long Ryders o Will Hoge en el certamen de Riaza



La música norteamericana tiene ya una cita clásica en el Huercasa Country Festival de Riaza, que celebra su sexta edición este viernes 5 y el sábado 6 de julio. Una fiesta que este año cuenta con un maestro de ceremonias muy poco conocido en España, pero con una destacada reputación en Estados Unidos. Su nombre es Hayes Carll.

El cantante de Texas no es un músico de hype ni tampoco un rescatador de sonidos revival. Es verdadera sangre del estado de la estrella solitaria, un merodeador que supura country contemporáneo por todos los poros. Su música nace de la tradición del mejor country texano y del imprescindible movimiento de los outlaws, liderados por gente como Willie Nelson, Johnny Cash, Kris Kristofferson y Waylon Jennings.

Como ellos, Hayes Carll transmite entereza, con todas las señas de identidad sonoras del género vaquero, mientras mastica relatos de supervivencia y lucha cotidiana en lo profundo de Norteamérica. Reconocido por la prestigiosa revista American Songwriter como uno de los nuevos puntales del country, Carll debutó en 2002 con el disco Flowers & Liquor y desde entonces ha pilotado una carrera ascendente, teniendo en el álbum KMAG YOYO su mayor éxito. En todo este tiempo, ha transitado por distintos papeles como el de contador confesional, al más puro estilo Townes Van Zandt, o el de aguerrido fuera de la ley con el acompañamiento de banda.


Su debut en España de la mano del Huercasa Country Festival servirá para que defienda las canciones de su último trabajo, What It Is, en el que presenta su cara más acorde al sonido americana contemporánea. Menos tradicional, pero sin perder de vista su base de raíz country. Recuerda por momentos a todo un Steve Earle. Y no es para menos. Hayes Carll es un gran nuevo forajido, todavía desconocido en España.

Junto a él, estarán en el escenario de Riaza artistas de la talla de Quique González, que regresa a los escenarios tras su parón de más de un año, Will Hoge, The Long Ryders o Ashely Campbell. Una magnífica cita para los amantes de la americana.




PROGRAMACIÓN DEL FESTIVAL

Viernes 5

20.15: Ashley Campbell
21.20: Will Hoge
23.00: Quique González

Sábado 6

19.45: HCF All-Stars Band
20.50: Chuck Mead & The Grassy Knoll Boys
22.15: The Long Ryders
23.45: Hayes Carll