Fue el autor de éxitos como Werewolves Of London y estaba considerado uno de los cantautores más originales, satíricos e ingeniosos surgidos en Los Ángeles en la década de los setenta. Hoy hace diecisiete años desde que nos dejó mientras dormía, víctima de un cáncer de pulmón que le habían diagnosticado pocos meses antes.
Parece como si Warren Zevon hubiera esperado a la publicación de The Wind para irse al otro barrio a los 56 años. Fumador empedernido hasta que lo dejó tiempo antes de morir, Zevon anunció en septiembre de 2002 que le habían diagnosticado un cáncer terminal de pulmón y que solo le quedaban unos pocos meses de vida. El cantante los aprovechó para estar junto a sus hijos y para trabajar en ese último álbum, publicado el 26 de agosto de 2003; la muerte le llegó el 7 de septiembre.
A pesar de la gravedad de su salud, Warren afrontó la situación con el mismo sentido del humor presente en su música, en canciones como I’ll Sleep When I’m Dead o Life’ll Kill Ya. En una ocasión declaró que “escogí un determinado camino y viví como Jim Morrison, y he durado treinta años más que él. En la vida tomas decisiones y has de apechugar con las consecuencias”.
Nacido en Chicago en 1947 y de progenitores inmigrantes rusos (como Barry Gifford, su padre era una especie de gánster), durante los sesenta se trasladó a Los Ángeles, donde se ganaba la vida grabando cancioncillas para anuncios de la televisión.
También compuso el tema She Quit Me para la película Cowboy de medianoche (John Schlesinger, 1969), regrabada por Leslie Miller como He Quit Me. Acababa de salir de la adolescencia cuando empezó a trabajar con The Everly Brothers, primero como pianista y después como el líder de su banda de acompañamiento.
Su debut fue Wanted Dead Or Alive (1969), sin mucha repercusión, pero en la década de los setenta logró llamar la atención al escribir un puñado de canciones que popularizó Linda Ronstadt, entre ellas Carmelita, Hasten Down The Wind y Poor Poor Pitiful Me.
Después de un año sabático en Sitges, sus dos álbumes siguientes, Warren Zevon (1976) y Excitable Boy (1978), reincidieron en los cuentos de humor negro sobre violadores, soldados de fortuna y hombres lobo que bebían piña colada en bares de solteros.
Víctima del alcohol, sus dos trabajos posteriores estuvieron marcados por sus demonios personales: Bad Luck Streak In Dancing School (1980) y el directo Stand In The Fire (1980), mientras que con The Envoy (1982) recuperó las esperanzas de sus inicios. Pero el álbum fracasó en las listas y Zevon recayó.
Tras un largo período de terapia, volvió sobrio y recuperado con Sentimental Hygiene (1987), con la ayuda de Peter Buck, Bill Berry y Mike Mills, componentes de R.E.M. En 1990, vio la luz material inédito grabado durante aquellas sesiones bajo el seudónimo de Hindu Love Gods en un LP homónimo sorprendente, una colección de versiones de Robert Johnson, Muddy Waters, Willie Dixon, Woody Guthrie y Prince, entre otros.
Warren continuó su retorno con Transverse City (1989), un álbum conceptual inspirado por el movimiento ciberpunk, y Mr. Bad Example (1991). En 1993 lanzó su segundo disco en directo, Learning To Flinch, seguido en 1995 por Mutineer. Hasta el 2000 no editaría su siguiente trabajo, Life’ll Kill Ya. Su éxito fue modesto, pero suficiente para animarlo a volver al estudio. El resultado fue My Ride’s Here (2002).
Su estilo reflejaba muchos géneros, del hard rock al folk, así como la música clásica, la polka y otras influencias. Con sus canciones de humor negro, Zevon cimentó su reputación como uno de los letristas de rock más políticamente incorrectos, y se convirtió en una figura de culto, admirado por el periodista y escritor Hunter S. Thompson, por el presentador David Letterman y por compañeros de profesión como Bob Dylan y Bruce Springsteen.
Zevon se despidió a lo grande con The Wind, donde contó con la colaboración de compañeros como Ry Cooder, Dwight Yoakam, T Bone Burnett, Emmylou Harris, Billy Bob Thornton, Jim Keltner, Don Henley, Bruce Springsteen, Jackson Browne y Tom Petty, entre otros. Con él ganó dos Grammy: al mejor álbum de folk contemporáneo y a la mejor interpretación vocal de un dúo rock por la canción Disorder In The House, con Springsteen.
La publicación de The Wind coincidió con la emisión de un documental del canal VH1 para el programa (Inside) Out sobre la grabación de este álbum. En la entrevista incluida, Warren aseguraba que la forma de afrontar su enfermedad fue “comenzar a grabar casi inmediatamente”.
Más adelante, afirmaba que “una de las razones por las que no me puedo quejar sobre mis presentes circunstancias es que siempre he escrito sobre la muerte. Hemingway decía que todas las buenas historias acaban con muerte. Vivimos en una cultura donde la violencia nos rodea y me he encontrado escribiendo más canciones sobre ella que sobre temas románticos”.
En la misma entrevista, cuando se le preguntaba si tenía un mensaje final para sus seguidores, confesó: “No tengo nada que decirles que no les haya dicho ya. Escribir canciones es un acto de amor. Lo haces porque te gusta el tema y quieres transmitir este sentimiento … Así que no tengo un gran discurso de despedida”.
El “antihéroe” es un tipo de personaje que habita de forma habitual en la ficción. Evidentemente no se trata de otra cosa que de la representación de aquello tantas veces ofrecido por la vida real, y en ese sentido, el mundo de la música, tan aleatorio en lo referente a la fama y el éxito, es un campo de cultivo idóneo para su nacimiento. De sus entrañas surge precisamente alguien como Phil Ochs, quien tanto en su travesía artística como personal tropezó con multitud de escollos, unos más ligados a su propio perfil humano y otros al contexto -ya sea social, cultural o generacional- en el que le tocó desenvolverse. En todos esos frentes, su talento y sensibilidad tendría que enfrentarse a un demasiado elevado número de reveses como para poder doblegarlos.
No es por lo tanto ni una historia fácil ni mucho menos alegre la de este músico nacido en 1940 en El Paso, Texas. Una época marcada por el estallido de la II Guerra Mundial y más sobre todo en una zona como Estados Unidos, todavía golpeada por las consecuencias de la Gran Depresión. Un entorno desestabilizador que toma incluso cotas más reseñables si nos referimos en concreto a su propio entorno, donde aparece la figura de una padre afectado de desequilibrios psíquicos tras su participación en dicha contienda bélica. Primeros detalles que marcan el futuro.
Será con su entrada en la universidad de Ohio para cursar los estudios de periodismo cuando sus gustos e influencias reciban una sacudida determinante. Si hasta ese momento era principalmente el cine e ídolos populares como John Wayne su principal alimento cultural, rápidamente la poesía, la literatura de los beatniks y especialmente el country comienzan a formar parte de su engranaje intelectual. Un proceso en el que tendrá un papel determinante Jim Glover, convertido en una suerte de mentor con el que descubrir de su mano las canciones escritas por Woody Guthrie o Pete Seeger y las soflamas que se esconden tras ellas.
Estamos por lo tanto ante un momento decisivo, cuando su personalidad artística está en un claro proceso de creación, sumando a sus nuevos descubrimientos, que se inscriben mayoritariamente en el folk tradicional, su pasión juvenil por el el rock and roll y alguno de sus más destacados mitos, especialmente Elvis Presley o Buddy Holly. Añadamos a todo esto las preocupaciones políticas que empiezan a aflorar en su mente y vamos a ser capaces de ir construyendo un “retrato robot” bastante fidedigno del músico y la persona en la que poco a poco se irá convirtiendo. Trayecto que con toda lógica le lleva a congraciar, y a ser aceptado, en el movimiento de la Greenwich Village, del que muy pronto será parte integrante formando camaradería con nombres ilustres como Joan Baez o Bob Dylan, y dirigiendo sus pasos hacia el prestigioso Festival de Newport, en el que participará en diferentes ediciones. Todo indica que la carrera de Ochs comienza con buen pie, pero pronto aprenderá que su camino está marcado por una estrella errática.
Entre tanto, su disco de debut ve la luz en 1964, un trabajo perteneciente a esa primera época (que englobará sus tres publicaciones editados por Elektra) en la que sigue a rajatabla la ortodoxia de un sonido folk sobrio y acústico, compuesto principalmente por su voz y guitarra lanzadas a denunciar la realidad social de su época. Su álbum, “All the News That´s Fit to Sing”, delata ya desde el título ciertas constantes, como un espíritu irónico, visible en el juego de palabras efectuado con el eslogan del New York Times, pero sobre todo revelando su vocación periodística, un deje del que sus primeras composiciones estarán totalmente empapadas. Tanto es así que es fácil reconocer en ellas un sentido por fotografiar la situación de aquel momento, intercalando referencias a personajes de la época (“Lou Marsh”, “Ballad of William Worthy” o “Too Many Martyrs”) como relatando episodios que suscitaban polémica por aquel entonces (“Talkin’ Vietnam”, “Talkin’ Cuban Crisis”, “Bullets of México”). Pero por encima de todo lo que se vislumbra con nitidez en la grabación es un cantautor que, dotado de un distintivo modo interpretativo,derrocha sentimiento y profundidad, tal y como se desprende de temas del poderío de “Power and the Glory” o “Bound for Glory”.
Solo un año después aparecerá “I Ain’t Marching Anymore”, un disco envuelto en esa misma senda clasicista pero en el que es imposible no advertir una cierta evolución y dedicación por pulir su sonido. Continúan las arengas políticas, teñidas de un talante claramente pacifista o antibélico, como se refleja en la espectacular canción que da nombre al disco, en “Draft Dodger Rag” o “Here’s to the State of Mississippi”. Igualmente persisten las menciones a hechos históricos, como la dedicatoria a la muerte de su admirado J.F. Kenendy (“That Was the President”), pero al mismo tiempo somos espectadores de cómo florece el ánimo por acentuar un lado poético e íntimo en piezas como “Iron Lady” o “In the Heat of the Summer”.
1965 va a ser un año determinante para la música folk y también con consecuencias trascendentales para nuestro “antihéroe”. Estamos ante la fecha en que, durante el festival de Newport, del que fue excluido el texano, Bob Dylan decide electrificar su sonido y de paso poner patas arriba una escena musical que por una parte reacciona “lapidándole” y por otra reconociendo que se acaban de poner los mimbres de un nuevo tiempo. Son momentos convulsos, y a pesar de la defensa que Phil Ochs hizo de la decisión tomada por Zimmerman -aunque él de momento seguiría adscrito al lado tradicional- la relación entre ambos va a entrar en crisis. Ya sea por el endiosamiento de uno, las ganas de alcanzar cierto reconocimiento del otro e incluso los celos en cuanto a la figura de Joan Baez, la situación se precipitó y Dylan atacó donde más dolía, zarandeando la autoestima de Ochs al considerarle solo un periodista y no un “folksinger”. Algo que no pasará por ser solo una pelea puntual sino una alteración en la relación con buena parte de su entorno.
El último capítulo de ese tríptico tradicionalista llega con “Phil Ochs in Concert”, un disco que a pesar de lo que expresa su título contiene cortes grabados en vivo y en estudio. En ese camino ya acometido a la hora de expandir su propuesta nos encontraremos con composiciones de colorido romántico (“Changes”) e incluso de carácter simbólico, como “There But For Fortune”, que Joan Baez popularizaría bajo su voz. Evidentemente todavía continúan sus directas letras de calado político, ya sea en su versión más incisiva (“Ringing of Revolution”, “Cops of the World”) o, y quizás aquí resida una de las grandes novedades, con el tono abiertamente irónico y casi humorístico, el que domina en la genial “Love Me, I’m a Liberal”. Son elementos que dejan claro que el mundo artístico de Phil Ochs va a erupcionar y lo va a tener que hacer fuera del sello Elektra, del que se despedirá con un trabajo encuadrado en líneas generales dentro de lo cánones ortodoxos.
Fin de una época que conlleva también el traslado de ciudad, dejando atrás un Nueva York del que se siente cansado y partiendo hacia Los Ángeles. Allí grabará “Pleasures of the Harbor”, pieza que supone un cambio radical en su estilo y todo un “shock” para un artista que hasta ese momento había hecho del folk tradicional su seña de identidad . Para esta nueva apuesta se hará acompañar de un equipo que le ayude y sepa sacar todo el jugo a sus novedosas ideas. Entre ellos estará el productor Larry Marks (The Flying Burritos Brothers, Lee Hazlewood, Randy Newman...), los arreglistas Joseph Byrd e Ian Freebairn-Smith además del pianista Lincoln Mayorga, un instrumento que ejercerá de guía en buena parte de las composiciones.
Dicho trabajo va a beber de muy diversas influencias, abarcando desde el jazz hasta el rock and roll, tratadas todas ellas a través de una instrumentación copiosa en busca de muy diferentes sensibilidades y dando vida, incluso, a canciones de una extensa duración. En cuanto a las temáticas tratadas igualmente sufren una alteración sustancial. Su incisiva mirada social se alambica mucho más, y aunque sigue latente, se diluye en un discurso más sofisticado y por momentos angustioso. Eso no impide que uno de los momentos estelares recaiga en “Outside of a Small Circle of Friends” , ácida mirada contra ese pasotismo burgués siempre ajeno a todo lo que suceda lejos de su esfera que se materializa a partir de una particular cadencia entre el jazz y el swing, recurso al que también se acercará para dar contenido a “Miranda”.
Pero lo que llama la atención sobre todo en este nuevo registro son un tipo de piezas que ostentan un calado romántico bañado en una profusión de instrumentos. Elementos de los que se puede disfrutar en “Flower Lady” o “I’ve Had Her”. Mención especial se necesita hacer respecto al tema que cierra el disco, “The Crucifixion”, una densa narración, aderezada con todo tipo de sonidos aparentemente deslavazados que sin embargo convergen en un asfixiante tono, sobre el auge y caída del ídolo, coordenadas en las que es muy fácil ver sobrevolar la figura otra vez de John F. Kennedy.
Enero de 1968 quedará marcado por otro de esos sucesos, uno más de los pequeños varapalos que iba ya acumulando, que afectó de manera importante al devenir del cantautor. Se trata de su exclusión del concierto celebrado en el Carnegie Hall como homenaje a Woody Guthrie, al que no es invitado, al contrario que otros muchos compañeros que sí estarán (Bob Dylan y The Band, Peter Seeger, Judy Collins..). Un hecho que resulta todavía más sangrante si tenemos en cuenta que probablemente nadie como él había cogido el testigo con tanta fidelidad y calidad del mítico compositor. Tener que asistir como público a un evento así le apenó de forma muy profunda. Algo que sin embargo no le impide publicar ese mismo año “Tape from California”, que como suele suceder en estos casos en los que se ha evidenciado un alejamiento respecto al sonido matriz, intentará lidiar entre ambos terrenos (pasado y presente) para alcanzar el difícil reto de obtener de cada una de las orillas caracterisiticas útiles de las que nutrirse, un envite para el que rodeará de prácticamente los mismos acompañantes que tomaron parte en su predecesor.
Las menciones y homenajes a personajes clásicos de la luchas sociales (“Joe Hill”) siguen habitando entre sus surcos, al igual que las proclamas pacifistas, presentes principalmente en la soberbia “The War Is Over”, que aparece presentada por una melodía de reminiscencias claramente bélicas. Lo que a estas alturas no se puede obviar es el declive moral que empieza a acusar su conciencia y la propia manera de plasmar sus ideas. Un tono que acaba por permear en canciones como “White Boots Marching in a Yellow Land” y que terminará por tomar cotas realmente apocalípticas en las figuras que maneja en la larguísima, más de trece minutos, “When In Rome”.
Mientras tanto en el mundo se está viviendo una época revuelta políticamente hablando, plagada de acontecimientos y respuestas ciudadanas. Un contexto idóneo para que Phil Ochs saque su lado más militante. Lo hará, por ejemplo, tomando parte de una nómina de intelectuales y artistas que se adscriben al recién formado Youth International Party, más conocidos como “yippies”, que pretendía aglutinar ese descontento y creciente sentimiento antiautoritario. En un contexto más cercano a la “Realpolitik”, el músico también participará en la importantísima celebración de la Convención Nacional Demócrata de ese año, en el que al margen de una lucha de candidatos se escondía la pugna por marcar la línea ideológica futura del partido. Dos alternativas personalizadas en Eugene McCarthy y Hubert Humphrey, siendo la de este segundo, representante del sector continuista y belicista, la triunfadora, resolución que como es lógico decepciona profundamente al texano. Una sensación de descreimiento que se refuerza al sufrir en sus propias carnes la represión policial que se produce en las concentraciones contra la guerra de Vietnam que tienen lugar durante el mencionado congreso.
Para darse cuenta hasta qué punto estos acontecimientos influyeron en su música basta con ver la portada de su nuevo disco, “Rehearsals for Retirement” (otra vez acompañado del mismo equipo de colaboradores), donde se observa su nombre en una lápida fechada en el lugar y el día del famoso acontecimiento citado. La ironía e incluso el cinismo se apodera de manera definitiva de un álbum en el que domina un contexto tendente a la desesperación, visible en temas como el homónimo, “My Life” o “World Began in Eden and Ended in Los Angeles”. Una pieza por la que asoman ya unos ritmos rockeros que se van ir estableciendo en el hacer de Ochs, dejando visibles muestras de ello en “I Kill Therefore I Am”, en la que arremete contra la violencia policial. Hechos traumáticos que todavía seguirán rondando en piezas como “William Butler Yeats Visits Lincoln Park and Escapes Unscathed” .
Sin que hayan transcurrido 365 días, ya está editado un nuevo álbum, que a la postre será el último con material inédito de su discografía. Esta vez aparece con el sugerente nombre de “Greatest Hits”. Algo más que un indicio para adivinar que se mantiene esa mirada cínica ante su realidad, en este caso orientado al aspecto artístico. Para acentuar todavía más ese tono incorpora en la contraportada la frase “50 fans de Phil Ochs no pueden estar equivocados”, en clara referencia a Elvis Presey, del que por si fuera poco se viste en portada con un traje dorado y guitarra eléctrica en mano. Sus intenciones, declaradas por él mismo, tras ver una actuación del propio “rey del rock and roll”, son las de convertirse en una mezcla entre Elvis Presley y el “Che” Guevara. Una afirmación que a pesar de que pueda sonar impactante y hasta extravagante no está nada alejada de lo que siempre ha pretendido obtener, lograr aunar en un mismo espacio la música y un discurso en busca de concienciar a la gente. Y qué mejor manera para llevar a cabo ese propósito que rodearse de nombres procedentes del mundo del rock, incluyendo los de Ry Cooder o acompañantes del propio Presley o de The Flying Burrito Brothers. Todo ello bajo la dirección del productor Van Dyke Sparks.
Con esos mimbres, el trabajo, al margen de no separarse jamás de su estilo personal, se acerca en muchos momentos a sonoridades country-rock and droll, como demuestran a las claras “My Kingdom for a Car”, “Gas Station Women” o “Chords of Fame”. Si bien esta última, al igual que pasará con “Bach, Beethoven, Mozart and Me”, ironizan sobre la fama y el éxito (algo que nunca llegó a tener), “One Way Ticket Home”, “Jim Dean of Indiana” o la premonitoria “No More Songs”, en la que deja entrever su hartazgo y falta de interés por el poder de la música, derrochan una gran dosis de melancolía y nostalgia.
El declive del músico ha tomado un camino irrevocable. En la gira de este último disco, en la que se presenta bajo una formación púramente rockera, a la depresión en la que está inmerso añade una serie de adicciones que tienen por menú una mezcolanza de valiums y alcohol, con las consecuencias lógicas en su cuerpo. Desde este momento, salvo alguna grabación muy esporádica, su trabajo se va a limitar a realizar ciertos conciertos. Entre los más destacados está el que organiza como homenaje a Víctor Jara y Salvador Allende a raíz del golpe de estado de Pinochet. Entre las tablas de este evento estará Bob Dylan, escenificando algo parecido a un reencuentro entre ellos.
La situación personal del compositor no mejora, muy al contrario, sigue en caída libre y se le ve vagabundeando por las calles, enloquecido (diagnosticado más tarde con trastorno bipolar) y metido en problemas con facilidad. A pesar de ese acercamiento aparente con el mítico autor de “Blowin’ in the Wind”, se va a truncar la oportunidad de formar parte de la pantagruélica gira de éste, bautizada como Rolling Thunder Revue y adornada con un descomunal elenco de invitados. Una lógica decisión, la de dejarle fuera, en buena medida adoptada por el estado físico en el que se encuentra Ochs, motivo que sin embargo no aplaca su decepción.
Su última actuación en directo servirá como lamentable resumen de su turbulenta carrera, con grandes dosis de grandeza pero desembocando en lo patético. En una fiesta en la que se reúne la plana mayor de la Greenwich Village, a finales de 1975 y recogida en el film “Renaldo and Clara”, el de Texas, pese a aparecer en un estado calamitoso es capaz de transformarse a la hora de actuar, haciéndolo de manera soberbia. Para despedirse decide hacer una versión de Bob Dylan. La canción elegida es “Lay Down Weary Tune”, en la que es inevitable no entresacar un fuerte valor simbólico, más teniendo en cuenta que su autor, según cuentan, se negó a subir a acompañarle al escenario.
A los pocos meses, en abril de 1976, el cuerpo de Phil Ochs aparecía ahorcado en la casa de su hermana, en la que se había instalado. Negar que esos últimos hechos fueron determinantes a la hora de tomar esa funesta decisión sería falso, aunque también lo sería obviar la decadencia en la que estaba inmerso y que inducía a imaginar un desenlace de ese tipo. Ponía fin así a una historia personal y musical tan apasionante como dramática. Fue un hombre al que su tremenda sensibilidad, plasmada en sus canciones, le llevó a chocar con la inviable aspiración de cambiar el mundo y con un siempre esquivo éxito, realidad para la que nunca estuvo preparado. La de Ochs es por lo tanto una historia categóricamente triste, porque ni en vida, ni incluso transcurridos 45 años desde su fatídico final, su nombre, a pesar de su magistral legado musical, ha conseguido dejar atrás todo ese silencio que siempre le ha acompañado y que le ha impedido obtener el que se merece.
Tom Waits dijo que le gustaban las melodías bellas que le contaban cosas terribles y parte de su carrera, principalmente la primera y buena porción de sus maravillosas baladas, se puede explicar así.
Se escucha una voz que parece salir de una garganta que estuviera tragando cristales, acompañada por un piano borracho, cantando melodías dignas de un Cole Porter con letras sobre putas de Minneápolis, fantasmas del sábado noche, cerveza caliente, mujeres frías, hígados devastados y corazones rotos.
Tom Waits es considerado una leyenda es porque supo dejar atrás el personaje de esa primera época, el crooner de barra de bar, básicamente el protagonista del “One More For My Baby” de Sinatra pero en plan vagabundo, quitándole todo el 'glamour' de la Voz, y reinventarse como bluesman experimental, con un poso teatral y cabaretero, a partir de “Swordfishtrombones”.
Y es que la norma dicta que los artistas y bandas comienzan siendo más rompedores y luego se van atemperando, así es normal que primero llegue “The Velvet Underground & Nico” y “White Light / White Heat” y luego aparezcan “The Velvet Underground” o “Loaded”, o “Horses” y “Radio Ethiopia” den paso a “Easter” y “Wave”, lo que no es normal es comenzar con un disco en el que etiqueten como 'nuevo Dylan', aunque también podrían haberlo hecho como 'Sinatra errante', y diez años después entregues un disco marciano en el que se mezclan los aullidos de Howlin' Wolf con las asimetrías del “Trout Mask Replica” de Captain Beefheart. Pero es que Tom Waits se sale, y mucho, de las normas.
Para el momento en el que sacó su debut, los cantautores etiquetados como nuevo Dylan eran multitud, Bruce Springsteen, Jackson Browne, John Prine, Loudon Wainwright... pero lo que les separaba de ellos era que Waits podía hacer canciones que cantaran los Eagles o Rod Stewart pero su principal influencia venía más de la mano de Cole Porter y George Gershwin que de los Beatles o el propio Dylan. Además Waits desconfiaba de la palabra poeta, "cuando alguien me dice que va a leerme un poema, se me ocurren múltiples cosas que preferiría hacer", lo suyo estaba más en línea con el realismo sucio de Kerouac, Carver o Bukowski.
Pianos borrachos y vals con Matilda
Aun así “Closing Time”, su disco de debut, es una de sus obras más clásicas, conteniendo tres de las canciones más redondas de su carrera "Ol' '55", "I Hope That I Don't Fall in Love with You" y "Martha". Pero el disco más representativo de esta primera etapa es "Small Change", una obra en la que se mezclan esas baladas demoledoras con bellas melodías y terribles historias, con esos coqueteos jazzy, con contrabajo en primer plano y solos de saxofón como en “Step Right Up” o “The One That Got Away”. Pero la especialidad de la casa es la balada con un piano que ha estado bebiendo, aunque posiblemente no tanto como el cantante, a pesar del título de una de sus canciones, en concreto esa maravilla llamada “The Piano Has Been Drinking (Not Me)” que puede que sea la perfecta representación de su personaje, alguien tan ligada a su imagen que, a pesar de haber dejado de beber hace muchos años, la gente le sigue imaginando vaciando una botellas tras otra de Jack Daniels junto a un cenicero rebosante de colillas, aunque Waits también dejó tiempo atrás la nicotina.
Claro que ese personaje todavía era difícil de separar de su propia persona en esta época, como en la mejor canción de este periodo, “Tom Traubert's Blues (Four Sheets to the Wind in Copenhagen)”, una maravillosa balada de piano, con un cuidado arreglo de cuerdas, cortesía de Jerry Yester ex de Lovin' Spoonful, con una de sus mejores letras: "no quiero tu simpatía, los fugitivos dicen que las calles no son para soñadores, los cazadores de homicidas y los fantasmas que venden recuerdos quieren un pedazo de la acción de cualquier precio para bailar un vals con Matilda". Una canción a la que describió, en su manera antipoética, como "ésta va sobre vomitar en un país extranjero".
Aquí también aparece otra de sus canciones más representativas de esa primera etapa, “Bad Liver And A Broken Heart”, donde comenzaba citando el “As Time Goes By” de “Casablanca” y entre eso, un título que se ajustaba al 100% al personaje creado y ese aullido roto tan característico (que apenas se había notado en los primeros discos), daba a “Small Change” el título de disco más representativo de esta primera etapa.
Pero el título de mejor obra de este periodo se lo tendrían que repartir su debut, “Closing Time”, y “Blue Valentine”, la maravilla que sacó en 1978, donde ya se podía contemplar el inicio del bluesman desquiciado y cabaretero de la mítica trilogía de los 80, porque si a canciones como “Romeo Is Bleeding” le quitabas la instrumentación clásica y le añadías alguno de los instrumentos inventados de esa época te queda una canción que podría haber aparecido en “Swordfishtrombones” o “Rain Dogs”. Eso sí, su temática detectivesca y su fuerte swing también se adaptan a la perfección a esta época. Y es que los detectivos privados, la novela y el cine negro siempre han sido grandes fuentes de inspiración de Waits, con la jazzy “Whistlin' Past the Graveyard” sonando como una perfecta banda sonora para un 'noir' chandleresco. Ya saben lo que dijo el interesado, "tienes que ser un buen detective privado para ser un buen compositor".
Avenidas de Kentucky y corazonadas
Eso sí, en “Blue Valentine” tampoco faltan las baladas al piano (borracho) tan típicas de esta primera etapa, siendo la mejor la descarnada "Christmas Card From A Hooker in Minneapolis", cuyo título ya dice mucho más que la letra completa de muchas canciones. Desde el momento en el que Waits suelta eso de "Charlie estoy embarazada..." uno no puede sino meterse totalmente en esta historia contada por uno de los mejores contadores de historias que dio la música popular de la segunda mitad del Siglo XX. No se le queda atrás la devastadora “Kentucky Avenue”, una de las canciones más autobiográficas de su carrera. La canción titular va por el mismo camino, aunque cambia el piano por unos preciosos arpegios de guitarra que, junto a un bajo, son el único acompañamiento de una voz que se retuerce y duele. Y luego está la mejor versión que ha hecho nunca Tom Waits, nada más y nada menos que del "Somewhere" de “West Side Story”, con su voz de serrín sonando totalmente adecuada sobre un maravilloso arreglo de cuerdas y una melodía pensadas para voces mucho más angelicales que la suya.
Pero el cambio de década supuso un verdadero terremoto en su carrera, Waits había decidido alejarse del personaje y la música por la que era conocido, pero justamente en ese momento recibió una llamada de Francis Ford Coppola para que compusiera la banda sonora de la película que estaba realizando, “Corazonada”. El director quería al Waits de “Small Change”, algo que suponía un pequeño paso atrás pero, siendo el director de “El Padrino” y “Apocalypse Now”, Waits aceptó. Fue él quien le introdujo en la Ópera, al parecer Waits no había escuchado nunca “Nessun Dorma” y cuando Coppola se enteró le agarró del brazo lo llevó a su cocina, donde tenía un jukebox, se la puso y se marchó, dejándole a solas con el poderío del aria de Puccini.
Trombones y peces de espada
Mientras trabajaba en la banda sonora, comenzó a grabar un nuevo disco que ya vislumbraba nuevos horizontes sonoros, se trataba de “Heartattack and Vine”, donde cambiaba al piano por la guitarra y buscaba un sonido más R&B, allí estaba la mítica “Jersey Girl” que Bruce Springsteen introduciría a una nueva audiencia, para un artista que seguía siendo de culto. Pero fue en el rodaje de “Corazonada" donde se produjo el gran cambio en su carrera y su vida, pues fue allí donde conoció a Kathleen Brennan, que trabajaba como analista de guiones para Coppola y se convertiría en su mujer y compañera en el proceso de componer canciones para el resto de su carrera.
El caso es que lo suyo fue un flechazo de película y en unas pocas semanas ya estaban casados, puede que porque, además de todo lo demás, compartían un humor totalmente parecido, como en esa entrevista en televisión en la que le preguntan a Brennan por cómo conoció a Waits y ella le responde totalmente seria que era monja y que Waits se quedó dormido en misa y ella le despertó, ante el estupor del entrevistador y las risas de Waits.
Fue Brennan también la que le introdujo en la música de Captain Beefheart y le dio un giro mucho más experimental y vanguardista a su carrera. Siendo la principal impulsora del disco que lo cambió todo, “Swordfishtrombones”. Puede que “Rain Dogs” sea mi disco favorito y la gran obra maestra de la carrera de Waits pero es esta obra de 1983 la más importante de la misma, tanto es así que ésta se divide en antes de “Swordfishtrombones” y después del mismo.
Allí una de las canciones que más sobresalían era “Johnsburg, Illinois”, un sentido homenaje a la mujer que se convertiría en la madre de sus hijos y en su más importante colaboradora habitual, Brennan. El pueblo del título es el lugar del que procede y, por una vez, Waits se contradice y entrega una bella melodía en la que no se dicen cosas terribles, sino otras como éstas: "ella es mi único y verdadero amor, es en todo lo que pienso... Mira aquí en mi cartera, ésa es ella".
A partir de aquí, Waits se abriría a un sonido mucho más experimental, apareciendo instrumentos mucho menos comunes, algunos de ellos inventados, siguiendo la estela de Harry Patch, y estilos tan variados como el blues, el tango, la música de cabaret o composiciones que parecen salidas del Tin Pan Alley pero interpretadas por un cavernícola.
Amores ciegos y perro de lluvia
Luego llegaría el gran disco de su carrera, “Rain Dogs”, donde a las innovaciones de “Swordfishtrombones” se unen a la mejor colección de canciones de su carrera (“Time”, “Hang Down Your Head”, “Jockey Full of Bourbon”, “Rain Dogs”, “Blind Love”, “Downtown Train” o “Anywhere I Lay My Head”) y un par de invitados muy especiales. Por un lado Marc Ribot, cuya disonante guitarra, desde el inicio con “Singapore”, pasa a formar parte del ADN de la música de Waits dando verdaderas lecciones como en la espectacular “Jockey Full Of Bourbon"· o en el solo de “Hang Down Your Head”, la primera de las canciones que firmaron juntos Waits y Brennan.
Por el otro, el mismísimo Keith Richards, guitarrista de una de las pocas bandas de rock que le influyeron en su juventud, en un tipo que siempre prefirió la música de los 20 o los 30, ya fueran Lightnin’ Hopkins, Hoagy Carmichael o Kurt Veil, a las bandas de rock de su juventud. Pero Waits siempre tuvo un sitio en su corazón para los Rolling Stones y ha señalado varias veces a su “Exile On Main Street” como uno de sus discos favoritos de todos los tiempos, tomando la forma de cantar en falsete de Jagger en “I Just Want To See His Face” como una de sus nuevas inspiraciones para esta época, sobre todo ahora que, después de dejar el tabaco, era capaz de hacerlo. El caso es que Richards se dejaba notar en la ‘bluesera’ “Big Black Mariah” y en esa maravilla country que es “Blind Love”, uno de los grandes tesoros de su cancionero en el que Su Satánica Majestad intercambiaba ‘licks’ con Robert Quine y le hacía coros a Waits.
La década se cerraría con el disco que cerraba la brillante trilogía sobre el personaje de Frank, “Frank’s Wild Years”, el más teatral de todos, un disco/espectáculo a medio camino entre el teatro, el vodevil y la ópera, al que Kathleen Brennan bautizó como “un Operachi Romantico”. Es el menos valorado de los tres pero sigue rayando a un nivel espectacular, conteniendo algunos ejemplos del Waits más emocionante en canciones como “Cold, Cold Ground” o “Innocent When You Dream”, además del bluesman cavernoso de “Way Down In The Hole”, la canción que se convertiría en la sintonía de, hechos no opiniones, la mejor serie de todos los tiempos, “The Wire”.
Huérfanos de Waits
En los 90 llegarían otros dos discos fundamentales, “Bone Machine” y “Mule Variations”. El primero es uno de los discos más pesimistas y siniestros de Waits hasta la fecha, aunque el paisaje sonoro es tan hermoso como lúgubre. También es una de sus obras más cohesionadas y grotescas, con fuertes percusiones y un sonido más sucio y agresivo, como bien ejemplifica la directa “Goin' Out West”. El segundo, que llegó en 1999, es otro de los grandes discos de la carrera de Waits. Tras un parón de seis años y con un nuevo cambio de sello de por medio, el cantante había decidido buscar un nuevo enfoque para sus canciones, optando por un estilo de escritura más conciso y directo, el resultado es uno de los discos más accesibles de su carrera, resultando perfecto para iniciarse en los recovecos de su obra, con especial énfasis en el blues pantanoso y el góspel, sin olvidarse de esos maravillosos medios tiempos como “Hold On” o “House Where Nobody Lives”.
Los dos discos más interesantes que ha publicado en el Siglo XXI son “Orphans: Brawlers, Bawlers & Bastards” y el último, hasta la fecha, “Bad As Me”. El primero es un triple con canciones que han aparecido en otros sitios, como bandas sonoras o discos tributo a lo largo de varios años (en concreto de 1984 a 2005), que se dividen en tres categorías, “Brawlers”, la parte más orientada al rock y al blues, “Bawlers”, la parte dedicada a los medios tiempos a la que Waits estuvo a punto de titular como "Cállate y cómete tus baladas", y, por último, “Bastards”, la más experimental, en la que da rienda suelta a su parte más literaria y de 'spoken word'. Es increíble pero, a pesar de su condición de cajón de sastre Waits logra darle una gran coherencia a los tres discos, resultando en uno de sus trabajos más satisfactorios, con gemas como “LowDown”, uno de los momentos más rock y excitantes de toda su carrera, lo más parecido que ha sonado a su querido Keith, con una crujiente guitarra slide, o la preciosa “Long Way Home”, que compuso en 2002 para la película “Big Bad Love”.
El 21 de octubre de 2011 apareció el 17º disco de su discografía, “Bad As Me”, uno de los discos más salvajes y feroces de su discografía, impropio de un hombre de 62 años que suena más amenazador que nunca en la descarnada “Hell Broke Luce”, nuevamente con la angular guitarra de Ribot. También vuelve Keith para ese homenaje a sí mismo y a su compañero Jagger que es “Satisfied”, aunque Waits tampoco se olvida de esas bellas melodías sobre trágicas historias como en la genial “Back In The Crowd”.
Desde entonces no ha habido más discos, aunque sí puntuales colaboraciones, Waits se ha olvidado en la última década de sacar discos pero no de seguir apareciendo en películas y series de televisión, como con los Hermanos Coen en “La balada de Buster Scruggs”. En breve le veremos en “Licorice Pizza”, junto a Danielle Haim de protagonista y dirigido por Paul Thomas Anderson, añadiendo otra muesca más a la lista de míticos relaizadores para los que ha trabajado,como Coppola, Jarmusch, los Coen, Terry Gilliam o Robert Alman. Pero, a pesar de ello, si Tom Waits es una leyenda no es por su más que aceptable curriculum audiovisual sino por su inmaculada carrera musical, con 17 notables discos. Se cumplen 10 años desde el último de ellos pero todos sus seguidores seguimos esperando con ansia el 18º disco de este tipo que ya no bebe, ni fuma, ni se acurruca en las barras de los peores tugurios de Los Ángeles… aunque seguro que su piano lo sigue haciendo por él.
[Junto con Norman Blake, Tony Rice era uno de los maestros de la púa plana y la guitarra bluegass. Descanse en paz.]
Tony Rice, guitarrista maestro de bluegrass que atrajo seguidores en todo el mundo por su forma rápida y fluida de tocar su Martin D-28, falleció, informaron allegados. Tenía 69 años.
El guitarrista actuó o grabó con músicos como Ricky Skaggs, Dolly Parton y Jerry García. Skaggs calificó a Rice de ser “el guitarrista acústico más influyente de los últimos 50 años”.
Casey Campbell, portavoz de la Asociación Internacional de Música Bluegrass, precisó que Rice murió el viernes en su casa en Reidsville, Carolina del Norte.
Un trastorno muscular y una afección conocida como codo de tenista limitaron las habilidades de Rice. Su última actuación de guitarra en vivo fue en 2013. Fue entonces cuando fue incluido en el Salón de la Fama Internacional de la Música Bluegrass.
“En algún momento durante la mañana de Navidad mientras preparaba su café, nuestro querido amigo y héroe de la guitarra Tony Rice dejó esta vida e hizo su rápido viaje a su hogar celestial”, escribió Skaggs en Facebook este fin de semana.
“Muchos, si no todos, los guitarristas de Bluegrass de hoy dirían que empezaron con la música de Tony Rice. Le encantaba escuchar a los músicos de la próxima generación tocar sus ‘licks’. Creo que de ahí es donde obtuvo la mayor parte de su alegría como músico”.
Vamos a ver… ¿Cuántas tortillas salen de un huevo de avestruz? Unas catorce. Un montón de tortillas, lo sé, y pese a ello debo decir que he congeniado con la mayoría de avestruces que he conocido. Te parecerá una gilipollez, pero esa es la clase de cosas que me interesan.
¿Qué animal tiene el cerebro de mayor tamaño en relación con su cuerpo? Las hormigas, lo juro. ¿Y el pene más grande en proporción a su cuerpo? No, no, no… malpensado. El percebe. Atención: hay más insectos en una milla cuadrada de tierra que humanos en todo el planeta. Piénsalo, imagina que piden votar, sacarse el carné de conducir o algo por el estilo. Un topo puede cavar un túnel de cien metros de longitud en una noche; un saltamontes saltar sobre obstáculos de quinientas veces su estatura… ¿Sabes a qué huele la Luna? No, no huele a queso, huele a fuegos artificiales. Me lo dijo Neil Armstrong: «Huele a fuegos artificiales, tío». Y tiene mucho sentido, llevamos siglos disparándole a la Luna con ellos. Mi lista de la compra siempre incluye fuegos artificiales y pañales, es todo lo que necesitamos. La vida es lo que sucede entre los fuegos artificiales y los pañales.
Estuve hace tiempo en Oklahoma, y debo decirte que allí es todo muy raro, tienen unas leyes extrañísimas. No puedes lavar el coche los domingos si llevas ropa interior de lana, especialmente si llevas un corte de pelo raro. El corte de pelo siempre es un problema. Otra cosa es que está estrictamente prohibido mascar tabaco. Y no se puede fotografiar a un conejo en días laborables, solo los fines de semana. Otra más: no puedes comer en un establecimiento que esté en llamas; lo que limitó bastante nuestras opciones gastronómicas, la verdad. Ah, y no se puede emborrachar a un pez en su pecera, al parecer tenían muchos problemas con eso, y tampoco puedes darle a fumar un cigarrillo a un mono. Pero lo que más me asombra de Oklahoma es que tendrás serios problemas si besas a un extraño, ¿vale? Piénsalo, puedes ir a la cárcel por besar a un desconocido. Me refiero a que todos lo somos en cierto momento, ¿cómo iba a continuar el mundo si alguien no besa a un extraño?, ¿eh?
¿Sabes en lo que de verdad soy bueno? Ni como cantante, ni como autor de canciones, naaaa… En hechos extraños e insólitos como los antes mencionados. Los voy apuntando en una libreta que siempre llevo conmigo a todas partes, pues nunca se sabe. Soy incapaz de leer un libro hasta el final, pero voy tomando aperitivos de información. El origen del pan negro de centeno, por ejemplo. El caballo de Napoleón se alimentaba con el mejor pan de su glorioso ejército. Los soldados palidecían de envidia, los pobres. Como es natural, aspiraban a alimentarse tan bien como el caballo de Napoleón. Y este comía pan negro de centeno. ¿El empleo más peligroso? Trabajador sanitario. ¿Sabías que hay treinta y cinco millones de glándulas digestivas en el estómago humano? Si te pides un club sándwich, vas a necesitar todas esas glándulas, aviso.
Uh, verás, también me gusta recolectar trastos. Soy asiduo a los vertederos, y cuando vuelvo al hogar familiar con algún cachivache tengo que decirle a mi señora esposa, ay, que es un regalo de un amigo. No sé, bueno, verás… me gusta coleccionar objetos singulares: el recipiente de chile con carne que me ofreció Tammy Wynette, un anuncio de cigarrillos de un periódico de hace cien años, una caja llena de esqueletos de aves, direcciones para las fiestas caseras que organizaba Dean Martin, un titular en un viejo periódico de Texas que dice «frascos de whisky hallados en el césped del reverendo», un botón de la chaqueta deportiva de Frank Sinatra, un retrato de Fat Joe que pintó mi hijo Casey, y una antigua factura telefónica de Huddie Ledbetter. Pero, si me estás leyendo, sospecho que querrás algunos datos verificables. Mira, normalmente lo paso mal hablando directamente de las cosas, pero ahí van…
Nací en Los Ángeles siendo yo muy pequeño. Vine al mundo en el asiento trasero de un taxi amarillo que se detuvo en el aparcamiento del Hospital Murphy. Tuve que pagar un dólar con ochenta y cinco centavos para salir de allí. Todavía no me habían puesto unos pantalones y, además, resultó que me había dejado el monedero en los otros pantalones. Aquel día había muerto el legendario Leadbelly, y me gusta pensar que nos cruzamos en el pasillo.
Mi padre era profesor de español, así que vivimos un poco por todas partes, en Whittier, Pomona, La Verne, North Hollywood, Silver Lake, zonas metropolitanas alrededor de Los Ángeles. Tenía yo diez años cuando pasamos cinco meses en una granja de pollos en la Baja California. Pasé mucho tiempo en México, aunque ahora casi nunca voy. Solíamos bajar hasta allí con mi papá a que nos cortaran el pelo, y él aprovechaba para entrar en los bares y pimplarse unos tragos. Yo me sentaba junto a él, en uno de los taburetes, y tomaba un refresco.
A los dieciocho años, en Tijuana, una prostituta enana escaló un taburete y se me sentó en el regazo. Estuve bebiendo con ella durante una hora. Fue algo memorable. Me transformó por completo. Tierno, muy tierno. No me la llevé a una habitación, solo se quedó sentada en mi regazo. Siendo adolescente iba por allí buscando bronca. Era un lugar de tal abandono y anarquía que parecía el poblado de un wéstern, como retroceder doscientos años: las calles embarradas, las campanas de la iglesia, las cabras, el fango, las señales tórridas, chillonas. Para mí aquello era verdaderamente como el país de las maravillas, y me cambió para siempre.
Crecí en San Diego, allí fui al instituto. Durante mis años escolares tuve un montón de empleos. No había mucho que me interesase en la escuela, estaba todo el tiempo metiéndome en líos, así que dejé los estudios. He dado muchas vueltas desde entonces. He dormido con tigres y leones, y con Marilyn Monroe. Me he emborrachado con Louis Armstrong, he echado los dados en Las Vegas, he estado en el Derby de Kentucky, he visto jugar a los Brooklyn Dodgers en Ebbets Field, y le enseñé al bateador Mickey Mantle todo lo que sabe.
No recuerdo cuándo empecé a escribir. Muy pronto empecé a rellenar formularios y papeles. Primero el apellido, luego el nombre, sexo… «ocasionalmente», ese tipo de cosas. Más tarde escribía cartas, cumplimentaba formularios, garabateaba en las paredes de los lavabos. Vi algunos grafitis estupendos en un bar de Cincinnati. No, fue en St. Louis, en un lugar llamado The Dark Side of the Moon. Era un club, ni siquiera sé si seguirá allí. En cualquier caso, el grafiti decía: «El amor es ciego; Dios es amor; Ray Charles es ciego; en consecuencia, Ray Charles debe ser Dios». ¡Supe inmediatamente que me encontraba en una población con universidad! Que las luces estaban encendidas y había alguien en casa, ya me entiendes, y… así que… pero… ¿de qué te hablaba?
Ah, bueno, de que pasé unos primeros años problemáticos, pero no terribles. Nada grave. La hora punta del tráfico en la Harbor Freeway a cuarenta y pico grados, sin aire acondicionado en tu coche. Tienes cigarrillos, pero no cerillas. Sufres de hemorroides, necesitas afeitarte y… eso sí puede ser terrible.
¿Quieres un parte genealógico? Ahí va. Todos los psicópatas y los alcohólicos están en la familia de mi padre; en la de mi madre tenemos a ministros de la Iglesia. Así he salido yo, qué se le va a hacer. Casarme con Kathleen fue genial. He aprendido mucho de ella. Es católica irlandesa, con todo ese oscuro bosque viviendo en su interior. Me empuja a lugares a los que yo no iría, y diría que me ha animado a llevar a cabo muchas de las cosas que intento hacer. ¿Y los críos? Casey y Sullivan. Y mi niña, Kellesimone. Creativamente eran asombrosos. El modo en que dibujaban de pequeños, ya sabes. Se salían de la hoja de papel y seguían por las paredes. Yo desearía tener esa amplitud de miras. Crecieron y ahora me echan una mano; es un negocio familiar. Si fuera granjero, les tendría ahí fuera con un tractor; si fuese bailarín de ballet, les haría llevar tutús. Soy su papá, ahí se acaba todo. No son fans míos. Tus hijos no son tus fans, son tus hijos. El truco consiste en mantener una carrera y al mismo tiempo una familia. Es como tener dos perros que se odian y sacarlos a pasear cada noche.
En lo referente a Kathleen, no me casé con una mujer, sino con una enorme colección de discos. Bueno, a ella le gusta decir que se casó con un mulo, no con un hombre. Kathleen vivía en un convento, iba para monja. La conocí cuando la dejaron salir en Nochevieja para acudir a una fiesta. ¡Dejó al Señor por mí! Llevaba diez miserables años buscándola. Mi vida se asentó con ella, nos fuimos a vivir al campo, me mantenía alejado de los bares, pero curiosamente mi trabajo se hacía cada vez más inquietante. A mí es que me gustan las melodías hermosas que cuentan cosas horribles. Mi esposa dice que mis canciones se dividen en dos categorías: Damas de la Guadaña o Grandiosas Lloronas. Verás, a todos nos gusta la música, pero lo que realmente queremos es gustarle nosotros a la música, pues no es otra cosa que un idioma. Y, claro, hay personas que son lingüistas y hablan seis idiomas con fluidez, pueden hacer contratos en chino y contar chistes en húngaro.
Me interesan las palabras. Me encantan las palabras. Cada palabra tiene un sonido musical particular que se puede usar o no. Por ejemplo «espátula», esa es una buena palabra. Suena a nombre de banda. Probablemente sea el nombre de una banda. Adoro esos libros de referencia que me enseñan palabras, los diccionarios de slang o el Dictionary of Superstition, el Phrase and Fable, el Book of Knowledge, tochos en los que rastrear palabras con musicalidad propia. A veces eso es todo lo que buscas. O creas sonidos que no sean necesariamente palabras. Son solo sonidos, pero tienen una bonita forma. Se acrecientan en un extremo y luego descienden hasta una punta que se riza. Las palabras, ya lo he dicho, son lo que me gusta realmente, las amo, siempre ando buscándolas, siempre intentando escribirlas, siempre tratando de escribir algo. El lenguaje evoluciona continuamente. Me encanta el slang de las prisiones y la jerga de las calles.
La araña macho toca música, ¿a que no tenías ni idea? Después de tejer cuatro hebras de su red, se aparta a un lado, levanta una pata y las rasguea. Esto atrae a la araña hembra. ¿Qué acorde tocará? Siento curiosidad por ese acorde. Así compongo música. Es como la escritura automática. ¿No te gustaría entrar en una habitación oscura con un trozo de papel y un lápiz y simplemente dibujar círculos y acabar escribiendo la gran novela americana? Para mí grabar un disco es como fotografiar fantasmas. ¿Sabes a lo que me refiero? Es como llevar un perro rabioso a una fiesta de cumpleaños. Todos tratamos de reconciliar esas cosas en la música, nuestras distintas facetas. Está todo en mi interior: me encanta la melodía, pero también me gustan la disonancia y el ruido de una fábrica. Pero la melodía es una gran porción de mi vida, sí. Se trata de encontrar un modo de encajar todas esas facetas para así poder juntarlas en un disco.
Es agradable pensar que, cuando haces música y la lanzas al exterior, alguien va a recogerla. ¿Y quién sabe cuándo o dónde? Escucho cosas que tienen cincuenta años, y más antiguas que eso, y las asimilo. Y así estás de algún modo comulgando y fraternizando con personas a las que aún no conoces, que a lo mejor algún día se llevarán tu disco a casa… ya sabes, regentan una pequeña tienda de ropa interior femenina en Magnolia… lo pondrán en el tocadiscos y lo fundirán con los sonidos que escuchan en sus mentes. ¡Qué agradable sensación formar parte del desmembramiento del tiempo lineal!
En mi caso, crear una mitología sobre los demás y crear una cierta cantidad de mitología sobre uno mismo es algo compulsivo. Lo iluminas todo con tu propia luz, y si tomas agua de un río, ya no es un río, es agua en una lata. Te iluminas a ti mismo y, al estar en escena, cosa que como bien sabes detesto profundamente, también escondes mucho de ti mismo. Lo mismo ocurre con las canciones extraídas de una cierta experiencia. Se trata de una cuidadosa operación. Es como cuando cuentas una historia. Lo que en ella eliges ignorar también forma parte de la misma. Es una dislocada crisis de identidad masiva. Es «la oscura, cálida, narcótica noche americana», como escribí en mi fantasiosa primera biografía promocional, allá por 1973.
Las manos lo son casi todo en la música, como en la medicina. Todo procedimiento médico requiere de dos manos. Y lo mismo ocurre, en la mayoría de casos, con la música. Me refiero a que no encontrarás muchas piezas escritas para pianistas con un solo brazo. Hay mucha inteligencia en las manos. Cuando coges una pala, las manos saben lo que deben hacer. Lo mismo es cierto de sentarse al piano; es como si tus manos, al cabo de un tiempo, se acogieran a ciertas estructuras y voces. Pienso que es bueno sorprenderse a uno mismo en ocasiones. Esto me recuerda a un amigo que es pintor y lleva gafas. Se va al bosque, se quita las gafas y dibuja, ya sabes, porque así todo se ve distinto.
Usas la palabra «yo» o «mí» en una canción, para contar una historia disparatada, y la gente te dice, «Dios mío, ¿es eso autobiográfico?». Los novelistas no son intérpretes. ¡Los novelistas son unos gallinas! No, no, bueno, no sé exactamente lo que son. Es un trabajo solitario. La gente solo tiene lo que tú le proporcionas para seguir adelante con sus vidas. Es todo espectáculo. Esa es la belleza del mundo del espectáculo, el único negocio en el que puedes hacer carrera después de muerto. Pensamos en términos de escenario y bastidores. Es esa mentalidad del mirón. «¿Qué estará ocurriendo ahí detrás?», susurras. «¿Se estará poniendo medias y un liguero? ¿Qué ocurre ahí detrás? ¿Quién ha pedido la botella de Yukon Jack? Yo no he sido». La mayoría de nosotros tenemos una perspectiva limitada sobre los demás. Sabes tres o cuatro cosas de alguien, las juntas y te montas tu película.
Acumulo influencias irreconciliables, lo sé bien, y pienso que eso es lo que a veces sale a flote en mis discos. Mira, al final me quedo con lo cubano y lo chino, pero nunca llega a convertirse en chino-cubano. ¡Caramba! He llegado casi a aceptarlo, que albergo distintas facetas. Me gustan Thelonious Monk y George Gershwin, Harper Lee y Charles Bukowski, Randy Newman y Frank Sinatra, Jack Kerouac y Eugene O’Neill, Rajmáninov y los Contortions. Que así sea. ¡Pégame un tiro! De otro modo llega un punto en que te sientes como si fueses por ahí vistiendo bermudas y un gorro de baño, botas de pesca y una corbata. Como suelo decirles a mis músicos: tócala como si tu pelo estuviese en llamas. Tócala como si fuese el bar mitzvá de un enano.
Las noticias son bastante notables por aquí, los periódicos locales, digo, te inspiran canciones. Hace un par de semanas un hombre murió atragantado con una biblia de bolsillo. Una biblia de doscientas ochenta y siete páginas. Sentía que había sido poseído por el demonio y quiso tragarse la biblia. Y se asfixió. Las cosas que hace la gente. ¡Gracias a Dios que existen los periódicos, o no sabríamos de lo que somos capaces! Arrestaron a un hombre por llevar veintiuna palomas rellenando sus pantalones. Llevaba uno de esos pantalones holgados, y fue a un parque, se metió una paloma en los pantalones y le gustó la sensación. Se dijo, «No hago daño a nadie». ¡Las asociaciones animalistas se le echaron encima y fue detenido por la policía! En una población cercana a donde vivo, al norte de San Francisco, un tipo se desmayó mientras atracaba un banco con una pistola de juguete. Resultó que se había dejado las llaves del coche encerradas dentro. De todos modos, no hubiese podido escapar. Blandía esa pequeña pistola de plástico, delirante ante el mostrador.
Un poco de elegancia arrabalera nunca está de más, es lo que pienso. Sigo sin pagar más de seis dólares por un traje. Cuando salí por vez primera de gira, era muy supersticioso; llevaba en escena los mismos trajes hasta que los gastaba. A menudo partíamos a primera hora de la mañana. Detestaba todo el ritual de vestirme, por lo que muchas veces me tiraba en la cama vestido con mi traje y mis zapatos, listo para levantarme en cualquier momento. Me cubría con la sábana y dormía vestido, lo hice durante años. Dejé de hacerlo al casarme. A Kathleen no le gusta nada, ya sabes. Siempre que se va un par de días, me pongo un traje y me meto en la cama, pero a su regreso ella siempre se da cuenta. Ay…
Soy la clase de tipo capaz de venderte el agujero del culo de una rata como si fuese un anillo de compromiso. De hecho, estuve pensando en abrir un nightclub: la entrada sería gratuita y, bueno, la máquina expendedora de cigarrillos estaría estropeada, nadie hablaría inglés, y no conseguirías que te cambiasen un dólar. Mientras estás allí alguien se está llevando a tu esposa y robándote el coche, y un enorme luchador de sumo quiere romperte el pescuezo. Todas las chicas padecen una enfermedad venérea y, en realidad, son travestis. La banda la forman seis borrachos a los que se ha elegido al azar y proporcionado instrumentos electrónicos. Es un club para gente que no sabe cómo pasarlo realmente mal. No se ha de pagar entrada. No te cobran nada por entrar, pero has de apoquinar cien dólares para salir.
He aprendido mucho desde que estoy en el negocio, lo reconozco. La mayoría de cosas importantes las aprendí los últimos diez años. Claro que llevo sobrio tanto tiempo que ya ni me acuerdo de a qué sabe el licor. Veamos, ¿qué he aprendido? Que como nación somos adictos a los cigarrillos y a la ropa interior. Y que cada vez se hace más difícil encontrar una taza de café malo.
Me encanta la frase «Quiero saber lo mismo que todo el mundo desea saber: ¿cómo acabará esto?». ¿Qué será? ¿Un infarto en una sala de baile? ¿Un huevo tragado por el conducto equivocado? ¿Una bala perdida que llega desde un conflicto a dos millas de distancia, rebota en un poste, atraviesa el parabrisas y agujerea tu frente como un diamante? ¿Quién sabe? Fíjate en Robert Mitchum. Murió mientras dormía. Eso está bastante bien para un tipo como Robert Mitchum.
Una última confesión: llevo un águila tatuada en el pecho. Solo que en este cuerpo más parece un petirrojo. En mi mente soy un rumor, una leyenda de mi época; soy un tumor en mi propia mente. Lo sé, lo sé, yo estaba destinado a ser una institución nacional o a ser encerrado en una.
El músico y dibujante estadounidense, muy influyente en la escena 'underground' desde los años 80, ha fallecido a los 58 años de un ataque al corazón
Daniel Johnston estaba obsesionado con el amor y tenía mucho miedo del demonio. Podría hacerse un recorrido por su discografía solamente saltando del amor –Silly love, Crazy love, I live for love– al miedo –Evil magic, devil town, Don’t play cards with Satan– y entre medias de esa tensión encontrar toda la ternura, honestidad y humor que lo convirtieron en un artista de culto de la música popular estadounidense. Johnston (California, 1961) sufría desde muy joven un trastorno bipolar severo y brotes psicóticos. Este martes murió de un ataque al corazón en casa de sus padres, en Texas, tras haber sido hospitalizado días antes por problemas hepáticos causados por décadas de medicación psiquiátrica.
Su tercera obsesión fue la fama.“Hola, soy Daniel Johnston y voy a ser famoso”, solía decir a cualquier desconocido con el que se cruzara por las calles de Austin, donde se mudó finales de los setenta con sus cuatro hermanos y sus padres, una familia de fundamentalistas pentecosteses. Y la fama para él eran los Beatles. Todo el mundo quiere ser como The Beatles, / Yo también”, cantaba ya en 1983.
Cada centavo que ganaba en aquella época sirviendo hamburguesas en un McDonalds lo gastaba en comprar casetes donde grababa sus canciones caseras, las coloreaba a mano con sus dibujos y las regalaba por la calle a quién pareciera interesado. Como a Laurie, una chica que trabajaba en una tienda de discos y que un día le lanzó un beso. Desde entonces se convirtió en su musa, su amor platónico. Laurie también tiene una canción: Ella siempre me hizo sentir como en casa / con ella nunca me sentí fuera de lugar. Aunque, en la ficción del músico, se casara con un enterrador, tuviera un hijo y quedara para siempre no como una persona, sino como una memoria.
Arrancaban los noventa, los tiempos de la explosión del rock alternativo en EE UU y la caza de las multinacionales en busca del último tesoro indie. Apadrinado por grandes nombres como Sonic Youth, Yo la Tengo, Teenage Fun Club o Built To Spill, llegó a grabar en una major. El disco de 1994, Fun, para Atlantic, fue un desastre comercial, y a la vez una de sus cimas compositivas. Con un sonido más pulido que su inicial y característico lo-fi descacharrado, Johnston suena lleno de confianza. Tanta como para recuperar el teclado en temas redondos como Delusion & Confusion o My Little Girl.
El prestigio acumulado por el californiano durante estas décadas se puede medir por los miembros de su banda durante la gira de 2017: integrantes de Wilco, Built to Spill y Fugazi le acompañaron hace dos años en la que ya se promocionó como su despedida de la carretera por el empeoramiento de su salud. Sus últimos conciertos apenas superaban la media hora, con un Johnston cada vez más ensimismado, agarrado al micro con las manos temblando, lanzando canciones sin apenas pausas.
Kurt Cobain también fue uno de sus admiradores. Mencionó uno de sus discos entre los más influyentes de su vida y son un icono de los noventa las fotografías del líder de Nirvana con la camiseta de la rana alienígena Jeremiah, uno de sus dibujos clásicos y portada de su álbum Hi, how are you.
La cuarta obsesión de Johnston fueron los cómics. En sus visitas a las tiendas de tebeos solía intercambiar sus dibujos a rotulador por algún número de Marvel. El Capitán América, el fantasma Casper, criaturas con el cráneo hueco, tentáculos, ojos saltones, su dulcinea Laurie y, por supuesto, el demonio fueron completando un imaginario que podría enmarcarse en la copiosa y enigmática corriente del outsider art, o arte surgido de la enfermedad mental, y que ha sido comparado por la crítica con los mundos del ilustrador Raymond Pettibon o el viñetista gonzo Robert Crumb.
En la década de los 2000 su trabajo trascendió los rincones de culto, alcanzando reputadas galerías y museos como el Whitney de Nueva York o La Casa Encendida de Madrid, que expuso en 2012 los dibujos de su colección personal, atesorada por su exmánager Jeff Tartakov. En un libro monográfico sobre su obra visual, editado en español por Sexto Piso en 2014, el gran guionista estadounidense de cómic alternativo Harvey Pekar subrayó la importancia de escapar a cualquier glamurización de la locura: “Daniel Johnston no es grande porque tiene trastorno bipolar, sino a pesar de ello”. No siempre fue posible: hasta el mundo de la moda hizo caja gracias a sus monigotes.
En 1985, un Johnston veinteañero con flequillo y mejillas rosadas –lejos aún de la imagen desaliñada, ojeras, pómulos hundidos y boca balbuceante por décadas de medicación–, ganó un concurso en la MTV. Tres años después fue internado en un psiquiátrico tras atacar a Steve Shelley, el batería de Sonic Youth. Al salir, lo primero que hizo fue dar un concierto en el totémico club neoyorquino CBGB. Dos años después estaba tocando para miles de personas en el festival de Austin. Durante el viaje de vuelta a Houston en la avioneta privada de su padre sufrió un brote psicótico. Arrancó las llaves del aparato en pleno vuelo y las tiró por la ventana. Padre e hijo salieron ilesos. El documental The devil and Daniel Jonhston, premiado en Sundance en 2006, retrató las peripecias del hombre obsesionado con el amor, el diablo, los cómics y los Beatles.
Hay películas que no se agotan nunca, pues albergan en su interior no solo una historia, sino un manojo de sensaciones y emociones que se multiplican en interna sedimentación a lo largo de los años. ‘Round Midnight, el homenaje al jazz americano expatriado en París que Bertrand Tavernier rodó en 1986, es una de esas obras cinematográficas, verídica estampa que conjura los demonios del racismo y la emigración, pero asimismo valora los ángeles de la creatividad y la amistad. Cuenta la historia de un saxofonista afroamericano, alcoholizado, que malvive en la Ciudad de la Luz hasta que un admirador le rescata y le devuelve a la actividad.
Una experiencia inspirada en la vivida por muchos músicos que tras la Segunda Guerra Mundial se instalaron en Francia, figuras como Dexter Gordon —bendito protagonista de ‘Round Midnight—, Bud Powell, Kenny Clarke o Don Byas. Llegaban a los clubs de la Rive Gauche necesitados de trabajo y allí eran aceptados como artistas, pero sobre todo como personas, aunque esto significase perder contacto con las fuentes sociales, raciales y musicales de su arte. Cuando en 1949 Miles Davis visita París por vez primera, tiene una revelación. «Era la primera vez que salía del país y cambió totalmente mi perspectiva», recuerda en su autobiografía. «Me sentí tratado como un ser humano, como alguien importante».
«Lo que aprendí de esa maravillosa película es que jamás debes volver a casa», me escribe el cantautor rock Elliott Murphy (Long Island, 1949) al preguntarle qué significa ser un músico norteamericano en París, donde se instaló en 1989. «Llevo ya más tiempo viviendo aquí que en Nueva York, así que evité esa trampa. Es fácil comprender la razón de que el jazz americano fuese respetado y popular en Europa; no existía la barrera del idioma, las letras no cuentan para Miles Davis o Dexter Gordon. En mi caso, son tan importantes como la música; en ocasiones, unas pocas frases son la inspiración para una canción. En cierto modo, cruzar esa frontera cultural con una expresión artística basada en la palabra resulta un reto aún mayor. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta a la de otros expatriados, mi esposa Françoise es francesa y nuestro hijo Gaspard se educó aquí, por lo que he estado más inmerso en la experiencia parisina real que cualquiera de aquellos músicos de jazz, con la excepción tal vez de Sidney Bechet».
Leímos por vez primera a Elliott Murphy, el poeta callejero, en sus anotaciones a un doble álbum en vivo de los Velvet Underground, editado a título póstumo en 1974. En un estilo que conciliaba la hedonista peligrosidad del rock’n’roll con un redentor aliento literario —para él, Alejandro Magno, Lord Byron, Jack el Destripador, F. Scott Fitzgerald, Albert Einstein y James Dean eran estrellas de rock—, el texto de Murphy destilaba verdades que posiblemente han dejado de serlo. Decía cosas como que «la diferencia entre el cine y el rock’n’roll es que este nunca miente, no promete un final feliz» o «el rock’n’roll siempre fue y sigue siendo una de las pocas cosas honestas que quedan en el mundo». Aforismos de una pasión generacional inculcada en la adolescencia, ese tránsito que inscribe en el inconsciente las canciones que ya nunca nos abandonan, que esculpen quienes somos en el futuro.
Cuando en 1973 firma su primer contrato discográfico, enfila una prometedora carrera que arranca fulgurante —le llaman el nuevo Dylan, como a su colega Bruce Springsteen—, pero fracasa en ventas y popularidad pese al apoyo de la crítica y el apadrinamiento de Lou Reed. De haber desaparecido tras la hermosa y ampliamente promocionada tetralogía que le vio saltar de Polydor a RCA y finalmente a Columbia —Aquashow (1973), Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just a Story from America (1977)— hoy sería una venerada figura de culto. Pero insistió en salir del pozo del olvido y se labró, trabajosamente, una segunda oportunidad en el Viejo Mundo. Siguiendo el rastro del público que aprecia su música, en 1979 debuta en París con un rotundo éxito y ya nunca mira atrás. Poco después, en 1982, gira por España y aparece en el programa La Edad de Oro. Diez años más tarde el noventa por ciento de las ventas de discos y conciertos se producen en Europa. «El destino estaba de mi parte», zanja irónico.
«De niño en Long Island, la idea misma de Europa como lugar donde vivir era muy extraña para mí y para cualquiera próximo a mi familia», rememora. «No conocía a nadie que hubiese vivido fuera de Estados Unidos. Europa era la tierra mítica del queso, el vino y las chicas sexy, a donde Charles Lindbergh había volado en su aeroplano Spirit of St. Louis, desde Roosevelt Field, a solo diez minutos de mi casa. Pero sobre todo era un paisaje terrorífico donde en el siglo XX se había combatido en guerras en las que murieron miles de soldados norteamericanos. Creíamos en los estereotipos de cada país: que los españoles pasaban las tardes de domingo en las corridas de toros, que las chicas francesas llevaban bikinis como Brigitte Bardot. Cuando finalmente visité Europa por primera vez, en 1971, aquel viaje no solo me cambió la vida de forma profunda y positiva, también alteró mi percepción de Europa de un modo realista y colorido que impactaría en mi vida y mi carrera. Mis motivos son personales y culturales, y tal vez misteriosos incluso para mí mismo, pues un expatriado es alguien que por razones desconocidas se siente más en el hogar cuando no está en él».
Aterriza veinteañero en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, para el típico itinerario iniciático por el continente. Le asombra que se consuma hachís en público y que el estilo de vida hippy no se reprima como en Norteamérica. También el valor cultural que se adjudica al rock: compra en la calle ediciones piratas de las letras de Dylan y Rolling Stones, pasa las madrugadas bailando en discotecas y paseando por los canales. Siente que algo ha cambiado para siempre en su interior y se pone a componer canciones con una guitarra acústica. «Europa parecía hacer entrar en ebullición mis jugos creativos», reconoce. No faltan aventuras en aquel periplo europeo: ayuda a escapar de un internado suizo a su joven amante y aparece como extra en Roma, la película de Fellini. Farley Granger, el actor americano que había protagonizado Extraños en un tren de Hitchcock, le anima a acudir a una prueba en Cinecittà. «Fellini nos echó un vistazo a mi hermano Matthew y a mí, y nos contrató. Recuerdo que se situó a mi lado, me puso la mano sobre el hombro y dijo: “Joven, no se mueva de aquí”. Me sentí como si el papa me hubiese bendecido. Años más tardé le mandé uno de mis discos y me respondió, conservo su carta enmarcada en mi estudio».
Murphy, que siempre tuvo a F. Scott Fitzgerald como inspiración compatible con su mitomanía rock, no es ajeno a otra inmigración artística estadounidense, la de los años veinte. Esa «generación perdida» bautizada por Gertrude Stein con que tituló su segundo álbum, a la que pertenecían Ernest Hemingway, John Dos Passos, Kay Boyle o Janet Flanner. El periodo de entreguerras ofrecía a estos expatriados un modo de vida barato y hedonista a orillas del Sena, un peso histórico que el joven país de origen no poseía, y les concedía una libertad personal y expresiva que en Estados Unidos, donde el éxito comercial lo es todo, se veía cohibida o desvirtuada. Algo similar encontraría él cinco décadas más tarde, la libertad para ganarse el sustento como cantautor —término que en la Norteamérica de los años ochenta se había convertido en una maldición— ante un público continental ávido de la sustancia rock que germinó en Manhattan a mediados de los años setenta. «En Estados Unidos la música, o por lo menos la música rock, se considera parte de la industria del espectáculo», explica. «Mientras que en Europa forma parte de la cultura. Esa es la razón de que alguien como Lou Reed fuese más aceptado aquí».
La llamada del Viejo Mundo es evidente ya en sus primeras grabaciones. ¿Qué rockero norteamericano dedicaba canciones a legendarias féminas europeas? Murphy escribió con poética ecuanimidad sobre la gran duquesa Anastasia, fusilada a los diecisiete años junto a la familia del último zar, o acerca de la infame Eva Braun, la amante de Hitler. Como explica Bruce Springsteen en el documental The Second Act of Elliott Murphy: «Para mí, hubo algo europeo en la escritura de Elliott desde el principio. A lo mejor era su estilo literario, sus referencias». Realizado por el español Jorge Arenillas, el filme reúne a otros de sus compañeros generacionales y explica su longevo enraizamiento en Europa, que desmiente la sentencia de Fitzgerald, pues sí hubo un segundo acto para el autor de Prodigal Son (2017), trigésimo quinto disco de elocuente título. Reconoce esa temprana fijación europeísta, pero advierte que pesan más en su obra los mitos americanos y que, en cualquier caso, esa mitificación suele nublarse en la distancia: «Cuando leo los poemas de Lorca los encuentro hermosos pero no me recuerdan a Nueva York, sino a Nueva York a través de los ojos de Lorca. Así que mi percepción de un mito europeo puede ser totalmente distinta a la de un nativo del país donde se originó».
«Es posible que en mi escritura, y en algunas de mis canciones, intentase emular la experiencia literaria de expatriados como Fitzgerald, Hemingway e incluso Ezra Pound, aunque no la visión política de este último», reconoce. «Pero sería absurdo decir que entiendo la experiencia de un artista afroamericano que se instala en Europa para escapar del prejuicio y la discriminación. Irónicamente, una de las mejores novelas escritas por un expatriado en París es La habitación de Giovanni de James Baldwin, que sucede en Les Halles, cerca de donde vivo. Pero no trata para nada el racismo, tal vez porque Baldwin quiso también dejar eso atrás. Otros autores, como Richard Wright, se instalaron en París y resaltaron la temática racial. Lo que me empujó a expatriarme fue que, pese a nacer en un estilo de vida de clase media alta, por alguna razón siempre me sentí rechazado por esa sociedad blanca de clase media de la que yo era producto. Escribí una canción sobre ello, “White Middle Class Blues”. Nunca me cerraron la puerta en las narices, pero en los sesenta llevar el pelo largo hacía que te mirasen mal. El día de mi graduación me negué a levantarme mientras sonaba el himno, en protesta por Vietnam: fue lo más cerca que he estado de la desobediencia civil».
Decía Hubert Selby Jr., autor de la rompedora novela Última salida para Brooklyn (1964), que Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, que era una isla intermedia, un puente con el Viejo Mundo. Murphy «tuvo el honor» de conocerle en persona durante una lectura poética: le hubiese gustado recitarle «On Elvis Presley’s Birthday», originalmente publicada como poema en la revista literaria Nouvelle Parisien Revue, luego suprema canción de su primer álbum europeo, 12 (1990). Recuerda que Selby hablaba con un suave acento de Brooklyn, como su padre, fallecido prematuramente cuando Elliott era muy joven, quien inspiró la canción. Nueva York es, en su opinión, el verdadero crisol estadounidense: «Pocas cosas son más americanas que la Estatua de la Libertad, Broadway y el Empire State Building, ¡escalado por King Kong como una estrella de rock!». Pero él creció en las afueras, en Garden City, por lo que incluso Manhattan era para él un país extranjero. Una urbe de extraordinaria dureza que «no perdona los errores del principiante, pero te prepara para enfrentarte a todo lo que te encuentres. Rendirme nunca fue una opción».
Tras una década residiendo en París, Murphy publica Beauregard (1998), álbum destacado en su abultada discografía, que graba en su apartamento de la calle homónima. Meses antes ha realizado un viaje de costa a costa por Estados Unidos, con su esposa e hijo, que devendrá revelador. Visitan Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis, y descubre un país desconocido, especialmente al adentrarse en el oeste mítico. «Algún día escribiré un libro sobre ello, como Viajes con Charlie de John Steinbeck», dice. Algunas de las canciones del álbum de título francés las inspiró aquella travesía americana. «Nunca me he sentido nostálgico», aclara. «¿Cómo puede permitirse sentirse nostálgico un músico que viaja continuamente? Sería un modo de vida miserable. Soy afortunado de que mi carrera me trajese a Europa, todavía me parece un lugar exótico; no importa cuántas veces visite una ciudad como Barcelona, siempre siento una especial excitación simplemente por estar allí. Y hay una libertad en la música francesa que espero haber heredado de artistas como Serge Gainsbourg. Muchos músicos franceses eluden la fama y la fortuna, mientras que en América son una religión. El mayor pecado que puedes cometer es fracasar».
¿Ha cambiado este empadronamiento vital su visión del país de origen? «Ahora veo la perspectiva que se tiene de América en los distintos países europeos, que no siempre es la que yo esperaba. Hay cierto temor a Estados Unidos, por su tamaño y poder, algo de lo que no era consciente. Siempre hay algún movimiento antiamericano dispuesto a responsabilizarnos de todos los males del mundo. A nivel cultural, hay muchos prejuicios, aunque debo decir que los europeos tratan la cultura norteamericana mejor que los propios estadounidenses. Un periodista japonés me lo describió así: “América es como un faro que alcanza a ver muy lejos en el mar, pero es incapaz de ver sus propios muros’’. Quizás ahora yo vea esos muros con mayor claridad».
Y, ¿cómo nos vemos desde la otra orilla? «Probablemente con envidia y recelo, cierta curiosidad pero insuficiente comprensión», concluye. «Cada vez estoy más de acuerdo con lo que dijo John Lennon, que el mundo lo gobiernan unos locos. Pero sigo siendo un optimista pues, a lo largo de mi vida, he visto como la música unía a todo el mundo, nadie puede negarlo, y me satisface haber jugado mi pequeño papel en esa revolución espiritual. Tal vez mi existencia de autor y trovador expatriado no haya sido en vano».