martes, 27 de junio de 2017

WARREN ZEVON: DESCANSARÉ CUANDO ESTÉ MUERTO

Álvaro Alonso
ABC, 20/04/2015


A Warren Zevon le detectaron un cáncer en 2002 cuando por insistencia de su dentista fue a hacerse un chequeo. Era irreversible. Zevon, que contaba 55 años de edad, decide entonces reunirse con un puñado de amigos y grabar un último disco. Era su voluntad.

De aquellas sesiones, en las que se juntaron de nuevo grandes músicos como el baterista Jim Keltner, el guitarra Mike Campbell o David Lindley salieron 11 brillantes canciones firmadas, a excepción del “Knockin´on Heaven´s Door” de Dylan, por Warren Zevon y Jorge Calderón. Fueron las últimas canciones de Zevon. Unos meses después, a finales de agosto, este disco póstumo titulado The Wind es publicado en todo el mundo. Y como estaba anunciado, Warren Zevon muere solo diez días después, el 7 de septiembre de 2003. Por suerte, aquellas sesiones pudieron ser filmadas por Nick Read. Se ve en ellas a un Zevon en claro deterioro físico ansioso porque el tiempo no acabe devorando el proyecto.

Haciendo uso de la ironía y el humor negro característico de Warren, su ex-mujer Crystal Zevon publica cuatro años después un libro de recuerdos con aquella máxima que había hecho famoso a ese “moralista disfrazado de cínico” que tal vez fue Warren Zevon en una de las tremendas canciones de su debut de 1976: “Descansaré cuando esté muerto”. Cuenta Crystal del autor de “Werewolves of London” en su biografía I’ll Sleep When I’m Dead: the Dirty Life and Times of Warren Zevon algunos secretos de la vida conyugal que no dejan a Zevon en buen lugar: “Warren tenía toneladas de carisma, pero cuando no quería que se le acercara la gente, convertía todo ese carisma en su contrario”. Fue durante largas temporadas un padre ausente. Su hijo Ariel lo recuerda con reproche: “No tenía lenguaje para hablar con los niños. De adolescente, me sentía rabioso de que no estuviera allí”. Cuando bebía se volvía errático, violento, ausente, imposible.


Warren Zevon no fue un dechado de virtudes, algo tristemente común cuando uno bucea en las biografías del rock & roll. Y no solo, también en el cine, la literatura o el arte en general. Pero este mismo Zevon, autodestructivo y errático se convirtió en un personaje de culto a través de unas canciones de rock enérgico y delicado, la mayor parte compuestas a partir del piano y donde se cuidaba hasta la obsesión meticulosa las letras, auténticos relatos cortos literarios. Porque como veremos, lo que Zevon quiso siempre ser es escritor. Y lo fue, a través del formato de los tres cuatro minutos de las canciones de rock.

Aunque no tuvo el favor masivo del público, Warren Zevon fue reverenciado por sus contemporáneos: Jackson Browne, Bruce Springsteen, Ry Cooder, Emmilou Harris, Don Henley, Tom Petty, todos quisieron tocar con él en su último álbum The Wind. No hacía ni un año que había vuelto a componer con fuerza y en 2002 había publicado My Ride´s Here, a la postre su penúltimo disco. Cuando murió, sus amigos músicos decidieron homenajearle con un disco tributo. En una entrevista en el show de David Letterman, Zevon, que ya conocía su sentencia, contestó al presentador ante la pregunta de cómo se sentía: “Ahora por fin voy a poder disfrutar de cada sándwich”. Ese era el aguijón satírico de Zevon, capaz de reírse hasta de la guadaña que caía sobre él. Y así titularon el disco tributo de 2004 “Enjoy Every Sandwich”, con versiones de Lindley, Dylan, Henley, Springsteen, Steve Earle, Wallflowers (el grupo entonces de Jacob Dylan), Billy Bob Thornton y sus muy cercanos Jackson Browne y Jorge Calderón, este último junto a Jennifer Warnes. Se colaba incluso una versión de los Pixies del “Ain´t that pretty at all”.

En la biografía de Crystal Zevon de 2007 I’ll Sleep When I’m Dead: the Dirty Life and Times of Warren Zevon Bruce Springsteen, que había en 1980 coescrito con Zevon “Jeannie Needs a Shooter”, confiesa su admiración: “Zevon era capaz de escribir algo que tuviera verdadero significado, siendo a la vez ingenioso. Yo siempre envidié esa parte de su habilidad y talento”. También David Crosby: “Él fue y sigue siendo uno de mis cantautores favoritos. Él veía las realidad con mirada inquisitiva, capaz de captar la humanidad de las cosas”.

El perfil de Warren Zevon que traza Crystal se completa con el testimonio de sus otros amigos, los escritores. “Ahora me arrepiento de no haber colaborado en alguna canción o historia”, dice el novelista de misterio Stephen King, amigo del cantante. Otro de los amigos escritores de Zevon fue Hunter S. Thompson, aquel legendario autor contracultural famoso, sobre todo, por su libro sobre los “Hell Angels“, con los que anduvo conviviendo durante todo un año investigando sobre su modo de vida. A Thompson se le considera el creador del estilo “gonzo”, una forma de periodismo que abusa a conciencia de la primera persona.

Thompson y Zevon se vieron enseguida conectados por un sentido despiadado de la sátira y de la vida al límite y un mismo prisma de humor negro para filtrar la realidad. Según Carl Hiaasen, “Warren estaba muy cerca de Thompson, y sus trabajos parecían tener un flujo de energía en paralelo”. “Pero Warren -prosigue- tenía una escritura más propia, y era más disciplinado que Hunter. Era meticuloso. Incluso cuando era joven, Warren agonizaba sobre sus letras“. Unas letras incisivas, como los versos burlescos de “Detox Mansion”, “Lawyers, Guns and Money” o por supuesto “Werewolves of London”.

La cara sarcástica es la más conocida de Warren Zevon. Iain Ellis, en su libro Rebels with attitude: subversive rock humorists (Soft Skull Press, 2008) eligió a Zevon, junto a Randy Newman, los Modern Lovers, Talking Heads o Gill Scott-Heron como baluartes de este fenómeno en su tercer capítulo, “The Seventies: Radical Cynicism”. Pero el caso Warren Zevon es algo más complejo. Con el tiempo está siendo redescubierto como uno de los compositores más densos y profundos del rock americano de todos los tiempos. Bob Dylan consideraba a Zevon como un compositor único, capaz de incorporar tres canciones en el vientre de una sola, como en “Desperados Under The Eaves”. Hiaasen coincide con Dylan en que es “una de las más elegantes y refinadas canciones de rock jamás escritas”; o “Boom Boom Mancini”, en palabras de Stephen King “una de las apreciaciones más acertadas que se han escrito sobre el mundo del boxeo”. Para su hijo Jordan, también músico, “con los años mi padre fue componiendo de manera más inteligente, con una sabiduría cada vez mayor, menos alocada. Pero nunca perdió ese humor negro que le caracterizaba”. En palabras de Stephen King “sus álbumes son densos, repletos de historias e imágenes brillantes”.

Canciones como “Roland the Headless Thompson Gunner”, que más que una canción de cuatro minutos parece encerrar un mundo de visiones épicas narradas como si estuviéramos frente a una pantalla de cine. Lo mismo ocurre con “Veracruz”, una historia de rebeldes mexicanos del siglo diecinueve donde Jorge Calderón canta en español unas estrofas que se quedan grabadas en la memoria. Aunque el genio de Zevon se expresa con mayor fuerza en la capacidad para afrontar con ironía las rupturas y los desencuentros sentimentales: “French Inhaler” fue escrita pensando en Marilyn Livingston, la madre de Jordan. Una historia de amor convertido en un campo agostado.



Crystal recuerda en su biografía que Warren “siempre fantaseaba con ser novelista y es la razón por la que tenía tantos amigos novelistas”. Le gustaba hablar de música pero lo que realmente le gustaba era hablar de escritores. En sus letras abundan las referencias filosóficas, a Norman Mailer, a Byron. Incluso “tuvo una fase Thomas Mann -recuerda Hiaasen-, en la cual estaba casi insoportable, pero incluso en aquellas conversaciones él se las ingeniaba para hacerme reír”.

Warren Zevon había nacido en 1947 en Chicago, hijo de una mujer mormona y de un emigrante ruso judío que se ganaba la vida dentro del hampa como gangster. Se mudan a California, y es allí donde aprende el joven Warren los rudimentos de la música clásica. Los padres se separan y vive con su madre y su nueva pareja, un hombre que lo ridiculiza siempre que tiene ocasión. Rabioso, Warren se va de casa y busca a su padre, “un hombre que posiblemente había matado gente, pero que siempre estuvo ahí para su hijo”, confiesa Crystal en un momento emocionante del libro. “La inestabilidad de su juventud -prosigue Crystal- le afectó mucho en su vida posterior. En su vida posterior como adulto nunca consiguió estar satisfecho: siempre quería más, más alcohol, más sexo, más mujeres. Siempre había una parte de él que ansiaba la estabilidad, pero enseguida huía rápidamente de ella. Puedes escuchar la historia completa en sus canciones”.

Tras acompañar en sus primeros años como músico profesional a los Everly Brothers, la carrera de Zevon se dispara cuando conoce a Jackson Browne, su mentor y luego su amigo. Le presenta a David Geffen, que no tarda ni un minuto en darse cuenta de que no iba a ganar ni un dólar con este artista. Pero la fe de Jackson Browne en el talento de Zevon es total, hasta el punto de poner él mismo el dinero necesario para que entre a grabar sus canciones. Junto a Browne publica Zevon sus dos grandes primeros discos, Warren Zevon en 1976 y Excitable Boy de 1978 para Elektra/Asylum. Browne consigue aglutinar en torno al proyecto a un puñado de músicos excepcionales que hoy sorprende todavía: Lindsay Buckingham y Stevie Nicks, de Fleetwood Mac, una jovencísima Bonnie Raitt, el guitarrista Waddy Wachtel, David Lindley, el saxo de Bobby Keyes, Glenn Frey y Don Henley y la armónica de Phil Everly. En Excitable Boy se incorpora el bajista de Fleetwood Mac, John McVie. Para la grabación de “Werewolves of London” se incorpora a la batería el tercero en discordia: Mick Fleetwood. Mientras, Warren toca el piano, aúlla y canta sin contemplaciones.

Jackson Browne recuerda en I´ll Sleep When I´m Dead su difícil relación en aquel tiempo: “mi papel como benefactor se cobró su peaje en nuestra amistad”. La relación se hizo muy difícil por el creciente alcoholismo de Zevon. Cuando nació Ariel, Zevon prometió dejarlo, pero la promesa duró unas pocas semanas. Cuando bebía, Warren se ponía violento con Crystal. Ocho años más tarde, Crystal lo dejó. Comenzó a jugar con armas de fuego, y ya no aguantó más. En las páginas de su biografía, Crystal hace balance, ahora que ya no está: “Cuando pienso en Warren ahora, pienso en los buenos tiempos, porque todos nosotros obtuvimos mucho de él”.

En 1986 se declara completamente curado de su adicción. Como contrapartida, aparecen otros transtornos unidos a una dependencia con el sexo que le lleva a andar siempre acompañado de alguna mujer en un desfile que parece no tener fin. Sigue publicando discos, algunos mediocres, hasta Sentimental Hygiene de 1987, donde se incluye “Reconsider me”, Detox Mansion” y “Boom Boom Mancini”.

Poco a poco Warren fue serenando sus demonios interiores y por los años en los que Ariel entra en la universidad comienzan a quedar con más frecuencia y a entablar conversaciones en torno a la literatura y la filosofía que los reconcilia y los une en una adorable relación, en un redescubrimiento mutuo que llega hasta el final de sus días. En 1995 publica el que se considera uno de sus mejores discos, más lúcidos y serenos, titulado Mutineer, con aquella canción de idéntico título que encandiló a Bob Dylan.

Su hijo Jordan reconoce que “Warren tenía un lado oscuro, pero también tenía luz. Era un hombre complejo”. Jordan participó en las grabaciones de The Wind, el disco póstumo de su padre, donde entre otras se incluye la estremecedora “Keep me in your Heart”, firmada junto a Jorge Calderón. Fue uno de sus discos más aplaudidos, aunque Warren ya no pudo verlo. 

domingo, 25 de junio de 2017

LA ÚLTIMA VEZ QUE DYLAN TOMÓ PARTIDO: HISTORIA DE UN CONCIERTO


Daniel Salgado
Jot Down, junio 2017

Phil Ochs y Bob Dylan.

9 de mayo de 1974. Un Dylan visiblemente borracho sube al escenario del Felt Forum, la sala más pequeña del Madison Square Garden de Nueva York. Escoltado por su odiado/amado Phil Ochs y por otros viejos compinches de la escena folk de Greenwich Village, apenas consigue entonar «North Country Blues», «Spanish is the Loving Tongue» y una final, obvia, «Blowin’ in the Wind». Son canciones antiguas, casi prehistóricas para el cantante que se había desprendido con estruendo de su aura redentora. Pero son las que eligió ante los cinco mil espectadores que habían acudido a la llamada de la solidaridad con los perseguidos, desaparecidos y exiliados chilenos. Una tarde con Salvador Allende. Concierto benéfico de amigos de Chile fue, tal vez, la última ocasión en que Bob Dylan tomó partido. Políticamente hablando, claro, y por la izquierda.

En aquel año, Dylan vivía sus particulares días sin huella, como los calificó el crítico Paul Williams. Separado de Sara Lowndes —tardarían todavía algún tiempo en formalizar su divorcio—, el 14 de febrero había rematado la gira que, acompañado por The Band, testimonia el volcánico doble elepé Before the Flood. Entre ese momento y las sesiones de septiembre en que iniciaría Blood on the Tracks, se borró del mapa. La única pista registrada de aquellos meses fue, precisamente, la de su participación en An Evening with Salvador Allende. Según Williams, autor de análisis fundamentales sobre la obra del músico, «uno de los casos mejor documentados y más extremos en él de embriaguez». Según Clinton Heylin, biógrafo, «probablemente la más enloquecedora de sus numerosas apariciones como invitado». Según cierto tópico que circula entre dylanólogos y dylanitas, la peor grabación existente de Bob Dylan.

«Aunque existía una gran solidaridad, vimos que había mucha gente bebiendo detrás del escenario, con groupies, lo que era muy llamativo», relataba al periódico chileno La Nación, muchos años despúes, Joan Turner, la viuda de Víctor Jara, «porque nosotros no sabíamos de fans ni de shows. En un momento hasta me robaron la cartera. Creo que nadie de los presentes, ni siquiera nosotros, intuíamos la terrible tragedia que ocurría en Chile». Intuyeran o no lo que intuyeran, aquella tarde desfilaron por el escenario pequeño del Madison Square Garden no solo un Dylan extrañamente recuperado para la causa izquierdista, sino también sospechosos habituales —Phil Ochs, Pete Seeger; Arlo Guthrie, hijo de Woody—, actores del ala rebelde de Hollywood —Dennis Hopper recitó a Neruda y leyó el legendario último discurso de Allende—, un veterano y secundario de honor del Village —Dave Van Ronk—, cantautoras menores —Melanie— e incluso chicos de la playa: Dennis Wilson y Mike Love, de los Beach Boys, entregaron su «California Girls» en defensa de los caídos por la revolución socialista de Allende. Joan Baez y Joni Mitchell se cayeron a última hora del cartel.



De organizar musicalmente aquella peculiar colisión entre el sistema de estrellas del pop estadounidense y la canción de intervención se encargó Phil Ochs. Quería replicar el célebre Concierto por Bangladesh que en 1971 había montado George Harrison. Incluso logró la implicación de Amnistía Internacional. Y fue quien convenció a Dylan para participar, después de haberlo encontrado en la calle de Nueva York y haberle explicado lo que acontecía en Chile. Aquel Dylan aislado, narcisista, no estaba informado. Pero Ochs sí. Había visitado el país, revolucionado bajo el Gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular, y había conocido a Víctor Jara, autor de «Te recuerdo Amanda», una de esas figuras totémicas en las que teoría (musical) y práctica (política) convergían con coherencia. De hecho, llegaron a compartir escenario en un acto de reivindicación laboral de los mineros del cobre. «No te imaginas, aquí no somos nada comparado con él», contaba un impresionado Phil Ochs a su hermano, «Bob Dylan, Pete Seeger y yo somos una farsa al lado de Víctor. Él es el verdadero activista político».

Y eso que había roto con su amigo Dylan en 1965 debido a diferencias de táctica lírica. Ochs le había afeado las «derivas» de sus letras a propósito de lo que iba conociendo del disco Blonde on Blonde, que un año después iba a sacudir la música moderna con su poesía visionaria y su sonido asalvajado. En concreto, a propósito de «One of Us Must Know (Sooner or Later)». Aquel día, asegura la leyenda, Bob Dylan echó a Phil Ochs del coche en que viajaban. «Tú no eres un cantante folk. Tú eres un periodista», le espetó. Lo curioso es que ni Dylan era ya un cantante folk —por lo menos no en la acepción en que lo había sido— ni «periodista» era un insulto para Ochs. Su primer elepé se había titulado, de hecho, All the News that’s Fit to Sing [Todas las noticias que vale la pena cantar], una parodia de la cabecera del New York Times: «Todas las noticias que vale la pena imprimir» [«All the news that’s fit to print»]. Y no dudaba en presentarse como «periodista cantante». Tampoco en asegurar que «cada titular es una canción potencial». Porque de eso trataba su música y su escritura, y composiciones tan reconocidas como la antimilitarista «Ain’t no marching anymore», su particular «La mala reputación». De lo que sucedía y de un mundo colapsado. De las derrotas y las victorias de los menesterosos. De la otra historia de los Estados Unidos. No por casualidad, el FBI poseía un expediente de 450 páginas referidas a sus actividades.

En 1974 los tiempos estaban cambiando, sí. Pero en sentido contrario al que había predicho el último premio Nobel de Literatura. Ochs había conseguido que Dylan se volviera a oponer en público al Gobierno de su país. El papel de los Estados Unidos había sido central en la instauración de la dictadura de Pinochet.  Al cierre de An Evening with Salvador Allende, susurraba al oído del de Minessota —además de bebido, notablemente desafinado, incluso para sus estándares— las letras de sus propias canciones combatientes. Se preocupó de los treinta mil dólares que se recaudaron esa noche. Al día siguiente, un resacoso Bob Dylan acompañó a Joan Turner a visitar el Guernica de Picasso, entonces un refugiado más expuesto en el Moma neoyorquino. «Estamos con ustedes», se despidió de la compañera de Víctor Jara. Y las declaraciones políticas explícitas, públicas, desparecieron de su modo de operar. Phil Ochs aguantaría dos años más sobre la Tierra. Desencantado, harto, paranoico, se suicidó en abril de 1976.

El registro sonoro del concierto, incluidos beodos berridos en la coreada, palmeada «Blowin’ in the Wind», se llegó a editar como An Evening with Salvador Allende. Pero, un poco al igual que esta historia, se encuentra descatalogado.

viernes, 16 de junio de 2017

LA FAMILIA CARTER, RECOLECTANDO LA PALABRA DE UN DIOS LLAMADO ESTADOS UNIDOS

Ada del Moral 
Efe Eme, 30/05/017


Los Carter nacen de los Estados Unidos, donde fueron a mamar leche y miel los más pobres de Europa. Dueños de la voluntad de los pioneros que aún les quedaban tan cerca, dan sentido al misterio de lavar la sangre del Señor de los pecados del hombre. Estaban en todas partes, como el Tom Joad de “Las Uvas de la Ira”. Paupérrimos y hacendosos. Rígidos y tiernos, cazadores de canciones y sustancia de fotógrafos a lo Dorotea Lange. Su estirpe nace en Virginia, más abajo de la línea Mason Dixon, donde los ciudadanos son sureños por gracia divina. Si los yanquis se quedaron con el esplendor y las fábricas, el Viejo Sur Torcido guardó el honor y su cultura brillante y resentida. Nunca dejaron de beber, comer, rezar, joder y, por supuesto, cantar, mientras sus muchachos alimentan la colina de la hamburguesa.

Alvin Pleasant Carter, de Poor Valley, bien pudiera haber sido uno de ellos. En los comienzos eran él y su esposa, Sara, de soltera Dougherty. Al dúo se uniría la prima Maybelle, casada con Ezra, hermano de A.P y madre de Anita, Helen y June. Al larguilucho A.P. no se le daba bien cosechar tabaco porque las canciones le tenían poseído. Gracias a ellas conoció la gloria y la miseria del hombre abandonado. Sara, gran voz de los Carter junto a su sobrina Anita, no aguantó a un tipo tan abstracto, empleado en salvar la música de los viejos tiempos en plena Gran Depresión, más que en alimentar a su prole. Lo logró a costa de su matrimonio. Su hija Jeannette le tomó el testigo al fundar el Carter Fold donde fue a apagarse un Johnny Cash que, literalmente, se pudría sobre la silla.


Devotos del Dios que perdona a sus imperfectas criaturas de sus caídas en Satán, ya sea en forma de sexo adúltero, pastillas y vanidad o por buscar quimeras en forma de baladas, los Carter nunca dejaron morir la llama. Desde las llanuras polvorientas a los orgullosos Apalaches, A.P. mal asumió su condición de paria sentimental en favor de aquellos diamantes que picaban tanto en los dedos como las espinas del algodón Delta Pine. A Sara se le agotaron la paciencia y el amor al tiempo que le resurgía la voz, prueba de que el Altísimo aprieta pero no ahoga, y jamás envía más dolor del que podemos soportar. A.P. se hizo profeta y siervo de aquellos sonidos que le necesitaban para sobrevivir. Sara abandonó al hombre, no al compañero musical, y lo merecía; la música siguió a su lado y lo merecía también. Más allá del desamor privado, los Carter son la esencia del country que escuchamos. Tuvieron el arte de conservarlo y enriquecerlo. Sus genes e impronta dieron el empujón definitivo a una música sublime, a menudo demasiado despreciada por paleta y rústica.

Jimmy Rodgers representa a la otra rama, la pecadora convencida. El yodell, ese aullido tirolés, suena demasiado a “pequeña muerte”, diría un francés libertino y sifilítico en algún burdel de Luisiana. Aún así, los reversos de la moneda se unieron en una grabación, con Jimmy tirado sobre un camastro y sin dejar de beber. Ah, inescrutables caminos del Señor. Los Carter, verdaderos warriors prayers, los asumen desde siempre. En tiempos de los romanos hubieran acabado devorados por leones, en el siglo XX abrazaron la música para difundir la fe y la gloria de antiguas canciones, que viene a ser lo mismo. Encarnan ‘Wilwood Flower’, ‘Carrry me back to the old Virginia’, ‘Can the circle be unbroken’ y un corolario de canciones de comunión con el prójimo y el más allá, sobre la profunda soledad, amistosas fiestas campestres, la conquista de la tierra baldía o frágiles cabañas azotadas por el viento. Nos enseñaron que el Río Jordán puede ser cualquiera donde librarse del pasado, que los trabajadores que cantan ‘The Great Speckled bird’ durante las misas de domingo mueven montañas y que nunca debemos romper el círculo protector de los afectos ni la creencia en una esencia superior pues la incomunicación y el vacío no forman parte de la naturaleza humana. Los Carter de la primera generación fusionaron bluegrass, country y gospel sureño aderezado con el color del afromericano, colaborador y amigo Lesley “Esley” Riddle, capaz de memorizar canciones a la primera e inválido hasta que A.P. pudo conseguirle una pata ortopédica. Su don y la amistad surgida entre ellos logró difuminar, durante la interminable segregación, las fronteras entre blancos y negros. Este mestizaje secreto hizo grande a los Carter, junto a la portentosa voz de Sara, el autoarpa —una suerte de cítara con rasgos de instrumento celestial y la caja de resonancia de una guitarra española—, el banjo y el punteo único de Maybelle.


Su sonido final, primitivo, evocador, agrestemente sacro nos conduce a los cimientos de una nación mestiza, hija del hambre, la avidez de oro y cobre, de la esclavitud y su rechazo, capaz de aglutinar su historia a través de la música y hacer de su conservación una cruzada aderezada por sus líos y los de sus adyacentes, desde el eterno amor fou de un Cash en el purgatorio anfetamínico al divorcio de Marty Stuart o la humillación a Carl Smith, el caballero country del tupé blanco que se quedó compuesto y sin June, redentora del Man in black, la más linda, graciosa y dueña de la peor voz de las tres Carter de la segunda generación, ya criadas en el Grand Ole Opry de Nashville y despedidas en el Carter Fold con un coro de mandolinas, autoarpas y acordeones para celebrar su integración entre los vagabundos, plantadores, esclavos, carpinteros, fabuladores, fuera de la ley, carpetbaggers, pioneros, indios en plena senda de las lágrimas, campesinos y señores, bandoleros, predicadores y muchachas viudas del cancionero salvado para siempre por los Carter, fieles a sus gentes y paisajes, ya fuera el escurridizo Mr Peer, su descubridor, o un viejo manzano solitario, pero sobre todo, leales a su propio espíritu indomable.

A tenor de su historia, la editorial Impedimenta acaba de publicar “La familia Carter” una excelente novela gráfica obra de Frank M. Young y David Lasky que retrata el nacimiento y consolidación de la aristocracia de la música popular americana.

martes, 13 de junio de 2017

JOHN COLTRANE: EL SAXOFONISTA QUE BUSCABA LA VERDAD

Rafael Narbona
RDL, 15/04/2016


Coleman Hawkins transformó el saxofón en un instrumento solista, asumiendo el desafío de componer e interpretar una pieza sin ningún acompañamiento. Necesitó doce horas de ensayo para grabar la versión definitiva de Picasso, una obra donde el saxo tenor divagaba algo más de cuatro minutos, con una inspiración y unos matices inauditos. John Coltrane fue más lejos y se atrevió a realizar solos de media hora. Después de escuchar el saxo de Hawkins y Coltrane, se disipa cualquier duda sobre la importancia de un instrumento que en sus orígenes desempeñaba un modesto papel en el vodevil o en bandas militares como sustituto del trombón.

Apodado «Trane», John Coltrane nació en Hamlet (Carolina del Norte) el 23 de septiembre de 1923. Nieto de sacerdotes metodistas, se familiarizó muy pronto con la música y los himnos religiosos. Su padre era sastre y, en su tiempo libre, tocaba diferentes instrumentos de cuerda. Su madre había realizado estudios superiores. Cantaba y tocaba el piano, pero una viudez prematura no le dejó otra alternativa que trabajar como criada. Después de servir en la Marina, el joven Coltrane se unió como saxo tenor a la big band de Dizzy Gillespie en 1949. Algo más tarde tocaría con Johnny Hodges y en 1955 lo contrataría Miles Davis para componer un famoso quinteto, que marcaría un hito en la historia del jazz.

Coltrane empieza a desarrollar su personalidad musical en esa formación legendaria. Participa en la grabación de Kind of Blue (1959), un milagro irrepetible que se grabó en condiciones deliberadamente atípicas. Miles Davis dejó casi todo en manos de la improvisación. Los músicos llegaron al estudio con simples bocetos de líneas de escalas y melodías. El pianista Bill Evans ha reconocido que acudieron bastante desorientados, confiando en el genio de Davis, que había ideado el original procedimiento. Comenzaron a tocar, sin otra guía que su propia intuición. Los resultados fueron espectaculares. No es cierto que Kind of Blue se grabara en una única toma. En realidad, sólo se aceptó como versión definitiva la primera interpretación de «Flamenco Sketches». No es poco.

En 1957, John Coltrane se incorpora al cuarteto de Thelonious Monk, donde prosigue su evolución hacia un estilo propio y definido, basado en armonías experimentales. En 1960 crea su propio cuarteto, por el que desfilan varios músicos, hasta estabilizarse con el pianista McCoy Tyner, el bajista Steve Kuhn y el batería Elvin Jones. Por fin graba su primer disco como líder solista: My Favorite Things (1960). La obra marca el comienzo de una relación fructífera con el sello Atlantic. El tema que da nombre al álbum es una canción popular alterada por un fraseo que intercala diferentes exposiciones de una melodía. A partir de un material sencillo y pegadizo, Coltrane logra ejecutar un tema de largo recorrido. Es su segundo éxito individual. El primero fue desengancharse de la heroína. Miles Davis lo había despedido, acusándolo de borracho, yonqui y sablista. Sus adicciones no se habían inmiscuido en la calidad de su trabajo musical, pero le habían restado credibilidad personal. Avergonzado, Coltrane se encerró en una habitación en la casa de su tía y superó el síndrome de abstinencia sin ninguna clase de ayuda médica o psicológica. Posteriormente evocaría esa vivencia en términos religiosos y morales: «Durante el año 1957 experimenté, por la gracia de Dios, un despertar espiritual que me condujo a una vida más rica, plena y productiva».



Sin el lastre del alcohol y la heroína, publica Blue Train (1957) y Giant Steps (1959), dos trabajos que enseguida adquirieron el reconocimiento de la crítica especializada. La secuencia armónica del tema «Giant Steps» refleja una enorme plasticidad, donde confluyen la intuición, el ingenio y el virtuosismo. El saxo tenor muestra toda su expresividad, describiendo insólitas piruetas y temerarias improvisaciones. El álbum Giant Steps contiene toda la grandeza del hard bop: influencia del blues, el góspel, improvisaciones, progresiones complejas, movimientos abruptos. Por otro lado, Blue Train es el primer álbum de solos de Coltrane, que escogió cuidadosamente los músicos (un sexteto) y compuso todos los temas, salvo uno («I’m Old Fashioned»), demostrando una enorme fluidez para moverse entre el blues y el hard bop. El blues era un estilo que le resultaba muy cercano, pues había pasado sus primeros años de carrera profesional en modestas bandas de rhythm and blues. El hard bop era su apuesta por el futuro del jazz, cada vez más libre y menos sujeto a cánones y convencionalismos. Blue Train es uno de los discos más representativos de esta corriente del jazz, que incluye una posición política de ruptura con el swing, un estilo conformista donde no se aprecia el sufrimiento de la población afroamericana. Conviene recordar que, en los años sesenta, la segregación racial era un muro casi infranqueable en Estados Unidos. En sus orígenes, el hard bop sólo encontró acomodo en locales nocturnos alejados de los grandes circuitos comerciales.

Desde su posición como líder de un prestigioso cuarteto, Coltrane trabajó para acentuar el protagonismo del saxo tenor. Cada vez más imaginativo y con una mayor soltura técnica, improvisa sobre secuencias de acordes prefijados. Su forma de tocar es una manera de tantear las posibilidades de su instrumento, estableciendo un diálogo entre la improvisación y la estructura que bordea la autodestrucción. Coltrane no piensa en términos de corcheas, sino que se plantea cómo encajar las notas en un compás antes de que comience el siguiente. En cierto sentido, recuerda a Charlie Parker, que en el famoso cuento de Julio Cortázar («El perseguidor») exclama: «Eso ya lo toqué mañana». Al igual que «Bird», Coltrane se debate con los límites del lenguaje musical y conceptual. Lo imposible sólo es una barrera lógica y el arte nace de un impulso irracional. El arte nunca es conformista y el artista siempre buscará el más allá en el dominio de la creación y la expresión.

A Love Supreme (1964), una suite dividida en cuatros partes, es un testimonio de la fe de Coltrane y de su potencial creativo, ya en la onda del free jazz y el jazz modal. Algunos la consideran su obra maestra. Es un álbum que recuerda a De Profundis de Oscar Wilde y que refleja una evolución cada vez más acusada hacia una música nada excluyente, donde se aceptan influencias de todos los estilos. A lo largo de su carrera, Coltrane recogió aspectos del flamenco («Olé Coltrane»), los ritmos africanos («Dahomey Dance») y la música india («Aisha»). Algunos consideraron que en sus últimos años (hizo su primera gira por Europa en 1961) se excedía en su afán innovador, desfigurando la música hasta convertirla en un caos ininteligible. Sin embargo, la perspectiva del tiempo impide sostener esta valoración. Coltrane es una de las figuras más brillantes del jazz, una música que nunca cesa de reinventarse, rehuyendo cualquier forma de estancamiento.


Coltrane nunca permaneció al margen de los acontecimientos. Tal vez su inconformismo tiene raíces genéticas. Los esclavos que se vendieron en Carolina del Norte procedían de Virginia y casi todos habían pasado por las manos de propietarios que se habían desembarazado de ellos por su carácter rebelde y conflictivo. El crítico Frank Kofsky entrevistó a Coltrane y le preguntó qué opinaba sobre Malcolm X: «Lo he escuchado hablar en público –contestó el saxofonista–. Y me impresionó mucho». En la misma entrevista, Coltrane se opuso a la guerra de Vietnam y atribuyó a la música una dimensión moral: «Para mí, la música es una expresión de ideales elevados. Entre esos ideales se encuentra la fraternidad. Si existiera fraternidad entre los hombres, no habría pobreza ni guerra».

El 17 de julio de 1967 se produjo el esperado desenlace de un cáncer de hígado que precipitó un deterioro visible en algunas de sus últimas fotografías. Murió en el Huntington Hospital de Long Island (Nueva York). Sólo tenía cuarenta y un años y se despidió del mundo sin poder realizar su sueño de visitar África, la nueva Jerusalén de los afroamericanos. Coltrane fue un innovador, con un gran sentido del riesgo, pero sus investigaciones nunca lo alejaron del sentido primordial de la música como lenguaje universal: «No es necesario que se entienda, la reacción emocional es lo único que importa». La música nunca dejará de evolucionar, pues no es un lenguaje estático, sino algo profundamente dinámico, que no conoce límites: «Siempre hay que imaginar nuevos sonidos, nuevos sentimientos que transmitir. Y siempre está la necesidad de mantener lo más refinados posible esos sentimientos y sonidos, de manera que podamos ver realmente lo que hemos descubierto en su estado puro, ver lo que realmente somos y poder transmitirlo».

Coltrane habría repudiado un análisis estrictamente formal de su legado: «Mi música es la expresión espiritual de lo que soy, mi fe, mi conocimiento, mi ser. Creo que la mayoría de los músicos están interesados en la verdad». Se ha especulado que intuía la proximidad de la muerte y que ese presentimiento lo empujó hacia posturas cada vez más arriesgadas en lo formal y más consistentes en el terreno moral y político. Es imposible saberlo, pero declaró que pretendía ser recordado como «una fuerza del bien». Indudablemente lo consiguió. Escuchar su música nos ayuda a recordar que el ser humano a veces se rompe por dentro para alumbrar belleza y hacernos temblar como un niño que contempla por primera vez el brillo de un saxofón en la oscuridad.