miércoles, 29 de septiembre de 2021

LOS RETROS: PSICODELIA Y HERENCIA LATINA DESDE CALIFORNIA

Juampa Barbero

Indie Hoy, 11/02/2021

Mauri Tapia hace canciones desde su habitación. Su más reciente EP se titula Everlasting y fue editado por Stones Throw Records.


Los Retros es el proyecto solista de Mauri Tapia, un joven mexicano-estadounidense radicado en Oxnard (California) que hace música desde su cuarto. Absorbió de su herencia latina la influencia para sus primeras composiciones; haber crecido con la música que escuchaban sus padres fue fundamental para su formación. Bandas como Los Freddy’s o Los Ángeles Negros le sirvieron de guía para moldear su impronta que asimismo breva del pop y el soft rock de los años 70 y 80. De ahí el nombre de su proyecto, como una especie de homenaje a la música de las generaciones antecesoras, y a la vez, a su sangre y a sus raíces.

Pero el sonido de Los Retros no suena para nada como algo anclado al pasado, sino como una mezcolanza de elementos que Tapia supo recrear a modo de collage: exterioriza todo lo que lo marcó de pequeño en un experimento sólido y locuaz. Los discos de rap con los que pasaba horas sentado junto a su hermano también fueron indispensables para su autoría, debido a la exploración de los sampleos y la reconfiguración sonora típica del género. 

"Someone to Spend Time With" fue su primer single, que desde su aparición en 2019 hasta hoy cuenta con más de 20 millones de reproducciones. En YouTube se puede encontrar un video de una de sus presentaciones en vivo en la cual interpreta este tema acompañado por Cuco, quien se encargó de llevarlo de gira con él por la Costa Oeste. Meses después publicó Retrospect (2019), un EP conformado por seis canciones íntimas y atmosféricas que oscilan entre el R&B y el rock psicodélico, con reflexiones sobre la vida y el amor en un viaje emocionante. 

A mediados del año pasado, Los Retros compartió Everlating, su segundo EP a través del sello Stones Throw Records. A lo largo de sus cinco tracks, el artista se pasea por un amplio abanico de géneros que van del soul y el funk a la psicodelia, siempre empapado por una corriente vintage. Como respuesta a la desdicha global ocasionada por la pandemia, Tapia le canta a la espiritualidad y al positivismo con una calidez profunda y reconfortante. La cuarta canción, “New Humanity”, alude a buscar la sabiduría y la paz interior como el sendero de salvación frente a las adversidades.

Para enaltecer la salida del EP, Los Retros compartió un video de la canción más celebrada, “Sweet Honey”. Dirigido por Bobby Astro, el clip hace eco del efecto nostálgico del proyecto con una estética Súper 8 y muestra al artista de Oxnard subiéndose a techos, tocando la batería en un cerro y paseándose libremente por escenarios naturales.

martes, 28 de septiembre de 2021

AUGE Y DERRIBO DE CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL

Fernando Navarro

El País, 18 sep 2021 - 03:30 UTC

Las memorias de John Fogerty recuerdan el descenso a los infiernos de una banda que, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de EE UU a The Beatles.


Nunca un rayo de luz tan reluciente acabó convertido tan rápido en trágica tormenta. La historia de Creedence Clearwater Revival es uno los casos más asombrosos de auge y derribo de una banda exitosa, que redefinió como pocas la música norteamericana. Un grupo esencial e irrepetible, cuyo periplo vuelve a ser recuperado ahora con la publicación en castellano de Fortunate Son, las memorias de John Fogerty, líder de la banda y uno de los músicos más importantes del rock estadounidense.

Fogerty tituló su autobiografía como una de sus canciones más célebres, pero este hijo afortunado bien podría haber elegido otro de sus éxitos: Commotion. Porque la lectura de sus memorias causa verdadera conmoción: es un relato repleto de reproches y puñales dentro de una formación que en 1969, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de Estados Unidos a The Beatles. Estaban The Beach Boys y otro puñado de bandas excelentes —nadie hizo caso a The Velvet Underground—, pero la Creedence, con su mezcla de raíces entre rock sureño, rhythm and blues y swamp, marcaron un sonido pletórico y genuinamente yanqui, a contracorriente de la psicodelia y el blues-rock de la época. Y consiguieron todo un hito: registraron seis álbumes repletos de himnos en el breve periodo entre el verano de 1968 y las Navidades de 1970.

En su autobiografía, Fogerty da algunas claves de cómo la Creedence llegó hasta el corazón mismo del alma norteamericana. Durante varias páginas se muestra como un artesano de canciones, con amor incondicional al sonido analógico —”cuando tenías que averiguar todo por ti mismo”— y al legado de los pioneros del country, el rhythm and blues y el rock’n’roll. También por amor al trabajo… y sin drogas. “Lo que más me ofendía era ir colocados, eso me diferenciaba de los grupos de San Francisco… ¿Timothy Leary? Un gilipollas. Un bufón”, cuenta. Se detiene en Jimmy Reed, Freddie King, Hank Williams, Elvis Presley, Bo Diddley, Little Richard o Howlin’ Wolf, pero destaca su devoción por Booker T. & the M.G.’s, quintaesencia del soul de Stax, “el grupo de rock’n’roll más grande de todos los tiempos”, cuyo shuffle, ese “ritmo de arena y vaselina”, siempre le obsesionó. Según él, la Creedence fue una banda que se acercaba al shuffle, propio de sonidos afroamericanos, pero no lo alcanzaba.

Curioso: la banda de El Cerrito, una pequeña ciudad del norte de California, era una maquinaria perfecta de ritmo y riffs poderosos, pero el perfeccionismo y la búsqueda de la excelencia de Fogerty, cantante, guitarrista y compositor del grupo, le pedía perseguir más. Todo eso se transmite en Fortunate Son y es cuando se pone a hablar de la conjunción de la banda en sus comienzos cuando empieza a descargar contra todos. Conviene sujetarse a la silla con la lectura: el líder del grupo vacía el cargador. “Cuanto más éxito tenía la Creedence, más se quejaban mis compañeros”, escribe. “Lo peor que le ocurrió a mi banda fueron The Beatles, porque pensaron que podían ser como ellos”, añade.

Si la cumbre que alcanzó la Creedence no hubiese sido tan alta y el tiempo en conseguirlo tan rápido, quizá su estrepitosa caída no hubiese sido tan sonora. Sin embargo, a decir verdad, todavía hoy puede estudiarse como todo aquello que no debe suceder en una banda. Para 1972, el grupo ya no existía y lo peor es que su final fue el comienzo de una película de terror. El dueño del sello discográfico Fantasy, Saul Zaentz, les había engañado con contratos esclavistas y se quedó con todos los derechos de las canciones. Incluso estaban obligados a seguir componiendo para él una vez disueltos. Empezó el calvario. Aparte de portavoces musicales, la contracultura trajo también un nido de vampiros comerciales en forma de managers y representantes discográficos. Sucedió también con Bob Dylan y con The Rolling Stones, pero la Creedence se llevó al más correoso con Zaentz, un tipo que consiguió destrozar aún más al grupo, incluso una vez acabado.

Durante años, Fogerty estuvo arruinado, se consumía sin tocar sus propias canciones —”decidí cortarme las piernas”— para que no le generase royalties a su enemigo, tiraba “alcoholizado”, “furioso” y “depresivo” grabando discos en solitario que eran una “atrocidad” y fantaseaba con “reventar con un bate de béisbol” los discos de oro del grupo. Enfrentado con el resto de miembros, incluido su hermano Tom, que querían ser “galanes de Hollywood” antes que músicos, Fogerty añadió más rabia en su vida en su lucha contra sus excompañeros, que pactaron vender canciones a anuncios televisivos sin su permiso y decidieron aliarse con Zaentz para que Fogerty cediera y pudieran ver algo de dinero del glorioso legado sonoro de la banda. “No éramos IBM: éramos cuatro tíos que habíamos hecho un pacto”, confiesa. Cuando la Creedence entró en 1993 en el Salón de la Fama del Rock, no tocaron juntos: Fogerty lo hizo con Bruce Springsteen y Robbie Robertson.

El litigio duró décadas hasta la muerte de Zaentz, quien también llevó a juicio a Fogerty por plagio. Argumentaba que algunos temas en solitario se parecían mucho a los de la banda. Y, con todo, el tormento no acabó ahí. Todavía sigue. Muerto el hermano de Fogerty, Doug Clifford y Stu Cook decidieron crear Creedence Clearwater Revisited, una banda que, a día de hoy, sigue activa y toca las canciones compuestas por el miembro que repudian. Una especie de broma de mal gusto, partiendo de que John Fogerty se encargaba de todo en la Creedence y que a él pertenece un cancionero imbatible que, décadas después y con los demonios exorcizados, ha recuperado en sus conciertos. Lo hizo en los noventa después de varios viajes a Misisipi, cuna del blues. Reconectó con Robert Johnson o Charlie Patton, al que pagó una lápida, y decidió dejar atrás todo su tortuoso pasado. Incluso hoy en día bromea con un posible reencuentro con Doug y Stu. Dejó atrás lo malo hasta que, eso sí, se puso a escribir estas memorias, un ajuste de cuentas en toda regla, pero también una guía práctica para conocer con detalle que, incluso en las mayores glorias, el negocio de la música puede destapar comportamientos despiadados.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

DUST BOWL BLUES

Por Sorrow

¿Qué fue el “Dust Bowl”?

Se llamó “Dust Bowl” (literalmente “cuenco de polvo” en inglés) a una prolongada sequía que desertificó el sur de las grandes praderas de EEUU durante los años de la Gran Depresión. Por extensión se llamó también Dust Bowl a la zona afectada, principalmente Kansas, Colorado, Texas, pero, sobre todo, Oklahoma. Dentro de Oklahoma, la zona que más sufrió fue la conocida popularmente como el “Panhandle” (o “mango de sartén”, por tener dicha forma.) Esta zona, especialmente el Cimarron County con Boise City como población más importante, se la llegó a conocer como “no man’s land (tierra de nadie).”



Entre las causas de uno de los mayores desastres ecológicos sufrido por EEUU se mezclan factores climáticos, por definición  inevitables, con factores humanos, que sí se pudieron evitar. Para empezar, la zona sur de las grandes praderas es una zona semiárida que está a las puertas de ese gran desierto montañoso que es Nuevo México (lo que se denomina “tierra marginal”) y había sido la zona de pasto del búfalo y de asentamiento de las tribus indígenas que vivían de la caza de este animal (Sioux, Cheyenne, Black Feet, Kiowa, etc.) Con la emigración de colonos blancos hacia el oeste los nativos americanos fueron expulsados y la tierra fue comprada por especuladores que la vendieron a granjeros asegurándoles que era una tierra muy fértil. Y lo era siempre y cuando hubiera suficiente agua.

Durante los años de la Gran Guerra los granjeros que adquirían tierra en las grandes praderas norteamericanas la destinaban a producir trigo a mansalva ya que había gran demanda para alimentar a las tropas y para venderlo a las potencias europeas en liza, con lo cual era un negocio rentable. Pero al acabar la guerra el precio bajó y los granjeros tuvieron que producir más para obtener el mismo beneficio, con lo cual la tierra se vio sobreexplotada. Además, los métodos que usaban los granjeros que venían de zonas más lluviosas como los Apalaches, contribuían a esa sobreexplotación ya que se dedicaron a quitar el pasto autóctono, a veces quemándolo, con lo que se eliminaba la fina capa de nutrientes que poseía la tierra de las praderas norteamericanas. No obstante, de 1924 a 1931 la lluvia fue abundante y las cosechas fueron buenas.

Pero a partir del año 31 las lluvias empezaron a escasear. Los expertos de diversas universidades, que habían dicho que la lluvia no cesaría para así incentivar el cultivo de trigo, se equivocaron. Tenían que haber escuchado a los más ancianos del lugar, viejos cow-boys que recorrían con sus reses las praderas por las que antaño pastaba el búfalo; ellos sabían que en la zona a un periodo húmedo le seguía un periodo seco porque ya habían vivido una prolongada sequía en los años 90 del siglo XIX. Hoy día sabemos que el clima de esa zona de EEUU está bajo la influencia de un fenómeno meteorológico llamado ENSO (El Niño - Southern Oscilation), por el cual, cuando predominan las corrientes frías en Océano Pacífico (o sea, la corriente cálida de El Niño se debilita), al haber menos evaporación de agua, no se forman nubes (a lo sumo nieblas sobre la superficie del mar) y puede dar pie a un largo periodo de sequía. A la sequía se le unió una plaga de conejos que, muertos de hambre, se lanzaron a comer lo poco verde que había sobre la tierra y a los que hubo que eliminar a garrotazo limpio, lo que generó escenas dantescas. Posteriormente hubo otra plaga de saltamontes que, como apenas encontraron cosechas que comer, roían los mangos de madera de los aperos de labranza. Era como una sucesión de plagas bíblicas y, de hecho, muchos predicadores aprovecharon la coyuntura para amedrentar a los granjeros, que era gente de por sí muy religiosa, diciéndoles que era todo por culpa de sus pecados.

 

Niños yendo a la escuela con mascarillas y gafas en el área del Dust Bowl.

Así las cosas, la sequía hizo que el viento (esa área es una zona plana por donde se pasean los tornados) erosionara la tierra yerta y levantara grandes tormentas, primero de arena, y después de polvo. Estas últimas, las “dust blizzards”, fueron las más dañinas porque sepultaban pueblos enteros, mataban el ganado y mataban incluso a la gente, produciendo una letal epidemia de neumonía. Tal era la cantidad de polvo que se levantaba que la gente no podía circular por las calles sin mascarilla y gafas protectoras e incluso tenían que agarrarse a una cuerda para no perderse porque la visibilidad era nula. El polvo y la arena se metían en las casas, en la comida y en la bebida. Y lo peor de todo era la sensación de que el resto del país les había dado la espalda. Pero las tormentas de polvo del año 34 tuvieron tal magnitud que la ciudad de Nueva York, a más de 3000 kilómetros de distancia tuvo que encender las luces a medio día para que la gente pudiera ver algo por la calle. El polvo del Dust Bowl incluso se depositó en el despacho del presidente Roosevelt en Washington DC, quien se dio cuenta de que la catástrofe ecológica no era cosa de un puñado de estados en el centro del país sino que afectaba a la nación entera.

 

Marineros de Nueva York viendo cómo llega la nube de polvo desde el centro de EEUU.

Roosevelt, que ya había destinado fondos y comida para los granjeros arruinados como parte del New Deal, se dio cuenta de que el problema del Dust Bowl debía solucionarse de raíz y buscó la ayuda de un ingeniero agrónomo experto. La tarea no fue fácil y no pocos expertos le sugirieron evacuar a la población del área afectada y dejarla deshabitada pero al final apareció el tipo idóneo: Howard Finnell, un especialista en erosión del suelo nacido en Mississippi. Finnell, que se convirtió en una pieza clave del Soil Conservation Service de Roosevelt, después de inspeccionar el terreno dañado, sugirió cambiar drásticamente la manera de cultivar la tierra. En primer lugar, mandó recuperar los pastos nativos en las zonas más cercanas al desierto, para retener el avance de éste. Esta tierra fue comprada o directamente expropiada por el estado federal, que la mantuvo de su propiedad. Luego mandó mejorar las técnicas de cultivo para no acabar con los nutrientes de la tierra. Además, promovió la construcción de presas, como la del río Rita Blanca, para tener agua con la cual regar en caso de sequía. A todo aquel que seguía estas indicaciones el estado le concedía subvenciones pero al que se negaba no se le daba absolutamente nada. Todas las obras públicas (que también incluían la construcción de escuelas y hospitales) fueron llevadas a cabo por la Works Progress Agency, una agencia estatal que contrataba a los parados de la zona y que se convertiría en el mayor empleador del país. E incluso se llegó a imponer la ley marcial para que se llevaran a efecto todas estas medidas. Y así fue cómo la población del Dust Bowl, tremendamente conservadora, individualista y seguidora del liberalismo a ultranza del Partido Republicano, fue cambiando sus simpatías y sus votos hacia el Partido Demócrata de Roosevelt y su política socialdemócrata (“socialista”, según las clases altas.)

Imagen del Black Sunday en Texas.

Sin embargo, las medidas tardaron en surtir su efecto y hacia el año 35 la sequía y las tormentas de polvo se intensificaron. La peor tormenta de polvo de todas tuvo lugar el domingo 14 de abril de 1935 y fue captada por Robert Geiger, un fotógrafo de Associated Press que estaba haciendo un reportaje en Boise City, Oklahoma, en el corazón del Cuenco de Polvo. La nube negra de polvo fue tan densa y gigantesca que de pronto se hizo de noche y Geiger se tuvo que refugiar en casa de un granjero, de lo contrario quizá no lo habría contado. Fue, de hecho, Geiger quien inventó la expresión Dust Bowl. La tormenta se fue desplazando hacia el sur, engullendo pueblos, incluido Pampa, en Texas, donde un joven Woody Guthrie, quien luego sería el cronista musical del Dust Bowl, la presenció en su terrible apogeo. A ese domingo se le llamó Black Sunday. Pero quien mejor captó el drama del Cuenco de Polvo fue Arthur Rothstein, un joven fotógrafo judío de Nueva York, que fue enviado por el gobierno federal a hacer un documental fotográfico para sensibilizar al resto del país sobre esta tragedia. Rothstein tomó las fotos más emblemáticas de la sequía en las grandes praderas norteamericanas, en especial una hecha en el Cimarron County, en la que un padre y dos niños mal vestidos se disponen a refugiarse de una tormenta de polvo en su casa, una paupérrima choza semienterrada en la arena de lo que parece el desierto del Sahara. La foto llegó a las cuatro esquinas del país haciendo visible la catástrofe.

 

La más emblemática foto del Dust Bowl, tomada por Arthur Rothstein.

Solo a partir de 1938 volvió poco a poco la lluvia cuya humedad fue retenida por el pasto sembrado a propuesta de Howard Finnell y el Soil Erosion Service. El 11 de julio de ese año Roosevelt dio un mitin en Amarillo, Texas, la población más importante del Texas Panhandle, y durante ese acto empezó a caer la lluvia. Fue un acto propagandístico redondo para Roosevelt y su New Deal. Ello le supuso una gran cantidad de votos en una zona que tradicionalmente era republicana a ultranza. Pero ante todo demostró de manera palpable que Finnell estaba en lo cierto. Posteriormente, en los años 50, hubo un ciclo seco de tres años en la zona pero ya sin efectos devastadores sobre cultivos y personas. Además se introdujo un sistema que regaba con agua del acuífero de Ogalalla, una gran reserva de agua subterránea procedente de la fusión de los hielos de la última glaciación con que paliar los efectos de las sequías cíclicas.


El gran éxodo “okie”

Los efectos del fenómeno meteorológico antes descrito sobre los habitantes del sur de las grandes praderas de EEUU fueron catastróficos. Las políticas ultraliberales del republicano Hoover, predecesor de Roosevelt, fueron nefastas no solo porque la especulación sobre la tierra y la búsqueda del beneficio a corto plazo y a cualquier precio resultaran como hemos visto desastrosas sino también porque fue el responsable del crack bursátil del 29. La caída de la bolsa se unió a la sequía e hizo que los granjeros no pudieran pagar las hipotecas de sus granjas y lo perdieran todo, dando lugar a una gran crisis hipotecaria sin precedentes. Así, muchos granjeros arruinados se convirtieron en “hobos” (mendigos itinerantes) o, peor aún, se ahorcaban en su granja (a veces aparecían muertas familias enteras) antes de que viniera la autoridad a desalojarles por la fuerza. La situación de penuria masiva generó un éxodo desde la zona del Dust Bowl a zonas más prósperas del país, especialmente al Golden State, California. 

Este éxodo la mayoría de las veces fue dramático. Los habitantes de esta zona deprimida, que pasaron a ser llamados despectivamente “okies” por ser la mayoría de ellos de Oklahoma, cargaban sus pertenencias y a sus familias en sus destartalados automóviles (“jalopies”) y se lanzaban hacia el oeste por la “Mother Road”, la histórica Ruta 66, esa emblemática carretera para la cultura rock gracias al tema de Bobby Troup luego versionado por Chuck Berry y los Rolling Stones. Algunos emigrados del Dust Bowl incluso llegaban a California a pie y entonces eran detenidos y encarcelados porque se les consideraba “vagrants” (vagabundos) y en el Estado Dorado había duras leyes contra la mendicidad. Y los que conseguían pasar el puesto fronterizo de Needles a orillas del río Colorado se sentían decepcionados ya que lo primero que veían era el desierto de Mojave, aún más árido que su Oklahoma natal. Sin embargo, según pasaban la primera barrera orográfica llegaban al Valle Central de California, un sitio fértil lleno de campos de frutales donde los “okies” buscaron trabajo para sobrevivir. Allí tuvieron que levantar chozas hasta que alguien les daba empleo como braceros. A esos asentamientos de chabolas sin agua potable y en condiciones infrahumanas se les llamó shantytowns o Hoovervilles (en honor al presidente que había hecho saltar por los aires la economía del país.) Los que conseguían llegar a grandes ciudades como Los Angeles o San Francisco, a menudo pernoctaban en bancos de algún parque público.

Una de esas personas refugiadas del Dust Bowl que al principio dormía al raso en LA era Sanora Babb. Babb había nacido en el condado de Osage, Oklahoma, y al llegar a la ciudad más poblada de California tuvo que dormir en Lafayette Park hasta que tuvo la suerte de encontrar un empleo como secretaria en la Warner Bros. Con el tiempo llegó a ser guionista de radio e incluso trabajar para la Farming Security Agency, una agencia gubernamental del New Deal para la que hizo una serie de informes denunciando las condiciones en las que trabajaban y vivían los “okies.” Lo que vio le hizo afiliarse al Partido Comunista y hacerse afín al círculo intelectual de John Reed. Babb, quiso usar sus notas de campo sobre las pésimas condiciones de los refugiados del Dust Bowl para escribir una gran novela de denuncia social pero cuando las notas estaban aún siendo leídas por un editor de Los Angeles salíó a la luz Las uvas de la ira de John Steinbeck (dicen las malas lenguas que el editor, de Random House para más señas, le pasó a Steinbeck las notas de Sanora Babb en las que parcialmente se basó para escribir su mejor obra.) Random House pensó que con una novela sobre refugiados del Dust Bowl ya era bastante y el libro de Babb (de título Cuyos nombres son desconocidos) tuvo que esperar hasta el año 2004 para ser publicado. Se casó con el director de fotografía de Hollywood James Wong Howe, de origen chino, no sin antes batallar para que se derogara la ley antimestizaje de California que prohibía los matrimonios interraciales. Además fue investigada por el Comité de Actividades Antiamericanas y puesta en su lista negra por subversiva, por lo que tuvo que huir a México.

Pero no cabe duda que el documento más conocido sobre el éxodo “okie” a California fue Las uvas de la ira de John Steinbeck, además de la excelente versión cinematográfica de John Ford. En él se cuenta las calamidades por las que tienen que pasar la familia de Tom Joad, un “okie” arruinado por el Dust Bowl, que en la película de Ford es interpretado magistralmente por Henry Fonda. A pesar de algunas diferencias entre el libro y la película, ambos denuncian lo mismo, a saber, que los refugiados del Dust Bowl no eran queridos en la próspera California y eran tratados como los extranjeros pobres que cruzan a nado la frontera del Río Grande. De hecho, en la miniserie documental producida por la PBS (la TV pública de EEUU) The Dust Bowl (2012) dirigida por Ken Burns una de las entrevistadas, una anciana “okie”, explica cómo el término “okie” era usado de manera despectiva en California, tan despectivo como el apelativo “nigger” para los afroamericanos, cómo se burlaban del “gracioso” acento de Oklahoma y cómo en los cines y teatros se separaban a “okies” y “niggers” de la gente “normal.” (Como se puede ver aquí, la discriminación tiene en realidad más que ver con el status socioeconómico, con la clase social, que con el color de la piel.) Todo esto hizo que los religiosos, conservadores e individualistas “okies” se radicalizaran y nutrieran las filas de partidos de izquierda y sindicatos y participaran activamente en piquetes y huelgas.

Cartel sugiriendo a los “okies” que llegan a California que se vayan por donde han venido.

Finalmente, también podemos encontrar referencias a los “okies” en obras literarias posteriores a la Gran Depresión. Así, en On the Road (1957) de Jack Kerouac, el autoestopista protagonista del libro, en realidad Kerouac mismo, cita con cariño a los “okies” de California, siempre dispuestos a dar comida y alojamiento al viajero sin recursos. Qué lejos quedaba ya para los “okies” el individualismo de los años 20.


Woody Guthrie y su folk “rojo”

Woodrow Wilson Guthrie (llamado así en honor al presidente Wilson) nació en Okemah, un pueblo pequeño del centro de Oklahoma. Su familia, que era muy tradicionalista y conservadora (su padre llegó a pertenecer al KKK), se vio pronto acuciada por las deudas y por la desgracia: su madre tuvo que ser internada muy joven en un hospital psiquiátrico por lo que creían en la época que era demencia. El caso es que su padre tuvo que emigrar a Texas para despistar a sus acreedores y Woody se quedó mendigando por Oklahoma, trabajando esporádicamente para poder comer. Pronto desarrolló su gusto por la música tradicional y se dedicó a aprender canciones que habían llevado los colonos británicos a EEUU. Por otra parte recibió el influjo del blues y la música afroamericana a través de su amigo George, un limpiabotas negro que tocaba la armónica. Pronto empezó a cantar y a tocar la guitarra y la armónica en la calle para ganarse la vida.

Tras vivir el Black Sunday en Pampa, Texas, junto a su padre, se unió al gran éxodo de okies que huían hacia California en busca de una vida mejor. Allí Woody trabajó en lo que pudo (fregando platos o cantando en bares) hasta que consiguió un mejor trabajo en la emisora de radio de Los Angeles KFVD, cuyo dueño, Frank W. Burke, era firme partidario del New Deal de Roosevelt. En la radio pudo tener su propio programa y cantar las canciones de su primer álbum Dust Bowl Ballads (1940). Dicho trabajo, retoma la tradición de folk combativo de Joe Hill, quien fue uno de los primeros en tomar temas tradicionales (muchas veces religiosos) y ponerles una letra de denuncia social. Aquí Guthrie hace lo propio con el folk que venía de los Apalaches (hoy lo llamaríamos bluegrass) y lo mezcla con blues para hablar de la catástrofe ecológica y sus devastadoras consecuencias (“Talking Dust Bowl Blues”, “The Great Dust Storm”, “Dust Pneumonia Blues”), de las dificultades para encontrar una vivienda mínimamente salubre (“I Ain’t Got No Home In This World Anymore”), de la discriminación hacia los okies en California (“Do Re Mi”, “Dust Bowl Refugee”), de la brutalidad policial y parapolicial (“Vigilante Man”), etc. A veces Guthrie, al igual que Joe Hill, tomaba la melodía de una canción tradicional, por ejemplo “John Hardy” (una murder ballad de un ejecutado en West Virginia en el siglo XIX) y le ponía letra a su conveniencia. Así surgen “Tom Joad – Part 1” y “Tom Joad – Part 2”, el homenaje de Guthrie al personaje principal de Las uvas de la ira de Steinbeck. Todo ello con una guitarra acústica tocada al estilo bluegrass, con púa plana, riffs martilleados y con ocasional acompañamiento de armónica. Posteriormente el disco tuvo una reedición en 1964 en el que se incluía una canción, “Pretty Boy Floyd”, sobre un atracador de bancos de Oklahoma que antes de pasar a la clandestinidad dio una fuerte suma de dinero a los granjeros para que pudieran pagar sus hipotecas. Y aquí Woody hace gala de un exquisito sarcasmo: “He viajado por todos lados / y he visto muy curiosos tipos de hombre / unos te atracan con un revólver / y otros con una pluma estilográfica.” Ni que decir tiene que el disco es una obra seminal que abrió el camino al folk de los 50 y 60 de Pete Seeger a Bob Dylan pasando por Phil Ochs.

La desnudez e inmediatez de los temas y lo hiriente de las letras tenían un sentido muy concreto. Guthrie los escribió para tocarlos sin cobrar nada a cambio en las “hobo jungles” (asentamientos de vagabundos y desempleados), en los campamentos de jornaleros y en los piquetes durante las huelgas. De hecho, Woody se mojó como pocos por la clase trabajadora y denunció los abusos contra los más pobres siempre que pudo. Así, obtuvo una columna fija en el periódico del Partido Comunista de EEUU, People’s World, que él llamó “Woody Sez” (Woody dice) y en la que escribía en dialecto hillbilly para espanto de las clases altas californianas. A la pregunta de si era comunista Woody solía contestar: “I'm not a Communist, but I've been in the red all my life” (literalmente: “no soy una comunista siempre he estado ‘en lo rojo’ toda mi vida”). Esto es otra muestra de humor por parte de Guthrie ya que subyace cierta ambigüedad; Oklahoma es la tierra roja (“red dirt”), así que hay un deliberado juego de palabras para no hablar claro. Lo que sí parece seguro es que estuvo afiliado a los IWW. El caso es que nuestro cantautor acabó exaltando la Unión Soviética y consiguió que lo echaran de la emisora de radio. 

La expulsión de la radio le hizo irse a Nueva York, donde tocó para recaudar fondos para ayudar a los trabajadores desplazados a California y conoció a un folk-singer un poco más joven que él: Pete Seeger. Seeger le presentó a los Almanac Brothers, otros folkies contestatarios con quienes Guthrie acabó colaborando. En Nueva York Woody compuso “This Land Is Your Land”, su gran himno, un tema que quería ser una contestación al patriotero “God Bless America.” La melodía fue tomada de un viejo tema de bluegrass de la Carter Family llamado “Oh My Loving Brother”. De su época en Nueva York es la icónica imagen de un Woody Guthrie animando a luchar contra el nazismo con una pegatina en su guitarra que reza: “Esta máquina mata fascistas.” Ni que decir tiene que Guthrie apareció durante mucho tiempo en el Security Index del FBI por subversivo. Lo de los Almanac Bothers fue aún peor: fueron víctimas de la caza de brujas tras la guerra.

Woody con su máquina de matar fascistas.

Woody Guthrie murió joven, en 1967, a los 55 años. Al final resultó que la enfermedad de su madre no era demencia sino Huntington, una grave enfermedad neurodegenerativa que heredó Woody. De sus últimos días, postrado en un hospital de Nueva York junto a su esposa, hay una filmación en la que su hijo, Arlo Guthrie (también músico), y Pete Seeger están tocando para él. A veces Woody, prácticamente convertido en un vegetal, parece seguirles con la mirada.


El sonido Bakersfield

Los okies de segunda generación, algunos nacidos ya en California no tenían el compromiso político de sus padres al no haber vivido de cerca la catástrofe del Dust Bowl. Aún así, llevaron a California el sonido vaquero de las grandes praderas. Y fue precisamente en la ciudad de Bakersfield, en el Central Valley, uno de los centros principales de cultura okie en el Golden State, donde surgiría la versión Californiana del country, una especie de réplica a la preponderancia de Nashville, meca del género. En Bakersfield había una gran cantidad de honky tonks (garitos de vaqueros) regentados por refugiados del Dust Bowl donde tocar, lugares ideales para que se fuera formando un estilo rítmico y eléctrico, antesala del rock and roll. A ello contribuyó la invención por parte de Leo Fender, un californiano de Anaheim (cerca de LA), de una de las primeras guitarras eléctricas, la Fender Telecaster. Con su cuerpo sólido hecho de fresno californiano y su sonido punzante y chillón, la Telecaster se convirtió en el instrumento más emblemático del sonido Bakersfield. 


Buck Owens con sus Buckaroos.

Uno de los virtuosos del instrumento creado por Leo Fender fue Buck Owens. Owens había nacido en Sherman, Texas, justo debajo de Okhlahoma, en el año del crack bursátil. Su familia se mudó al poco tiempo a Mesa, Arizona, huyendo de los estragos  de la Gran Depresión pero acabó en Bakersfield, California. Allí formó Buck Owens and the Buckaroos, uno de los combos de country que ya anunciaban la llegada del rock and roll por el espectacular uso de la guitarra eléctrica que hacía Buck. En su repertorio destaca “I’ve Got a Tiger by the Tail” (1964) y ese bombazo instrumental que fue “Buckaroo” (1965), un tema tan rockero que The Byrds llegaron a versionarlo varias veces en sus conciertos.

Merle Haggard y su Telecaster.

Pero la figura más conocida del Bakersfield Sound fue Merle Haggard. Hijo de okies desplazados desde Checotah, en el este de Oklahoma, fue paradigma del country outlaw (forajido), junto con Johnny Cash. Su estilo desvergonzado e insolente, más propio del blues o del rock, y su voz barítona y algo aguardentosa, no parecieron al principio entusiasmar al establishment del country, más acostumbrado a los temas más dulzones y sobreproducidos que salían de las disqueras de Nashville. A destacar ese “Okie from Muskogee” (1969), en el que exalta el modo de vida sano de los granjeros de Oklahoma frente a la escena psicodélica hippie de San Francisco, a pesar de que él tuvo muchos problemas con el alcohol, la marihuana y la cocaína a lo largo de su azarosa existencia.

Aunque no tan fácil de encasillar en el Bakersfield Sound, otra de las grandes figuras relacionadas con la escena musical okie de California fue Wanda Jackson. Wanda Jackson, es okie de nacimiento y nunca renunció a su Oklahoma natal, donde aún vive hoy a sus 83 años de edad. Como otras familias del estado de la “red dirt”, los Jackson emigraron a California donde vivieron en diversas ciudades, entre ellas Bakersfield, donde Wanda empezó a cantar y a tocar la guitarra. Ante todo, Wanda Jackson era una precursora de lo que iba a venir. Así, tras sus comienzos bajo la influencia del country, se movió hacia terrenos cercanos al rhythm and blues, con esa potentísima voz chillona a la vez que ronca, y acabó en el rockabilly. De hecho, tocó con Elvis, además de Jerry Lee Lewis y Buddy Holly. A destacar su desgarrador “Funnel of Love” (1960). Si Elvis era el rey del rock, Wanda Jackson era la reina.

Wanda Jackson, reina del rock and roll.

La escena musical “okie” actual

En la actualidad Oklahoma cuenta con una escena musical muy rica sobre todo en el terreno del folk, el country, el blues y la Americana Music en general, una escena que reconoce como padre a Woody Guthrie. Aparte del inevitable Garth Brooks, un peso pesado en el establishment del country, hay una serie de artistas menos conocidos que merece la pena escuchar.

Uno de los más destacables es Wink Burcham. Burcham es un genio infravalorado del que, no obstante, sus compañeros de profesión hablan maravillas. Y no es para menos. Se mueve por el folk, el pop, el country, el blues y el rock and roll como pez en el agua. Su sonido es acústico y claro como el cristal y su voz cálida y doliente. Podríamos decir que es alt-country porque su música no tiene afán de ser pasto de las listas de éxitos. Su aspecto es de granjero okie desaliñado pero sincero. Uno de sus mejores discos es Cleveland Summer Nights (2016), un álbum con mucho blues, country, rockabilly y sobre todo ese himno folk-rock que le da título que es impagable.

Wink Burcham

También en el terreno del alt-country, aunque con mucha más guitarra eléctrica y distorsión, está la cantautora de Oklahoma City Carter Sampson. Su música es una mezcla de Americana y rock de los 90 saturado de electricidad. Es muy destacable su álbum Mokingbird Sing (2011), donde podemos encontrar joyas como “Queen of Oklahoma” o la enésima versión de “John Hardy”, la que fuera reconvertida en “Tom Joad” por su paisano Guthrie.

Carter Sampson, reina de Oklahoma.

Por último, citaremos a otro artista joven, Levi Parham, un okie que se ha dedicado a aportar sangre nueva al blues. Y aquí hay que recordar que a Oklahoma siempre han llegado vientos del sureste de EEUU cargados de raíces afroamericanas. Su disco An Okie Opera (2013) es una mezcla de blues pantanoso y soul retro al estilo del sello Stax que atrae al oyente desde la primera escucha.

Mural en Okemah, Oklahoma, recordando a Woody Guthrie.



domingo, 12 de septiembre de 2021

HISTORIA DEL “GRUNGE”: PALETOS, FRANELA Y CANCIONES DEPRIMENTES

Ulises Fuente

La Razón, 08/09/2021



El estilo musical que conquistó el mundo desde la periférica ciudad de Seattle implosionó el día que trataron de convertirlo en una marca: Soundgarden, Pearl Jam y Nirvana quedaron para la historia

Esta es, ante todo, la historia de cómo una ciudad en una esquina del mundo (literalmente) se situó en el mapa de miles de dormitorios. Hablamos de la fría y deprimente Seattle, donde llueve 300 días al año, por lo que el ambiente ya es de por sí algo deprimente. Hoy en día, florecidas en torno a las nuevas fortunas de Starbucks, Amazon y Microsoft, han arraigado también unas costumbres liberales y progresistas, algunas disparatadas como los carriles bici que nadie utiliza bajo los aguaceros, quizá solo equiparables en su rareza a la muy poco estadounidense ciudad de San Francisco. Sin embargo, en los ochenta, el panorama era muy diferente. En el estado de Washington, la primera profesión era la de pescador y la segunda, hasta que fueron reemplazados por máquinas láser, la de operario del aserradero. Sin embargo, contra todo pronóstico, allí surgió la escena musical que conquistó el mundo de la noche a la mañana, con grupos como Nirvana, Pearl Jam y Soundgarden, la que sacudió los cimientos de la industria y dejó consumidas algunas estrellas fugaces. La que, justo al darle un nombre comercial, la odiosa etiqueta del “grunge”, implosionó tragándose como un sumidero a los artistas que habían querido vender. Esta es la historia de cómo una ciudad remota y gris se convirtió en el lugar al que todos querían ir, un Eldorado musical.

En la era pre digital, si eras adolescente, era muy difícil entretenerse con algo legal que no fuera el deporte o la música y ningún grupo conocido iba a recorrer las 14 horas por carretera desde San Francisco o las 32 desde Minesotta para tocar ante los hijos de los pescadores. No, los chicos de Seattle iban a tener que entretenerse solitos. “Todo el mundo adora nuestra ciudad” (Espop Ediciones) cuenta esta historia desde la ironía y el desencanto a través de más de 250 entrevistas con sus protagonistas. “Cuando me mudé a Seattle en 1981, la gente vestía botas y sobrero vaquero y llevaba peines gigantescos asomando por el bolsillo trasero”, dice sobre el paraje local Hiro Yamamoto, bajista de Soundgarden, uno de los principales grupos de la escena. A nadie en el mundo le importaban lo más mínimo los grupos de Seattle, que practicaban una mezcla extraña entre el punk y el heavy metal con un deje raro, algo indescifrable, pero lleno de odio. Además, la actitud de las bandas era extrema: punk rockers descerebrados que tanto podían agarrar un gato atropellado en la calle y agitarlo en el aire para generar la arcada general como ponerse de nombre The Thrown-Ups (Los vomitados) y lanzar al público ostras o cualquier contenido viscoso que pudiera parecer... vómito, claro. La mayor parte de nuestros protagonistas no son exactamente la clase de “white trash” que vive en un remolque, sino chicos de clase media-baja con un instinto exacerbado de rebeldía y algo de tendencia a la depresión.

Contra los excesos y el postureo

Sin embargo, tenían la actitud correcta: haz música, hazla tú mismo, y no con el objetivo de ser una estrella, sino por y para tu comunidad. Estaban educados en la filosofía del hardcore y del indie que acababa de nacer. “Odiábamos la clase de excesos del rock & roll, los del postureo y el virtuosismo”, comenta Jim Tillman, miembro de los U-Men, pioneros de la escena junto a Malkfunshun y los Melvins, el grupo que inspiró a Kurt Cobain, el héroe trágico de esta epopeya. The U-Men inauguran el relato del libro y lo cierran también enmarcando un cheque con sus ganancias discográficas, un dólar y cuarenta y ocho centavos.

Porque una cosa está clara: semejante panda de metaleros de suburbio y punkis rurales no habrían conseguido nada de no haber sido por un par de hachas con el marketing, las cabezas pensantes detrás de Sub Pop, el pequeño sello que nació con 20 dólares, estuvo al borde la ruina muchas veces, y por el que Time Warner pagó 20 millones (sólo por el 49% de las acciones). Un sello minoritario con suficiente sentido del humor como para lanzar su referencia 200 con una foto del edificio que ocupaban con la leyenda “Sede Mundial de Sub Pop”, como si ocupasen todo el complejo y no la buhardilla de 15 metros cuadrados a la que no subía el ascensor. Hablamos de Bruce Pavitt, que se hacía llamar “Presidente superior de gerencia ejecutiva” y de Jonathan Poneman, cuyo cargo era “Presidente ejecutivo de gerencia supervisora”. En su gestión de la empresa había algo de marxista, del propio del autor de “El Capital”, pero todavía más de Groucho. Su lema era “Al borde de la quiebra desde 1989” y las camisetas más vendidas llevaban la leyenda “Loser” (Perdedor). Como les define Thurston Moore (Sonic Youth): “Eran delgaditos, empollones, raritos, fracasados, patéticos. Eran encantadores”.

La compañía llegó a deber 250.000 dólares porque en Sub Pop no sabían llevar un libro de contabilidad. Sí que tenían, en cambio, una clasificación por mal olor corporal de sus artistas. Chad Channig, batería de Nirvana, ocupaba el tercer puesto, y en la lista no había sólo hombres: las chicas de L7 y Babes in Toyland tenían lugares de privilegio, pero siempre tuvieron la delicadeza de no revelarlos. Nunca pagaron royalties a nadie. “Pero les compramos furgonetas y les mandamos a Europa de gira. Fuimos fiscalmente irresponsables pero no unos criminales”, decía Pavitt. Thurston Moore recuerda que los grupos de Sup Pop no tenían dinero para comer “y aun así destruían el equipo cada noche. ¿Cómo lo hacían para seguir la gira? Todavía me lo pregunto”. Mark Arm (Mudhoney): “Iba a Bruce y le pedía dinero para pagar el alquiler. Y me hacía un talón y me decía: ‘’no debería hacer esto’'. Y era verdad, porque con ese dinero me metía de todo”.

En Sub Pop publicaron los dos grupos que casi por sí solos explican la escena de Seattle: Mudhoney (“Touch Me, I’M Sick”) y Nirvana (“Love Buzz”) empezaron a atraer el interés de su propio país. Sin embargo, por alguna razón, todas las canciones de Seattle sonaban tristes. No culpen a la lluvia ni a la heroína, que, junto con los opiáceos legales y el jarabe para la tos con codeína circulaba sin dificultad. Hay una razón más curiosa que se extendió por los grupos de la ciudad como un virus: la afinación de la guitarra en “Re caído” (Drop D), un truco que inventó Black Sabbath y que consiste en bajar un tono la afinación de la sexta cuerda, que de inmediato convierte todo sonido que produzca el instrumento en más grave o más pesado. Clima, sonido, drogas y letras deprimentes que, contra todo pronóstico, iban a conquistar el mundo.

Un artículo fantasioso

Otro hecho fue decisivo para la explosión brutal de esta escena: el artículo que “Melody Maker” escribió sobre Sub Pop en 1989 a iniciativa de la casa de discos. El sello pagó al periodista Everett True un viaje para escribiera de Mudhoney y de paso relatase la historia de la compañía. Y el británico tiró de todos los tópicos para entregar una historia fantasiosa sobre tipos barrigones y peludos que tocan la guitarra después de dejar el hacha de leñador. Él mismo lo narra en un capítulo en el que el absurdo y lo desolador se dan con la mano y en el que nadie se quiere atribuir la paternidad de la palabra maldita: “grunge”.

El resto es historia. Una joven programadora de la MTV se encapricha de “Smells Like Teen Spirit”, esa canción inmortal. El video empieza a escucharse en rotación intensiva y comienza la fiebre. Ese fue el pecado original del “grunge”, que alcanzó su punto máximo como estilo traicionando sus principios, en la televisión del modo de vida capitalista, aunque por entonces no lo era tanto: eran suficientemente aliados de los gustos juveniles para encumbrar a The Black Crowes, pero esa es otra historia. El caso es que Nirvana vendió millones de discos de “Nevermind” y su éxito atrajo la atención hacia Pearl Jam y Soundgarden, grupos, especialmente el segundo, que Cobain adoraba y que estaban ahí antes que ellos. Al olor del éxito, todo se sale de madre: las compañías mandan a tantos ejecutivos y los medios a tantos periodistas que no hay habitaciones de hotel libres en toda la ciudad. Kurt Cobain comienza a portarse como un yonqui y Eddie Vedder como un mesías. “Me soltaba una parrafada política cuando yo sólo le había preguntado qué tal estaban los gofres”, comenta uno de sus compañeros de gira. Chris Cornell (Soundgarden), que era totalmente abstemio, desayuna medio litro de vodka solo con hielo. Marc Jacobs saca una línea de moda con franela por la que, además, fue despedido. “Tío, llevaba camisas de franela porque en Seattle hace frío y costaban un dólar”, señala Jason Tillman perplejo ante semejante apropiación cultural. “Vanity Fair” publica reportajes sobre la adicción de Courtney Love estando embarazada. La presión sigue aumentando y Cobain se odia a sí mismo por conseguir lo que en el fondo siempre persiguió pero que le hacía sentir tan culpable, el éxito desmesurado. Hay una total avidez de noticias sobre él y la portada en la revista “Time” encumbra a otro portavoz generacional, Eddie Vedder. “Vivimos a bordo de un Challenger para el que no estábamos preparados”, asegura Dave Grohl, jovencísimo batería de Nirvana. Y Kurt no supo saltar a tiempo antes de que estallara.

Después del suicidio de Cobain, la estrella trágica, nada volvió a ser lo mismo. Como si de una grieta en la presa se tratase, los testimonios del libro se convierten en puñaladas. Acusaciones cruzadas, muertes sórdidas y vidas destrozadas. Lo que empieza como una historia de chavales que acercan sus flatulencias a una llama se convierte en culpas más punzantes que jeringuillas. El mercado huye de semejante clima depresivo. Ya no es tan graciosa la moda de estos frágiles yonquis del extremo Noroeste. El primero en fallecer por la cornada de la heroína fue Andrew Wood, y, tras el sonoro suicidio de Cobain en 1994, la trinidad de mártires de la escena la completó Laytne Stanley, cantante de Alice In Chains, que falleció al poco tiempo por sobredosis. El último que le vio con vida fue Mike Starr, bajista del grupo. En el libro, Starr se avergüenza de dejarle aquella noche solo con las drogas. Tardaron dos semanas en encontrar el cuerpo porque, en 2002, Stanley ya no le importaba una mierda a nadie. En 2011, el año que se publicó este libro en inglés, Starr consumió una dosis letal. Y en 2017, el epílogo: Chris Cornell, líder de Soundgarden, también se quitó la vida. No eran chicos de trato fácil, precisamente.

lunes, 6 de septiembre de 2021

JAVIER GARCÍA PELAYO, LAS CIEN VIDAS DE UN MÁNAGER FUMETA

Ulises Fuente

La Razón, 05/09/2021

Muñidor del rock andaluz, protagonista de la contracultura y figura tan genial como necesaria de la música española, publica la primera parte de sus memorias



Ha vivido cien veces y no es un decir. Javier García-Pelayo ha sido pícaro en una Sevilla desaparecida, mánager en Madrid, jugador en Las Vegas, muñidor del rock andaluz y pionero del rock español. Le pillaron en Algeciras trayendo del sur una bolsita de marihuana, le llegaron a encerrar doce días en un psiquiátrico penitenciario y hasta le prohibieron su entrada en la capital debido a unos incidentes con la policía. “Peccata minuta” que le hicieron padecer la “gandula” y la “peligrosa”, es decir, la Ley de Vagos y Maleantes y la de Peligrosidad Social, los dos mayores instrumentos de represión social. Hippy, buscavidas, y hasta autopostulado a Papa de Roma, Javier es, junto a su hermano Gonzalo, factótum del clan de los Pelayos, figuras esenciales de una época y de una contracultura patria que trató de poner música y color al gris plomo. Con ellos se abrieron camino Triana, Smash, Lole y Manuel, y también Burning o Los Secretos. Y mientras Gonzalo representa la parte más artística o intelectual, Javier es un indígena aventurero: viajero de ácido, navegante de la noche de Madrid y sobre todo indio de las estepas y praderas ibéricas que ha cruzado incontables veces con sus artistas en caballos metálicos. “Kilómetros, muchos, a un ritmo de dos porros por hora...”, aclara en una céntrica terraza de Madrid, donde habla de sus memorias (“Sobre la marcha”, Gong) editadas con total ausencia de corrección ortográfica como declaración de intenciones. Y comprobamos que no miente acerca de lo que cunde una hora.

“Estuve en tantos colegios que toda mi generación ha sido compañera mía de clase -bromea-. No era lo mío la escuela regulada, porque estaba todo ideologizado. Pero es que el comportamiento de la sociedad en su conjunto era pura falsedad”. Le expulsaron cuatro veces de los mejores colegios de Sevilla, pero cuando se lo propuso, estudió por su cuenta y en 15 días aprobó lo necesario. Pero todo comenzó en Dom Gonzalo, el club que su hermano había abierto en la ciudad, centro de reunión, música y grifa por donde pasaban en 1968 los soldados que iban o volvían de Vietnam vía Morón y Rota, con estados de ánimo opuestos. No tardaron en cerrarlo, claro, y del recurso de la decisión se encargó un joven llamado Felipe González. En torno al club empieza a cocerse una escena que tiene unos principios. “Fue algo voluntario, no se trató de un azar. Mi hermano especialmente tuvo la iluminación de que había que hablar de nuestra raíz. Teníamos un cierto carácter mesiánico, si lo quieres llamar así, porque se trataba de comunicar una nueva: los compases de nuestra música encajan a la perfección en el rock y el blues. Así que existía esa voluntad, esa conciencia y por supuesto esa intención de trascendencia, de levantar a quien escuchase cinco centímetros del suelo. Yo he visto en muchos lugares, Cataluña y el País Vasco incluido, a la gente comprender eso, la identidad compartida ya sea española o como la quieras llamar”, explica García-Pelayo. Así lo hicieron en una empresa fascinante, la que alumbró el rock andaluz. “No les descubrimos nosotros, ellos estaban ya allí y eran buenísimos. Pero yo, como manager, nunca me he subido a ningún carro, o tiro de él o lo empujo”. ¿Qué papel se atribuye? “Uno que no tiene dudas es el 20 por ciento, que es lo que yo cobraba de los éxitos y de los fracasos, si es que en el rock se puede usar esa palabra. Está en los contratos”, ríe. Ni fue mucho dinero, ni poco, sino “lo correcto”.

En aquellos mediados de los setenta, inventaron la industria del rock español, que tuvo como fecha fundacional el concierto de Festival de Burgos de 1975, conocido como el de “la cochambre”, porque así calificó la prensa local a sus asistentes. “Hasta ese momento, no había empresarios que contratasen grupos de rock, no había instrumentación ni por supuesto amplificación. Solo para las voces, de los artistas melódicos. Los Beatles tuvieron que dejar de tocar en el 65 porque no había equipos. Diez años después, tampoco en España. Hasta los 80, no empiezan los camiones, las luces, los técnicos...”. Pero en 1975 aquella cochambre integrada por 4.000 hippies fue la primera demostración de festival de rock en España, liderado por el pícaro José Luis Fernández de Córdoba, maestro de Javier, y con Triana y Burning entre otros en el cartel. García-Pelayo conoció a Burning cuando apenas tenían un sencillo y se convirtió en su manager. “Por definición, no eran de los que tenían que mostrarse amables con la compañía ni conmigo, pero lo pasábamos bien. Mi aproximación a ellos fue provocarles. Les decía que no valían nada, que eran muy malos, que demostrasen algo. Y salían al escenario a morder”, recuerda.

Luego llegó la Movida. “No me interesó ni participé de ella artísticamente. Vitalmente sí, claro, todas las noches que pude. Pero es que la voluntad era ser efímero y frívolo y eso puede ser revolucionario, porque proclama que no eres importante. Pero no me interesaba”. Javier representó a Los Secretos, Moris, Glutamato YeÝé o Alhaville. Y después vivió con artistas como María Jiménez o José Manuel Soto las vacas gordas de las fiestas patronales.

En sus memorias, aforísticas, divertidas y alucinantes, cuenta sus viajes con el LSD, que en una ocasión le mantuvo tres días en otra dimensión tras ingerir 12 dosis de 2.500 microgramos. «Con el ácido no se alucina, sino que se ilusiona. Y uno alcanza la comprensión de la unidad y del todo, como dicen los budistas. Igual que hay música que trasciende y otra que no, sucede con las drogas». Después de aquel viaje no tuvo miedo: «No, porque el miedo es lo contrario del amor. Todos los males están provocados por ello». Pasó doce días por el psiquiátrico penitenciario de Carabanchel, acusado de tráfico y consumo de estupefacientes. “Fue una experiencia... Yo creo que las cárceles se han vuelto peores con la heroína, pero cuando yo estuve, era como un internado durito”, dice entre risas. “Estábamos unidos y lo fuimos pasando. menos mal que fueron solo 12 días”. Entonces, le quitaron el pasaporte y le prohibieron volver a pisar Madrid, un destierro que incumplió cuando pudo. García-Pelayo se declara a favor de la despenalización del consumo de drogas y de la legalización de la marihuana. “En Nevada, Estados Unidos, donde vive mi hija, el estado ha recaudado 4.000 millones de dólares en impuestos que han anunciado que van a dedicar a educación y sanidad. Y se han ahorrado una enorme suma en las labores de represión, de policía, de juzgados especiales... e incluso de cárcel de gente. Porque allí, si te pillaban tres veces con un porro, ibas p’alante”, cuenta.

“Todo movimiento cultural tiene una sustancia detrás. Ha estado el vino, el whisky... El flamenco en España dio un cambio enorme cuando se pasó del vino de Jerez al whisky. Y cuando entró la cocaína ya se destrozó. Y no te cuento la heroína. Pero todo movimiento tiene una sustancia”, explica García-Pelayo. De niño, Javier solicitó el papado, pero su tía no envió la carta al correo. De mayor, un amigo volvió a presentar la solicitud. “Yo he pedido trabajo muy pocas veces en mi vida. Pero es que creo que es el mejor trabajo del mundo. Lo mejor que se puede ser. Porque te da la oportunidad de estar en contacto con el Espíritu Santo. Y no hay nada igual, aparte que te da una vida correctísima. Yo no iría a innovar el Papado. Porque ¿quiénes somos nosotros para opinar?”. “Yo no sé si existió, pero Jesucristo dejó un mensaje que fue el más revolucionario de la historia, que nunca se ha cumplido. Es amaros los unos a los otros como yo os he amado, y eso es lo más grande que se ha dicho nunca. Y si eso se consigue, hemos triunfado”. Palabra de un hombre con cien vidas.

viernes, 3 de septiembre de 2021

IN MEMORIAM: CHARLIE WATTS

Emilio de Gorgot

Jot Down, agosto 2021



Permitan que les hable de Victor Wooten. Muchos de ustedes ya sabrán quién es, pero para aquellos que no, lo presento: Victor Wooten es uno de los mejores bajistas del mundo. Un virtuoso, un genio. Procede de una familia donde cada miembro dominaba un instrumento, y lleva tocando desde que se andaba en pañales. Es capaz de hacer cualquier cosa concebible con ese instrumento, ya sea tocar cosas muy complicadas usando técnicas que lo dejan a uno boquiabierto, o tocar cosas sencillas con una sensibilidad exquisita. Domina el ritmo como se espera de un bajista de primera clase, pero eso no le impide dominar también las melodías y las armonías como si fuese un pianista.

Wooten es una bendición para quienes apenas sabemos música. Es un fantástico orador con el poder de resumir la esencia de la música en unas pocas frases, y escucharlo hablar sobre música es tan hipnótico como verlo tocar. No se anda por las ramas, y sus consejos musicales (por ejemplo: «Nunca pierdas el compás intentando encontrar una nota») son tan directos y pragmáticos como los de Thelonious Monk en su día, y sirven no solo para quienes tocan un instrumento, sino para que los oyentes tengan una idea de dónde buscar la calidad de los músicos. Wooten posee un instinto didáctico envidiable y suele citar una idea Albert Einstein: si no eres capaz de explicar algo con sencillez, es que tú mismo no lo entiendes. «¿A qué viene todo esto en un texto de homenaje a otro músico?», se estará preguntando usted. Pues bien, voy a tratar de explicar por qué en mi cabeza tiene sentido. Cuando he sabido de la muerte de Charlie Watts, lo primero que me ha venido a la mente, además de un luctuoso ensombrecimiento, ha sido una pequeña perorata que Victor Wooten pronunció sobre la clave para que la música llegue a los oyentes:

Maya Angelou dijo que las personas no recordarán lo que dijiste, no recordarán lo que hiciste, pero sí recordarán cómo las hiciste sentir. La música no es diferente. Si puedo atraparte mediante el sentimiento, ya te tengo, y puedo conseguir que escuches para llevarte hacia donde están las cosas buenas. El sentimiento es la clave. Tú naces teniendo sentimientos y morirás teniendo sentimientos. Los sentimientos no son algo que necesitas aprender; son otro lenguaje universal: el amor, el odio, los celos. Nadie ha aprendido esos sentimientos, no son dependientes de la cultura. Sentimos cosas en todas partes y en todo momento. Así que, cuando eres capaz de llegar al oyente con un sentimiento, puedes tocar con menos técnica pero acabas tocando más música. Si B. B. King se presentase a un concurso de guitarristas bajo los estándares de hoy día, ni siquiera sería admitido, ¿verdad? [En un concurso se trata de] cuánta teoría sabes, cuántos acordes tocas. B. B. King tocó las mismas cinco notas durante sesenta, setenta años. Pero tus abuelos y tus nietos conocen el nombre de B. B. King. Esta pasada Pascua perdimos a Allan Holdsworth. Impresionante músico. Pero tu madre no sabe quién es Allan Holdsworth, ni tampoco lo saben tus hijos. Todo el mundo sabe quién es B. B. King. Deduce por qué. Y, después, toca de esa misma manera.

Mejor que ninguna otra cosa, estas palabras me hacen entender cuál es la conexión que mucha gente siente con Charlie Watts. En los ya antediluvianos tiempos del cassette, la segunda cinta de música que tuve en mis manos fue el directo Still Life de los Rolling Stones, cuyo efecto fue tan mágico como el de la primera, una recopilación de canciones de rock & roll de los cincuenta y principios de los sesenta que mi madre, con un infalible instinto, me regaló diciendo: «Esto te va a gustar». Y ya saben que las obsesiones musicales de la infancia no solamente duran hasta la adolescencia, sino que ya nunca se olvidan. Recuerdo perfectamente la sensación que me producía la presentación del concierto, mientras sonaban por megafonía unos breves compases de Take the A Train de Duke Ellington (¡Tardé años en poder escuchar la pieza completa!), y el invariable escalofrío cuando los Stones empezaban a tocar «Under my Thumb». No importa lo maravillosa que sea, que lo es, la versión en estudio de la canción. La versión del Still Life siempre será la que ponga los pelos de punta.

Gracias a aquella cinta, los Rolling Stones de 1981 fueron el primer grupo de quien podía citar todos los miembros. Aunque parezca mentira, ni siquiera conocía los nombres de los cuatro Beatles a quienes, de hecho, no había escuchado, o no había sido consciente de escucharlos. Y la batería de Charlie Watts fue la primera que pude asociar a un nombre y un estilo concretos. Fue el primer tic-tac reconocible de mi infancia como oyente. Charlie tenía una manera de tocar sencilla y asequible que, como dice Wooten, apelaba al sentimiento. Y eso es justo lo que necesita un niño cuando está aprendiendo a escuchar. Su estilo también era lo que necesitaban los Rolling Stones. Aunque el virtuosismo instrumental es admirable, no es la única herramienta admirable que puede poseer un músico. En especial cuando hablamos de grupos de rock, que son entidades musicales generalmente fundamentadas en la casualidad y la química: cuatro o cinco jóvenes de una misma zona empiezan a tocar juntos y crean un sonido que, a diferencia del de las orquestas sinfónicas, suele distar de ser perfecto. Pero es un sonido único en el que algunos miembros se vuelven sencillamente insustituibles. No porque cambiando de miembros los resultados vayan a ser peores. En realidad, los discos de los Rolling Stones tienen varias canciones clásicas donde la batería no la toca Charlie Watts: «It’s Only Rock ‘n Roll», «You Can’t Always Get What You Want», «Happy», la parte final de «Tumbling Dice». No es fácil percatarse porque las pocas veces que ha sido sustituido, los sustitutos han imitado su estilo.

Lo importante son las canciones en las que sí está, y la manera en que ha contribuido a construir el inconfundible sonido de los Stones. La música de los Rolling Stones nace normalmente, aunque no siempre, de los riffs de guitarra de Keith Richards. Acostumbran a ser fraseos cortantes, muy rítmicos, muy afilados. Cuando los has oído una vez, ya nunca confundirás esas canciones con otras. Los tres primeros segundos de «Rocks Off» sirven para que cualquier fan salte de la silla y reconozca la canción. En eso consiste el genio de Richards, una fábrica andante de frases memorables. Alguien como Richards necesita un batería que sepa leer esos fraseos. Una de mis canciones favoritas de los Stones es «If You Can’t Rock Me», donde los Stones suenan tan Stones como es posible concebir. De nuevo, un seco riff de guitarra es la parte reconocible, pero la canción se edifica sobre el ritmo simple —y nada seco— de la batería de Charlie. Y, ¿los últimos cuarenta segundos? Son Charlie y nada más que Charlie. Hace justo lo que tiene que hacer para crear tensión, y hace justo lo que tiene que hacer para liberarla (minuto 3:25). Hace un pequeño redoble, cambia la manera de tocar y eleva la canción a un nuevo nivel justo antes de que esta termine. Y el oyente lo siente; no sabe por qué, pero lo siente.

La cuestión de la técnica daría para discutir en otro momento, pero siempre me ha molestado que alguien pueda menospreciar la forma de tocar de Watts por el hecho de que Watts no fuese capaz de ejecutar determinadas virguerías. Y ojo, soy el primero que disfruta con los baterías muy técnicos como Neil Peart, con los baterías apabullantes como John Bonham, y no digamos con los baterías salvajes y excesivos como Keith Moon. Pero estos no serían buenos baterías para los Rolling Stones aunque técnicamente posean más recursos que Charlie Watts. Un virtuoso circense en los Rolling Stones tendría tanto sentido como Yngwie Malmsteen tocando escalas veloces en lugar de los hachazos breves de Keith Richards. Y así como Richards siempre ha sido el cerebro de la banda, Watts era el corazón. Era un batería jazzy, no al modo de Buddy Rich, desde luego. Y ni falta que hacía. Es como cuando alguien hace de menos a Ringo Starr: si Stewart Copeland y Dave Grohl dicen que Ringo es grande, es que Ringo es grande y punto. Del mismo modo, si Chad Smith o Stephen Perkins tratan a Charlie Watts como un maestro, es porque Watts es un maestro, y punto. Como he dicho más de una vez, no me hagan caso a mí, hagan caso a los músicos.

Del antiguo swing, Watts heredó la elegancia, la discreción y la capacidad para poner acentos en el momento indicado. Basta escuchar la música que tanto lo influyó para entender su filosofía. No se trata de cuántos golpes por minuto se hacen, sino de hacer los golpes que demanda la música de los compañeros. Y esto es algo que Watts hacía a la perfección. Lo único es que él lo hacía en la música rock, consiguiendo que los Stones sonasen diferentes a muchas otras bandas cuyos baterías solían provenir de un rhythm & blues más contundente. Con ese estilo tan suyo aprendimos muchos a escuchar, a mover la cabeza, a golpear el suelo con el pie. La cadencia de Watts nos es tan amada como lo que cocinaban nuestras madres y abuelas. Supongo que las madres y abuelas de ustedes, salvo alguna excepción, no eran chefs de restaurantes con estrellas Michelin. Y eso no significa que nos guste la idea de que Ferran Adrià venga y «deconstruya» nuestro potaje familiar favorito. Hay cosas que el exceso de afán técnico puede destruir. Y Charlie Watts es insustituible. Los restantes Stones tienen suficiente influencia (y dinero) como para fichar a alguno de los mejores baterías —en el sentido técnico— del mundo, y quizá lo hagan, pero dudo que haya algún batería que sienta que de verdad puede ponerse los zapatos de Watts (como Watts tampoco se pondría los zapatos de ellos en otras bandas).

Otro ejemplo. No hay ninguna complicación en la batería de otra de mis canciones favoritas, «Stray Cat Blues». Pero es esa batería la que hace que la canción, cuya letra es bastante perversa de por sí, suene aún más perversa. La batería de Watts suena como una serpiente de cascabel, y ahí está el secreto del tema. Produce el efecto de un ritmo mortecino cuando, en realidad, no es una canción lenta. Apenas más lenta que, por ejemplo, «Another One Bites The Dust» de Queen. Velocidad similar, sensación muy distinta. Lo que Watts toca no es técnicamente difícil; no sé nada sobre tocar la batería, pero imagino que es sencillo de reproducir. Cosa distinta es que otros baterías capten ese sonido reptiliano o, más bien, que sepan sustituirlo con algo mejor. «Stray Cat Blues» también es una de las canciones favoritas de dos insignes fans de los Stones, Johnny Winter y Chris Cornell, quienes hicieron sus propias versiones. Matt Cameron, el por otra parte extraordinario batería de Soundgarden, no reprodujo el ponzoñoso siseo de Watts y por ello la versión de Soundgarden no suena tan retorcida. Johnny Winter fue más astuto; aunque su batería de entonces, Richard Hughes, tenía un estilo muy diferente al de Watts, Winter ralentizó su versión para conseguir por otros medios un efecto similar. Las versiones de Winter y Soundgarden me gustan mucho, ambas, pero no tienen la serpiente de cascabel, que es lo que esta canción, que habla de depredación, necesita:

En fin, hay muchos (¡muchos!) otros ejemplos, y siempre así de sutiles, de por qué Charlie Watts era tan importante para el sonido de los Stones. En las canciones más conocidas, y en las menos. Tomemos una canción solitario de Keith Richards con su banda X-Pensive Winos, «Take It So Hard» (¿La mejor canción en solitario de Richards? ¡Voto que sí!). Empieza con uno de esos riffs de guitarra tan increíblemente reconocibles, pero pronto se echa algo de menos. Y ojo, el batería, Charley Drayton, no es un cualquiera; de hecho ha trabajado con una imponente lista de grandes nombres. Pero falta ese indefinible toque swing de Watts, esos detalles que no están en el sitio donde los pondría otro batería. Supongo que lo que intento decir es que, por mucho que nos duela, no habrá Stones sin Charlie Watts. Habrá, si lo hay, algo parecido a los Stones. Pero será como si alguien se empeña en cambiarle las especias al guiso favorito de nuestra madre. No va a funcionar. Cuando uno ha crecido amando algo, no hay manera de mejorarlo. Que Mick Jagger y Richards sigan haciendo música juntos me parecerá genial, pero, aunque duela pensarlo, oficiosamente, al menos para mí, con Watts han muerto los Stones.

Crean que soy el último interesado en un mundo sin los Rolling Stones, pero así de cruda es la realidad. Cuando uno crece acostumbrado a escuchar sonar ese platillo en los Stones, quiere ese platillo en los Stones, y ya no le sirve otro. Te echaremos de menos, Charlie.