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jueves, 26 de diciembre de 2024

LA LEYENDA DEL MILLION DOLLAR QUARTET

Javier Memba

Zenda, 04/12/2024


Sesenta y ocho años nos contemplan, el tiempo que ha pasado desde entonces. Fue en los días de la gloria del rock & roll seminal, el cuatro de diciembre de 1956. Y fue en Memphis, en el estudio de grabación de la Sun Records en el 706 de Union Avenue.

Tiempo atrás, en 1953, Sam Phillips, el dueño de aquella pequeña discográfica especializada en blues y rhythm & blues, había imaginado a un joven caucásico capaz de cantar como un afroamericano —léase fusionar el blues y el rhythm & blues con el country—, del que habría de hacer una mina de oro. El tipo era Elvis Presley y, en efecto, dio mucho dinero. Si bien a Phillips no tanto como él hubiera querido.

Tan abrumado por la cuenta de resultados del fin del ejercicio como cualquier otra empresa pequeña hasta poco menos que la precariedad, no le fue difícil a la RCA —con la mediación del inefable Coronel Parker, el representante de Elvis— comprarle a Phillips y a la Sun el contrato de El Rey, que le llamarán los amantes del rock & roll. Aunque puede que fuera más propio referirse a Elvis como el Heraldo. Porque Elvis, además de mucho dinero a cuantos vivieron de él, con su rebeldía mostró una utopía a los jóvenes —“casi me echan del colegio por querer ser como él”, recordará en unos años John Lennon a un miembro de la corte del Rey Heraldo del rock & roll—, la única utopía a la que no lleva un reguero de muerte y sangre.

Estamos en Dixieland, en el Sur de la segregación racial. Una de las cosas que más preocupan a los padres blancos es la contaminación de sus hijos por cualquier expresión, por mínima que sea, de la cultura de los “negros”. Tanto Elvis como el resto de los rockers que le sucedieron aprendieron música escuchando a los afroamericanos. En muchos casos, incluso les enseñó a tocar la guitarra uno de ellos. Los padres temerosos de la mezcla de culturas son plenamente conscientes de que puede ser el principio del fin de la segregación, entre otras muchas cosas, a cual más abominable a su juicio.

Con todo, el pasado 9 de septiembre, en su primera presentación en El show de Ed Sullivan, 60 millones de televidentes —o lo que es lo mismo, el 83% del montante total de la audiencia— admiró —o denigró en el caso de sus detractores— a Elvis. En su segunda intervención, donde interpretó «Hound Dog», nació un icono del siglo XX. La revolución del rock & roll —origen de la sedición juvenil que conoció la segunda mitad de la centuria pasada— estaba en marcha.

Y sin embargo, toda la gloria que irradiaba no le había afectado. Se había hecho “un lugar en su circo” —que aconsejaba el gran Chuck Berry, ese circo que es el mundo ajeno al rock & roll— pero todavía no era ese monigote de Hollywood que haría de él el Coronel Parker.

El Elvis del 4 de diciembre del 56, que paseaba junto a Marilyn Evans —su chica de entonces— por la Union Avenue, aún era un tío lo suficientemente auténtico como para pasarse a saludar a Phillips y recordar cuando todo empezó. Y el destino, también cómplice de la revolución del rock & roll, quiso aportar la épica a la casualidad.

Ávido de más cantantes de rockabilly —primitiva forma del rock & roll—, Phillips había contratado a Carl Perkins —junto con el gran Chuck uno de los primeros rockers sin suerte, aunque en aquellos días «Blue Suede Shoes» empezaba a causar sensación—, y Perkins se aplicaba en la grabación de «Matchbox». Casualmente, Elvis lo escuchó. Naturalmente, la canción le gustó. Dicen que la música en directo, con una pequeña banda y reducida instrumentación, era lo que más le iba a Elvis. De ahí su renacer en su regreso a la antena, en el especial de televisión de 1968, conocido como el ’68 Comeback Special. Ese mismo afán de entonces, doce años antes, le llevó a meterse en la pecera donde estaba grabando Carl Perkins.

Entre los contratados por Phillips para la ocasión destacaba un pianista de Luisiana —El asesino de Luisiana se haría llamar— cuyo boogie-woogie era tan brutal que para los jóvenes que le admiraban —pocos fuera de Memphis, bien es verdad— más que boogie-woogie era rock & roll.

El paquete, el Million Dollar Quartet que dio lugar a todo un momento estelar de la humanidad, quedó completado con la presencia de Johnny Cash. El autor de Folsom Prison Blues sostiene en sus memorias que él ya estaba cuando Elvis entró en la pecera. Otras fuentes estiman que llegó después. De una u otra manera, hay una foto que da cuenta de que el Cuarteto del Millón de Dólares fue verdad. «Don’t Be Cruel», «Peace in the Valley» o «Blueberry Hill» fueron algunas de las canciones que se escucharon en aquella jam session. Todo un momento estelar de la humanidad que apunta a la esencia misma del rock & roll. Más que un lenguaje musical, el rock —evolución del rock & roll— es una llamada constante a la rebelión. Respecto al lugar que ocupa en la Historia del siglo XX, seguro que significa algo que en esos espléndidos documentales que nos ofrecen las plataformas de streaming tenga más presencia que la Segunda Guerra Mundial.

Sesenta y ocho años nos contemplan desde entonces, cuando el Million Dollar Quartet y los días gloriosos del rock & roll seminal. En ellos ha habido tiempo para derroteros como la psicodelia. En sus albores londinenses, en cierta ocasión que Syd Barrett y Roger Waters iban a ensayar el primer repertorio de Pink Floyd, vieron pasar a Gene Vincent, otro rocker sin suerte de los días gloriosos del rock & roll seminal. Años después —siempre hace tanto tiempo ya de todo—, entre las preguntas de la letra de «Wish You Were Here», Waters cuestiona al Barrett ausente sobre si consiguieron convencerle para cambiar sus héroes por fantasmas.

Ya en el 79, con The Clash, en London Calling —acaso el mejor álbum de la siguiente década— volverán en varias piezas al rock & roll seminal —más concretamente al rockabilly—.

No, los payasos nos podrán vender el circo. Pero no conseguirán que cambiemos nuestros héroes por fantasmas. Así se escribe la Historia. ¡Larga vida al rock & roll!

lunes, 2 de septiembre de 2024

LUIS MARTÍN (LOBOS NEGROS): “SANTANA SE PENSÓ QUE LE IBA A REGALAR MI GUITARRA DE CERÁMICA. ¡PERO TÍO, SI ESTÁS FORRADO!”

Jaime Lorite

El País, 28/08/2024


La banda ‘rockabilly’ de Talavera celebra cuatro décadas de carrera. Su polifacético líder, que entre otras cosas ha creado una guitarra muy especial, recuerda cuatro décadas de anécdotas

En Nueva Orleans (EE UU) hay cerámica de Talavera. El conjunto de placas, instalado en 1957, recuerda los nombres que las calles de la ciudad tuvieron siglos atrás. Cuna del jazz y el rhythm & blues, el legado cultural de Nueva Orleans también llega a todos los lugares del mundo y, para completar la correspondencia, eso incluye Talavera. El sonido pantanoso de la banda Lobos Negros, nacida en la ciudad castellanomanchega, continúa activo a 40 años de su fundación, si bien su cantante, guitarrista y único miembro fijo durante toda la trayectoria, Luis Martín (Talavera de la Reina, 62 años), habla como si estuviesen empezando: “Cada vez tenemos más fans, sacamos mejores discos y viajamos más. Vamos subiendo poco a poco, porque lo que sube rápido luego baja rápido”. La celebración de sus cuatro décadas viene con disco nuevo, La Ruta de la Plata (llamado así porque se grabó en parte en el Puerto de Santa María, y publicado por Rated-X, su sello independiente), previsto para septiembre, y una gira que incluye fechas en Latinoamérica para 2025.

“Para estar 40 años en la música es necesario mantener la ilusión por encima de todo, porque me gusta el rock & roll y para mí es imposible bajarme de este tren”, explica Martín, que es, entre otros, titulado en Sociología, actor, inventor de la primera guitarra de cerámica electroacústica del mundo y cinturón marrón de kárate (se examina del negro a principios del año que viene, dice). En Talavera fue pionero fundando una pandilla de rockers, Los Rockadillos, y, tras varios proyectos frustrados, logró en 1984 poner en marcha Lobos Negros, con la desaprobación de su padre, uno de los dueños de la destacada sombrerería local Cándido Martín. “Me decía, ‘¿Te he estado pagando seis años de carrera para esto? ¡Ese pendiente quítatelo ya!’. Luego le llevaba los billetes de lo que había ganado en una noche para que los contase y viera lo bien que me iba. Al final se enorgulleció, era muy conservador, pero también muy cariñoso y buena persona”.

Aunque el rockabilly pueda parecer una apuesta más romántica que comercial, el músico apela al contexto de la Movida Madrileña, donde el tirón de conciertos y discos permitía convivir a bandas de diversas corrientes por los muchos tipos distintos de público que coexistían. “Éramos varios en España haciendo rockabilly, como Los Coyotes, Mario Tenia y Los Solitarios, Mississippi o un poco Mermelada al principio. Un día en Texas, de Parálisis Permanente, es prácticamente una canción de rockabilly”, apunta. “En nuestro caso, lo que hacíamos era psychobilly, más acelerado, con letras de películas de terror. A mí me molaban mucho los Meteors y los Cramps, que hacían eso mismo”. Martín reivindica un gusto musicalmente omnívoro como clave para formar un grupo: “Si solo tienes lechuga y cebolla para mezclar, pues haces una ensalada de cebolla. Pero cuando has escuchado 30.000 discos diferentes, tienes 30.000 ingredientes para elegir tu mezcla”.

En el artista parece darse un equilibrio entre, por un lado, un melómano de conocimiento enciclopédico y, por otro, un aficionado a los mitos y a formar parte de ellos, con Lobos Negros como hijo bastardo. Por ejemplo, se le iluminan los ojos solo con mencionar la anécdota de un conocido suyo que echó una partida de billar con John Lennon en el edificio Dakota, porque “eso es como decirle a un sacerdote que un colega tuyo estuvo con Jesucristo el otro día”. “El llegar de Talavera a Madrid y conectar con gente así, que había ido a Woodstock o había visto a Bob Dylan... eso te va entrando y hace que quieras estar ahí”, ratifica. “Un domingo me acuerdo de que llegó Eduardo Benavente [cantante de Parálisis Permanente, fallecido en 1983] y nos puso los dientes largos a Víctor Aparicio [de Los Coyotes] y a mí, porque venía de Inglaterra, se había comprado ropa y había visto a los Stray Cats. Él fue el primero que nos habló de los Clash”.

Perseverante en las relaciones públicas y emprendedor apasionado, Luis Martín afirma que vive de la música, los derechos de autor y los conciertos, además de trabajos puntuales para la SGAE, proyectos culturales y múltiples figuraciones en series y películas. Menciona con frecuencia su amistad desde los noventa con el cineasta Álex de la Iglesia, en cuyas producciones los cameos de Martín son una especie de chiste interno, desde que apareció tocando el arpa de boca en 800 balas (2002) o caracterizado de Elvis en Crimen ferpecto (2004). En la serie Plutón BRB Nero (2008) actuó recurrentemente e incluso aportó una canción, mientras en 30 monedas (2020) De la Iglesia introdujo otra visible referencia a Lobos Negros. Para un grupo que, según Martín, mete en una sala “como muchísimo a 300 o 400 personas”, el rastro de Lobos Negros llega lejos: han tocado en lugares tan remotos como Estonia y cuentan con ciertos seguidores en Alemania, donde sus discos se vendieron por mediación del dueño de Mental Disorder Records, sello teutón de rockabilly.

Martín recuerda con cariño las alocadas fiestas de presentación de los números del fanzine, un espíritu de serie B burlesque que importó a los conciertos de Lobos Negros, con desigual resultado. “Hicimos un show instrumental a lo Link Wray. Yo llevaba una guadaña de cartón pegada en el mástil de la guitarra y un artista, Ismael Ballesteros, echaba fuego por la boca, como representando una lucha del bien contra el mal”, rememora. “Hasta que tocamos en un bar de Talavera que se llamaba The Beat, muy pequeño. No podía echar tanto fuego porque quemaba a la gente, así que lo echó para arriba y se le prendió la cabeza. El que nos alquilaba el equipo llevaba una cazadora de cuero, se la quitó y pudo apagarle rápido, afortunadamente”. El vídeo del suceso, ocurrido en 1996, llegó a aparecer en el programa Impacto TV, de Antena 3. “No fue grave, como si se hubiera hecho un lifting, se le quedó como el culito de un niño. Le dije ‘Ismael, cabrón, al final vas a coger un lanzallamas y montar una clínica de esteticién’. Se le cayó la piel vieja, se dio cremas y le quedó mejor todavía”.

El rock de la cárcel

Las referencias a Talavera por parte de Lobos Negros son constantes a lo largo de su discografía. A 116 km de Talavera, Bronca en Talavera o Cuando la humedad del Tajo nos condiciona son algunos de los títulos que la sazonan. Acorde a la conformación de una mitología local y personal, Lobos Negros publicó en 2014 Soy el hombre de la guitarra de cerámica, canción instrumental grabada con la guitarra en cuestión, patentada por él y creada por el ceramista Manuel Carrillo y el lutier Carlos Sabrafén. La idea nació de Víctor Aparicio, diseñador de la portada de un libro de Luis Martín, Aquellos primeros pasos del pop y rock en Talavera de la Reina (2002). “Pensamos, ¿qué caracteriza al rock? La guitarra eléctrica. ¿Y qué caracteriza a Talavera? La cerámica. Así que él pintó una guitarra de cerámica. Se me encendió la bombilla, porque me preguntaba cómo sonaría eso”.

¿Y cómo suena? “Hicimos dos prototipos. La primera era un poco más tosca, más dura y en esa el sonido era más blues. La segunda es delgadita y suena muy brillante, muy Mark Knopfler. Es toda de cerámica, hueca por dentro, como una vasija de cerámica cerrada”. La guitarra, adquirida por el Ayuntamiento de Talavera de la Reina, se encuentra actualmente expuesta en el Centro Social Polivalente La Milagrosa. Martín, no obstante, aspira a seguir perfeccionando el instrumento, puesto que es muy frágil: “El proyecto está parado porque necesitamos encontrar un elemento que la endurezca sin perder el sonido, carbono, grafito o algo así. Porque la gente se echa atrás. Pero Carlos Santana la quiso. Solamente te digo eso”. Tras pedirle detalles, la historia adquiere considerables matices. Cuenta que un músico español le encargó una personalizada con sus iniciales, C.S., pero a última hora le plantó. “Dije, ¿C.S.? ¡C.S. puede ser Carlos Santana! Así que contacté a una agencia de management suya, les interesó, pero cuando les dije que había que pagar 2.400 euros ya no me contestaron más. Se pensarían que se la íbamos a regalar para hacer promoción, que era lo suyo, pero tío, estamos empezando, ¡y tú estás forrado!”.

En 2019, Martín impartió clases de música en la cárcel de Valdemoro, dentro del programa SGAE Actúa, para ayudar a personas en riesgo de exclusión social. Se integró allí en un grupo formado por presidiarios, Cal Viva: “En dos horas semanales teníamos para intimar, me contaban su vida. Cuando tocábamos se relajaban, se olvidaban de todo, me decían que para ellos era la libertad”. La experiencia fue tan gratificante que el músico repetirá proyecto en otoño y, además, presentará el 5 de octubre en el centro penitenciario su disco, que incluye una canción dedicada a los reclusos, Dos horas de libertad. El álbum, en el que acompañan a Luis el batería Ricardo Virtanen –que acumula 35 años en la banda, con suplencias de por medio– y el bajista David Merino, su última incorporación, también será presentado en la sala Rockville de Madrid el 19 de octubre.

El líder de Lobos Negros se encuentra preparando un nuevo documental, que se sumará al que previamente le dedicó Aure Roces, El hijo del sombrerero (2008), conducido por el periodista Diego A. Manrique. Preguntado por otro músico de Talavera más mediático y que igualmente tuvo película hace poco, Luixy Toledo, Martín confiesa mantener amistad con él. “Cuando hice el libro del rock en Talavera, le tuve que buscar, porque en los sesenta él era cantante de Los Aracaris”, cuenta sobre el polifacético artista, que adquirió notoriedad tras acusar a Michael Jackson de plagiarle Thriller y aparecer en los noventa en platós como el de Crónicas marcianas, hablando de la vida en Marte. “Dice cosas de ciencia ficción, pero lo de Michael Jackson yo lo veo factible. Que no significa que sea verdad”, opina. “Vino a Talavera un grupo de góspel americano y luego tocaron Los Aracaris. En el góspel había un tío que, según él, luego fue corista de Michael Jackson. Lo último que me contó es que los herederos le habían ingresado 50 millones de pesetas en un banco filipino que no conoce ni san Pedro, porque la mujer de Luixy es filipina”. Como muchos en la industria, Luis sabe que los éxitos pueden ser relativos, pero los mitos y las leyendas no.


miércoles, 19 de octubre de 2022

FALLECE ROBERT GORDON, HÉROE DEL ROCK AND ROLL REVIVAL

Jesús Sanz Morales

Plásticos y decibelios, 19/10/2022

[Otro de los grandes que se va.]


Robert Gordon, cantante que se hizo famoso a finales de los 70 y primeros años 80 como uno de los principales abanderados del revival del rock and roll original y el rockabilly, falleció ayer martes a los 75 años. Los buenos aficionados le recordarán siempre por su buena percha, gran tupé y sensacional voz de barítono.

La noticia la confirmó su sello discográfico, Cleopatra Records. La familia de Gordon había creado una página de GoFundMe el mes pasado, señalando que el cantante había estado en el hospital durante seis semanas mientras luchaba contra una forma de leucemia mieloide aguda.

“La increíble voz de Robert y su música no solo volvieron a poner al rockabilly en el mapa, sino que crearon recuerdos para todos nosotros. Una voz como la suya, junto con la autenticidad que aporta a la música, es inolvidable y no aparece muy a menudo”.

El vicepresidente del sello de Gordon, Matt Green, ha dicho en un comunicado:

“Cleopatra Records quisiera ofrecer nuestro más sentido pésame a su familia y amigos. Nos gustó trabajar con Robert, y extrañaremos su poderosa voz de barítono, así como su dedicación enfocada a su música”.

Nacido en Bethesda, Maryland, Robert Gordon se interesó en la música desde una edad temprana, citando la mítica y mágica “Heartbreak Hotel” de Elvis Presley como una de las principales inspiraciones para iniciar una carrera musical. A esa influencia se añadieron las de otros viejos rockers como Gene Vincent, Billy Lee Riley y Eddie Cochran.

A lo largo de los años sesenta, se interesó más en artistas de R&B como James Brown y Otis Redding que en las bandas de la Invasión Británica. Gordon hizo su debut discográfico a los 17 años en la banda The Confidentials.

A mediados de los 70s se mudó a Nueva York y se unió a los Tuff Darts, banda de punk- power pop habitual del CBGB. En 1976, la banda grabó las canciones “All for the Love of Rock and Roll”, “Head Over Heels” y “Slash”, para el recordado álbum recopilatorio “Live at CBGB’s” que incluía varias bandas locales, entre otras a unos primerísimos Mink Deville.

Mientras Gordon todavía estaba en los Tuff Darts, el productor Richard Gottehrer, quien también ayudó a lanzar las carreras de Blondie y Ramones, sugirió que el cantante intentara trabajar en música de estilo rockabilly con el guitarrista y pionero del rock instrumental (y unos de los padres del garaje) Link Wray.

Su primer álbum juntos, “Robert Gordon With Link Wray” de 1977, fue lanzado con poco bombo por el sello Private Stock, pero comenzó a llamar la atención después de la muerte de Elvis ese mismo año. Gordon y Wray luego hicieron un segundo LP “Fresh Fish Special” de 1978, que incluía la versión de “Fire” de Bruce Springsteen, que también grabaron por entonces las Pointer Sisters.

En 1978 Gordon firmó con RCA Records, el sello de Presley, y se convirtió en un revivalista de lujo del rock and roll con sus brillantes y convincentes interpretaciones del viejo rock and roll. Pero no solo salía airoso haciendo a los clásicos de los 50, tenía buen ojo, voz, y grupo, para salir bien parado en sus versiones de contemporáneos como Marshall Crenshaw o el propio Boss.

Llegó al Hot 100 de Billboard en un par de ocasiones: primero con una versión de “Red Hot” interpretada con Wray (No. 83 en 1977) y con su fantástica versión de “Someday, Someway” de Crenshaw en 1981 (No. 76).

Billy “The Kid” Emerson publicó el original de “Red Hot” en Sun Records en 1955, pero realmente lo que versionaron tanto Robert Gordon como los Beatles punk de Hamburgo no fue el original, sino la versión de Billy Lee Riley.

Lanzó tres álbumes para RCA: “Rock Billy Boogie” en 1979, “Bad Boy” en 1980 y “Are You Gonna Be the One” en 1981, discos en los que participaron grandes músicos como Chris Spedding, Danny Gatton, Lance Quinn o Tony Garnier, sin embargo, a partir de ese momento su carrera comenzó a decaer.

Entre 1994 y 2020, dispersamente, lanzó seis discos más basados ​​en el rockabilly y el blues, y siguió realizando giras por todo el mundo, compartiendo cartel con Glen Matlock de Sex Pistols, Kiss y Bob Dylan, entre muchos otros.

Su último álbum “Hellafied”, verá la luz el próximo 25 de noviembre, desgraciadamente ya a título póstumo.

domingo, 29 de diciembre de 2019

MUERE SLEEPY LABEEF, PROPAGANDISTA DEL ROCK AND ROLL EN ESPAÑA

Diego A. Manrique
El País,  27/12/2019

El cantante de Arkansas se benefició del redescubrimiento del 'rockabilly' en los años sesenta



Hoy sabemos que, por cada Elvis, Carl Perkins o Jerry Lee Lewis, hubo miles de cantantes sureños que, a mediados de los años cincuenta, se lanzaron a tumba abierta por la recién abierta senda del rock and roll. Grabaron sencillos para compañías pequeñas, discos que generalmente pasaron desapercibidos; en su mayoría, se retiraron o se arrepintieron y pasaron al country. El caso del cantante y guitarrista Sleepy LaBeef fue especial.

LaBeef, que murió el jueves 26 de diciembre con 84 años, nunca dejó la música y se mantuvo activo hasta el final, pese a sus dolencias cardiacas. Muy popular en Europa, visitó España con frecuencia, dejando incluso testimonios discográficos. De verdadero nombre Thomas Labeff, había nacido en 1935 en una familia de agricultores de Smackover, en Arkansas; sus antecesores eran acadianos (cajuns) de Luisiana. Trabajaba en Houston en 1955, cuando vio en concierto a Elvis Presley; como él, LaBeef había acudido a una iglesia pentecostal y pudo reconocer sus inflexiones de góspel aplicadas a un material profano. Decidió seguir su pista profesional.


LaBeef llamaba la atención: casi dos metros de altura, más de cien kilos de peso, una profunda voz de barítono; su apodo profesional era El Toro y su físico le permitió aparecer en alguna película de serie B. Artísticamente, su fórmula era simple pero irresistible: pisaba el acelerador y mantenía un ritmo vivo mientras atendía todas las peticiones. Tenía un conocimiento inmenso de los repertorios de Nueva Orleans, boogie, western swing, blues, honky tonk y demás variedades vaqueras. Su objetivo era que ninguno de sus espectadores se aburriera y desde luego que lo conseguía.

Grabó para sellos como Starday, Dixie, Wayside, la sucursal de Columbia en Nashville, Plantation y los resucitados Sun Records, propiedad del empresario Shelby Singleton. Fue allí cuando llamó la atención de Peter Guralnick, el futuro biógrafo de Elvis, que destacó que Sleepy representaba una conexión con el espíritu festivo de los años cincuenta; era un optimista libre de sentimentalismo o nostalgia. Un milagro de las noches sureñas que, avisó, se podía reproducir en otras latitudes.

A Europa llegó a finales de la década de los setenta, ganándose al personal con su cordialidad, su entrega y el calado de su cancionero. En España, que había permanecido fuera del circuito que presentaba a veteranos del rock and roll, causó hasta alborotos: el madrileño Teatro Martín fue clausurado en 1980 tras un concierto de LaBeef donde se superó el aforo permitido. La naciente comunidad de rockers españoles le adoraba: en la red se puede encontrar una aparición suya en Aplauso, el programa de TVE, donde entre los figurantes es posible ver a Carlos Segarra o Loquillo.

LaBeef tenía todos los números para convertirse en un peripatético artista de directo, obligado a tocar con bandas improvisadas (lo que no implica que no sufriera con algunos de los músicos europeos que le tocaron en suerte). Felizmente, compensó esos bolos con su carrera discográfica: fichó con Rounder Records, compañía de Massachusetts de aliento purista, que se esforzó en que sus álbumes tuvieran sentido. Esos lanzamientos contaron con instrumentistas jóvenes más el acordeonista Jo-El Sonnier e incluso históricos como el batería D. J. Fontana.

Convertido en una enciclopedia viviente de las músicas del Sur de los Estados Unidos, Sleepy LaBeef llegó a ser conocido como El Jukebox Humano. Nunca tuvo lo que llamaríamos un éxito, pero vio la reedición de todo lo que había grabado durante medio siglo de grabaciones. Su despedida oficiosa fue un documental de 2013, Sleepy LaBeef rides again, registrado parcialmente en el Estudio B de RCA, el antiguo lugar al que Elvis iba por las noches a grabar.

miércoles, 10 de abril de 2019

KIM LENZ. "SLOWLY SPEEDING" (2019). Piel blanca, alma negra


El pasado mes de febrero salió a la luz el último LP de la veterana Kim Lenz, Slowly Speeding. Lenz, relacionada fundamentalmente con el rockabilly y los sonidos rockeros de los 50 ha querido demostrar que tiene tablas suficientes para pasearse como una reina por el blues, el swing, el soul, el country y el psycobilly sin cortarse un pelo. Nada de rockabilly machacón sobre los mismos tres acordes. Kim Lenz realmente tiene clase y estilo para eso y para mucho más.



El álbum no puede empezar mejor: lo abre un tema sombrío con reminiscencias de blues, swing y las "dirges" de Nueva Orleans, el titulado "Bogeyman". La voz demoníaca de Kim se amalgama con una serie de oscuros guitarrazos reverberados y en directo es un espectáculo ver cómo su guitarrista en la gira española (nada menos que el ex-Nu Nile Mario Cobo) va bajando la cuerda sexta hasta llegar a una orgía de sonidos lúgubres.Con razón advertía directo eran un tanto oscuros. También tiene un toque gótico "Pine Me", un temazo que viene acompañado de un excelente vídeo a base de hermosas animaciones.



El psychobilly acelera el pulso del oyente en el siguiente corte, "Guilty". Ritmo vivo, sonido cavernoso y sucios solos de guitarra a lo Cramps. Uno de los temas de este disco que más hace bailar a la audiencia. Y después de esto es donde viene otra sorpresa: el siguiente tema, "Bury Me Deep" se aleja un tanto del rockabilly y se adentra en el rhythm'n'blues de los 60. Y es aquí donde Kim saca su vena más garajera aunque tampoco está muy lejos de su querida Wanda Jackson. Y más variaciones frente a lo previsible: llega el tema que da título al álbum y es una maravillosa pieza de honky tonk country a lo Hank Williams de impecable factura. Es todo un espectáculo ver a Kim con sus botas tejanas y a Mario Cobo desgranando llorosos sonidos de su steel guitar. Gran acierto la apuesta por el country.



Pero como el rockabilly en estado puro no puede faltar en un disco de Kim Lenz ahí está "Wild Oak", un tema que también hace las delicias del público más bailongo en los conciertos si bien persiste ese tono sombrío que impregna todo el disco. Y aquí hay que señalar otro acierto: los back vocals masculinos que dan la réplica en el estribillo a la voz reverberada Kim. Uno de los mejores temas del disco. Y con "I'll Find You" Kim se adentra de nuevo en los años 60 y se vuelve más garajera que nunca. Los guiños a los grupos de surf y rock and roll de los primeros años de esa década son innegables especialmente a Johnny Kydd and the Pirates y su "Shakin' All Over".


Mario Cobo a la steel guitar

"Percolate", sin embargo, es una pieza algo más amable que encaja mejor en el grueso de su discografía previa. Más pop y más bailable, también es quizá lo más radiable del disco. De hecho, ya había salido a finales del año pasado en single como anticipo del LP. Algo más rasposo y embrutecido es "Hourglass", con ese delay que remite al sonido más crudo de Memphis años 50, en especial a BIll Justis y a su "Raunchy". Y para terminar, "Room", un disparo de blues del bueno, negro como la noche negra, desde el alma negra de la pálida faraona del rockabilly moderno.


La mejor amiga de Kim.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

EL MEJOR GUITARRISTA DEL QUE NUNCA HAS OÍDO HABLAR

Emilio de Gorgot
Jot Down, marzo 2014


Danny Gatton, Telemaster.

Poca gente se enteró cuando aquel 4 de octubre de 1994 entró en el garaje de su querida granja, donde vivía con su mujer y su hija, donde practicaba con su guitarra, donde se dedicaba a su otra gran pasión: la mecánica de coches antiguos. Pero aquel día no entraba en el garaje para retocar ningún motor ni llevaba una llave inglesa en la mano, sino un arma. Cerró la puerta tras de sí y se pegó un tiro. Nunca se encontró nota de despedida. Jamás le había hablado a nadie sobre sus intenciones de suicidio. Nadie sabe a ciencia cierta por qué lo hizo. Sus familiares y amigos sospecharon, no obstante, que llevaba años batallando contra la depresión y que de acuerdo a su carácter introvertido no había pedido ayuda. Su muerte no apareció en los noticiarios internacionales como la de Kurt Cobain, por ejemplo, y en España ni siquiera sabíamos quién era. Pero su muerte sí fue un shock para el mundillo musical estadounidense, especialmente para el círculo de los guitarristas. Pocos hubiesen imaginado que iba a conocer semejante final, porque a sus cuarenta y nueve años había estado trabajando intensamente hasta prácticamente sus últimos días de vida. Aquello sucedió cuando finalmente estaba cosechando cierto grado de reconocimiento a nivel nacional, cuando algunos de los más famosos héroes de las seis cuerdas lo señalaban diciendo «ojo, este tipo casi desconocido es uno de los mejores». Todo quedó cortado de raíz con un balazo.

El título de este artículo no es un capricho. En los cuatro años anteriores a su trágica muerte Danny Gatton se había convertido en la tardía revelación del universo de la guitarra eléctrica y varias importantísimas revistas musicales habían coincidido por separado en calificarlo así: «el más grande guitarrista desconocido del mundo» (Rolling Stone) y «el mejor guitarrista del que nunca has oído hablar» (Guitar Player). Este apelativo no tardó en extenderse y desde luego era algo más que un truco de marketing: cualquier aficionado a la guitarra que lo viese tocar por primera vez quedaba boquiabierto, preguntándose quién demonios era aquel individuo y por qué nunca nadie le había hablado antes de él.

Otros solían llamarle The Telemaster, debido a que casi siempre utilizaba una guitarra Fender Telecaster, modelo que dominaba como ningún otro individuo sobre la faz de la tierra. Lo cual es curioso, porque creció idolatrando a Les Paul, el inventor de la guitarra eléctrica moderna y también el padre de la Gibson Les Paul, la guitarra que supone la competencia más directa de Fender. Cuando Danny Gatton era un niño, Les Paul era un músico de tremendo éxito en los Estados Unidos y aparecía frecuentemente en radio o televisión. Incluso antes de la explosión del rock and roll —que también dejó una huella indeleble en el pequeño Danny— Les Paul era ya considerado un guitar hero, en primero en la historia de la guitarra eléctrica moderna. Danny se obsesionó con Les Paul; según cuentan sus antiguos compañeros de grupo, podía imitar su forma de tocar con tal perfección que podían llegar a confundirlos si los escuchaban con los ojos cerrados. La pasión de Danny por la guitarra fue heredada de su padre, un antiguo guitarrista que había tenido que abandonar su profesión de músico para sacar adelante su familia, aunque eso no le hizo olvidar su obsesión con las seis cuerdas, que contagió a su hijo para siempre.

Les Paul fue su primer gran ídolo pero la Telecaster terminaría siendo su guitarra de elección, porque el sonido cristalino y brillante se ajustaba bien a su forma de tocar. Es un sonido peligroso, que permite que se noten más los errores, especialmente cuando se usa poca distorsión. Pero eso poco le importaba a Danny Gatton: tocaba siempre al límite, usando una gran cantidad de trucos de muy complicada ejecución, siempre al borde del sonado error. Pero su porcentaje de acierto era tremendo y los habituales de la Telecaster lo tenían como a una referencia básica. De hecho, la casa Fender comercializa una Telecaster con las modificaciones que Gatton introdujo; hoy es el modelo custom más caro de entre los muchos que la famosa marca tiene a la venta. ¿Cómo es posible que valga tanto dinero la guitarra signature de un músico del que casi nadie ha oído hablar? La respuesta es fácil: el gran público lo desconoce, pero los guitarristas lo adoran. Quizá el elogio más famoso recibido por Gatton fue el que le dedicó Steve Vai: «Danny Gatton es la persona que más cerca ha estado de ser el mejor guitarrista que jamás haya vivido». Muchos otros guitarristas se convirtieron en rendidos admiradores: desde Eric Clapton a Jeff Beck, pasando por Slash e incluso su idolatrado Les Paul, con quien llegó a compartir escenario en más de una ocasión. Sin embargo, una sola grabación o actuación no basta para entender en dónde reside su grandeza.

Aprendió a tocar de oído pero su repertorio técnico era aparentemente inagotable. Su capacidad más sorprendente era la de sonar como varios guitarristas diferentes según el estilo que estuviese interpretando. Esto es algo verdaderamente notable: por lo general, los guitarristas tienen un estilo predominante y sus tics habituales se detectan cuando se pasan a otros géneros de música. Así, podemos notar cuándo un guitarra que está tocando rock procede del jazz y viceversa, por poner un ejemplo. Para un guitarrista, el estilo es como el idioma para un hablante: resulta prácticamente imposible que no se le note el acento cuando habla en otra lengua. Pero esto no sucedía con Danny Gatton: podía metamorfosearse mágicamente y sumergirse de lleno en diversos estilos —blues, country, jazz, bluegrass, rockabilly, rock and roll— transformándose cada vez en un músico nuevo e irreconocible. Él mismo admitía no ser particularmente original, no haber inventado un estilo nuevo, considerándose más bien un camaleón cuyo principal talento era del de imitar cualquier cosa que pudiese hacerse con una guitarra. Cabe decir, no obstante, que probablemente infravaloraba su fabulosa síntesis de técnicas procedentes de diversas clases de música. Así que además de su impresionante técnica de autodidacta superdotado tenía varios corazones de guitarrista, uno para cada género. Cuando se ponía purista con alguno de esos géneros sonaba como si nunca hubiese tocado otro estilo que aquel que interpretaba en ese preciso momento. Hay que volverlo a decir: esta característica es una hazaña en sí misma.

Buena parte de la culpa de su escasa fama la tuvo él mismo. Es improbable que se hubiese convertido jamás en un icono masivo, eso es cierto, sobre todo por cuestiones de imagen. Parecía más el vecino de al lado o el dependiente de tu supermercado habitual que un icono rockero. No se percibía ningún tipo de presunción en él. Eso sí, sabía que era muy bueno y no se molestaba en negarlo, pero en sus entrevistas hablaba como el típico individuo de aspecto convencional con quien podrías tomarte una cerveza en un bar sin sospechar que te hallabas frente a un genio.

Empezó a llamar la atención siendo un adolescente y durante su juventud tocó con gente que se haría muy famosa, como los integrantes de Jefferson Airplane. Pero su personalidad se interponía entre él y el estrellato: hogareño y tranquilo, pronto decidió que las giras no eran para él. La vida de un músico puede ser bastante dura y no todo el mundo soporta ese ritmo de constantes viajes, actuaciones y momentos intensos combinados con interminables horas de aburrimiento entre bastidores. No resulta extraño que las drogas y el alcohol circulen tanto por el mundillo. Y Gatton no quería girar porque no era capaz de verse maleta en mano de aquí para allá. Nació en Washington D.C. y jamás dejó de habitar el estado de Maryland. Donde, sí, se hizo un nombre en el circuito local con experimentos como aquellos impresionantes Redneck Jazz Explosion que durante los setenta combinaban bluegrass tradicional, rock, jazz y toneladas de virtuosismo, la banda donde intercambiaba alucinógenos solos con el también superdotado Buddy Emmons, considerado por muchos el mejor intérprete de steel guitar del planeta. Pero más allá de la región no lo conocía nadie. Él siempre quería actuar en locales de la zona y la distancia máxima en la que aceptaba actuar era aquella que le permitiese dormir en su granja esa misma noche. Un músico que quiera llegar a alguna parte ha de moverse, ha de aprovechar la oportunidad allá donde se presente, ha de renunciar a una vida cómoda, `pero Danny Gatton no estaba hecho de esa madera: él metía la guitarra en la funda y se marchaba con su mujer y su hija. Algo que solamente pueden permitirse los músicos aficionados, o aquellos que son ya millonarios, pero que cercena la carrera de cualquier otro.

Así que dejó pasar sonadas oportunidades profesionales una y otra vez. Por más que apenas abandonase su región natal, por allí pasaban giras de músicos importantes y era lógico que un talento tan extraordinario como el suyo se hiciese notar. Algunos grande nombres quisieron hacerse con sus servicios. John Fogerty, alma mater de Creedence Clearwater Revival y una superestrella en los Estados Unidos, hizo todo lo posible por ficharlo para su banda de acompañamiento. Telefoneó a Gatton ofreciéndole tan cotizado puesto. Todo lo que Danny necesitaba era levantar el teléfono y devolver esa llamada. Se le «olvidó» hacerlo. No tuvo mejor suerte Bonnie Raitt, quien en sus años de mayor éxito también descubrió a Gatton, también quiso contratarlo y también recibió un sonoro plantón. Un guitarrista como él podría haber conseguido trabajo junto a casi cualquiera de las mayores figuras de la industria con tan solo enviar una cinta de demostración. Pero lo dicho: no quería irse de gira y abandonar su granja. Se limitaba a tocar en bares de la zona y a grabar sus discos de vez en cuando. Decía que no se veía como escudero de nadie. Tocó, eso sí, junto a un notable perdedor, Robert Gordon. Quizá porque eso no le exigía hacer grandes giras.


Quizá la oportunidad dorada que más podría haberse ajustado a su personalidad llegó cuando se le ofreció formar parte del programa más célebre en la historia de la televisión americana, The Tonight Show. En los talk shows estadounidenses la banda de música es un elemento básico y sus integrantes pueden usar el programa como inigualable trampolín profesional. Incluso, por qué no, como pasaporte directo a la fama. De haber aceptado, Gatton hubiese aparecido cuatro días a la semana ante millones de espectadores, demostrando su pasmoso talento a toda la nación. Era un empleo fijo y seguro, con un buen sueldo y además con la enorme ventaja de no tener que hacer incómodas giras para obtener una enorme popularidad. Pero una vez más, Danny dijo que no. Rechazó una oportunidad por la que miles de otros músicos hubiesen matado. ¿El problema? Que, aunque el empleo le garantizaba una residencia fija, tenía que trasladarse a Los Ángeles, ciudad donde se grababa el programa. Eso significaba que debía abandonar su granja. No hubo trato.

Pese su escasa ambición profesional, Gatton estaba lejos de ser el típico guitarrista que practica horas y horas en una habitación pero después no sabe qué hacer sobre un escenario. Al revés. Quizá era introvertido, pero acumulaba muchas tablas a sus espaldas. Sabía entretener al público y sus actuaciones estaba repletas de juegos de prestidigitación destinados a asombrar y divertir. En eso se parecía a su ídolo Les Paul, quien junto a su esposa Mary Ford había llenado sus actuaciones de trucos que iban desde la filigrana técnica al detalle humorístico. Les Paul fue el primero en entender que el noventa por ciento del público jamás ha sostenido una guitarra y no va a entender los virtuosismos si no van acompañados de espectáculo. Danny Gatton se apropió esa lección y sus propias actuaciones estaban también repletas de números casi circenses. Su gimmick escénico más famoso consistía en tocar slide con una botella de cerveza… llena de cerveza y desprovista de tapón. Al público le encantaba verlo mover la botella de arriba a abajo, tocando insólitos fraseos con una facilidad increíble, mientras la cerveza iba derramándose sobre el instrumento. Esto era un numerito fijo en sus conciertos, aunque él siempre dijo que prefería tocar slide con un pequeño frasco de vidrio, de esos que sirven para vender pastillas (a la manera de Duane Allman, vamos). El frasco resultaba infinitamente más cómodo y sencillo que la botella, pero al público le había gustado tanto lo de la cerveza derramándose que ya no podía renunciar a ello. Incluso aunque sacar alcohol al escenario fuese contra las normas —porque en los EE.UU. está prohibido beber en público en según qué lugares— él seguía con su botella, diciendo «ya sé que esto es ilegal, pero a quién le importa». Después de dejar perdido su intrumento, secaba la cerveza del mástil… ¡tocando por encima de una toalla! Algo increíblemente difícil de hacer.

Así que, aunque poco ambicioso en su carrera, no le molestaba hacer alardes sobre un escenario y aún menos cuando tenía a un rival que pretendiese ponerse a su altura. Otro guitarrista virtuoso, Amos Garrett (el mismo que asombró al mundillo con su solo de guitarra en la dulzona Midnight at the oasis, el mismo que hizo a Stevie Wonder exclamar que «era una de las cosas con mayor musicalidad» que había escuchado nunca) fue quien le aplicó a Gatton su sobrenombre oficial, The Humber, «el humillador», por la manera en la que hacía trizas a cualquier incauto que quisiera subir al escenario para poner a prueba sus habilidades frente a él. Aunque parezca mentira, en sus actuaciones Gatton solía tocar bastante menos de lo que realmente sabía, así que no era buena idea para otro guitarrista desafiarlo alegremente. Especialmente en sus años de relativo anonimato, más de un guitarrista presuntuoso hubo de salir del escenario con la cabeza gacha.

Su virtuosismo era producto de una muy particular disciplina. Gatton aprendió de oído, sí, y era un autodidacta sin conocimiento académico alguno. Pero se tomaba la guitarra muy en serio. El hoy famoso Joe Bonamassa, por ejemplo, era apenas un niño cuando empezó a destacar por su precocidad y consiguiendo que Gatton se fijase en él. Las anécdotas entre ambos nos hablan bien de cuál era la actitud perfeccionista de Danny Gatton hacia su instrumento. En algunos conciertos le dejaba su propia guitarra al pequeño Joe mientras decía: «escuchen tocar a este chaval, ¡tiene solamente doce años!». Entonces el pequeño Joe asombraba al público con sus habilidades. Pero después, ya en la intimidad, Gatton picaba al niño: «Tocas bien el blues, pero no sabes nada de jazz, ni de country, ni de bluegrass, ni de auténtico rock and roll». Le decía que estaba limitándose a sí mismo y le indicaba qué otras músicas debía escuchar. También le enseñaba algún ejercicio, diciendo que no volviese a visitarlo «hasta que no lo sepas tocar a la perfección». El pequeño Joe se iba a casa y practicaba ese ejercicio una y otra vez, hasta tenerlo completamente dominado. Después volvía a ver a su maestro para demostrarle que lo que había aprendido, tocando el ejercicio «con algunas notas de más para intentar impresionarle». Pero Danny rara vez se mostraba impresionado, al contrario: le enseñaba otro ejercicio todavía más complicado y de nuevo lo mandaba para casa. «Y no vuelvas hasta que lo sepas tocar a la perfección». Todo aquello ayudó a que Bonamassa se convirtiese en el guitarrista que es hoy en día, como él mismo rememora siempre. Y recordando a su maestro, Bonamassa admite que «todavía no sé tocar algunas de las cosas que Danny sabía hacer».



El gran momento de Danny Gatton llegó en 1990. Ya tenía cuarenta y cinco años cuando recibió su primera nominación a un premio Grammy. Su tema Elmira Street Boogie fue nominado como mejor instrumental de rock, pero no hubo suerte: Eric Johnson se llevó el premio con Cliffs of Dover, que tenía un sonido más actual y probablemente mayor proyección comercial. Aun así, la nominación hizo mucho por difundir el talento de Gatton y su nombre empezó a dar mucho que hablar para ser alguien que apenas había tenido ambición. Aquello lo ponía en el buen camino para alcanzar popularidad a nivel nacional: más apariciones en televisión, actuaciones en recintos mayores ante un público más numeroso y los primeros parabienes de esa fama con la que parecía soñar a veces, pero a la que sin embargo se había resistido siempre con tal de no tener que renunciar a su modesto estilo de vida. Fue entonces cuando la casa Fender reconoció a Gatton como el más excelso dominador de la Telecaster y le reclamó para trabajar en un modelo customizado.

Cerca ya de los cincuenta años pero camino de convertirse en una leyenda viva entre los guitarristas, todo parecía irle viento en popa. Solamente él sabe ya qué clase de extraño infierno estaba atravesando justo cuando el mundo de la música empezaba a reconocer su talento, cuando las revistas especializadas hablaban de él como quien habla de una mina de oro que ha descubierto en su jardín. No tendría mucho sentido hacer elucubraciones sobre el motivo de su estado de ánimo. Si realmente se trataba de una depresión, como parece probable, esa es una enfermedad que muy poca gente —quizá solamente quienes la sufren— es capaz de comprender. Parece que Danny Gatton fue un alma torturada durante mucho tiempo. El guitarrista que técnicamente «lo tenía todo», como decía Albert Lee, no tenía sin embargo paz de espíritu y se quitó la vida inesperadamente. Renunció para siempre a unos más que merecidos años de reconocimiento generalizado, y lo que es peor,  renunció para siempre a su mujer, a su hija y a sí mismo.

Su incipiente fama se esfumó, porque nunca fue un icono juvenil y su suicidio no lo transformó en una figura de consumo masivo. Probablemente le faltaba la imagen, como decíamos. Tras su muerte siguió siendo lo que había sido siempre, un «guitarrista para guitarristas», materia de estudio para quienes desean progresar en ese instrumento pero un desconocido para la mayor parte del mundo. Visto desde pleno 2014 es una rareza en una industria donde el noventa y nueve por ciento de la gente que se está haciendo rica y famosa no tiene ni siquiera el uno por ciento del talento que tuvo Danny Gatton. Pero él lo quiso así, rehuyó la fama y finalmente rehuyó la propia existencia. No podemos juzgarle por ello, pero sí lamentar el que la vida no terminase premiando sus celestiales dones con algo más de felicidad. Eso sí, algo quedará para siempre: la expresión boquiabierta de quienes lo ven tocando por primera vez. Un grande sin renombre, el mejor guitarrista del que nunca has oído hablar.



martes, 8 de diciembre de 2015

LOS LOBOS: LICÁNTROPOS DEVORADORES DE RAÍCES

Miquel Botella


Los Lobos, una de las propuestas más coherentes del rock. Su evolución, desde el tex-mex y el folclore mexicano, los ha llevado a sonidos más influidos por el blues y el soul y los ha convertido en una de las bandas más transversalmente interesantes del rico acervo de la gran música americana. Recuperamos una entrevista con el grupo hecha por Miquel Botella en la época de “This Time” (1999); con discografía comentada hasta entonces. Los Lobos: orgullo fronterizo en el este de Los Ángeles, sonidos de ida y vuelta entre México y el Gran Hermano del Norte, dos mundos en uno.

Abraham Quintanilla no lo tuvo fácil. Eso del sueño americano le sonaba a cuento chino: aunque había creado un grupo de rock’n’roll, Los Dinos, no conseguía sacarlo a flote. Si actuaban ante un público mejicano, los abucheaban por cantar en inglés y les exigían una tanda de rancheras; y al revés, el color oscuro de su piel los delataba y el racismo WASP les impedía actuar en escenarios anglos. Años después, Quintanilla comprobó por fin que el sueño americano sí existía cuando su hija Selena se convirtió en la reina de la tejano music.

Con el tiempo, ese conflicto entre dos lenguas y dos culturas se ha minimizado, y de la confrontación se ha pasado a la convivencia. En ese proceso normalizador, el papel de un grupo como Los Lobos ha sido determinante. La última vez que los angelinos visitaron Barcelona fue en 1987; ahora han vuelto para presentar su nuevo trabajo “This Time” (Hollywood-Edel, 1999). El primero en aparecer es César Rosas: le pregunto si habla español, y me replica que mejicano. Poco después se une a nosotros Louie Pérez.

1973. Rosas y Pérez, junto a Conrad Lozano y David Hidalgo, crearon Los Lobos del Este de Los Ángeles. “Comenzamos como rockeros, en inglés. Cuando formamos Los Lobos para tocar música tradicional, cambiamos las guitarras eléctricas por instrumentos tradicionales de México: la jarana, el guitarrón, el violín y todo eso. Después de ocho o nueve años, entramos en el rock otra vez, pero por la puerta del punk. Es como una novela”, recuerda Louie con una sonrisa. César añade que “nos criamos en el este de Los Ángeles, y vivimos dos mundos: el rock, que nos influyó tremendamente, y luego el folclore, la música de nuestras raíces. No diferenciamos entre una cosa y la otra: te puedo cantar una canción en español, ahorita, o una de Chuck Berry...”.


Saco a colación la anécdota del padre de Selena. ”En Norteamérica hay muchos racistas, y siempre es una lucha para los mejicano-norteamericanos”, reconoce César. “Pero como Los Lobos, hemos sido siempre muy afortunados”, se apresura a precisar Louie. Como una variante sutil de la discriminación racial, está el encasillamiento, el mismo que hizo que durante muchas décadas los afroamericanos solo pudieran tocar soul, blues y jazz. “¿Te refieres a si nos quieren tener en grupos, decir: ‘Ustedes son nomás latinos y quédense ahí con su música’?”, pregunta César. “Somos un ejemplo de que eso no ocurre, y no debería ocurrir. El pensamiento de Los Lobos siempre ha sido más abierto. Hay veces que sí hemos tenido nuestros problemitas: por ejemplo, el proyecto de ‘La Bamba’ fue algo que, como se hizo un gran éxito, mucha gente nos veía así como un grupito nomás: ‘Los latinos esos del sabor de la semana, que ahorita es un éxito y... ay, qué chistosito’. Por eso tratamos que el mundo no nos viera así, porque teníamos mucho más talento y otra música que descubrir”.

1978. Tras patearse el vecindario en fiestas y banquetes de boda, Los Lobos del Este utilizaron su repertorio de canciones tradicionales en castellano para editar “Just Another Band From East L.A.” (New Vista Records, 1978). Pero el barrio les quedaba pequeño, y pronto tuvieron una oportunidad cuando en 1980 Tito Larriva (líder de The Plugz) los metió de teloneros de Public Image Ltd. “Comenzamos cuando el punk aún estaba medio fuerte, tocando en Los Ángeles, en el área de Hollywood, en los únicos clubes donde los artistas podían hacer ‘showcases’ para presentar su música. Andábamos con todos esos grupos: X, Circle Jerks, The Blasters... Fue una experiencia francamente muy bonita, porque todo lo que decía la gente, que los punks eran muy brutos... Agarramos otro sentido, que esas personas eran como nosotros, nomás tenían los ‘mohawks’ colorados, pero eran muy buena gente, tenían el mismo sentido musical que nosotros”, evoca César. Aunque al principio el público punk se mostró algo reticente, pronto los encumbró. En esa ruta hacia el éxito fue decisiva la intervención de The Blasters, cuyo saxofonista, Steve Berlin, se convertiría en el quinto lobo oficial.



1982. Contrato con Slash Records. Un año después publicaban “... And A Time To Dance”, al que seguirían “How Will The Wolf Survive” (1984), y “By The Light Of The Moon” (1987). El grupo saltó a la fama internacional cuando en 1987 consiguió un éxito sin precedentes con la banda sonora de “La Bamba”, una película biográfica sobre Ritchie Valens. En lugar de apoltronarse, Los Lobos reaccionaron y dieron otra vuelta de tuerca: primero, con un disco de folclore mejicano puro y duro, “La pistola y el corazón” (1988), y con su regreso al rock, “The Neighborhood” (1990). Y del sonido inicial basado en el rock’n’roll y el tex-mex, pasaron a otro más inclasificable. “Los primeros discos tenían estilos muy distintos: tocábamos tex-mex, rock clásico y blues por separado. Pero en los últimos, el sonido es más nuestro, todas las influencias forman una lengua propia”, explica Louie. “Llegamos a un lugar en que la música de Los Lobos ya tiene un sonido distinto, se ha desarrollado. Muchos nos preguntan: ‘¿Qué tipo de música tocan ustedes?’, y ya comenzamos a decirles que es lobo music”, añade César.




En el arranque de esta nueva etapa hay un momento clave: el inicio de su colaboración con Mitchell Froom y Tchad Blake. Con su arsenal de efectos y elaboradas técnicas de producción, Los Lobos pasaron del roots rock al art rock. El álbum “Kiko” (Slash, 1992) fue el detonante, como reconoce Louie: “Sí, fue como empezar otra vida: salimos de un ‘cocoon’ y comenzamos otra carretera, con muchas posibilidades”.

Los Lobos han estado muy ocupados en los últimos años, con sus aportaciones a los discos del pionero rockabilly Paul Burlison, de Ozomatli y de Elíades Ochoa. Pero una de sus actividades más usuales ha sido el cine, con la inclusión de canciones en “The Mambo Kings” o “The End Of Violence”, o como compositores de score instrumental en “Desperado”, “The Wrong Man” o “Feeling Minnesota”. “Nos gusta mucho hacer ‘scores’, nos conviene porque podemos trabajar y quedarnos en nuestros hogares. Al mismo tiempo, es tremendo, es difícil y también es ‘challenging’”, apunta César.

Y lejos de los soundtracks, los componentes del grupo también han iniciado diversos proyectos paralelos. El primero en nacer fue LATIN PLAYBOYS, con Pérez, Hidalgo, Froom y Blake, ya con dos álbumes, “Latin Playboys” (Slash, 1994) y “Dose” (Atlantic, 1999). “Tras ‘Kiko’, continuamos grabando en casa de David, en un aparato casero. Vimos que esas ‘tapes’ tenían posibilidades. De ahí surgió la idea de un grupo como Latin Playboys. Es un sonido lo-fi, algo muy libre, casi cósmico”, explica Louie.

El segundo grupo paralelo es SUPER SEVEN, una superbanda integrada por Hidalgo, Rosas, Freddie Fender, Flaco Jiménez, Joe Ely, Rick Treviño y Rubén Ramos, una réplica chicana al “Buena Vista Social Club”. “Sí, son los tejanos versus cubanos; les vamos a ganar (carcajada). Nosotros nomás grabamos ‘Los Super Seven’ (RCA, 1998), ha salido y... Fíjate que parece que hay interés en hacer otro disco”, avanza César. Rosas también ha debutado en solitario con “Soul Disguise” (Rykodisc, 1999).

Por su parte, David Hidalgo ha creado el grupo de blues HOUNDOG, junto al ex Canned Heat Mike Halby, con un LP homónimo (Sony, 1999), y también ha editado un disco de world beat, “Kambara Music In Native Tongue” (Waterlily Acoustics, 1998), junto a Martin Simpson, Viji Krishnan y Puvalur Srinivasan.

La frenética actividad de Los Lobos ya tiene nuevos retos. Hidalgo y Pérez componen música para una obra del Mark Taper Theatre. “Se llama ‘La canción de Orfeo’, y se basa en el mito de Orfeo y Eurídice”, confirma Louie. También hay en cartera un disco de Navidad de Los Lobos, y su creciente colaboración con la web LosLobos.org, creada por uno de sus fans. “Krazyfish comenzó una web no oficial él solo. Leímos lo que escribía, después me puse en contacto con él, y ya somos buenos amigos. Lleva unos siete meses trabajando con nosotros, y le damos más ideas”, declara pícaramente César. Gracias a la red, el grupo pudo avisar a sus seguidores de una serie de conciertos en diversas ciudades norteamericanas. “Cada noche nos presentábamos como una sorpresa: cuando entraba la gente al show, entonces veía que éramos Los Lobos. No era secreto, pero fuera del lugar no se podía hacer publicidad con nuestro nombre. Con Krazyfish pensamos que era una buena idea mandar unas cartitas a nuestros amigos lobofans para decirles que íbamos a estar en ese lugar y este lugar”.

En esos conciertos, Los Lobos hicieron gala de algo que quedó claro en sus shows españoles: la ausencia de un repertorio preparado. “Cada noche es improvisada, totalmente. Muchas veces sale muy bien, y otras noches es ‘too much confused’, se pone bien loco –reconoce César–. No llevamos lista de canciones: nomás arriba en el ‘stage’, si tengo una idea y quiero cantar una canción, lo digo a los muchachos: ‘Así, canciones, canciones’” (chasquea los dedos).

Llegados a este punto, la pregunta trascendente: ¿se consideran hijos de Ritchie Valens, o padres de Blazers, Iguanas e incluso Morphine? “Para nosotros la música es muy complicada pero muy básica. A veces nos sentimos parte del sonido de Valens, porque tenemos un gran respeto por el éxito de ‘La Bamba’; pero ahora todo ha cambiado. En cada disco pensamos diferente. Lo que trato de decir es que nos sentimos iguales, aunque ahora más modernos, intentando componer música nueva”, resuelve César.

Y ya puestos, a ellos, que han participado en discos de tributo a Grateful Dead, Buddy Holly, Doc Pomus, Jimi Hendrix e incluso Walt Disney, ¿qué artistas les apetecería que tocaran en un futuro homenaje a Los Lobos? “Todos los que nos gustarían ya están muertos” (gran carcajada de César). “‘Let’s see’: Circle Jerks, Germs, X...”, enumera Louie. “Ahorita no sé. Dame un ratito... “, concluye César con otra risotada.”  


jueves, 3 de diciembre de 2015

UN MUNDO SIN EDDIE COCHRAN

Emilio de Gorgot
Jot Down, noviembre 2015



Hemos crecido y vivido en un mundo sin él. Un mundo un poco peor de lo que pudo haber sido, un mundo en el que faltan unas cuantas canciones que él nunca llegó a escribir.  El 16 de abril de 1960, en la carretera que une Londres y Bristol, un taxi perdió el control cuando uno de sus neumáticos estallaba de repente. A bordo viajaban tres jóvenes, dos chicos y una chica, artistas estadounidenses que estaban de gira por Inglaterra. El mayor de los tres, aunque solamente tenía veinticinco años, era el cantante Gene Vincent, famoso gracias a la canción «Be-Bop-A-Lula». Aquel día se destrozó por segunda vez la misma pierna que cinco años antes ya se había pulverizado en un accidente de moto. Por entonces los médicos habían querido amputarla y él se había negado. Tampoco esta vez hubo amputación, pero quedó con dolores que lo arrastrarían a una fuerte dependencia de las drogas hasta su muerte, sucedida poco más de una década después. La chica, Sharon Sheeley, que contaba veinte años y ya ejercía como compositora para algunas figuras del rock and roll, se rompió la pelvis. Además perdió a su novio, que estaba sentado junto a ella y que al intentar protegerla salió despedido del vehículo, sufriendo graves heridas en la cabeza. Lo llevaron, todavía vivo, a un hospital donde murió algunas horas más tarde. Se llamaba Eddie Cochran y tenía solamente veintiún años.

Las consecuencias de aquella pérdida resultan imposibles de cuantificar. ¿Qué podría haber hecho de continuar con vida? Incluso con su temprana muerte y una lista de grabaciones relativamente breve, la importancia de Eddie Cochran en la historia de la música rock fue enorme, aunque no resulte tan obvia como la de otros nombres. Durante las dos décadas siguientes fueron muchos los artistas que imitaron y copiaron rasgos de su música. Elvis Presley era el buque insignia del rock & roll a nivel popular, pero Cochran, como Chuck Berry o Little Richard, aportó elementos para la evolución del nuevo estilo que Elvis no podría haber elaborado por sí mismo. De hecho murió cuando empezaba a romper moldes, insinuando caminos que no se terminaron de desarrollar hasta después de su desaparición. Cuando uno escucha una recopilación de sus grandes éxitos en el contexto de su tiempo, resulta difícil creer que sin haber cumplido los veintidós años hubiese dado, por sí solo, varios pasos hacia lo que vendría después.

Eddie saltó a la fama cuando tenía dieciocho años, en 1956. Durante aquellos meses, su país, Estados Unidos, bullía como un avispero a causa de un nuevo fenómeno llamado Elvis Presley, que no solamente volvía locas a las chicas, sino también a las discográficas. Los productores y ejecutivos revolvían la tierra en busca de jóvenes, preferiblemente blancos y bien parecidos, que pudiesen interpretar aquella música llamada rock & roll que estaba asolando la nación. La mayoría de los nuevos talentos que encontraban provenían del cálido sur, como Elvis y el rock & roll mismo, aunque Eddie Cochran había nacido en el frío norte. Mientras crecía en Minnesota, el pequeño de cinco hermanos era feliz jugando con otros niños o yendo con su padre a cazar y pescar. Su inclinación a la música se manifestó por sí sola cuando su familia lo veía embobado frente a la radio. Uno de sus hermanos le enseñó algún acorde de guitarra y Eddie empezó a practicar; aunque también tocaba el piano, la guitarra era su primer amor. Cuando tenía quince años, toda la familia se mudó a California, a las afueras de Los Ángeles. Allí Eddie se sentía extraño, lejos de sus pasatiempos campestres y sus amigos de la infancia, y se protegió de la soledad practicando todavía más con su guitarra. Su madre recordaba que «si se lo hubiéramos permitido, se habría pasado veinte horas diarias tocando». En cualquier caso, la idea de llegar a ser músico profesional se convirtió rápidamente en su nueva obsesión. Todavía siendo un quinceañero actuó por primera vez ante público, en el colegio. Después lo hizo donde quiera que se lo permitiesen, sin cobrar un centavo, en bailes escolares o inauguraciones de comercios. Tocaba country y rhythm & blues. Y era lo bastante bueno como para que le ofreciesen su primera actuación pagada, en el auditorio municipal de South Gate. Aquel día estaba tan nervioso que se le cayó la púa durante el concierto.


Durante una de aquellas actuaciones tempranas como profesional se cruzó con un cantante de country llamado Hank Cochran. No eran familia, ni siquiera se conocían, pero la coincidencia de apellidos debió de parecerles un detalle divertido porque decidieron unir fuerzas. Hank era solamente seis años mayor que Eddie, así que decidieron presentarse como The Cochran Brothers. Por entonces Hank era la voz principal y Eddie el guitarra solista, aunque también cantaba ocasionalmente. Actuaban con frecuencia en directo y publicaron varios singles. No tuvieron éxito, pero la experiencia sirvió para que Eddie se familiarizase con la cara más seria del negocio, con pequeñas giras y visitas al estudio. También aprendió cómo se las gastaban los directivos de las discográficas: un día, su manager les consiguió una audición ante el ejecutivo de una compañía, a cuyo despacho acudieron provistos con sus guitarras. Tuvieron que interpretar alguna canción mientras el tipo leía un periódico, fingiendo no prestarles la menor atención. Una situación humillante. Al final fueron contratados, pero Eddie pudo entender que una discográfica no era el mejor amigo del músico y que en los despachos no iba a recibir palmaditas en la espalda. En fin, en aquellas sus primeras grabaciones podemos escucharle cantar junto a Hank (si no los distingue aún, Hank canta las dos primeras frases, Eddie las dos siguientes) y por supuesto tocando su guitarra. Por entonces todavía no había cumplido los dieciocho.

Eddie también se ganaba sus dólares ejerciendo como guitarrista de sesión para otros artistas, y en 1956 ya podemos escucharle en discos ajenos. Por ejemplo, tocando la guitarra acústica en esta preciosa canción de Tom Forse, o sus característicos arreglos y solos con la eléctrica en este single de Skeets McDonald. Como se ve, Eddie era reclamado por algunos cantantes vaqueros que querían sumarse a la moda rockera y él mismo estaba derivando cada vez más en esa dirección. Parece ser que durante una visita a Texas, Eddie llegó a contemplar una actuación en directo de Elvis. El propio Presley no tendría más de veintiún años por entonces, pero sabemos del poder que ya por entonces desplegaba en escena, un poder que hacía cambiar la perspectiva de quienes acudían a uno de sus shows. Eso le sucedió a Eddie, que desde aquel momento quiso volcarse en un rock & roll más enérgico, dejando de lado el country que centraba la atención de Hank Cochran. Era cuestión de tiempo que el dúo se separase y que Eddie empezase a grabar en solitario. Para ello recibió el empujón de otro músico, Jerry Capehart, a quien habían conocido en una tienda de instrumentos y que se convirtió en su manager. Aunque hay que decir que el primer single que Eddie Cochran publicó a su nombre no era particularmente memorable: «Skinny Jim» imitaba un poco las canciones de Little Richard y, la verdad, oído hoy no destaca entre la producción de sus contemporáneos, excepto porque una vez más demuestra que a tan temprana edad era ya un guitarrista muy respetable.

En cualquier caso, Eddie era un diamante en bruto a la espera de ser descubierto. Bien parecido, elegante pero con esa aureola de rebelde que Elvis había puesto de moda, y desde luego con mucho talento, tarde o temprano alguien tenía que fijarse en él. Su gran oportunidad llegó cuando le ofrecieron aparecer en la película The Girl Can’t Help It, interpretando un playback. El largometraje pretendía aprovechar a toda prisa la nueva moda del rock & roll, utilizando como vehículo a Jayne Mansfield, la versión (aun más) revoltosa de Marilyn Monroe. Aparecerían nombres como Little Richard o Fats Domino, y desde luego era una oportunidad única para Eddie. En su única secuencia cantaba «Twenty Flight Rock» (ahora sí, una canción memorable) aunque aparecía extrañamente envarado. En cualquier caso, debió de molestarle que eliminasen el solo de guitarra del metraje. Querían venderlo como cantante, pero Eddie se consideraba también, y sobre todo, un guitarrista. Incluso se cuenta que se negó a aparecer sin su instrumento, como pretendían los. De hecho, el tema mostraba uno de los rasgos más notables de las composiciones más rockeras de Cochran, que solían estar basadas en un riff o fraseo de guitarra, siempre muy característico. Como sea, «Twenty Flight Rock» no fue un éxito tremendo pero sí pasó a la posteridad como su primer clásico y ha sido repescada muchas veces, entre otros por los Rolling Stones, los Stray Cats (claro) o Paul McCartney, a quien saber tocar este tema con la guitarra le sirvió para entrar en los Beatles.


Aparecer en una película de Hollywood le dio proyección nacional y le facilitó firmar un nuevo contrato con Liberty Records. No era una discográfica enorme, pero tenía algunos tantos de los que presumir, aunque en principio no parecía la compañía más indicada para alguien como Cochran. Por allí pasó Henry Mancini antes de alcanzar la celebridad, aunque sus artistas más vendedoras del momento estaban siendo las hermanas Patience and Prudence, dos chiquillas angelicales, hijas del antiguo pianista de Sinatra, que obtuvieron su primer bombazo en 1956 con la bonita versión de un tema de principios de siglo, «Tonight You Belong To Me». Aquello era lo menos rockero del universo, pero convenció a Liberty de que la música melódica todavía era un producto rentable. Hicieron que Eddie grabase también una canción melódica, «Sittin’ in the Balcony», en donde ni siquiera le dejaron tocar el solo de guitarra (se encargó el músico de jazz Howard Roberts, aunque imitando el estilo de Eddie). La canción era buena y vendió muy bien, así que en Liberty se convencieron de que habían acertado arrastrando a su nuevo fichaje hacia terrenos más cercanos a la música pop del momento. El siguiente single, «Drive and Show», iba en la misma línea. Sin embargo, ya no vendió como esperaban. Lo mismo sucedió con el LP Singin’ to my Baby, único disco de larga duración que Eddie público en vida. No me entiendan mal, el álbum es una delicia, pero la verdad es que, sobre todo en su versión original, tenía menos rock & roll y más baladas de lo que cabía esperar. Aquel no era el mejor Eddie Cochran posible. Si se hubiese quedado en aquel estilo jamás hubiera ejercido tan enorme influencia en siguientes generaciones. Singin’ to my Baby no ofrecía nada que no ofreciesen también otros jóvenes artistas del momento, al contrario, sonaba muy estandarizado. Y en consecuencia no vendió bien, excepto en Inglaterra, donde recibían con invariable entusiasmo toda novedad que llegase de América. Pretender que Eddie Cochran se redirigiese al mercado de las baladas era una suprema estupidez.

Sus ventas no estaban siendo buenas pero su carisma continuaba intacto y su popularidad no decayó. En 1957 volvió a aparecer, esta vez también como actor, en la película Untamed Youth. Mientras en sus actuaciones musicales filmadas (y sobre todo en sus fotos) siempre aparentaba bastante más edad de la que tenía, en el largometraje resulta más fácil percibir al adolescente que en realidad todavía era. La verdad, es algo grande verlo con gorra de cuadros y llamando la atención del espectador con actitud infantil y toda clase de gestos inquietos. Era prácticamente un chiquillo. Aquel era el Eddie juvenil y rebelde al que el público quería ver.



Cuando Liberty Records vio que el giro al pop no estaba resultando, dejaron manos libres a Eddie para que volviese a escribir canciones como «Twenty Flight Rock», más basadas en sus característicos riffs de guitarra y cantadas con un estilo más desenfadado. La vuelta al redil comenzó con la maravillosa «Jeannie Jeannie Jeannie», en donde demostraba que sus habilidades como vocalista habían mejorado mucho en cuestión de meses y donde además nos regalaba otro solo de guitarra marca de la casa. La canción (y otras como «Pretty Girl») podía demostrar a los siempre desconfiados jóvenes oyentes de la época que Cochran no se había domesticado antes de tener edad legal para beber alcohol, pero por desgracia el resultado comercial volvió a ser decepcionante. En Liberty, pues, volvieron a intentar tirar sobre seguro y le hicieron editar una nueva balada, que era divertida, sí, con las voces de las chicas y demás, peroera  una balada al fin y al cabo: «Teresa». Tampoco funcionó. Volvieron a probar con otra balada, esta vez mucho menos interesante y que, como era de prever, tampoco resolvió la situación: «Love Again». La situación era delicada. En aquellos tiempos el negocio musical iba muy deprisa. Había un sinnúmero de artistas tratando de hacerse notar en mitad de la fiebre del rock & roll y la competencia era despiadada. Eddie corría el peligro de quedar fuera del radar. Por fortuna, su inspiración era demasiado grande como para no ofrecer una alternativa.

Y la alternativa estaba en la otra cara del disco, que venía con sorpresa. Mientras la compañía se empeñaba en insistir con el pop, el talento adolescente de Cochran estaba derivando hacia algo que empezaba a salirse de la norma. Era demasiado creativo como para quedarse encorsetado en baladas. Cuando se presentó con una nueva canción que no se parecía a nada que estuviese en las listas por entonces, en Liberty Records, sin mucha fe, le dejaron publicarla como cara B de la insulsa «Love Again». Sin embargo, en cuanto los pinchadiscos de las radios descubrieron aquel tema, se olvidaron por completo de la aburrida cara A y el público descubrió a un nuevo Eddie Cochran que no solamente sonaba rockero, sino que además sonaba distinto. Aquella era la canción que iba a situarlo en el Olimpo. Hablamos, cómo no, de la inmortal «Summertime Blues»:


Aquella canción, que prácticamente introdujo el concepto power chords en la música rock (con permiso de los Everly Brothers y sus guitarrazos diez años anteriores a Deep Purple), fue un gran éxito pero sobre todo tuvo una influencia descomunal en las siguientes generaciones, especialmente durante los años sesenta y setenta. La grabaron o la tocaron en directo gente como The Who, Beach Boys, Blue Cheer, Jimi Hendrix, Ventures, T-Rex… en fin, la lista de gente que la ha homenajeado es muy larga. Pero sobre todo suponía una nueva forma de enfocar una canción rock. Ya no se trataba de aplicar el típico esquema de rhythm & blues, como hacían casi todos sus colegas. Cochran estaba haciendo algo nuevo. La letra, además, era toda una declaración de principios juvenil que reflejaba las ganas de fiesta de los adolescentes estadounidenses (y de casi todo Occidente), incluyendo divertidas frases en las que parodiaba las voces de los aburridos adultos. La canción funcionó tan bien que de una puñetera vez convenció a la discográfica de que habían fichado a un talento fuera de lo normal al que tenían que concederle libertad.

¿Y cómo respondió Eddie a esa libertad? Pues con una breve pero arrolladora racha de clásicos, que, aunque no repitieron el enorme éxito comercial de «Summertime Blues», estaban modernizando el sonido de aquella década sin que sus propios contemporáneos fuesen plenamente conscientes. Primero publicó otro tema con una similar base rítmica pero un aura diferente, llamado «C’mon Everybody», del que también se han hecho sonadas versiones, desde Sex Pistols a Bryan Adams, pasando por UFO o Humble Pie, y cuya estructura ha sido imitada mil veces. La siguiente canción sí era un rhythm & blues más tradicional, pero, ¡qué canción! Aunque no era tan vanguardista como las anteriores, su melodía parecía compuesta por cualquiera de los mejores escritores a sueldo que trabajaban para las discográficas negras. Pero no, era obra de Eddie Cochran, un veinteañero blanco, un genio en el comienzo de su ebullición, que ya paría cosas como «Teenage Heaven». La racha continuó con su tema más contundente hasta la fecha, la absolutamente descomunal «Somethin’ Else». Aquello era rock & roll. No me sorprende que Sid Vicious estuviese obsesionado con berrear temas de Eddie Cochran mientras montaba una moto. La música de Cochran era la misma materialización de lo cool:



Además de otros temas más rockabilly («Little Lou»), grababa también algunos más cercanos al blues, como «Teenage Cutie», que se adelanta casi una década al sonido de Creedence Clearwater Revival. Sin embargo, las listas de éxitos se le volvían a resistir. Era un artista popular y hacía giras que funcionaban bien, pero no vendía muchos discos. Esto resulta difícil de explicar, salvo por el hecho de que la moda del rock & roll estuviese empezando a decaer. Pese a estar un paso por delante de muchos otros, o quizá precisamente por ello, las ventas de aquellos temas no fueron espectaculares. Quizá como revulsivo publicó otra versión, el «Hallelujah I Love Her So» de Ray Charles. No era una canción escrita por él, pero el talento de Eddie lo impregna todo en ella. No solo su voz hace justicia al tema, sino que además toca el piano y demuestra sus más que evidentes progresos como guitarrista (¡tenía veinte años!). También recomiendo escuchar la versión en directo que realizó para una radio británica, con la adición de una sección de cuerda… ¡impresionante! Esta sería una de sus últimas grabaciones registradas.


Con todo, dudo mucho que Eddie Cochran hubiese sufrido el síndrome de obsolescencia que afectó a otros artistas de aquella generación. Estaba convirtiéndose en un profesional muy completo. Podía haber salido adelante como músico, pero también como productor. Si se fijan, no era solamente la estructura de algunas de sus canciones la que estaba abriendo nuevos caminos, sino el sonido mismo de sus discos. Cuando el talento de Cochran resultó tan evidente que no tuvieron más remedio que dejarle hacer a sus anchas, empezó a toquetear también los sistemas de grabación. Experimentaba grabando por varios canales de una forma que, incluso con las limitaciones técnicas de los cincuenta, anticipaba lo que unos años más tarde harían (con ayuda de sus respectivos técnicos, productores e ingenieros) los Beatles o los Beach Boys. Piénsenlo bien: a finales de los cincuenta, ¡había un chaval de veinte años adelantándose a todos ellos! A esto hay que sumar la considerable experiencia añadida como músico de estudio, ya que no había dejado de ejercer como guitarrista de sesión y podemos escucharle tocar en canciones de John Ashley («Born to Rock»), Bob Luman («Guitar Picker»), Galen Denny («What Ya Gonna Do»), Bob Denton («Pretty Little Devil»), Troyce Key («Baby Please Don’t Go»), por citar unas cuantas.

Por desgracia para la historia de la música, un accidente de tráfico se lo llevó a una edad tan temprana que ni siquiera podemos empezar a hacernos una idea de cuáles eran los límites de su potencial. Le faltaban seis meses para cumplir los veintidós años. Paradójicamente, fue después de muerto cuando obtuvo su primer número 1 en el Reino Unido con «Three Steps to Heaven», la canción que entre otras inspiró «Queen Bitch» de David Bowie (quien también incluyó guitarrazos a lo Cochran en mitad de «Space Oddity»). Era una balada, pero ya no cualquier balada, sino que seguía mostraba a un Cochran más maduro que se había apoderado del estudio de grabación. En 1960. Piensen que en 1970, cuando se separaron los Beatles, murieron Jimi Hendrix o Janis Joplin o cuando Bowie estaba ya grabando lo mejor de su carrera, Eddie Cochran hubiese tenido solamente treinta y un años. Quién sabe lo que podría haber estado haciendo por entonces. Hemos estado viviendo en un mundo sin Eddie Cochran. Y eso, la verdad, ¡es terrible!