Mostrando entradas con la etiqueta Country. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Country. Mostrar todas las entradas

domingo, 24 de noviembre de 2024

AMERICANA, LA RECUPERACIÓN DE LAS RAÍCES

Miquel Botella Armengou

Ciudad Criolla, 17/07/2024


¿Qué tienen en común los Rolling Stones cuando cantan Dead Flowers, Bruce Springsteen cuando evoca a Pete Seeger o artistas de aquí como Blueroomess o Xavi Malacara, así como John Hiatt y Steve Earle? Muy sencillo: todos ellos se pueden incluir dentro de este movimiento musical conocido como Americana.

Un chico entra en una tienda de discos de barrio y pregunta: “¿Tiene algo de Americana?”. Y el dependiente, que lleva cuarenta años despachando los éxitos de cada temporada, le responde con un despectivo: “Escucha, chaval, la sastrería está en la acera de enfrente”.

Esta situación es exagerada, pero es ilustrativa del desconocimiento del fenómeno musical conocido como Americana. Si consultamos el diccionario Webster, encontramos esta acepción del término: “Materiales característicos de América, su civilización, o su cultura”. 

(Un caso claro sería la obra del pintor Edward Hopper, con cuadros como el de la imagen superior, titulado Gas).

Esto ya es otra cosa: si hablamos de cultura, la música es cultura. Por una regla de tres, Americana sería la música basada en materiales característicos de los Estados Unidos, es decir, en estilos de raíces norteamericanas. 

Un formato radiofónico para defenderse

La denominación Americana aplicada a la música no es nueva, y de hecho ha sufrido una evolución desde que fue acuñada y registrada por Jon Grimson, un empleado del departamento de promoción del sello Warner/Reprise-Nashville. 

En 1994 fundó CounterPoint Music Group, LLC, la primera compañía promotora independiente de discos especializada en Americana. Grimson fue decisivo al iniciar el formato radiofónico con este nombre junto a Gavin Magazine en 1995.

Y llegamos a uno de los rasgos básicos del Americana: aunque actualmente se usa para hablar de un estilo, en realidad nació –y, de hecho, aún lo es– como una radiofórmula, como, por ejemplo, la llamada AAA (Adult album alternative).

A diferencia de otros formatos, en la génesis del Americana intervinieron todos los sectores de la industria, no solo los sellos, sino también los propios artistas y compositores e incluso los medios de comunicación especializados. 

La web AllMusic lo explicaba así: “El Americana se desarrolló durante los noventa como una reacción orientada a las raíces ante los sonidos comerciales que dominaban el country mainstream de aquella década. Pero mientras el country-rock alternativo se desarrolló a partir del punk, el rock alternativo y el country, el Americana surgió de unas fuentes menos crudas”. 

Y añadía: “De hecho, muchas de las cosas que se engloban bajo el paraguas del Americana son un revival de estilos de country inactivos o adormecidos, como el western swing y el rockabilly. Pese a ser considerado un formato de radio alternativo, no rompió con la tradición del country, sino que la incorporó”.

La estrecha colaboración entre todos los sectores que dio vida a la radiofórmula se concretó en 1999 con la creación de la Americana Music Association (AMA), una organización con sede en Nashville para la promoción de esta música. 

El carácter integrador del movimiento, reflejado en la campaña All-Americana

La entidad está integrada por profesionales de todos los ámbitos: artistas, compositores, productores, mánagers, propietarios de locales, programadores de radios, sellos, dueños de tiendas, periodistas, etc. 

La AMA nos daba una definición muy precisa de Americana: “Música de raíces americanas basada en las tradiciones del country. Combina los sonidos tradicionales del country con influencias de rock, blues, bluegrass, folk y mucho más”. 

Y puntualizaba: “Aunque el modelo musical puede remontarse a la mezcla que Elvis Presley hizo de hillbilly y rhythm’n’ blues y que daría lugar al rock’n’roll, el Americana es un formato radiofónico desarrollado durante los noventa como una reacción al sonido demasiado pulcro que definía el mainstream de aquella década”.

La tarea desarrollada por la AMA para el conocimiento y la expansión del Americana constituye un modelo muy interesante que incluso se podría aplicar a otras latitudes (y pienso, por ejemplo, en la cantera española de música con raíces norteamericanas, tan rica pero tan dispersa). 

Entre sus proyectos está el AmericanaFest (un festival con seminarios y conciertos) y los Americana Honors & Awards, creados para reconocer y celebrar los méritos en este género y que, por ejemplo, han premiado a personajes tan dispares como Buddy Miller, Lyle Lovett, Mavis Staples, Ry Cooder, Joe Ely, Willie Nelson o Townes Van Zandt.

Hablaremos después del carácter integrador del Americana, pero en 2020 la AMA reforzó ese rasgo distintivo al crear la campaña All-Americana para promover la idea de que la asociación –y, por ende, esta música– era inclusiva y no distinguía ni colores ni géneros. 

Más que un estilo, un conjunto de estilos

Si dejamos a un lado el formato radiofónico y nos centramos en el aspecto musical del Americana, encontramos que también ha cambiado desde que este término empezó a ser utilizado. 

En un principio, se empleó como un sinónimo del country alternativo o insurgente surgido a principios de los noventa que, por su carácter rebelde y poco acomodaticio con el Nashville más comercial, estaba desterrado de las emisoras y las listas de éxitos.

Poco a poco, pasó de ser una etiqueta excluyente a una integradora, al abarcar cualquier estilo de raíces característico de Norteamérica: no solo country, sino todo lo que hay entre el blues y el bluegrass. Esto incluía folk, country alternativo, tex-mex, cajun, zydeco, rockabilly, cantautores, roots rock e incluso jazz. 

Y es que, en el fondo, todo es folk, si consideramos como tal un batiburrillo de tradiciones transmitidas. Esta voluntad de integración posibilita que incluso artistas europeos sean aceptados, como ha pasado con Elvis Costello, Graham Parker y The Mekons. 

Para dar una medida de la diversidad de este fenómeno, no sería muy aventurado imaginar que, si todos los músicos del mundo que hacen cualquier cosa excepto Americana murieran mañana, el rock gozaría de repente de su mejor estado de salud en muchos años.

Así, podemos considerar como Americana tanto a The Rolling Stones cuando cantan Dead Flowers, a Bruce Springsteen cuando evoca a Pete Seeger en We Shall Overcome: The Seeger Sessions (2006), a artistas cercanos como Blueroomess, Xavi Malacara, Los Hermanos Cubero o Angela Hoodoo, así como a John Hiatt, Bob Dylan –acústico o eléctrico–, The Band y Steve Earle.

La reivindicación del cantautor

Blaze Foley

Además de su carácter integrador, por el hecho de combinar el respeto por el pasado con un deseo de decir algo nuevo el Americana se centra, sobre todo, en la composición y en la instrumentación. Este es un rasgo muy importante, porque recupera y dignifica la maltratada figura del cantautor. 

En realidad, los artistas más representativos de este movimiento son singer-songwriters que no encajan en ningún estilo concreto porque utilizan más de uno, y no hay nada que moleste más a las multinacionales que un músico que es difícil de encasillar en un nicho concreto.

La lista es muy larga: Jimmie Dale Gilmore, Delbert McClinton, Guy Clark, Jim Lauderdale, Townes Van Zandt, Blaze Foley, Lucinda Williams, Buddy Miller, Emmylou Harris, Joe Ely o Butch Hancock son storytellers, narradores de historias que la industria ha arrinconado, a pesar de llevar décadas de carrera a sus espaldas. 

El Americana incluso introdujo un concepto innovador de cantautor: el que en un mismo concierto interpreta canciones tradicionales en formato acústico en solitario, y a continuación lidera una potente banda de rock, sin ser crucificado por su público, como le pasó a Dylan. El máximo exponente de esta dualidad es Steve Earle.

Como una herencia de los cantautores de los sesenta, el Americana recuperó su espíritu reivindicativo. Aunque este nombre podría inducir a equívocos patrióticos (si surgiera aquí un movimiento llamado Española, Vox se frotaría las manos), desde sus filas surgieron las voces más críticas con George Bush y su política.

Todo el mundo recuerda las polémicas vividas por las Dixie Chicks por decir que se avergonzaban de ser texanas como el presidente –lo que las convirtió en blanco de los fundamentalistas que quemaban sus discos–, o por Steve Earle cuando dedicó la canción John Walker’s Blues al talibán yanqui y fue acusado de antipatriota. 

Steve Earle

Otra gran diferencia del Americana respecto a otras etiquetas es que designa a estilos que ya existían desde mucho antes. El grunge o el hip hop, por ejemplo, se crearon para referirse a unos sonidos nuevos e inéditos que revolucionaron la cultura popular. 

El 1996, el músico de bluegrass Tim O’Brien declaró en un seminario que el Americana existía mucho antes que la radiofórmula o la etiqueta: “El Americana valida todo lo que he estado intentando hacer durante mucho tiempo. Es la evidencia más concreta de que estás alcanzando los objetivos que te has propuesto”. 

Una de las señales de cambio fue el éxito de la banda sonora del filme O Brother, Where Art Thou? (Ethan y Joel Coen, 2001), una colección de canciones tradicionales que encabezó las listas y ganó varios Grammys, incluido el Álbum del año. La AMA lo vio como un signo de que existía un mercado para música adulta más sofisticada.

Y las cifras cantaban. Mientras gran parte de la industria musical perdía beneficios, durante el auge de este fenómeno algunos sellos de Americana como Lost Highway, Rounder, Sugar Hill, Bloodshot, Yep Roc y New West en los USA, y Munich, CRS, Fargo, Blue Rose, Glitterhouse o Trocadero en Europa aguantaban el tipo. 

Cuando The Wall Street Journal afirmó que “el Americana es lo más excitante que le ha pasado a la música popular en décadas”, no era casual, y por eso se le considera el movimiento musical más fuerte surgido en Estados Unidos desde el grunge. 

Si de algo se puede acusar al Americana es de ser una especie de cajón de sastre. Pero, atención, porque este es un cajón de sastre lleno de contenidos muy interesantes, no de trastos inútiles o inservibles.

El padre, el santo patrón y el inspirador

Johnny Cash

La mayoría de artistas de Americana tienen algo en común: las emisoras comerciales no los programan. Es lo que le pasó a Johnny Cash: sus canciones estuvieron veinte años sin sonar en la radio. Fue su mezcla distintiva –un híbrido de folk, rock y country, interpretado con sinceridad– lo que dio al Americana su identidad. 

Y si Cash es el padre espiritual del movimiento, a Gram Parsons se le considera el santo patrón, porque creció como un rocker pero siempre amó el country puro y tradicional. Por eso se le denomina “el arquitecto cósmico” del Americana. 

Ahora bien, puestos a buscar paternidades, también podríamos atribuirle el mérito a Dave Alvin, cantante y guitarrista de The Blasters, y autor de American Music, un himno de 1980 que preconizaba su estilo, una mezcla de raíces de country, rhythm’n’blues, rockabilly y blues.

En su letra decía: “We got the Louisiana boogie and the Delta blues / We got country swing and rockabilly, too / We got jazz, country-western, and Chicago blues / It’s the greatest music that you ever knew / It’s American music”.

Según Alvin, “América es un país construido sobre un ideal difícil de alcanzar; por eso tiene una historia brutal y violenta. Pero la música es el único lugar donde vive ese ideal: el jazz es la mezcla de lo africano con la música clásica europea; el folk es de todas partes: de Inglaterra, Escocia, Irlanda, España; el cajun tiene las influencias francesas… Ese es el ideal americano para mí”.

Lo que dicen los propios artistas

En Ciudad Criolla podéis encontrar varias entrevistas con músicos representativos del Americana, y muchos de ellos opinan sobre este género y sobre su propio sonido. Aquí va un resumen.

ALELA DIANE: “Creo que (la etiqueta de Americana) tiene sentido hasta cierto punto. Soy norteamericana, interpreto este tipo de música más roots. Así que pienso que, especialmente para los amigos del extranjero, el título de Americana tiene sentido”.

JOHN HIATT: “Estoy definitivamente influido por la música popular norteamericana: el rhythm’n’blues, el góspel afroamericano, el góspel blanco sureño, el country, el bluegrass… todo eso”.

MAGGIE BJÖRKLUND: “Americana no es el country tradicional, sino una mezcla de folk, country, indie, blues y música de raíces. Así que pienso que mi sonido puede encajar en esa descripción”.

BUDDY MILLER: “Creo que está bien que haya una etiqueta, un nombre. Pero ese sonido siempre ha estado allí, aunque no lo nombraran así. Siempre han existido grandes cantautores y grandes instrumentistas. Para mí, la música consiste en coger todas tus influencias y transformarlas para hacer algo nuevo”.

LUKE WINSLOW-KING: “Pienso que es un espectro muy amplio que me hace sentir cómodo. Me gusta tener un montón de espacio para respirar y la libertad para extender y explorar diferentes tipos de música”.

DAVE ALVIN: “Creo que el formato es más positivo que negativo. Es negativo en el aspecto en que tiende a excluir a la música negra, al blues, y se concentra más en el country y en los cantautores. Pero está bien, ha ayudado a mucha gente y a la industria a descubrir que ‘algo está pasando’”.

THE HANDSOME FAMILY: (Brett Sparks): “Es rock’n’roll o es pop, música popular. No sé, probablemente diría que es música folk moderna”. (Rennie Sparks): “Música folk espeluznante, oscura”. (Brett): “Música folk extraña”. (Rennie): “Creo que preferimos ser considerados como Alt. Americana”.

The Handsome Family

JIM WHITE: “No me centro en un solo género, sino que cojo muchos estilos diferentes. Es como hacer una sopa loca, con una base country, con especias asiáticas, de psicodelia, de blues del Delta… Y, si ves los ingredientes, puedes decir ‘esto no tendrá buen sabor’, y para algunos, no lo tiene. Me sorprende que pueda gustar a alguien”.

JUSTIN VERNON (BON IVER): “Lo mejor que puedo decir es que solo es folk. Pero eso es algo tan aburrido… Me gustan muchos tipos de música y no veo la clasificación en géneros, no veo las divisiones fácilmente. No puedo decirte que Johnny Cash es únicamente country, por ejemplo, porque no lo es…”.

JESSE DAYTON: “Ese es el futuro, las formas híbridas de música: un poco de Lightnin’ Hopkins, un poco de Waylon Jennings, un poco de Jagger & Richards, un poco de Buddy Holly… lo que sea”.

LAURA CANTRELL: “Me siento un poco alternativa y un poco tradicional. Solía decantarme más por el lado tradicionalista, pero he aflojado un poco. Me encantan esas viejas canciones, pero no puedo escribir exactamente de esa forma”.

HOWE GELB: “El Americana es música americana hecha por americanos que se han reunido en un lugar procedentes de todos los puntos de la Tierra. América es una gran idea porque es un melting pot de gente de todas partes. Los americanos solo son terrícolas como tú y como yo”.

Pistas y recomendaciones

1. BIBLIOGRAFÍA:

– No Depression: An Introduction to Alternative Country Music. Whatever That Is (Dowling Press, 1998), de Grant Alden i Peter Blackstock.

– Modern Twang: An Alternative Country Music Guide and Directory (Dowling Press, 1999), de David Goodman (a la foto de la dreta).

– South by Southwest: A Road Map to Alternative Country (Sanctuary, 2003), de Brian Hinton.

2. REVISTAS: No Depression es la primera publicación que usó el término Americana. Fundada en 1995, es la Biblia del movimiento, y ha dedicado artículos a un abanico muy amplio de artistas: de tex-mex (Flaco Jiménez), de rhythm’n’blues (Dr. John), de góspel (Holmes Brothers), de bluegrass (Alison Krauss), de rock (The White Stripes), de soul (Al Green) y de jazz (Cassandra Wilson). 

En No Depression también han aparecido figuras veneradas por los críticos más hipster (Devendra Banhart, Josh Rouse) y veteranos incuestionables (Neil Young, Warren Zevon, Bruce Springsteen, John Hiatt, Tom Waits), junto a leyendas del country (Johnny Cash, Loretta Lynn).

La muestra incluye también a artistas británicos (Billy Bragg, Graham Parker, Elvis Costello). Y si añadimos que personajes tan diversos como Norah Jones y Solomon Burke han sido distinguidos en la categoría de Disco del Mes, queda demostrado el carácter integrador de la revista y, por extensión, del Americana. 

En 2008 No Depression dejó de editarse en papel y se pasó al mundo online, y a partir de 2015, coincidiendo con su vigésimo aniversario, volvió a los quioscos con cuatro números trimestrales, además de potenciar su página web.

3. DISCOGRAFÍA: Más que aconsejar trabajos de artistas concretos, lo mejor es recurrir a los recopilatorios que ofrecen esmeradas selecciones de las figuras más representativas del Americana. Estos son los más interesantes: 

– Insurgent Country, Vol. 1: For a Life of Sin (Bloodshot, 1994)

– Insurgent Country, Vol. 2: Hell-Bent (Bloodshot, 1995)

– American Songbook (Volume, 1996)

– Exposed Roots: Best of Alt. Country (K-Tel, 1999)

– Down To The Promised Land: 5 Years Of Bloodshot (Bloodshot, 2000)

– Rough Guide To Americana (World Music Network, 2001)

– Making Singles, Drinking Doubles (Bloodshot, 2002)

– Lost Highway: Lost & Found 1 (Lost Highway, 2003)

– This Is Americana (Narm Recordings, 2004)

– No Depression: What It Sounds Like 1 (Dualtone, 2004)

– Borderdreams: La ruta del Americana (Dock, 2004)

– This Is Americana, Vol. 2 (Narm Recordings, 2005)

– For a Decade of Sin: 11 Years of Bloodshot Records (Bloodshot, 2005)

– No Depression: What It Sounds Like, Vol. 2 (Dualtone, 2006)

4. FILMOGRAFÍA:

Heartworn Highways (1975) es un documental de James Szalapski imprescindible para entender la renovación de la música de raíces a cargo de artistas como Guy Clark, Townes Van Zandt, Rodney Crowell, Steve Earle y David Allan Coe. En 2004, fue publicado en DVD con una hora de metraje inédita.

En 2015 se estrenó Heartworn Highways Revisited, dirigida por Wayne Price, una secuela en la que parecían músicos actuales que fueron influidos por Van Zandt y compañía, como Justin Townes Earle, Bobby Bare Jr., Nikki Lane y Langhorne Slim, entre otros.

También es muy recomendable el DVD Bloodied But Unbowed: Bloodshot Records Life in the Trenches (2006), una recopilación de conciertos y videoclips del sello Bloodshot, con artistas como Ryan Adams, Old 97s, Detroit Cobras, Alejandro Escovedo, Waco Brothers, Deadstring Brothers, Graham Parker, Wayne Hancock y muchos más.

sábado, 29 de junio de 2024

A THOUSAND HORSES Y GOSPELBEACH, SONIDO AMERICANA A LA MÁXIMA POTENCIA

Fernando Navarro

El País, 27/06/2024



Los grupos comparten cartel del Huercasa Country Festival en Riaza con un elenco femenino de primer nivel del country actual formado Kaitlin Butts, Summer Dean, Jenny Don’t and The Spurs y Meghan Maike

La música norteamericana de raíces es una reformulación constante en este siglo XXI. Bien lo demuestran dos bandas como A Thousand Horses y Gospelbeach, que encabezan Huercasa Country Festival, que se celebrará los días 5, 6 y 7 de julio en la preciosa localidad de Riaza. Dos propuestas repletas de brío y sangre folk-rock, con actitud de estrellas rockeras de los sesenta, protagonizarán un festival que se ha convertido en una cita imprescindible para los amantes de la mejor Americana, ese género bastardo de roots y pundonor rockero.

A Thousand Horses vienen de Nashville y son unos pura sangres del folk-rock. Una de esas bandas que solo pueden pasar en el corazón mismo de la tierra del Tío Sam. Impulsados por la potente voz de Michael Hobby, A Thousand Horses ensanchan las carreteras hasta horizontes imposibles con sus dosis vitaminadas de rock sureño, folk árido y country alternativo. Dentro de la fabulosa herencia de Allman Brothers y Lynyrd Skynyrd, el grupo recuerda a la pegada de unos coetáneos como Blackberry Smoke o Drive By Truckers. Con el paisaje montañoso de la Pinilla de fondo, estos tipos prometen dar el gran bolo del festival como el año anterior hicieron The Sheepdogs en una actuación de matrícula de honor.

Gospelbeach vienen de California y representan una vuelta de tuerca fascinante al country-rock soleado de la Costa Oeste. Formación liderada por el cantante y guitarrista Brent Rademaker, un veterano de la escena del rock del sur de California y miembro fundador de la icónica banda Beachwood Sparks, Gospelbeach ofrecen un caleidoscopio sonoro marcado por el influjo del Paisley Underground, toda esa escena de psicodelia rock de Los Ángeles que surgió en los sesenta con The Byrds o Love y llega hasta nuestros días. Gospelbeach marcan una línea de incursiones psicodélicas mezcladas con fantasías pop y derroche rock, primando siempre un gran sentido de las armonías vocales.

Ambas bandas comparten cartel del Huercasa Country Festival en Riaza con un elenco femenino de primer nivel del country actual formado Kaitlin Butts, Summer Dean, Jenny Don’t and The Spurs y Meghan Maike. Francotiradoras de estética tradicional (sombrero, camisas y botas) al servicio de canciones masticadas con orgullo y cantadas con estilo.

Es la otra gran baza del festival: por un escenario campestre por donde han pasado Nikki Lane o Eilen Jewell, este julio pasarán todas estas cantantes y compositoras que recuerdan que hay ciertos sonidos que emocionan aún pasen décadas. Porque todas forman un suculento plantel de música norteamericana de raíces que está destinado a poner en valor las maravillas de unos sonidos que no caducan.

domingo, 5 de noviembre de 2023

JOHNNY CASH, LA OSCURIDAD A MIS ESPALDAS

Mark Stielper

El Confidencial, 05/11/2023 

El Confidencial publica un adelanto del libro 'Johnny Cash: la vida en letras' (Libros del Kultrum), que repasa cómo la vida y las composiciones del cantante reivindicaban el mundo de los desheredados

La voz de Johnny Cash imperó, resonó y hechizó a lo largo de medio siglo. Resultaba identificable de inmediato, imponente y persuasiva. Apelaba a nuestros ideales más nobles y los cielos vastos. Convocaba nuestros mejores instintos. Hablaba por “los pobres y los derrotados”, los olvidados y marginados. Caminó con los condenados, y si tropezaba y caía, invocaba la gracia de Dios y volvía a levantarse. 

Era la encarnación de la humanidad, con todo el sufrimiento y la dicha que conlleva nuestra condición mortal. Cash contó su historia y la de muchos otros en canciones, en prosa y en verso. A través de la música, entretuvo y enseñó, rio y lloró, aulló y susurró, rezó y maldijo. Tanto si la inspiración venía de experiencias reales o eran fruto de su fértil imaginación, Johnny “fue” todas aquellas personas sobre las que cantó, “visitó” todos esos lugares, sufrió con los desdichados, exultó junto a los piadosos. Acompañó a los oyentes en los vuelos de su fantasía y por la cruda realidad, sin dejar que olvidáramos la nobleza de la humanidad ni las severas lecciones de la historia. Observó atentamente la fuerza y la fragilidad de la vida en este mundo y las expectativas y la gloria del que está por venir.

Hablaba con la autoridad de alguien que ha sido testigo, y en sus canciones compartimos con él esa experiencia. Nadie se puede creer de verdad que le disparó a un hombre en Reno solo para verle morir (¿o sí?). Pero todos nosotros hemos oído alguna vez aquel silbato solitario. ¿Quién no aspiró a portarse bien? ¿Anheló un amor que nos consumiera por entero? ¿Quién no ha querido tener a una persona a quien decirle “Te sigo queriendo esta noche”? ¿Quién no ha echado terriblemente de menos a alguien? ¿Cuántos podían escuchar a Johnny implorar "Nos veremos en el Cielo" y no sufrir en lo más hondo de su ser, sabiendo que esas mismas palabras están grabadas en la tumba de su hermano Jack Cash?

Visitó Vietnam, sintió el horror de las bombas sacudiendo la tierra y el alma, vio sobrecogido cómo perdíamos a los mejores, los más dotados, e imploró paz. Acudió a Wounded Knee, un oprobio en el alma del país, y contó su historia. Afirmó su fe visitando el enclave del primer milagro en Caná, Galilea. En los últimos días, ya moribundo, se resistía a ceder con reflexiones cáusticas contra el final inminente. Izaba la bandera por la mañana, levantaba los brazos para alabar al Señor, agitaba el puño contra las injusticias. Y respiró la brisa sureña. Amor, pérdida, risa, orgullo, determinación.

Sabía, efectivamente, de lo que hablaba. Había estado en todas partes. Su música nos entretenía y encandilaba. Su vida nos asombró y admiró. Pero fueron sus palabras las que hablaban a nuestros corazones. John R. Cash, hijo de Kingsland, de Dyess, del Cielo y el Mundo, fue ante todo un cantautor. Su sólida vigencia reside en los relatos, mensajes, emociones, alertas, imperfecciones y aspiraciones que conforman la vida humana. 

Con una vida rebosante de logros increíbles y de catástrofes devastadoras, Cash fue un cronista incisivo, a la vez que protagonista, de dicha experiencia en todas sus incontables facetas. A largo de esa existencia heroica, elaboró un canon artístico soberbio, un conocimiento que veneraba la fe, celebraba el amor, loaba la compasión y honraba el pasado sin dejarse cegar por él. De los muchos legados de Johnny Cash, la composición de canciones es el más perdurable. Este libro celebra sus palabras, que nos cuentan su vida. 

Su consagración se produjo por accidente, o coincidencia. O puede que fuera otra cosa. El 17 de abril de 1970, Johnny dio un concierto en la Casa Blanca por invitación de los señores Nixon y como parte de una serie de actos —An Evening at the White House— que pretendían celebrar la cultura estadounidense. Resultó que aquel mismo día el país entero estaba pendiente de la tragedia que parecía amenazar a la misión espacial Apollo 13, que había sufrido una explosión a bordo (“Houston, tenemos un problema”), causando desperfectos en la nave y poniendo las vidas de los tripulantes en peligro. 

Después de cuatro días interminables, en la mañana del día 17, los tripulantes regresaron sanos y salvo a la Tierra, provocando una inmensa sensación de alivio colectiva. Aquella noche, un presidente eufórico por el regreso de los astronautas se dirigió a la nación desde la sala Este y afirmó que aquel era “uno de los días más importantes de la historia de los Estados Unidos”. El comandante en jefe encomió “la valentía, el temple... el carácter y el ingenio” de todos los implicados: “En América —dijo— tenemos gente que cumple con su cometido”. Luego, homenajeó a su “distinguido invitado” con estas palabras: “Me parece de lo más oportuno [...] que Johnny Cash esté aquí esta noche, porque encaja… Nació en Arkansas y vive en Tennessee, pero pertenece al país entero”. 

Era la primera vez que se asociaba a Johnny de manera tan personal con un gran acontecimiento nacional. Los comentarios del presidente Nixon hallaron eco en sus sucesores a lo largo de las tres décadas sucesivas. En total, Johnny conoció a siete máximos mandatarios del país: Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush I, el paisano de Arkansas Clinton, y Bush II, que le premiaría con la Medalla Nacional de las Artes en el año 2002. 

Johnny Cash no dejaría de cantar a lo largo de su vida sobre la dicha estadounidense, aun siendo consciente de las vidas que pendían de un hilo y de lo fácil que era caer de donde estaba él a donde había estado. Otros no fueron tan afortunados, no tuvieron voz ni se les dio una oportunidad. Y se negó a olvidarlos. Como dijo Bono, de U2: “Johnny no le cantaba a los condenados; cantaba con ellos, y a veces daba la impresión de que prefería su compañía”. 

No solo cantó en las cárceles, también visitó a los presos, a menudo se sentaba allí y jugaba a cartas con ellos. Respaldó los refugios de mujeres, hizo galas benéficas para los nativos americanos, donaciones a muchas organizaciones benéficas y organizaciones civiles, financió la construcción de hospitales y orfanatos. También protagonizó actos de filantropía de los que nadie tuvo jamás noticia. Después de leer un artículo en la prensa, Johnny entregó dinero al hospital Vanderbilt, en Nashville, con que pagar una máquina para la disfunción renal que salvó la vida de un hombre negro al que no conocía.

Le indignaba sobremanera la injusticia contra los desposeídos. “Debería atormentar la conciencia de todos, sobre todo de los que tienen más y deberían entenderlo”, dijo. Sus canciones decían algo que no temía compartir, independientemente del escenario donde las cantara.

miércoles, 15 de septiembre de 2021

DUST BOWL BLUES

Por Sorrow

¿Qué fue el “Dust Bowl”?

Se llamó “Dust Bowl” (literalmente “cuenco de polvo” en inglés) a una prolongada sequía que desertificó el sur de las grandes praderas de EEUU durante los años de la Gran Depresión. Por extensión se llamó también Dust Bowl a la zona afectada, principalmente Kansas, Colorado, Texas, pero, sobre todo, Oklahoma. Dentro de Oklahoma, la zona que más sufrió fue la conocida popularmente como el “Panhandle” (o “mango de sartén”, por tener dicha forma.) Esta zona, especialmente el Cimarron County con Boise City como población más importante, se la llegó a conocer como “no man’s land (tierra de nadie).”



Entre las causas de uno de los mayores desastres ecológicos sufrido por EEUU se mezclan factores climáticos, por definición  inevitables, con factores humanos, que sí se pudieron evitar. Para empezar, la zona sur de las grandes praderas es una zona semiárida que está a las puertas de ese gran desierto montañoso que es Nuevo México (lo que se denomina “tierra marginal”) y había sido la zona de pasto del búfalo y de asentamiento de las tribus indígenas que vivían de la caza de este animal (Sioux, Cheyenne, Black Feet, Kiowa, etc.) Con la emigración de colonos blancos hacia el oeste los nativos americanos fueron expulsados y la tierra fue comprada por especuladores que la vendieron a granjeros asegurándoles que era una tierra muy fértil. Y lo era siempre y cuando hubiera suficiente agua.

Durante los años de la Gran Guerra los granjeros que adquirían tierra en las grandes praderas norteamericanas la destinaban a producir trigo a mansalva ya que había gran demanda para alimentar a las tropas y para venderlo a las potencias europeas en liza, con lo cual era un negocio rentable. Pero al acabar la guerra el precio bajó y los granjeros tuvieron que producir más para obtener el mismo beneficio, con lo cual la tierra se vio sobreexplotada. Además, los métodos que usaban los granjeros que venían de zonas más lluviosas como los Apalaches, contribuían a esa sobreexplotación ya que se dedicaron a quitar el pasto autóctono, a veces quemándolo, con lo que se eliminaba la fina capa de nutrientes que poseía la tierra de las praderas norteamericanas. No obstante, de 1924 a 1931 la lluvia fue abundante y las cosechas fueron buenas.

Pero a partir del año 31 las lluvias empezaron a escasear. Los expertos de diversas universidades, que habían dicho que la lluvia no cesaría para así incentivar el cultivo de trigo, se equivocaron. Tenían que haber escuchado a los más ancianos del lugar, viejos cow-boys que recorrían con sus reses las praderas por las que antaño pastaba el búfalo; ellos sabían que en la zona a un periodo húmedo le seguía un periodo seco porque ya habían vivido una prolongada sequía en los años 90 del siglo XIX. Hoy día sabemos que el clima de esa zona de EEUU está bajo la influencia de un fenómeno meteorológico llamado ENSO (El Niño - Southern Oscilation), por el cual, cuando predominan las corrientes frías en Océano Pacífico (o sea, la corriente cálida de El Niño se debilita), al haber menos evaporación de agua, no se forman nubes (a lo sumo nieblas sobre la superficie del mar) y puede dar pie a un largo periodo de sequía. A la sequía se le unió una plaga de conejos que, muertos de hambre, se lanzaron a comer lo poco verde que había sobre la tierra y a los que hubo que eliminar a garrotazo limpio, lo que generó escenas dantescas. Posteriormente hubo otra plaga de saltamontes que, como apenas encontraron cosechas que comer, roían los mangos de madera de los aperos de labranza. Era como una sucesión de plagas bíblicas y, de hecho, muchos predicadores aprovecharon la coyuntura para amedrentar a los granjeros, que era gente de por sí muy religiosa, diciéndoles que era todo por culpa de sus pecados.

 

Niños yendo a la escuela con mascarillas y gafas en el área del Dust Bowl.

Así las cosas, la sequía hizo que el viento (esa área es una zona plana por donde se pasean los tornados) erosionara la tierra yerta y levantara grandes tormentas, primero de arena, y después de polvo. Estas últimas, las “dust blizzards”, fueron las más dañinas porque sepultaban pueblos enteros, mataban el ganado y mataban incluso a la gente, produciendo una letal epidemia de neumonía. Tal era la cantidad de polvo que se levantaba que la gente no podía circular por las calles sin mascarilla y gafas protectoras e incluso tenían que agarrarse a una cuerda para no perderse porque la visibilidad era nula. El polvo y la arena se metían en las casas, en la comida y en la bebida. Y lo peor de todo era la sensación de que el resto del país les había dado la espalda. Pero las tormentas de polvo del año 34 tuvieron tal magnitud que la ciudad de Nueva York, a más de 3000 kilómetros de distancia tuvo que encender las luces a medio día para que la gente pudiera ver algo por la calle. El polvo del Dust Bowl incluso se depositó en el despacho del presidente Roosevelt en Washington DC, quien se dio cuenta de que la catástrofe ecológica no era cosa de un puñado de estados en el centro del país sino que afectaba a la nación entera.

 

Marineros de Nueva York viendo cómo llega la nube de polvo desde el centro de EEUU.

Roosevelt, que ya había destinado fondos y comida para los granjeros arruinados como parte del New Deal, se dio cuenta de que el problema del Dust Bowl debía solucionarse de raíz y buscó la ayuda de un ingeniero agrónomo experto. La tarea no fue fácil y no pocos expertos le sugirieron evacuar a la población del área afectada y dejarla deshabitada pero al final apareció el tipo idóneo: Howard Finnell, un especialista en erosión del suelo nacido en Mississippi. Finnell, que se convirtió en una pieza clave del Soil Conservation Service de Roosevelt, después de inspeccionar el terreno dañado, sugirió cambiar drásticamente la manera de cultivar la tierra. En primer lugar, mandó recuperar los pastos nativos en las zonas más cercanas al desierto, para retener el avance de éste. Esta tierra fue comprada o directamente expropiada por el estado federal, que la mantuvo de su propiedad. Luego mandó mejorar las técnicas de cultivo para no acabar con los nutrientes de la tierra. Además, promovió la construcción de presas, como la del río Rita Blanca, para tener agua con la cual regar en caso de sequía. A todo aquel que seguía estas indicaciones el estado le concedía subvenciones pero al que se negaba no se le daba absolutamente nada. Todas las obras públicas (que también incluían la construcción de escuelas y hospitales) fueron llevadas a cabo por la Works Progress Agency, una agencia estatal que contrataba a los parados de la zona y que se convertiría en el mayor empleador del país. E incluso se llegó a imponer la ley marcial para que se llevaran a efecto todas estas medidas. Y así fue cómo la población del Dust Bowl, tremendamente conservadora, individualista y seguidora del liberalismo a ultranza del Partido Republicano, fue cambiando sus simpatías y sus votos hacia el Partido Demócrata de Roosevelt y su política socialdemócrata (“socialista”, según las clases altas.)

Imagen del Black Sunday en Texas.

Sin embargo, las medidas tardaron en surtir su efecto y hacia el año 35 la sequía y las tormentas de polvo se intensificaron. La peor tormenta de polvo de todas tuvo lugar el domingo 14 de abril de 1935 y fue captada por Robert Geiger, un fotógrafo de Associated Press que estaba haciendo un reportaje en Boise City, Oklahoma, en el corazón del Cuenco de Polvo. La nube negra de polvo fue tan densa y gigantesca que de pronto se hizo de noche y Geiger se tuvo que refugiar en casa de un granjero, de lo contrario quizá no lo habría contado. Fue, de hecho, Geiger quien inventó la expresión Dust Bowl. La tormenta se fue desplazando hacia el sur, engullendo pueblos, incluido Pampa, en Texas, donde un joven Woody Guthrie, quien luego sería el cronista musical del Dust Bowl, la presenció en su terrible apogeo. A ese domingo se le llamó Black Sunday. Pero quien mejor captó el drama del Cuenco de Polvo fue Arthur Rothstein, un joven fotógrafo judío de Nueva York, que fue enviado por el gobierno federal a hacer un documental fotográfico para sensibilizar al resto del país sobre esta tragedia. Rothstein tomó las fotos más emblemáticas de la sequía en las grandes praderas norteamericanas, en especial una hecha en el Cimarron County, en la que un padre y dos niños mal vestidos se disponen a refugiarse de una tormenta de polvo en su casa, una paupérrima choza semienterrada en la arena de lo que parece el desierto del Sahara. La foto llegó a las cuatro esquinas del país haciendo visible la catástrofe.

 

La más emblemática foto del Dust Bowl, tomada por Arthur Rothstein.

Solo a partir de 1938 volvió poco a poco la lluvia cuya humedad fue retenida por el pasto sembrado a propuesta de Howard Finnell y el Soil Erosion Service. El 11 de julio de ese año Roosevelt dio un mitin en Amarillo, Texas, la población más importante del Texas Panhandle, y durante ese acto empezó a caer la lluvia. Fue un acto propagandístico redondo para Roosevelt y su New Deal. Ello le supuso una gran cantidad de votos en una zona que tradicionalmente era republicana a ultranza. Pero ante todo demostró de manera palpable que Finnell estaba en lo cierto. Posteriormente, en los años 50, hubo un ciclo seco de tres años en la zona pero ya sin efectos devastadores sobre cultivos y personas. Además se introdujo un sistema que regaba con agua del acuífero de Ogalalla, una gran reserva de agua subterránea procedente de la fusión de los hielos de la última glaciación con que paliar los efectos de las sequías cíclicas.


El gran éxodo “okie”

Los efectos del fenómeno meteorológico antes descrito sobre los habitantes del sur de las grandes praderas de EEUU fueron catastróficos. Las políticas ultraliberales del republicano Hoover, predecesor de Roosevelt, fueron nefastas no solo porque la especulación sobre la tierra y la búsqueda del beneficio a corto plazo y a cualquier precio resultaran como hemos visto desastrosas sino también porque fue el responsable del crack bursátil del 29. La caída de la bolsa se unió a la sequía e hizo que los granjeros no pudieran pagar las hipotecas de sus granjas y lo perdieran todo, dando lugar a una gran crisis hipotecaria sin precedentes. Así, muchos granjeros arruinados se convirtieron en “hobos” (mendigos itinerantes) o, peor aún, se ahorcaban en su granja (a veces aparecían muertas familias enteras) antes de que viniera la autoridad a desalojarles por la fuerza. La situación de penuria masiva generó un éxodo desde la zona del Dust Bowl a zonas más prósperas del país, especialmente al Golden State, California. 

Este éxodo la mayoría de las veces fue dramático. Los habitantes de esta zona deprimida, que pasaron a ser llamados despectivamente “okies” por ser la mayoría de ellos de Oklahoma, cargaban sus pertenencias y a sus familias en sus destartalados automóviles (“jalopies”) y se lanzaban hacia el oeste por la “Mother Road”, la histórica Ruta 66, esa emblemática carretera para la cultura rock gracias al tema de Bobby Troup luego versionado por Chuck Berry y los Rolling Stones. Algunos emigrados del Dust Bowl incluso llegaban a California a pie y entonces eran detenidos y encarcelados porque se les consideraba “vagrants” (vagabundos) y en el Estado Dorado había duras leyes contra la mendicidad. Y los que conseguían pasar el puesto fronterizo de Needles a orillas del río Colorado se sentían decepcionados ya que lo primero que veían era el desierto de Mojave, aún más árido que su Oklahoma natal. Sin embargo, según pasaban la primera barrera orográfica llegaban al Valle Central de California, un sitio fértil lleno de campos de frutales donde los “okies” buscaron trabajo para sobrevivir. Allí tuvieron que levantar chozas hasta que alguien les daba empleo como braceros. A esos asentamientos de chabolas sin agua potable y en condiciones infrahumanas se les llamó shantytowns o Hoovervilles (en honor al presidente que había hecho saltar por los aires la economía del país.) Los que conseguían llegar a grandes ciudades como Los Angeles o San Francisco, a menudo pernoctaban en bancos de algún parque público.

Una de esas personas refugiadas del Dust Bowl que al principio dormía al raso en LA era Sanora Babb. Babb había nacido en el condado de Osage, Oklahoma, y al llegar a la ciudad más poblada de California tuvo que dormir en Lafayette Park hasta que tuvo la suerte de encontrar un empleo como secretaria en la Warner Bros. Con el tiempo llegó a ser guionista de radio e incluso trabajar para la Farming Security Agency, una agencia gubernamental del New Deal para la que hizo una serie de informes denunciando las condiciones en las que trabajaban y vivían los “okies.” Lo que vio le hizo afiliarse al Partido Comunista y hacerse afín al círculo intelectual de John Reed. Babb, quiso usar sus notas de campo sobre las pésimas condiciones de los refugiados del Dust Bowl para escribir una gran novela de denuncia social pero cuando las notas estaban aún siendo leídas por un editor de Los Angeles salíó a la luz Las uvas de la ira de John Steinbeck (dicen las malas lenguas que el editor, de Random House para más señas, le pasó a Steinbeck las notas de Sanora Babb en las que parcialmente se basó para escribir su mejor obra.) Random House pensó que con una novela sobre refugiados del Dust Bowl ya era bastante y el libro de Babb (de título Cuyos nombres son desconocidos) tuvo que esperar hasta el año 2004 para ser publicado. Se casó con el director de fotografía de Hollywood James Wong Howe, de origen chino, no sin antes batallar para que se derogara la ley antimestizaje de California que prohibía los matrimonios interraciales. Además fue investigada por el Comité de Actividades Antiamericanas y puesta en su lista negra por subversiva, por lo que tuvo que huir a México.

Pero no cabe duda que el documento más conocido sobre el éxodo “okie” a California fue Las uvas de la ira de John Steinbeck, además de la excelente versión cinematográfica de John Ford. En él se cuenta las calamidades por las que tienen que pasar la familia de Tom Joad, un “okie” arruinado por el Dust Bowl, que en la película de Ford es interpretado magistralmente por Henry Fonda. A pesar de algunas diferencias entre el libro y la película, ambos denuncian lo mismo, a saber, que los refugiados del Dust Bowl no eran queridos en la próspera California y eran tratados como los extranjeros pobres que cruzan a nado la frontera del Río Grande. De hecho, en la miniserie documental producida por la PBS (la TV pública de EEUU) The Dust Bowl (2012) dirigida por Ken Burns una de las entrevistadas, una anciana “okie”, explica cómo el término “okie” era usado de manera despectiva en California, tan despectivo como el apelativo “nigger” para los afroamericanos, cómo se burlaban del “gracioso” acento de Oklahoma y cómo en los cines y teatros se separaban a “okies” y “niggers” de la gente “normal.” (Como se puede ver aquí, la discriminación tiene en realidad más que ver con el status socioeconómico, con la clase social, que con el color de la piel.) Todo esto hizo que los religiosos, conservadores e individualistas “okies” se radicalizaran y nutrieran las filas de partidos de izquierda y sindicatos y participaran activamente en piquetes y huelgas.

Cartel sugiriendo a los “okies” que llegan a California que se vayan por donde han venido.

Finalmente, también podemos encontrar referencias a los “okies” en obras literarias posteriores a la Gran Depresión. Así, en On the Road (1957) de Jack Kerouac, el autoestopista protagonista del libro, en realidad Kerouac mismo, cita con cariño a los “okies” de California, siempre dispuestos a dar comida y alojamiento al viajero sin recursos. Qué lejos quedaba ya para los “okies” el individualismo de los años 20.


Woody Guthrie y su folk “rojo”

Woodrow Wilson Guthrie (llamado así en honor al presidente Wilson) nació en Okemah, un pueblo pequeño del centro de Oklahoma. Su familia, que era muy tradicionalista y conservadora (su padre llegó a pertenecer al KKK), se vio pronto acuciada por las deudas y por la desgracia: su madre tuvo que ser internada muy joven en un hospital psiquiátrico por lo que creían en la época que era demencia. El caso es que su padre tuvo que emigrar a Texas para despistar a sus acreedores y Woody se quedó mendigando por Oklahoma, trabajando esporádicamente para poder comer. Pronto desarrolló su gusto por la música tradicional y se dedicó a aprender canciones que habían llevado los colonos británicos a EEUU. Por otra parte recibió el influjo del blues y la música afroamericana a través de su amigo George, un limpiabotas negro que tocaba la armónica. Pronto empezó a cantar y a tocar la guitarra y la armónica en la calle para ganarse la vida.

Tras vivir el Black Sunday en Pampa, Texas, junto a su padre, se unió al gran éxodo de okies que huían hacia California en busca de una vida mejor. Allí Woody trabajó en lo que pudo (fregando platos o cantando en bares) hasta que consiguió un mejor trabajo en la emisora de radio de Los Angeles KFVD, cuyo dueño, Frank W. Burke, era firme partidario del New Deal de Roosevelt. En la radio pudo tener su propio programa y cantar las canciones de su primer álbum Dust Bowl Ballads (1940). Dicho trabajo, retoma la tradición de folk combativo de Joe Hill, quien fue uno de los primeros en tomar temas tradicionales (muchas veces religiosos) y ponerles una letra de denuncia social. Aquí Guthrie hace lo propio con el folk que venía de los Apalaches (hoy lo llamaríamos bluegrass) y lo mezcla con blues para hablar de la catástrofe ecológica y sus devastadoras consecuencias (“Talking Dust Bowl Blues”, “The Great Dust Storm”, “Dust Pneumonia Blues”), de las dificultades para encontrar una vivienda mínimamente salubre (“I Ain’t Got No Home In This World Anymore”), de la discriminación hacia los okies en California (“Do Re Mi”, “Dust Bowl Refugee”), de la brutalidad policial y parapolicial (“Vigilante Man”), etc. A veces Guthrie, al igual que Joe Hill, tomaba la melodía de una canción tradicional, por ejemplo “John Hardy” (una murder ballad de un ejecutado en West Virginia en el siglo XIX) y le ponía letra a su conveniencia. Así surgen “Tom Joad – Part 1” y “Tom Joad – Part 2”, el homenaje de Guthrie al personaje principal de Las uvas de la ira de Steinbeck. Todo ello con una guitarra acústica tocada al estilo bluegrass, con púa plana, riffs martilleados y con ocasional acompañamiento de armónica. Posteriormente el disco tuvo una reedición en 1964 en el que se incluía una canción, “Pretty Boy Floyd”, sobre un atracador de bancos de Oklahoma que antes de pasar a la clandestinidad dio una fuerte suma de dinero a los granjeros para que pudieran pagar sus hipotecas. Y aquí Woody hace gala de un exquisito sarcasmo: “He viajado por todos lados / y he visto muy curiosos tipos de hombre / unos te atracan con un revólver / y otros con una pluma estilográfica.” Ni que decir tiene que el disco es una obra seminal que abrió el camino al folk de los 50 y 60 de Pete Seeger a Bob Dylan pasando por Phil Ochs.

La desnudez e inmediatez de los temas y lo hiriente de las letras tenían un sentido muy concreto. Guthrie los escribió para tocarlos sin cobrar nada a cambio en las “hobo jungles” (asentamientos de vagabundos y desempleados), en los campamentos de jornaleros y en los piquetes durante las huelgas. De hecho, Woody se mojó como pocos por la clase trabajadora y denunció los abusos contra los más pobres siempre que pudo. Así, obtuvo una columna fija en el periódico del Partido Comunista de EEUU, People’s World, que él llamó “Woody Sez” (Woody dice) y en la que escribía en dialecto hillbilly para espanto de las clases altas californianas. A la pregunta de si era comunista Woody solía contestar: “I'm not a Communist, but I've been in the red all my life” (literalmente: “no soy una comunista siempre he estado ‘en lo rojo’ toda mi vida”). Esto es otra muestra de humor por parte de Guthrie ya que subyace cierta ambigüedad; Oklahoma es la tierra roja (“red dirt”), así que hay un deliberado juego de palabras para no hablar claro. Lo que sí parece seguro es que estuvo afiliado a los IWW. El caso es que nuestro cantautor acabó exaltando la Unión Soviética y consiguió que lo echaran de la emisora de radio. 

La expulsión de la radio le hizo irse a Nueva York, donde tocó para recaudar fondos para ayudar a los trabajadores desplazados a California y conoció a un folk-singer un poco más joven que él: Pete Seeger. Seeger le presentó a los Almanac Brothers, otros folkies contestatarios con quienes Guthrie acabó colaborando. En Nueva York Woody compuso “This Land Is Your Land”, su gran himno, un tema que quería ser una contestación al patriotero “God Bless America.” La melodía fue tomada de un viejo tema de bluegrass de la Carter Family llamado “Oh My Loving Brother”. De su época en Nueva York es la icónica imagen de un Woody Guthrie animando a luchar contra el nazismo con una pegatina en su guitarra que reza: “Esta máquina mata fascistas.” Ni que decir tiene que Guthrie apareció durante mucho tiempo en el Security Index del FBI por subversivo. Lo de los Almanac Bothers fue aún peor: fueron víctimas de la caza de brujas tras la guerra.

Woody con su máquina de matar fascistas.

Woody Guthrie murió joven, en 1967, a los 55 años. Al final resultó que la enfermedad de su madre no era demencia sino Huntington, una grave enfermedad neurodegenerativa que heredó Woody. De sus últimos días, postrado en un hospital de Nueva York junto a su esposa, hay una filmación en la que su hijo, Arlo Guthrie (también músico), y Pete Seeger están tocando para él. A veces Woody, prácticamente convertido en un vegetal, parece seguirles con la mirada.


El sonido Bakersfield

Los okies de segunda generación, algunos nacidos ya en California no tenían el compromiso político de sus padres al no haber vivido de cerca la catástrofe del Dust Bowl. Aún así, llevaron a California el sonido vaquero de las grandes praderas. Y fue precisamente en la ciudad de Bakersfield, en el Central Valley, uno de los centros principales de cultura okie en el Golden State, donde surgiría la versión Californiana del country, una especie de réplica a la preponderancia de Nashville, meca del género. En Bakersfield había una gran cantidad de honky tonks (garitos de vaqueros) regentados por refugiados del Dust Bowl donde tocar, lugares ideales para que se fuera formando un estilo rítmico y eléctrico, antesala del rock and roll. A ello contribuyó la invención por parte de Leo Fender, un californiano de Anaheim (cerca de LA), de una de las primeras guitarras eléctricas, la Fender Telecaster. Con su cuerpo sólido hecho de fresno californiano y su sonido punzante y chillón, la Telecaster se convirtió en el instrumento más emblemático del sonido Bakersfield. 


Buck Owens con sus Buckaroos.

Uno de los virtuosos del instrumento creado por Leo Fender fue Buck Owens. Owens había nacido en Sherman, Texas, justo debajo de Okhlahoma, en el año del crack bursátil. Su familia se mudó al poco tiempo a Mesa, Arizona, huyendo de los estragos  de la Gran Depresión pero acabó en Bakersfield, California. Allí formó Buck Owens and the Buckaroos, uno de los combos de country que ya anunciaban la llegada del rock and roll por el espectacular uso de la guitarra eléctrica que hacía Buck. En su repertorio destaca “I’ve Got a Tiger by the Tail” (1964) y ese bombazo instrumental que fue “Buckaroo” (1965), un tema tan rockero que The Byrds llegaron a versionarlo varias veces en sus conciertos.

Merle Haggard y su Telecaster.

Pero la figura más conocida del Bakersfield Sound fue Merle Haggard. Hijo de okies desplazados desde Checotah, en el este de Oklahoma, fue paradigma del country outlaw (forajido), junto con Johnny Cash. Su estilo desvergonzado e insolente, más propio del blues o del rock, y su voz barítona y algo aguardentosa, no parecieron al principio entusiasmar al establishment del country, más acostumbrado a los temas más dulzones y sobreproducidos que salían de las disqueras de Nashville. A destacar ese “Okie from Muskogee” (1969), en el que exalta el modo de vida sano de los granjeros de Oklahoma frente a la escena psicodélica hippie de San Francisco, a pesar de que él tuvo muchos problemas con el alcohol, la marihuana y la cocaína a lo largo de su azarosa existencia.

Aunque no tan fácil de encasillar en el Bakersfield Sound, otra de las grandes figuras relacionadas con la escena musical okie de California fue Wanda Jackson. Wanda Jackson, es okie de nacimiento y nunca renunció a su Oklahoma natal, donde aún vive hoy a sus 83 años de edad. Como otras familias del estado de la “red dirt”, los Jackson emigraron a California donde vivieron en diversas ciudades, entre ellas Bakersfield, donde Wanda empezó a cantar y a tocar la guitarra. Ante todo, Wanda Jackson era una precursora de lo que iba a venir. Así, tras sus comienzos bajo la influencia del country, se movió hacia terrenos cercanos al rhythm and blues, con esa potentísima voz chillona a la vez que ronca, y acabó en el rockabilly. De hecho, tocó con Elvis, además de Jerry Lee Lewis y Buddy Holly. A destacar su desgarrador “Funnel of Love” (1960). Si Elvis era el rey del rock, Wanda Jackson era la reina.

Wanda Jackson, reina del rock and roll.

La escena musical “okie” actual

En la actualidad Oklahoma cuenta con una escena musical muy rica sobre todo en el terreno del folk, el country, el blues y la Americana Music en general, una escena que reconoce como padre a Woody Guthrie. Aparte del inevitable Garth Brooks, un peso pesado en el establishment del country, hay una serie de artistas menos conocidos que merece la pena escuchar.

Uno de los más destacables es Wink Burcham. Burcham es un genio infravalorado del que, no obstante, sus compañeros de profesión hablan maravillas. Y no es para menos. Se mueve por el folk, el pop, el country, el blues y el rock and roll como pez en el agua. Su sonido es acústico y claro como el cristal y su voz cálida y doliente. Podríamos decir que es alt-country porque su música no tiene afán de ser pasto de las listas de éxitos. Su aspecto es de granjero okie desaliñado pero sincero. Uno de sus mejores discos es Cleveland Summer Nights (2016), un álbum con mucho blues, country, rockabilly y sobre todo ese himno folk-rock que le da título que es impagable.

Wink Burcham

También en el terreno del alt-country, aunque con mucha más guitarra eléctrica y distorsión, está la cantautora de Oklahoma City Carter Sampson. Su música es una mezcla de Americana y rock de los 90 saturado de electricidad. Es muy destacable su álbum Mokingbird Sing (2011), donde podemos encontrar joyas como “Queen of Oklahoma” o la enésima versión de “John Hardy”, la que fuera reconvertida en “Tom Joad” por su paisano Guthrie.

Carter Sampson, reina de Oklahoma.

Por último, citaremos a otro artista joven, Levi Parham, un okie que se ha dedicado a aportar sangre nueva al blues. Y aquí hay que recordar que a Oklahoma siempre han llegado vientos del sureste de EEUU cargados de raíces afroamericanas. Su disco An Okie Opera (2013) es una mezcla de blues pantanoso y soul retro al estilo del sello Stax que atrae al oyente desde la primera escucha.

Mural en Okemah, Oklahoma, recordando a Woody Guthrie.



domingo, 7 de febrero de 2021

BEE GEES, EN CLAVE COUNTRY… Y FUNCIONA

Fernando Navarro

El País, 01/02 2021



Barry Gibb, único integrante vivo del grupo, acaba de publicar un interesante disco repleto de colaboradores del género vaquero como Dolly Parton, Brandi Carlile, Jason Isbell y Gilliam Welch

Para el pop, la música de los Bee Gees es imperecedera, pero este 2021 nos ha traído una agradable sorpresa: ahora también puede tener una buena lectura country. Son de esas cosas que pueden echar para atrás, pero conviene saltarse barreras de prejuicios, tanto para aquellos que los tienen con las canciones de los hermanos Gibb como para los que los guardan para el género vaquero.

Barry Gibb, único integrante vivo de los Bee Gees, acaba de publicar un buen disco con el cancionero de la banda en clave country. Se llama Greenfields: The Gibb Brothers’ Songbook Vol. 1. Un volumen en el que se rodea de un puñado de francotiradores del género, tanto de antes como de ahora. Por ahí cantan viejos pesos pesados como Dolly Parton, Keith Urban o Sheryl Crow. Pero lo que llama la atención es la participación de tan grandes talentos del country contemporáneo. Gente como Jason Isbell, Brandi Carlile, Gilliam Welch o Allison Krauss. Todo un ejército de colaboradores que confeccionan un disco raro, que vuela con las distintas personalidades que participan, pero también con la identidad sonora de su hacedor.

Bee Gees, en clave country… y funciona

Barry Gibb ha pasado a la historia del pop por su famoso falsete, esa voz penetrante y agudísima tan reconocible, ese “chillido afinado” al que se referían los suyos. Ahora, reviviendo fuera de la pista de baile y el pop de relumbrón, se adapta a las estampas country. Es chocante, pero no por ello tiene su punto, incluso su justo punto hortera. Al principio, parece como fuera de lugar, pero hay algo tan sentimental, tan a tumba abierta, en su interpretación que encaja en ese espíritu que tiene el country de llorar las penas como pocos géneros. Un buen ejemplo es Run to Me junto a Brandi Carlile. Auspiciada por el timbre colosal de Carlile, se eleva con ambos rompiéndose en un crescendo folk-country que hace justicia a la original. No sucede este logro con todas las canciones incluidas en el disco, pero el conjunto termina por funcionar.

Esta locura de álbum, lleno de voces, demuestra que el cancionero de los hermanos Gibb es inmenso. La primera época del grupo está cargada de píldoras pop con tintes psicodélicos de enorme peso (poned en vuestro reproductor álbumes como Bee Gees 1st, Horizontal y Odessa), pero, a raíz de su salto a la música disco, Bee Gees moldearon un sonido definitivo que influyó a toda la cultura popular. Es decir, el grupo de los Gibb creó una música apta para el baile, que llegaba al club como a la emisora, que mezclaba el soul blanco con el R&B, en un ramalazo fascinante de pop. Una historia muy conocida y tan bien contada en el documental How Can You Mend a Broken Heart, estrenado el año pasado.

Dice Barry Gibb que su lugar está ya de aquí en adelante en el country. Se siente un cantante country, aunque sea conocido por la historia como la gran voz de la música disco. También cuenta en las entrevistas a la prensa estadounidense que no esperaba una respuesta tan buena de Nashville a este proyecto. La grandeza de Bee Gees es sabida por todos, pero este viaje de los himnos de la disco music llevados al sonido raíz podría haber sufrido un severo rechazo. No ha sido así. Una suerte. Locuras de estas se agradecen en tiempos en los que cada vez se rompen más corsés estilísticos.


lunes, 11 de enero de 2021

EL SOBRECOGEDOR RÉQUIEM DE STEVE EARLE POR LA MUERTE DE SU HIJO JUSTIN

ABC, 11/01/2021

El músico estadounidense despide a su hijo Justin Townes Earle, fallecido por una sobredosis el pasado mes de agosto, con «J.T.», disco en el que versiona una decena de sus canciones


A principios de los noventa, justo después de publicar «Guitar Town» y «Copperhead Road», Steve Earle era el hombre del momento. La gran esperanza del country-rock con pedigrí y un firme candidato a pisparle el trono a Bruce Springsteen. Para el estadounidense, sin embargo, no había más horizonte que la siguiente dosis ni más futuro que el próximo chute de heroína. En aquellos tiempos, recordaría más tarde, llegó a gastar entre 500 y 1.000 dólares diarios en droga. Todo lo que tenía acabó empeñado o malvendido. Sólo se salvó su casa de Tennesse, que aún conserva. «Supongo que no conseguí averiguar cómo meterla en el coche para llevarla a la casa de empeños», bromeaba en una entrevista en 2017.

De aquella época es también su paso por la cárcel, adonde fue a parar en 1994 acusado de posesión de drogas y armas. Sesenta días entre rejas que, a la larga, le salvaron la vida: en la trena empezó a tratar sus adicciones y a recuperar una pulsión creativa que la heroína se había encargado de sepultar. «Train a Comin'» (1995) y, sobre todo, «I Feel Alright» (1996) marcaron el camino a seguir. «Nunca estoy satisfecho», cantaba el Steve Earle de 1987. «He estado en el infierno y ahora he vuelto», replicaba el mismo artista apenas una década después.


Y volvió, sí. Pero el infierno seguía ahí. Quizá no para él, felizmente desintoxicado desde hace más de dos décadas, pero sí para su hijo mayor, músico como él y adicto también a las drogas y el alcohol. Un infierno que se hizo carne el pasado 20 de agosto, cuando Justin Townes Earle, 38 años y una hija de 3 años, falleció en Nashville por una sobredosis accidental. Según la autopsia, había mezclado cocaína con fentanilo, el mismo opiáceo detrás de las muertes de Prince y Tom Petty. Sólo unas horas antes, padre e hijo hablaron por última vez por teléfono, tal y como el propio Earle recordaba hace unos días en «The New York Times».

-No me hagas enterrarte, le dijo Steve, consciente de los problemas de su hijo con las drogas.

-No lo haré, contestó Justin.

Horas después, su familia confirmaba la muerte echando mano de unos versos de «Looking for a Place to Land», canción que Justin Townes, J.T. para familiares y amigos, publicó en 2014. «He cruzado océanos, he luchado contra la lluvia gélida y la arena que vuela / he cruzado fronteras y caminos y ríos asombrados, simplemente buscando un lugar en el que aterrizar», podía leerse.

«Lo último que dije fue "te amo" / Y tus últimas palabras para mí fueron: "Yo también te amo"», oímos ahora en «Last Words», la única composición original que Earle padre firma en el reciente y desgarrador «J. T.», álbum que vio la luz el pasado 4 de enero, el mismo día en que Justin hubiese cumplido 39 años. El resto del disco, grabado en poco más de una semana junto a sus inseparables de The Dukes, es una selección de canciones de Justin, perlas de folk-rock gran reserva desperdigadas en los nueve discos que grabó en vida, en la que Steve Earle buscó consuelo dos meses después del trágico suceso. «Sus mejores canciones eran tan buenas como las de cualquiera. Era mucho mejor cantante que yo y un guitarrista técnicamente mucho mejor que yo», reconocía en «The New York Times».

De hecho, Justin Townes, bautizado así en honor a Townes Van Zandt, héroe y mentor de su padre, siempre fue una suerte de versión corregida y aumentada de Steve Earle. Para lo bueno y, lamentablemente, también para lo malo. Así que más o menos al mismo tiempo que Earle padre salía de la cárcel y empezaba a arrimar el prefijo «ex» a la palabra «adicto», su primogénito, nacido en 1982, emprendía el camino inverso: a los 12 años ya coqueteaba con las drogas y antes de cumplir 14 ya había pasado seis meses condenado a trabajos forzados por robar un arma. «Para mí la sobriedad significa no inyectarme heroína y cocaína juntas», reconocía Justin en una de sus últimas entrevistas con la revista «Rolling Stone».

En ella, el autor de «Harlem River Blues» pasaba revista a sus problemas con las drogas y a la compleja relación que siempre mantuvo con un padre que, voraz coleccionista de adicciones y matrimonios fallidos, se largó de casa cuando Justin tenía tres años. «Realmente llegué a conocer a mi padre cuando tenía unos 12 años, en algún lugar por ahí. Crecí con mi madre en un ruinoso apartamento de mierda con cupones para alimentos», relató. Antes de estrenarse en solitario, Justin también formó parte de The Dukes y acompañó en directo a su padre en algunas giras, pero aquello duró poco. Más o menos hasta el año 2000, cuando montó tal desaguisado en un hotel de Berlín (10.000 dólares en daños, nada menos) que fue despedido de la banda.


Ahora, dos décadas después de aquello, a Steve Earle le ha tocado despedirlo de otro modo mucho más doloroso y, como ya hizo en sus tributos a Guy Clark y Townes Van Zandt, ha aprovechado para refugiarse en el cancionero de su hijo y armar un sobrecogido y doloroso réquiem pespunteado de folk y country-rock. Como el «Father And Son» de Cat Stevens pero al revés. Como el aguijonazo que debió atravesar a Nick Cave cuando su hijo de quince años se precipitó desde lo alto de los acantilados de Brighton tras consumir LSD.

«Hice el disco porque lo necesitaba. Grabarlo no fue tanto catártico como terapéutico», apunta Earle sobre un álbum que, pese a recuperar temas como «They Killed John Henry», «Turn Out My Lights», «Harlem River Blues» o «The Saint Of Lost Causes», evita los ajustes de cuentas de los explícitos «Absent Fathers» y «Single Mothers» y se mantiene a una distancia prudencial, no cuesta demasiado entender el motivo, de ese homenaje a su madre que Justin grabó a fuego en «Mama's Eyes». Eso sí: con «Last Words» Steve Earle despeja cualquier posible suspicacia y acuna la mortaja de su hijo entre suaves rasgueos de guitarra y una voz de gravilla a punto de descarrilar en cada curva. «Probablemente esta es la única canción que he escrito en la que cada una de las palabras es verdad», reconoce Earle.