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viernes, 11 de agosto de 2023

LA DECONSTRUCCIÓN DE TOM WAITS

Alberto Bravo

La Razón, 10/08/2023



La reedición de sus discos de los años 80 con el sello Island muestra la etapa más exultante, excéntrica y personal del genio estadounidense

Comenzaba el otoño de 1983 cuando a las tiendas llegó un disco de lo más extraño. El nombre, «Swordfishtrombones», ya era raro de por sí. La portada poseía ecos de aquella terrorífica rareza que fue la película de 1932 llamada «Freaks», de Tod Browning. Pero todo aquello no era ni con mucho lo más insospechado que había en aquel objeto. Lo verdaderamente peculiar estaba en la música. Tom Waits había completado su deconstrucción, una de las más salvajes de la historia de la música, para iniciar una etapa tan extravagante como memorable.

Personalmente supervisados por Tom Waits y su mujer, Kathleen Brennan, la obra para Island Records entre los años 1983 y 1993 ha sido remasterizada nuevamente a partir de las cintas originales y se reeditarán en vinilo y CD este otoño. Además de «Swordfishtrombones» se incluyen «Rain Dogs» (1985), «Frank’s Wild Years» (1987), «Bone Machine» (1992) y «The Black Rider». Una excelente excusa para recordar una de las reinvenciones musicales más inauditas de la historia de música.

¿Salvadora o Yoko Ono?

Lo cierto es que aquel Tom Waits de 1983 era muy diferente al de solo tres años atrás. Otro hombre, otro músico. Atrás habían quedado años salvajes marcados por el consumo irreflexivo de alcohol, resacas extenuantes y colillas sobre el piano de otro. También había quedado atrás Rickie Lee Jones, su novia de aquellos tiempos, una ruptura abrupta y desagradable que provocaría el odio eterno de la cantante hacia Waits. La extensa gira de «Blue Valentine», de 1978, había sido brutal en todos los aspectos y había provocado enormes erosiones en Waits. Su siguiente álbum, «Heartattack and Vine», parecía casi un grito de auxilio, pero no lo suficientemente sonoro. Entonces llegó una llamada de Francis Ford Coppola.

El imponente cineasta estaba preparando la película «Corazonada» y se le ocurrió que Tom Waits podía hacer la banda sonora y éste dijo sí. Fue una completa desintoxicación, en todos los sentidos. Se autoimpuso una disciplina en la que fichaba como cualquier otro empleado y trabajaba en las canciones con meticulosidad y pausa. Pero también ocurrió otra cosa todavía más decisiva tanto en lo personal como en lo profesional. Conoció a una empleada de Zoetrope llamada Kathleen Brennan que en pocos meses se convertiría no solo en su mujer, sino también en su nueva orientadora musical.

Poseedora de un enorme carácter, Brennan le introdujo en la música de Captain Beefheart, que se convertiría en su influencia más reconocible, y le animó a explorar otros sonidos más arriesgados y vanguardistas sin abandonar su viejo gusto por el blues más puro. Era lo que necesitaba un músico que había comenzado a sentir pavor ante la idea de encasillarse en un sonido, el del trovador melancólico aferrado a su piano, que consideraba (exageradamente) mainstream. Y fue adelante con todo.

«Ella hizo que se apartara de todo el mundo. No sé si fue por sus celos personales o por qué. No guardo resentimiento hacia ella porque creo de verdad que le salvó la vida. Es una mujer muy fuerte y encontró los puntos débiles de Tom. Ella proporcionó fuerza cuando él la necesitaba. No tengo ni idea de qué habría sido de él sin alguien que en cierto modo pudiera tomar en serio el rumbo de su vida», resumiría el productor Bones Howe. Para muchos, Breenan salvaría a Waits; para otros, sería su Yoko Ono. Sea como fuere, Waits se vio liberado de cadenas y decidido a iniciar un nuevo rumbo, la deconstrucción de su música hasta convertirla en vanguardia. No había reglas, salvo enterrar el pasado. Y creó una música llena de percusiones, sonidos chirriantes de guitarras, contrabajos, instrumentos imposibles y una voz estridente, salvaje y enormemente expresiva para cantar historias que solo un mago del lenguaje como era él podía escribir. El resultado sería «Swordfishtrombone».

Naturalmente, la industria no estaba preparada para un álbum semejante y Elektra renunció a publicarlo. Waits lo tomó como un cumplido y encontró en el modesto sello Island su nuevo refugio discográfico. Con su antigua casa resolvió el contrato de la manera habitual, con un rutinario grandes éxitos, y así culminó el portazo definitivo a su pasado. El vídeo de la maravillosa «In the neighborhood» mostraba a un Waits al frente de un circo de freaks desfilando a ritmo de vals en una canción que sonaba a himno. Lo curioso es que el público, mucho más maduro que la industria, sí estaba preparado para el nuevo sonido de Waits y su debut con Island fue un éxito. Seguro de haber encontrado un nuevo hogar, y alentado por su mujer, continuaría por el camino de la exploración añadiendo renovadas dosis de inspiración que se plasmarían en su siguiente álbum, «Rain dogs», una obra maestra y otra rareza absoluta. Era la perfección de su nuevo sonido con aportaciones impresionantes de guitarristas de la categoría de Marc Ribot, Robert Quine, Keith Richards o G.E. Smith. También entregó un vídeo sublime de una canción no menos memorable, «Downtown Train», que generó admiración y reconocimiento.

Sus conciertos eran igualmente apabullantes, auténticas experiencias visuales y sonoras. Mientras otros coetáneos se entregaban a las grandes giras, estadios, juegos de luces, muñecas hinchables, fuegos artificiales y repertorio desasosegadamente nostálgico, Waits se metía en teatros para proponer un insólito espectáculo en el que mezclaba circo, cabaret, danza tribal y ese blues deconstruido que ya era parte de su nuevo sello. Este era Tom Waits: lo nunca visto, lo nunca escuchado.

Este hombre se convertiría en el oasis dentro del desierto que sería la década de los 80 para la inmensa mayoría de sus colegas. Gente como Bob Dylan, Neil Young, Rolling Stones, Lou Reed, Eric Clapton y muchos más habían sucumbido a la desubicación, la confusión y el conformismo. Sabían de dónde venían, pero no hacia dónde iban. Dejaron el trabajo, hacer discos, en manos de otros. Vivían del nombre principalmente. No es lo que ocurrió con Waits.

Lejos de adocenarse y repetirse, su propuesta se haría todavía más radical con el paso de los discos, como demostraría con «Frank’s Wild Years», «Bone Machine» y hasta llegar a otra de esas obras inclasificables como sería «The Black Rider», donde colaboró con el director teatral Robert Wilson y el héroe de la generación beat William Burroughs. Su imagen también se haría frecuente en el cine trabajando con directores tan prestigiosos como Jim Jarmusch, Robert Altman o el propio Coppola. Sus seguidores se dividirían entre el Waits del piano y el Waits del megáfono, pero a él le daría igual. Había protagonizado una de las gestas más impresionantes de la historia de la música. Una reconversión absoluta eligiendo el camino más difícil: la vanguardia. Una deconstrucción a la altura de su genio que significaría su salvación y redención, tanto personal como musical. Un auténtico héroe.

martes, 15 de noviembre de 2022

CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL, LA IMPROBABLE RESPUESTA AMERICANA A LOS BEATLES

 Alberto Bravo

La Razón, 24-09-2022



Una directo inédito de 1970 en el Royal Albert Hall rescata el impresionante sonido de una de las mejores bandas de todos los tiempos

En los albores de los años 70, Creedence Clearwater Revival era la banda más grande del mundo. Después de muchos intentos, desde Monkees a Byrds, América había encontrado por fin su respuesta a unos Beatles que ya estaban en retirada. Y lo hizo de la manera más improbable: lejos de la sofisticación del cuarteto de Liverpool, lo que proponía el grupo californiano era el regreso al rock and roll de raíces con una sucesión imparable de éxitos que todavía perduran. Justo el rabioso y vibrante sonido que ahora se rescata en “Travelin’ Band: Creedence Clearwater Revival at the Royal Albert Hall”, una grabación en directo inédita de 1970 que se complementa con un documental narrado por Jeff Bridge que viene a reivindicar el valor de una banda histórica. Es un sonido pantanoso, nervioso, clásico. Un documento que rescata toda la ferocidad de la banda formada por John Fogerty, su hermano Tom, Doug Clifford y Stu Cook en su mejor momento y un año antes de que todo saltase por los aires y acabara con el más triste y ruin de los divorcios. En realidad, apenas fueron cinco años… ¡Pero qué cinco años!

Porque CCR fue una máquina de facturar éxitos y formaron parte inequívoca y reverencial de la banda sonora de una época llena de excitación, revolución, napalm y decepción. Fueron un fenómeno genuinamente estadounidense y entre 1968 y 1972 dominaron la radio y las listas de éxitos con una prolífica racha de sencillos gloriosos: “Suzie Q”, “Proud Mary”, “Bad Moon Rising”, “Green River”, “Fortunate Son”, “Up around the bend”, “Fortunate Son”, “Have you ever seen the rain”, “Lodi”… Solo en 1969 obtuvieron tres discos de platino y lanzaron tres álbumes aclamados (“Bayou Country”, “Green River” y “Willy And The Poor Boys”), además de tocar en Woodstock y en la mayoría de los festivales más importantes. A fines del 69, había consenso en que CCR era la banda más grande de Estados Unidos. Al menos, en términos comerciales. Y eso podía equivaler a ser la banda más grande del mundo a mediados de 1970, ya que los Beatles, su única competencia real en términos de ventas, ya no existía.

La CCR conectó con todo un país. Para los viejos entusiastas del rock and roll, eran un maná frente a la psicodelia, los supergrupos, las jam-bands y los cantautores. Para sus contemporáneos, eran un orgullo patrio y en sus canciones se veía reflejada toda su vida: Vietnam, la carretera, la amistad, el amor, el desamor, el trueno, los cañones soleados… Y todo, con un sonido primitivo pero actualizado. Gustaba a varias generaciones por igual. Fogerty era un genio. Sus composiciones eran prodigiosas. Atacaba todo desde la simpleza, pero en realidad conocía dónde radicaba el éxito de una canción, ya fuera de raíces soul, country, rock-a-billy o blues. Todo lo hacía desde la convicción y la franqueza. Su guitarra no abrumaba, pero con dos notas sabía obtener tanto un riff como un solo. Los estribillos eran impresionantes y tarareables. Y qué voz. El resto lo ponía una sección de ritmo que avanzaba lenta e imparable como un tren de mercancías. “Creedence hizo música para todos los Tom Sawyers y Huck Finns asaltados y para el mundo que nunca sería capaz de aceptarlos en su forma más simple”, diría Bruce Springsteen.

En 1959, Fogerty y dos compañeros de escuela, Stu Cook, el hijo de un abogado acomodado, y Doug Clifford, un compañero de clase de Cook con una batería, formaron The Blue Velvets, un trío instrumental. Los tres niños tenían 14 años. El hermano de John, Tom, se uniría a The Blue Velvets de forma permanente en 1963. Los cuatro pasaron los siguientes años publicando sencillos sin éxito y de gira por el centro y el norte de California, tocando en pequeños pueblos y bases militares. Las cuentas salen: se tiraron más de ocho años como grupo hasta que publicaron su primer álbum bajo el nombre de Creedence Clearwater Revival.

El debut

Su álbum debut de 1968, “Creedence Clearwater Revival”, se vendió modestamente al principio. Su tema destacado era “Suzie Q”, una versión de ocho minutos de un éxito de 1957 del olvidado rockero de Luisiana Dale Hawkins. Ese verano, el día en que recibió sus documentos de baja del ejército, Fogerty escribió una canción sobre un hombre que se sacude las presiones de la ciudad y encuentra la armonía en el río. Lo llamó “Proud Mary” y fue el comienzo de una larga serie incontrolable de éxitos. A John Fogerty le había costado tanto llegar a ese lugar que creó un círculo insoportable a la larga. Pensaba que si alguna vez salía de la lista de éxitos, la banda quedaría en el olvido. No quería volver al anonimato después de tantos años durmiendo al raso después de conciertos sin público. Se autoimpuso una presión extenuante, y más conociendo que ninguno de sus compañeros de banda poseía habilidades compositivas. No solo sacaba dos discos por año, sino que cada sencillo era un cañón y a ningún álbum completo le sobraba nada. Y a eso había que añadirle las giras y los festivales.

Otra cosa ocurría: CCR no tenía el prestigio de otros muchos colegas con méritos menores. Ya entonces se asociaba vender muchos discos con una comercialidad mal entendida. Además, Fogerty poseía muy poco carisma y la banda era vista como un grupo de “paletos” en muchos sectores. Y otro detalle no menor: eran músicos “normales”. No tiraban televisores por la ventana del hotel, no participaban en orgías y no consumían drogas. No tenían manager ni empresa de relaciones públicas ni séquito. Eran el equivalente de una pequeña empresa familiar. Había poco que “vender” más allá de su música.

Con el tiempo, el agotamiento comenzaría a llegar. John Fogerty se iría haciendo un maniático absoluto del control y comenzaría a asfixiar a sus compañeros de banda, que por otra parte no hacían demasiado por descargarle de responsabilidad creativa ni organizativa. Habiendo capturado el corazón de América, la banda encontró la manera de activar su propia dinamita con efectos tóxicos para unas amistades de largos años que derivarían en el divorcio más enconado y prolongado que el rock and roll jamás haya conocido. Fogerty enloqueció y se volvió un paranoico. Controlaba las finanzas y firmaba contratos sin tener reales conocimientos. Sus compañeros de banda tampoco hicieron demasiado por evitarlo y todo se fue por la alcantarilla. Siguieron, hasta hoy, décadas de rencor y paranoia.

Pero queda su memorable música, esa que hoy los amantes del genuino rock and roll continúan disfrutando como en el primer día. Porque la CCR consiguió apelar a la esencia de la música para dar satisfacción a una América que, por fin, había encontrado (aunque tarde) el antídoto contra los Beatles. La banda californiana eliminó las piedras del fardo con música esencial y decenas de canciones (sí, decenas) que hoy permanecen como himnos de la música contemporánea. Para siempre. Justo lo que se encarga de mostrar ahora su directo en el Royal Albert Hall.

El peor final posible

Pocos divorcios han sido tan sonados, duraderos y rencorosos en la historia de la música como el de la Creedence. Por varias razones, Fogerty se negó a tocar la música del grupo durante casi 15 años después de su ruptura en 1972. Cedió en algunas ocasiones entre 1986 y 1987, pero luego se produjo otro silencio lúgubre e implacable antes de su resurgimiento en 1997 con “Blue Moon Swamp”.

La depresión posterior a la Creedence de Fogerty en los años 80 no tuvo nada que ver con la música. Atrapado en disputas contractuales sobre derechos de autor y publicaciones, fue perdiendo gradualmente el gusto por las canciones que amaban al resto del mundo. Mientras, sus excompañeros fundarían la Creedence Cleawater Revisited para tocar precisamente (y con mercenarios a la voz y la guitarra) las canciones que su compositor no cantaba. “Tocamos Creedence mejor que Fogerty”, dice con poco cariño el batería Doug Clifford. Fueron muchos años de litigio, insultos y heridas que siguen abiertas. Se odian, por mucho que Fogerty haya ido matizando sus palabras en los últimos años. Pero la puerta a la reconciliación parece cerrada para siempre.



martes, 28 de septiembre de 2021

AUGE Y DERRIBO DE CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL

Fernando Navarro

El País, 18 sep 2021 - 03:30 UTC

Las memorias de John Fogerty recuerdan el descenso a los infiernos de una banda que, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de EE UU a The Beatles.


Nunca un rayo de luz tan reluciente acabó convertido tan rápido en trágica tormenta. La historia de Creedence Clearwater Revival es uno los casos más asombrosos de auge y derribo de una banda exitosa, que redefinió como pocas la música norteamericana. Un grupo esencial e irrepetible, cuyo periplo vuelve a ser recuperado ahora con la publicación en castellano de Fortunate Son, las memorias de John Fogerty, líder de la banda y uno de los músicos más importantes del rock estadounidense.

Fogerty tituló su autobiografía como una de sus canciones más célebres, pero este hijo afortunado bien podría haber elegido otro de sus éxitos: Commotion. Porque la lectura de sus memorias causa verdadera conmoción: es un relato repleto de reproches y puñales dentro de una formación que en 1969, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de Estados Unidos a The Beatles. Estaban The Beach Boys y otro puñado de bandas excelentes —nadie hizo caso a The Velvet Underground—, pero la Creedence, con su mezcla de raíces entre rock sureño, rhythm and blues y swamp, marcaron un sonido pletórico y genuinamente yanqui, a contracorriente de la psicodelia y el blues-rock de la época. Y consiguieron todo un hito: registraron seis álbumes repletos de himnos en el breve periodo entre el verano de 1968 y las Navidades de 1970.

En su autobiografía, Fogerty da algunas claves de cómo la Creedence llegó hasta el corazón mismo del alma norteamericana. Durante varias páginas se muestra como un artesano de canciones, con amor incondicional al sonido analógico —”cuando tenías que averiguar todo por ti mismo”— y al legado de los pioneros del country, el rhythm and blues y el rock’n’roll. También por amor al trabajo… y sin drogas. “Lo que más me ofendía era ir colocados, eso me diferenciaba de los grupos de San Francisco… ¿Timothy Leary? Un gilipollas. Un bufón”, cuenta. Se detiene en Jimmy Reed, Freddie King, Hank Williams, Elvis Presley, Bo Diddley, Little Richard o Howlin’ Wolf, pero destaca su devoción por Booker T. & the M.G.’s, quintaesencia del soul de Stax, “el grupo de rock’n’roll más grande de todos los tiempos”, cuyo shuffle, ese “ritmo de arena y vaselina”, siempre le obsesionó. Según él, la Creedence fue una banda que se acercaba al shuffle, propio de sonidos afroamericanos, pero no lo alcanzaba.

Curioso: la banda de El Cerrito, una pequeña ciudad del norte de California, era una maquinaria perfecta de ritmo y riffs poderosos, pero el perfeccionismo y la búsqueda de la excelencia de Fogerty, cantante, guitarrista y compositor del grupo, le pedía perseguir más. Todo eso se transmite en Fortunate Son y es cuando se pone a hablar de la conjunción de la banda en sus comienzos cuando empieza a descargar contra todos. Conviene sujetarse a la silla con la lectura: el líder del grupo vacía el cargador. “Cuanto más éxito tenía la Creedence, más se quejaban mis compañeros”, escribe. “Lo peor que le ocurrió a mi banda fueron The Beatles, porque pensaron que podían ser como ellos”, añade.

Si la cumbre que alcanzó la Creedence no hubiese sido tan alta y el tiempo en conseguirlo tan rápido, quizá su estrepitosa caída no hubiese sido tan sonora. Sin embargo, a decir verdad, todavía hoy puede estudiarse como todo aquello que no debe suceder en una banda. Para 1972, el grupo ya no existía y lo peor es que su final fue el comienzo de una película de terror. El dueño del sello discográfico Fantasy, Saul Zaentz, les había engañado con contratos esclavistas y se quedó con todos los derechos de las canciones. Incluso estaban obligados a seguir componiendo para él una vez disueltos. Empezó el calvario. Aparte de portavoces musicales, la contracultura trajo también un nido de vampiros comerciales en forma de managers y representantes discográficos. Sucedió también con Bob Dylan y con The Rolling Stones, pero la Creedence se llevó al más correoso con Zaentz, un tipo que consiguió destrozar aún más al grupo, incluso una vez acabado.

Durante años, Fogerty estuvo arruinado, se consumía sin tocar sus propias canciones —”decidí cortarme las piernas”— para que no le generase royalties a su enemigo, tiraba “alcoholizado”, “furioso” y “depresivo” grabando discos en solitario que eran una “atrocidad” y fantaseaba con “reventar con un bate de béisbol” los discos de oro del grupo. Enfrentado con el resto de miembros, incluido su hermano Tom, que querían ser “galanes de Hollywood” antes que músicos, Fogerty añadió más rabia en su vida en su lucha contra sus excompañeros, que pactaron vender canciones a anuncios televisivos sin su permiso y decidieron aliarse con Zaentz para que Fogerty cediera y pudieran ver algo de dinero del glorioso legado sonoro de la banda. “No éramos IBM: éramos cuatro tíos que habíamos hecho un pacto”, confiesa. Cuando la Creedence entró en 1993 en el Salón de la Fama del Rock, no tocaron juntos: Fogerty lo hizo con Bruce Springsteen y Robbie Robertson.

El litigio duró décadas hasta la muerte de Zaentz, quien también llevó a juicio a Fogerty por plagio. Argumentaba que algunos temas en solitario se parecían mucho a los de la banda. Y, con todo, el tormento no acabó ahí. Todavía sigue. Muerto el hermano de Fogerty, Doug Clifford y Stu Cook decidieron crear Creedence Clearwater Revisited, una banda que, a día de hoy, sigue activa y toca las canciones compuestas por el miembro que repudian. Una especie de broma de mal gusto, partiendo de que John Fogerty se encargaba de todo en la Creedence y que a él pertenece un cancionero imbatible que, décadas después y con los demonios exorcizados, ha recuperado en sus conciertos. Lo hizo en los noventa después de varios viajes a Misisipi, cuna del blues. Reconectó con Robert Johnson o Charlie Patton, al que pagó una lápida, y decidió dejar atrás todo su tortuoso pasado. Incluso hoy en día bromea con un posible reencuentro con Doug y Stu. Dejó atrás lo malo hasta que, eso sí, se puso a escribir estas memorias, un ajuste de cuentas en toda regla, pero también una guía práctica para conocer con detalle que, incluso en las mayores glorias, el negocio de la música puede destapar comportamientos despiadados.

miércoles, 27 de enero de 2021

ALEX CHILTON, LAS EXPECTATIVAS Y LOS PLACERES DE LOS STANDARDS

Pablo S. Alonso

Revista Otra Parte, 14/11/2019



Un, dos, tres, muchos Alex Chilton. Estrella teen a los dieciséis con un número uno, “The Letter” (The Box Tops, 1967), cantada en un barítono rasposo que para fines de la década había dejado paso a un tenor con inflexiones mcguinnescas. Involuntario tótem del power pop —simplemente, se había plegado a una banda de anglófilos conocidos de Memphis y se adaptó a su propuesta, hasta quedar como líder— con los primeros dos discos de Big Star (1972-1974), banda con todas las circunstancias del business en contra. Un clásico: los críticos te adoran, el público no sabe quién sos. Para el tercer álbum, Big Star ya no existía como tal y el disco que buscaban tampoco: su primera versión editada es de 1978 y las configuraciones siguieron mutando. Lo importante es que allí Chilton —quien ya sumaba su segundo desencanto con el business— y el gurú de Memphis Jim Dickinson (piano tanto en “Wild Horses” de los Stones como en Time Out Of Mind de Dylan y muchísimo más en el medio) deconstruyen la idea de cómo presentar una canción, llevando el suicidio comercial a la categoría de high art. Pero es imposible pensar en Yankee Hotel Foxtrot de Wilco y tantos otros discos que quisieron romper con las convenciones de producción sin olvidarse en el camino de las canciones (como le pasó, ay, a Radiohead) sin Third. En esas sesiones hay un dato más a tener en cuenta a futuro: Chilton cantando “Nature Boy” de Nat King Cole, acompañado en piano por el artista visual William Eggleston. Después, el modo autosabotaje chiltonesco (no en vano, tituló un disco A Man Called Destruction, también nombre de una recomendable biografía) continúa, alienando amigos y fans. Punk en Nueva York, “veterano” a los veintisiete, Alex hace el CBGB, no logra contrato con una major, vuelve a Memphis y ya no deconstruye la producción de un disco, sino la misma idea de cincuenta años de música estadounidense, desde la Carter Family hasta KC & The Sunshine Band. Los músicos tocan como si no supiesen. Dickinson está ahí, pero Chilton aumenta el factor perversión haciéndose cargo solito de la mezcla de Like Flies on Sherbert (1979). De ahí a producir el debut de los Cramps (Songs The Lord Taught Us, 1980) o tocar guitarra o batería en Panther Burns, el grupo del artista Tav Falco, donde la música se vuelve un arte plástica más, sólo un pasito, o un pisotón. Pero en 1982 el instinto de supervivencia de Chilton lo lleva a reubicarse en Nueva Orleans, donde bajó a la tierra con trabajos mundanos como lavacopas o podador de árboles, todo mientras REM le debía buena parte de su impronta (en la década se darían situaciones imposibles donde Chilton, tocando en un clubcito, tomaba requests de la estrella/fan/deudor eterno Peter Buck) y The Replacements aún no le habían dedicado un tema con su nombre. Y cuando Chilton reaparece en 1985 en el estudio de grabación, lo hace primero con una serie de EP (“el Gregory Corso del formato” lo saludó Robert Christgau) y luego álbumes esporádicos, de fuerte anclaje en el R&B, incluso cuando las canciones las firmaba él, y hasta con versiones del pop italiano, como “Volare” o “Il rebelle”. ¿La ironía la ponía Chilton o su audiencia, que no entendía por qué no volvía a escribir “Thirteen”? Un cover de “September Gurls” (una canción pop simplemente perfecta) por The Bangles en 1986, también ayudaría con las cuentas. Alex Chilton murió en 2010, víctima no de sus excesos setentistas sino del paupérrimo sistema de salud de su país. En sus últimos veinte años, llevó una vida tranquila en Nueva Orleans —con un piano adquirido con las regalías de la versión de “In The Street” utilizada en That 70s Show— y se mantenía, y parecía disfrutar, con dos circuitos de oldies: el del pop sixties (The Box Tops) y el del indie (con Big Star), además de sus shows solistas, generalmente en trío. Cada tanto grababa un disco lejos de los que el público de Big Star quería escuchar (y cuando finalmente se le ocurrió hacer un álbum bajo ese mote, lo que sonaba a Big Star venía de los demás integrantes) y los sellos grandes querían pagar. Chilton estaba en su salsa tocando en tríos en pequeños clubes, cash en mano. Temas suyos pero también un gran repertorio popular del que podía abrevar (por no mencionar obras del Barroco tocadas rudimentariamente). Y un fuerte de Chilton —alguien que pasó su infancia en un ambiente bohemio, donde lo normal eran padre músico y madre galerista de arte invitando a jazzmen a casa— eran los standards, encarados con genuino amor. Cuando en 1993 editó Clichés, muchos se lo tomaron como un chiste de un slacker cuarentón, eterno underachiever: Chilton solía decir que  alcanzó el número uno a los dieciséis y después todo fue en picada. Después de su prematura muerte, iba a ser inevitable que la actividad discográfica de Chilton fuese casi mayor de la que había gozado en vida. Songs from Robin Hood Lane (Bar/None, 2019) es una compilación con suficiente peso para convertirse en un statement del propósito de Chilton, quien primero que nada se autopercibía como intérprete. Acá no hay pose, sino auténtico goce por cantar esas canciones, incluyendo varias de Chet Baker Sings (1954, o más precisamente, su reedición de 1956), LP que era su bread  & butter con sólo siete años. Tres temas habían sido grabados en 1991 para Imagination, un tributo a Baker del grupo Medium Cool, con Chilton como uno de los vocalistas contribuyentes, respaldado por un combo de reducto jazzero donde, siendo Nueva York, también se podía colar gente de la No Wave: batería, bajo, saxos, flauta y órgano. El bajista Ron Miller también fue coequiper de Chilton en proyectos solistas suyos. En “That Old Feeling”, “Like Someone in Love” y “Look for The Silver Lining”, Chilton suena como un eterno teen saboreando las mieles o la derrota del amor, según el caso. Cuatro grabaciones inéditas provienen de otra fecha de 1993. Allí, Chilton encara por primera vez “There Will Never Be Another You”, otra que conoció por Baker, y volvería a regrabar el mismo año, solo, en Clichés, y en 1999 con trío —digamos— rockero para Loose Shoes and Tight Pussy (título original utilizado en Europa; en Estados Unidos se autocensuró a Set). Como sucede con “Time After Time”, de la que también existe una versión en Clichés, los compiladores, en caso de repetición, han elegido siempre utilizar las versiones con combo de jazz. Ya con la apertura de “Don’t Let The Sun Catch You Crying”, un puntal de Ray Charles, Chilton canta de una manera casual, levemente canchera, dulce, con cariño por los textos, sin el détachement que se leyó —muchas veces erróneamente— en otras performances suyas, ni tampoco con la desesperación que afloraba en sus momentos más desbordados de los setenta. No se prodiga en síncopas sino en buscar una línea directa cantante/oyente; en estas lecturas, a veces se le escapa alguna nota, pero agrega al charme de un eterno adolescente que sabe cómo comunicar emocionalmente una canción, más precisamente, la emoción detrás de ellas: un arte en el que Bob Dylan sigue dando cátedra. Chilton no era un rockero ni un hack que encara este repertorio porque el excel de un Aranguren de una discográfica lo dictaminó así, sino alguien criado en el jazz que después hizo carrera por otros lados, y que en todo caso tenía la cabeza suficientemente clara para entender que tanto el Tin Pan Alley como el Brill Building o la British Invasion (Chilton tiene en otros lados versiones maravillosas de Carole King, Brian Wilson y Ray Davies, este último eventualmente vecino y amigo en Nueva Orleans —leer su libro Americana o escuchar su correspondiente álbum—) son, a fin de cuentas, distintas manifestaciones del pop. Y se puede asegurar que lo estimulaba más este repertorio que el de Big Star, con su bagaje a cuestas de promesas incumplidas. Tanto en la sesión con banda de 1991 como en la de 1993, Chilton está en su elemento. Sus tres versiones de “There Will Never Be Another You” son maravillosas, pero en la de 1993 con músicos respaldándolo hay una pureza de género que no aparece ni en su lectura a solas ni en la algo caótica grabada (como todo el resto del disco, en una única sesión) para Loose Shoes and Tight Pussy. El material de Clichés, disco que desconcertó sobremanera a quienes poco antes lo habían visto dar un show con Big Star, es otra cosa. Fue grabado en un estudio de Nueva Orleans, pero bien podría haberse registrado en una sobremesa en su casa, para entretener amigos o a sí mismo. Hay ahí algo que luego coincidiría con discos de versiones de otro AC que supo inmolarse en cinta: Andrés Calamaro: “cantamos porque podemos, sabemos cómo y nos gusta” es el motto de ambos. Autodidacta inventivo, con más recursos guitarrísticos a su disposición de los que muchos creían, Chilton tenía un toque percusivo sobre las cuerdas que lo acercaba más a un viejo bluesman que al comando del comping de Joe Pass o Jim Hall. Pero esto no lo disminuye para nada. Ahí está su versión de “My Baby Just Cares for Me” (debo compartir que, tomándola como referencia, fue la primera canción que grabé en mi estudio virtual), donde  Alex se las rebusca para resolver con otras herramientas el intermedio de piano donde Nina Simone ponía en juego su formación clásica. Y sólo cambia los pronombres, pero los sujetos siguen siendo los mismos, lo que cambia la percepción de Liz Taylor, Lana Turner, pero “la sonrisa de Liberace” sigue siendo tan camp como siempre. También son notables las reducciones que hace al “Let’s Get Lost” tan asociado con Baker o el “All of You” de Cole Porter. El instrumental “Frame For The Blues” es un intermezzo algo esquelético que podría haberse quedado en Clichés. También de allí proviene el cierre: “What Was”, una composición que ya en su momento era un ejercicio de estilo al haber sido compuesta para un film neo-noir de los setenta, pero Chilton —con un silbido que suena dobletrackeado— la hace sentir parte de casa. La pregunta que más de uno se hará es: ¿por qué otro disco de standards? Yo diría “porque es Alex Chilton”, pero esto será insuficiente para la mayoría, incluso para los power poppers que no descubrieron los acordes con cuatro o cinco notas. Creo que es mejor argumentar lo siguiente: el Great American Songbook, no tan impregnado de sus autores (como pasaría cuando la división de labores se quebrase y aparecieran los singer songwriters, empezando por los Beatles), es más proclive a una mayor variedad de lecturas. Es en este momento cuando recuerdo que ayer soñé con Burt Bacharach. Y en un tono incluso aún más personal, escuché por primera vez Songs From Robin Hood Lane junto a una persona por entonces nueva en mi vida, cuando había versiones de LX Chilton y de esas canciones que asociaba de vidas pasadas (la “There Will Never Be Another You” por Ron Carter en el Coliseo, comentada en esta revista, fue, en perspectiva, poco menos que un réquiem para mi historia sentimental previa). Y, más que sentirme incómodo, mientras se sucedían las lecturas chiltonescas —algunas ya conocidas por mí, otras no, pero varias que mi compañera de ese aquí y entonces, breve y encantadora, como el mejor simple a 45 RPM, ella también música, reconocía como standards— me dejé llevar y elegí concluir que hay tantas versiones esperando por nuestra escucha —o, ¿por qué no?, nuestras lecturas— como personas con quienes compartirlas. La música es de aquellos que la quieren escuchar y de nadie más.

lunes, 28 de diciembre de 2020

FALLECE EL GUITARRISTA MAESTRO DE BLUEGRASS TONY RICE

Infobae, 27/12/2020

[Junto con Norman Blake, Tony Rice era uno de los maestros de la púa plana y la guitarra bluegass. Descanse en paz.]


Tony Rice, guitarrista maestro de bluegrass que atrajo seguidores en todo el mundo por su forma rápida y fluida de tocar su Martin D-28, falleció, informaron allegados. Tenía 69 años. 

El guitarrista actuó o grabó con músicos como Ricky Skaggs, Dolly Parton y Jerry García. Skaggs calificó a Rice de ser “el guitarrista acústico más influyente de los últimos 50 años”. 

Casey Campbell, portavoz de la Asociación Internacional de Música Bluegrass, precisó que Rice murió el viernes en su casa en Reidsville, Carolina del Norte. 


Un trastorno muscular y una afección conocida como codo de tenista limitaron las habilidades de Rice. Su última actuación de guitarra en vivo fue en 2013. Fue entonces cuando fue incluido en el Salón de la Fama Internacional de la Música Bluegrass. 

“En algún momento durante la mañana de Navidad mientras preparaba su café, nuestro querido amigo y héroe de la guitarra Tony Rice dejó esta vida e hizo su rápido viaje a su hogar celestial”, escribió Skaggs en Facebook este fin de semana. 

“Muchos, si no todos, los guitarristas de Bluegrass de hoy dirían que empezaron con la música de Tony Rice. Le encantaba escuchar a los músicos de la próxima generación tocar sus ‘licks’. Creo que de ahí es donde obtuvo la mayor parte de su alegría como músico”.

lunes, 28 de septiembre de 2020

"GOLDEN BROWN" DE THE STRANGLERS: MUCHO MÁS ALLÁ DE LA HEROÍNA, DEL AMOR Y DEL CAOS

Javier Hualde

Rock FM, 05/05/2020

[Sirva este artículo como recordatorio que el gran teclista Dave Greefield de The Stranglers nos dejaba el pasado mes de mayo por culpa de la maldita pandemia de COVID-19.]

Repasamos la historia del mayor hit de The Stranglers, "Golden Brown"



En 1981, The Stanglers publicaban su álbum 'La Folie'. Dentro de este redondo se encontraba un tema que, en un principio, todo el mundo pensaba que pasaría desapercibido, se trataba de "Golden Brown". La canción no salió como single hasta que los encargados de las radios del momento, al escucharla, se dieron cuenta de que el tema era una verdadera joya, pese a su atrevida letra en la que, a todas luces, se hablaba sobre el uso y la venta de heroína. 

Lo cierto es que The Stranglers nunca habían tenido miedo de demostrar su estilo de vida o su nihilismo ni en su música ni en su vida pública. Los miembros del conjunto consumían drogas sin ningún reparo y, si tenían que hacerlo, no dudaban en generar altercados. En 1980, la banda fue detenida en París, tras inicar una revuelta cuando se canceló uno de sus conciertos. Pocos meses antes, la banda decidió atar, literalmente, al sol, a una periodista de NME que había hecho una crítica negativa de su trabajo. Al poco tiempo, le hicieron lo mismo a un reportero francés en la Torre Eiffel. A los miembros de The Stanglers les daba todo igual y si tenían que agredir a la gente, no tendrían problemas en hacerlo. 

Hugh Cornwell, cantante del conjunto, también fue arrestado y encarcelado durante dos meses por, precisamente, andar trapicheando con drogas. Su música tampoco se quedaba corta, el segundo single de su historia "Peaches", se convirtió en la primera canción en ser censurada en la historia de la BBC. The Stranglers habían venido para causar todo el caos posible y no iban a quedarse quietos. Su sonido, sin embargo, triunfaba, sobre todo gracias a los teclados de Dave Greenfield, que le dio a la banda ese extra que necesitaban para diferenciarse del resto de bandas. 

En este contexto, queda claro que "Golden Brown" hablaba, sin tapujos de ningún tipo, de drogas y, mas concretamente, de heroína. Sin embargo, en 2001, el cantante de la banda reveló que el tema, en realidad, tenía varias lecturas. "Habla de heroína y también de una chica", explicó. Se trataba, de hecho, de la novia de Cornwell en aquel momento, una chica europea, del Mediterráneo, que tenía la piel tostada, de un color entre marón y dorado. En este caso, The Stanglers dejaron claro que, aunque no tenían miedo de tocar tabúes, no querían que la interpretación de su obra se redujera solo a eso. 

A nivel musical, la canción nació cuando Dave Greenfield, el hombre que aportó el "extra" necesario para que la banda destacara diferenciando su sonido de otras del panorama del momento, comenzó a expermientar con las texturas y el sonido de su teclado, dando vida a una canción. Rápidamente, Hugh Cornwell se puso manos a la obra y escribió 10 minutos de letra que, finalmente, quedarían reducidos a cinco para que encajaran con la música. 




"Estábamos en un punto muerto en aquel entonces", recordaba el bajista de la banda Jean Jacques Burnel en una entrevista con Reminiscin'. "Una nueva compañía discográfica había absorbido a la que nos habían fichado originalmente. Nos dijeron que el punk ya no estaba de moda y que estábamos acabados, nuestra respuesta fue forzarles a sacar el disco. Ellos afirmaron que no sonaba a The Stranglers y que no se podía bailar con sus canciones, pero al final accedieron. Lo sacaron antes de Navidad pensando que se estrellaría, pero se equivocaron. El disco triunfó y, como resultado, aquel año ganamos un premio Ivor Novello". 

Al final, más allá del amor y las drogas, The Stanglers, con "Golden Brown", demostraron que eran mucho más que una banda capaz de sembrar el caos allá por donde pasaban. El conjunto le dio en las narices con su éxito a todos aquellos que pensaban que no sabían hacer buenas canciones y que el punk había muerto. A fin de cuentas, ningún directivo de una compañía musical podría determinar el destino de una de las bandas más salvajes de todos los tiempos. 

sábado, 30 de noviembre de 2019

SUZI QUATRO, LA REINA BAJISTA DE DETROIT

Grace Morales
Jot Down, octubre 2019


A todo el mundo le gusta el rock and roll, pero las chicas prefieren canciones más de tipo sentimental. Eso es lo que nos han dicho que nos tiene que gustar. Justo después de «Can the Can» solo nos escribían chicos, pero ahora son muchas más las chicas que me escriben miles de cartas. En ellas me dicen: «Soy como tú, llevo el mismo peinado, digo palabrotas y me he hecho un tatuaje». Son chicas que quieren salir de su burbuja, me han puesto en un pedestal porque creen que soy el ejemplo que seguir para convertirse en otra clase de mujer. Una muy diferente. (Suzi Quatro, en 1973)

Visualicen a David Bowie, en su encarnación de Ziggy Stardust, sobre el escenario del teatro Hammersmith. Es el momento de presentar a los músicos. Cuando llega a Mick Ronson, exclama: «¡No, no es Suzi Quatro, es nuestro guitarra solista!». Yo jamás lo habría imaginado riéndose de otro hombre porque va peinado y vestido como una mujer, o haciendo la guasa a costa de la propia Suzi Quatro, porque esta se parecía más a un músico masculino que a una chica, cuando el propio Bowie y sus Arañas de Marte iban ataviados como travestis. Parece un poco confuso, pero nos lleva a la misma y diáfana conclusión. En aquellos días, los coqueteos con las ideas de género e identidad sexual eran cosa de hombres.

Porque, si exceptuamos a Suzi Quatro, el glam —la oleada de músicos pintados, vestidos y que se movían de forma excesiva e hipersexual— fue otro simple movimiento de rock masculino. David Bowie posaba como una lánguida muchacha para The Man Who Sold the World; The Sweet y Gary Glitter parecían haber salido de un concurso de drag queens; y Alvin Stardust podía pasar por un impersonator de Elvis, pero de la sección BDSM del mismo concurso.

Sin embargo, aquella chica que quería «ser Elvis», de forma literal, sin reparar en el género, que no se maquillaba ni la mitad que este, vestida de «chico malo», que gritaba y se movía como Rick Derringer en un grupo de hard rock, no provocó un efecto tan revolucionario; bueno, perdón, tan chocante. Una cosa era que un señor se travistiera, pero que una mujer se mostrase no femenina, siempre con pantalones e imitando clisés masculinos, eso no era glam, solo una cosa muy basta y poco femenina: las cantantes pop de su época la calificaban con desprecio de «machorra» y «bollera», y la crítica tampoco tuvo la más mínima piedad: para ellos, o bien era un simple reclamo sexual (en NME dijeron que era «Yesca para rellenar el Penthouse» y la Rolling Stone la describió como «una tarta pop»), o bien un producto prefabricado, sin relevancia alguna, entre el sonido chicle y la parodia glam, por obra y gracia del productor Mickie Most y el dúo de compositores Chinn y Chapman.

Hasta que el punk demostró que los clisés rock se podían doblar, cruzar, ironizar y desafiar, pocos se atrevieron a decir lo contrario. Bueno, creo que sobre Suzi Quatro nadie lo ha dicho con la misma rotundidad con la que sacralizarían a The Runaways, un grupo posterior, que en realidad hacía lo mismo que Quatro: rock elemental, chicas disfrazadas de chicos malos, pero hiperfeminizando aún más si cabe los estereotipos roqueros. La crítica minusvaloró a Quatro en sus días de gloria, no reconoció su talento como cantante ni como instrumentista, solo se quedó con la imagen, que les disgustaba profundamente. Era una chica vestida más o menos como un chico, que se mostraba la líder indiscutible de su grupo, formado por hombres, y que en las versiones de clásicos del rock no cambiaba las letras; las cantaba en primera persona del masculino singular, porque así se las había aprendido de niña, no por provocar o hacer una lectura politizada.


En la década de los noventa, el grunge, el indie y el movimiento Riot Grrrl pusieron en primera línea a la bajista, instrumento y músico menos lucido del rock, y lo elevaron a una categoría especial, como desafío al protagonismo de las guitarras. Llevan décadas venerando a Kira Roessler, Tina Weymouth y Kim Gordon, pero han vuelto a olvidar que Suzi Quatro ya tocaba el bajo en los años sesenta. Mucha gente cree que el rock femenino empieza con Joan Jett y se hace objeto de culto con Patti Smith, pero Suzi Quatro estaba antes, como también estaban (y antes de Quatro) las intérpretes e instrumentistas de soul y rhythm & blues, y como estaban los grupos femeninos de garage y power pop de la segunda mitad de los sesenta. Por ejemplo, el quinteto californiano Fanny, a las que las Bangles de los ochenta, por ejemplo, deben parte de su estilo y sonido.  

Estas intérpretes están en las recopilaciones de rarezas del garage rock, la psicodelia y el prog rock, como otros cientos de grupos norteamericanos, europeos y asiáticos a la sombra de The Rolling Stones y The Beatles (The She’s, The Bittersweets, Daughters of Eve, Denise, The Girls, The Whyte Boots, The Hearby, The Moppets, The Pandoras, The Same…). Grupos femeninos que grabaron elepés, firmaron con grandes discográficas e hicieron giras importantes, como Goldie and the Gingerbreads y The Pleasure Seekers, siguen siendo perfectos desconocidos. Y es aquí donde comienza la historia de Suzi Quatro.

Una chica de Detroit

Parece un seudónimo, ¿verdad? Pues no. Quatro es el apellido real de la artista (el Quattrocchi del abuelo paterno fue rebautizado al llegar a Estados Unidos). Mickie Most, el productor que la llevó a Inglaterra, no creyó necesario un nombre artístico, el real era perfecto.

Los Quatro son una familia descendiente de italianos y húngaros que vivían en el área de Grosse Pointe, en Detroit. Suzi es la cuarta de cinco hermanos, quienes aprendieron a tocar de niños y solían acompañar al padre, una celebridad local y niño prodigio del violín. Si Suzi decidió que sería como Elvis Presley tras verlo en el show de Ed Sullivan en 1956 cuando tenía solo seis años, sus otras dos hermanas decidieron ser como los Beatles, tras verlos en ese mismo programa de televisión en 1964. Patti y Arlene Quatro formaron un grupo llamado The Pleasure Seekers con dos amigas del instituto, las también hermanas Mary Lou y Nancy Ball, e invitaron a Suzi para tocar el instrumento que ninguna quería: el bajo. Para compensar, el padre le regaló su propio bajo, un Fender Precision del 57 con su amplificador Bassman. A los catorce, Quatro, que ya tocaba el piano, la guitarra y los bongos, aprendió con aquel instrumento, especialmente pesado y de mástil muy ancho, haciéndose sangre en los dedos. El mismísimo James Jamerson, bajista de los estudios Motown, alabó su estilo, que es que como te bendiga el dios de la tierra de los bajos.


Las Pleasure Seekers cambiarían de componentes a lo largo de la década y conseguirían cierto nombre; primero, en el circuito de locales de la ciudad, y después, con un contrato con Mercury Records y varias giras por ciudades americanas. No olvidemos que, aparte de haber nacido en una familia muy musical, Suzi Quatro nació en una ciudad que fue y es potencia mundial de artistas: estaba Tamla-Motown y estaba el «sonido Detroit». El quinteto debutó en el Hideout, uno de los locales más conocidos, y allí firmó su primer contrato para grabar un single. La imagen del grupo estaba inspirada en el Swinging London, y eran unas instrumentistas más que competentes. Combinaban en el repertorio composiciones propias con éxitos del rocanrol y el pop del momento.

A pesar de su papel, en principio secundario, mánagers y A&R’s pronto se fijaron en Suzi, y en Mercury sugirieron un cambio de nombre, Suzi Soul and the Pleasure Seekers. La bajista compaginaba las actuaciones con su trabajo de gogó para un programa de televisión local, donde pudo estar cerca de las estrellas de la Motown, y conocer también, en las actuaciones con el programa, al plantel de roqueros de Detroit y sus alrededores: Alice Cooper, MC5, Mitch Ryder o unos Stooges en los que Iggy Pop aún tocaba la batería. The Pleasure Seekers fueron teloneras de Chuck Berry y de Jimi Hendrix, incluso las llevaron en 1969 a Vietnam, para tocar ante los soldados. El grupo, atento a los cambios que estaba experimentando la música, abandonó el pop por el rock progresivo (como otros grupos femeninos, que se adentraron en el funk, el folk rock y el heavy: Birtha, The Deadly Nightshade o Bitch). Decididas a entrar en el mundo de los solos y las jams, se cambiaron el nombre a Cradle. 

A finales del año setenta, tras un concierto del quinteto en Detroit, Mickie Most lleva a Suzi a los estudios de Motown. Está grabando un disco con Jeff Beck, y quiere hacer una prueba a la bajista, que improvisa con Beck y Cozy Powell el tema de los Meters «Cissy Strut». Convencido de su talento, Most le propone ir a Londres para grabar un disco. Pero solo a ella. Cradle se disuelven (Patti Quatro terminaría tocando en Fanny) y Suzi abandona Estados Unidos en 1971.


Bajo la dirección de Mickie Most, ensaya y compone canciones, pero no termina de encontrar ese hit. Quatro comienza a forjar su imagen: una especie de pandillera de fantasía que juega al billar y lleva navaja, pero, sobre todo, que defiende su estatus de músico frente al estereotipo de la cantante solista, dulce y sentimental. Cierto es que el rock ya tenía voces muy poderosas, como Grace Slick y Janis Joplin (esta última también sufrió un tratamiento similar; tampoco aceptaron su ambivalencia como mujer, por un lado, y como cantante y músico, por otro. O eras una cantante sexy o un marimacho, pero no las dos cosas, y mucho menos un «músico»). Pero la idea de la mujer como compositora, instrumentista y líder de un grupo era algo nuevo en el rock, que no en otros géneros, como el blues o el jazz. Tras unas primeras grabaciones (el primer single, «Rolling Stone», compuesto por Phil Dennys, Errol Brown y Quatro solo tuvo éxito en Portugal), y ya con su grupo de acompañamiento (trío masculino, Most no contempló la posibilidad de más chicas), comienzan las actuaciones. Son teloneros de los Kinks y hacen una gira abriendo para Slade y Thin Lizzy. En 1972, tras un concierto, Suzi es entrevistada por una colaboradora de NME, que le manifiesta su gran admiración y le cuenta que ella también es americana, que toca la guitarra y compone canciones. La periodista se llama Chrissie Hynde. 

A comienzos de 1973, vuelven a grabar: «Free Electric Band» (una canción del disco de Albert Hammond) y «Ain’t Gotta Home» (un clásico del rhythm & blues, de Clarence «Frogman» Henry). Las referencias de Quatro son más que evidentes. El rock and roll clásico y la música de su ciudad: soul, rhythm & blues y ese rock seco y furioso que practicaban en Ann Arbor y alrededores. Es cierto que el glam recuperó el rock de los cincuenta, más viciado, si me permiten el adjetivo, pero Most no acaba de encontrar las canciones que puedan condensar esos estilos. Para suerte de ambos, Mike Chapman se ha fijado en ella y está dispuesto a ceder una de sus nuevas composiciones. Suzi trabaja en la letra con el dúo Chapman y Chinn, responsables de la mayoría de los éxitos del glam, y nace «Can the Can». Este single será su primer número uno. Producida por el propio Mike Chapman, la voz de Quatro, hasta entonces reconocible por su tono grave, se fuerza al límite de su registro, lo que se convertirá en seña de identidad en estos primeros hits. El acompañamiento suena como quería Most, un glam rock muy agresivo y un poco acelerado. La letra es un consejo al público femenino de mantener al novio «enlatado», a salvo de otras, para poder usar cuando se quiera.

Para el lanzamiento de este single, se refina la imagen. En los primeros conciertos la han visto como una artista glam, con cazadoras doradas, el pelo rosa y botas de colorines, pero ahora ella decide que va a vestir de cuero. Most rechaza la idea, porque cree que está pasada de moda (quizá él está pensando en Catwoman y en Emma Peel, personajes de ficción), pero en la realidad, ninguna artista de rock se ha presentado de esa guisa. Quatro está pensando en el traje del regreso de Elvis, pero también en los modelitos de las Shangri-Las y en Peggy Jones, la guitarrista de The Duchess. La imagen será mucho más radical: se le confecciona a medida un mono de cuero con una larga cremallera plateada. En las sesiones de fotos, Gered Mankowitz la inmortaliza con su cara de adolescente sin maquillaje, peinado de chica americana, la cremallera abierta hasta el ombligo y un sinfín de cadenas al cuello. Sus músicos aparecen en poses insólitas. Len, el guitarrista (su novio, futuro marido y padre de sus hijos) se apoya en su espalda, como refugiándose tras ella; Alastair, el teclista, asoma la cabeza en el hueco que deja el brazo flexionado de Suzi. Al otro lado, la cabeza de Dave, el batería, sirve de apoyo para el brazo derecho de la cantante. En otras fotos de la sesión, la parodia del macho roquero va todavía más allá: Suzi aparece desafiante y pisando a sus tres músicos, que en una toma levantan los brazos en un gesto ambiguo de defensa o adoración. 

Las primeras actuaciones en «Top of the Pops», en la primavera del 73, la convierten en un personaje muy popular. Siguiendo el ritmo de la discográfica, se publica el siguiente single, otro hit de Chinn y Chapman: el ruidoso «48 Crash» (una canción sobre la crisis de la mediana edad… masculina). Le siguen «Daytona Demon», «Too Big» y «Devil Gate Drive». Quatro vende miles y miles de discos en Inglaterra y Europa (sí, también en España). Animada por el éxito, Quatro vuelve Estados Unidos para una gira, pero esta vez de telonera de otros grupos (es el destino de las artistas femeninas en esos años, no importa lo mucho que vendas o lo famosa que seas), salvo en su Detroit natal, donde es el número estrella. Sus teloneros son un curioso cuarteto local que se hace llamar Kiss. En las actuaciones en California conoce a una jovencísima Joan Jett, que va vestida y peinada igual que ella y se declara su mayor fan. Muy poco después, las Runaways serían una realidad y en 1981 el debut en solitario de Jett, con su versión de «I Love Rock and Roll», provoca más de una confusión. Muchos creen que Quatro había vuelto a «Top of the Pops». En palabras de Suzi: «La imitación es el halago más sincero, pero a veces puede resultar un tanto escalofriante». 

Entre el 73 y el 75, Quatro recorre el mundo en olor de multitudes. El principio de una serie interminable de giras que se prolongarán hasta finales de los 90. En Australia es un clamor: la convierten en la reina de los moteros y cada concierto es una locura. A pesar de las suspicacias y las invectivas de la crítica, es portada de Rolling Stone, Sounds, Creem… y póster central de Penthouse; eso sí, vestida de pies a cabeza. Recuerdo un Musical Express, tocando ella y su grupo en directo con Salvador Domínguez, con su bajo colocado casi en las rodillas. Ha pasado mucho tiempo desde The Pleasure Seekers, cuando Suzi y las otras componentes del grupo tenían que dar con los instrumentos en la cabeza a ciertos espectadores con las manos muy largas, o bofetadas a compañeros de otros grupos y gente del negocio que seguían sin entender que ellas no estaban ahí para que las sobaran o como un bonito adorno.

Tras dos giras mundiales, la carrera de Suzi Quatro da un giro imprevisto. Su representante en EE. UU. la convoca para una prueba en una serie de televisión. Así, de la forma más inopinada, se convierte en un personaje secundario que aparecería unos meses en Happy Days, el famosísimo culebrón, interpretando a una prima roquera de Fonz. Esto, lejos de la anécdota, es el comienzo de una carrera como actriz, que la llevará al teatro musical, a la televisión y, sí, a los concursos y programas de entretenimiento, en los que sigue hoy en día, además de la música.

A Suzi Quatro siempre la olvidan en los repasos historicistas del feminismo musical, aunque fue extremadamente popular en una época en que las mujeres raras veces aparecían en los escenarios rock, salvo como coristas o groupies, y que continúa en la música: este año publica un nuevo disco, hace gira y se pone a la venta una caja con todas sus grabaciones. Por fin, tras casi cincuenta años de carrera, parece que han reparado en que su figura merecía algo más que una condescendiente nota a pie de página.

Espero que en diez años haya montones de mujeres músicos; de otro modo, lo que estoy haciendo no habrá servido de nada. He pasado momentos muy duros y me hubiera encantado haberlo tenido más fácil. Había muchas chicas en los grupos de mi adolescencia, pero terminaron por dejar la música a causa de las presiones; especialmente, las que ejercían sus familias. Es esa presión invisible, implícita, que todos olvidan, la que se sufre con más fuerza. (Quatro, 1973).

lunes, 29 de julio de 2019

ELLIOTT MURPHY DESDE LA OTRA ORILLA

Ignacio Julià
Jot Down, julio 2019

Fotografía cedida por Elliott Murphy.

Hay películas que no se agotan nunca, pues albergan en su interior no solo una historia, sino un manojo de sensaciones y emociones que se multiplican en interna sedimentación a lo largo de los años. ‘Round Midnight, el homenaje al jazz americano expatriado en París que Bertrand Tavernier rodó en 1986, es una de esas obras cinematográficas, verídica estampa que conjura los demonios del racismo y la emigración, pero asimismo valora los ángeles de la creatividad y la amistad. Cuenta la historia de un saxofonista afroamericano, alcoholizado, que malvive en la Ciudad de la Luz hasta que un admirador le rescata y le devuelve a la actividad.

Una experiencia inspirada en la vivida por muchos músicos que tras la Segunda Guerra Mundial se instalaron en Francia, figuras como Dexter Gordon —bendito protagonista de ‘Round Midnight—, Bud Powell, Kenny Clarke o Don Byas. Llegaban a los clubs de la Rive Gauche necesitados de trabajo y allí eran aceptados como artistas, pero sobre todo como personas, aunque esto significase perder contacto con las fuentes sociales, raciales y musicales de su arte. Cuando en 1949 Miles Davis visita París por vez primera, tiene una revelación. «Era la primera vez que salía del país y cambió totalmente mi perspectiva», recuerda en su autobiografía. «Me sentí tratado como un ser humano, como alguien importante».

«Lo que aprendí de esa maravillosa película es que jamás debes volver a casa», me escribe el cantautor rock Elliott Murphy (Long Island, 1949) al preguntarle qué significa ser un músico norteamericano en París, donde se instaló en 1989. «Llevo ya más tiempo viviendo aquí que en Nueva York, así que evité esa trampa. Es fácil comprender la razón de que el jazz americano fuese respetado y popular en Europa; no existía la barrera del idioma, las letras no cuentan para Miles Davis o Dexter Gordon. En mi caso, son tan importantes como la música; en ocasiones, unas pocas frases son la inspiración para una canción. En cierto modo, cruzar esa frontera cultural con una expresión artística basada en la palabra resulta un reto aún mayor. Sin embargo, mi experiencia es muy distinta a la de otros expatriados, mi esposa Françoise es francesa y nuestro hijo Gaspard se educó aquí, por lo que he estado más inmerso en la experiencia parisina real que cualquiera de aquellos músicos de jazz, con la excepción tal vez de Sidney Bechet».

Leímos por vez primera a Elliott Murphy, el poeta callejero, en sus anotaciones a un doble álbum en vivo de los Velvet Underground, editado a título póstumo en 1974. En un estilo que conciliaba la hedonista peligrosidad del rock’n’roll con un redentor aliento literario —para él, Alejandro Magno, Lord Byron, Jack el Destripador, F. Scott Fitzgerald, Albert Einstein y James Dean eran estrellas de rock—, el texto de Murphy destilaba verdades que posiblemente han dejado de serlo. Decía cosas como que «la diferencia entre el cine y el rock’n’roll es que este nunca miente, no promete un final feliz» o «el rock’n’roll siempre fue y sigue siendo una de las pocas cosas honestas que quedan en el mundo». Aforismos de una pasión generacional inculcada en la adolescencia, ese tránsito que inscribe en el inconsciente las canciones que ya nunca nos abandonan, que esculpen quienes somos en el futuro.


Cuando en 1973 firma su primer contrato discográfico, enfila una prometedora carrera que arranca fulgurante —le llaman el nuevo Dylan, como a su colega Bruce Springsteen—, pero fracasa en ventas y popularidad pese al apoyo de la crítica y el apadrinamiento de Lou Reed. De haber desaparecido tras la hermosa y ampliamente promocionada tetralogía que le vio saltar de Polydor a RCA y finalmente a Columbia —Aquashow (1973), Lost Generation (1975), Night Lights (1976) y Just a Story from America (1977)— hoy sería una venerada figura de culto. Pero insistió en salir del pozo del olvido y se labró, trabajosamente, una segunda oportunidad en el Viejo Mundo. Siguiendo el rastro del público que aprecia su música, en 1979 debuta en París con un rotundo éxito y ya nunca mira atrás. Poco después, en 1982, gira por España y aparece en el programa La Edad de Oro. Diez años más tarde el noventa por ciento de las ventas de discos y conciertos se producen en Europa. «El destino estaba de mi parte», zanja irónico.

«De niño en Long Island, la idea misma de Europa como lugar donde vivir era muy extraña para mí y para cualquiera próximo a mi familia», rememora. «No conocía a nadie que hubiese vivido fuera de Estados Unidos. Europa era la tierra mítica del queso, el vino y las chicas sexy, a donde Charles Lindbergh había volado en su aeroplano Spirit of St. Louis, desde Roosevelt Field, a solo diez minutos de mi casa. Pero sobre todo era un paisaje terrorífico donde en el siglo XX se había combatido en guerras en las que murieron miles de soldados norteamericanos. Creíamos en los estereotipos de cada país: que los españoles pasaban las tardes de domingo en las corridas de toros, que las chicas francesas llevaban bikinis como Brigitte Bardot. Cuando finalmente visité Europa por primera vez, en 1971, aquel viaje no solo me cambió la vida de forma profunda y positiva, también alteró mi percepción de Europa de un modo realista y colorido que impactaría en mi vida y mi carrera. Mis motivos son personales y culturales, y tal vez misteriosos incluso para mí mismo, pues un expatriado es alguien que por razones desconocidas se siente más en el hogar cuando no está en él».



Aterriza veinteañero en Schiphol, el aeropuerto de Ámsterdam, para el típico itinerario iniciático por el continente. Le asombra que se consuma hachís en público y que el estilo de vida hippy no se reprima como en Norteamérica. También el valor cultural que se adjudica al rock: compra en la calle ediciones piratas de las letras de Dylan y Rolling Stones, pasa las madrugadas bailando en discotecas y paseando por los canales. Siente que algo ha cambiado para siempre en su interior y se pone a componer canciones con una guitarra acústica. «Europa parecía hacer entrar en ebullición mis jugos creativos», reconoce. No faltan aventuras en aquel periplo europeo: ayuda a escapar de un internado suizo a su joven amante y aparece como extra en Roma, la película de Fellini. Farley Granger, el actor americano que había protagonizado Extraños en un tren de Hitchcock, le anima a acudir a una prueba en Cinecittà. «Fellini nos echó un vistazo a mi hermano Matthew y a mí, y nos contrató. Recuerdo que se situó a mi lado, me puso la mano sobre el hombro y dijo: “Joven, no se mueva de aquí”. Me sentí como si el papa me hubiese bendecido. Años más tardé le mandé uno de mis discos y me respondió, conservo su carta enmarcada en mi estudio».

Murphy, que siempre tuvo a F. Scott Fitzgerald como inspiración compatible con su mitomanía rock, no es ajeno a otra inmigración artística estadounidense, la de los años veinte. Esa «generación perdida» bautizada por Gertrude Stein con que tituló su segundo álbum, a la que pertenecían Ernest Hemingway, John Dos Passos, Kay Boyle o Janet Flanner. El periodo de entreguerras ofrecía a estos expatriados un modo de vida barato y hedonista a orillas del Sena, un peso histórico que el joven país de origen no poseía, y les concedía una libertad personal y expresiva que en Estados Unidos, donde el éxito comercial lo es todo, se veía cohibida o desvirtuada. Algo similar encontraría él cinco décadas más tarde, la libertad para ganarse el sustento como cantautor —término que en la Norteamérica de los años ochenta se había convertido en una maldición— ante un público continental ávido de la sustancia rock que germinó en Manhattan a mediados de los años setenta. «En Estados Unidos la música, o por lo menos la música rock, se considera parte de la industria del espectáculo», explica. «Mientras que en Europa forma parte de la cultura. Esa es la razón de que alguien como Lou Reed fuese más aceptado aquí».

La llamada del Viejo Mundo es evidente ya en sus primeras grabaciones. ¿Qué rockero norteamericano dedicaba canciones a legendarias féminas europeas? Murphy escribió con poética ecuanimidad sobre la gran duquesa Anastasia, fusilada a los diecisiete años junto a la familia del último zar, o acerca de la infame Eva Braun, la amante de Hitler. Como explica Bruce Springsteen en el documental The Second Act of Elliott Murphy: «Para mí, hubo algo europeo en la escritura de Elliott desde el principio. A lo mejor era su estilo literario, sus referencias». Realizado por el español Jorge Arenillas, el filme reúne a otros de sus compañeros generacionales y explica su longevo enraizamiento en Europa, que desmiente la sentencia de Fitzgerald, pues sí hubo un segundo acto para el autor de Prodigal Son (2017), trigésimo quinto disco de elocuente título. Reconoce esa temprana fijación europeísta, pero advierte que pesan más en su obra los mitos americanos y que, en cualquier caso, esa mitificación suele nublarse en la distancia: «Cuando leo los poemas de Lorca los encuentro hermosos pero no me recuerdan a Nueva York, sino a Nueva York a través de los ojos de Lorca. Así que mi percepción de un mito europeo puede ser totalmente distinta a la de un nativo del país donde se originó».

«Es posible que en mi escritura, y en algunas de mis canciones, intentase emular la experiencia literaria de expatriados como Fitzgerald, Hemingway e incluso Ezra Pound, aunque no la visión política de este último», reconoce. «Pero sería absurdo decir que entiendo la experiencia de un artista afroamericano que se instala en Europa para escapar del prejuicio y la discriminación. Irónicamente, una de las mejores novelas escritas por un expatriado en París es La habitación de Giovanni de James Baldwin, que sucede en Les Halles, cerca de donde vivo. Pero no trata para nada el racismo, tal vez porque Baldwin quiso también dejar eso atrás. Otros autores, como Richard Wright, se instalaron en París y resaltaron la temática racial. Lo que me empujó a expatriarme fue que, pese a nacer en un estilo de vida de clase media alta, por alguna razón siempre me sentí rechazado por esa sociedad blanca de clase media de la que yo era producto. Escribí una canción sobre ello, “White Middle Class Blues”. Nunca me cerraron la puerta en las narices, pero en los sesenta llevar el pelo largo hacía que te mirasen mal. El día de mi graduación me negué a levantarme mientras sonaba el himno, en protesta por Vietnam: fue lo más cerca que he estado de la desobediencia civil».

Decía Hubert Selby Jr., autor de la rompedora novela Última salida para Brooklyn (1964), que Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, que era una isla intermedia, un puente con el Viejo Mundo. Murphy «tuvo el honor» de conocerle en persona durante una lectura poética: le hubiese gustado recitarle «On Elvis Presley’s Birthday», originalmente publicada como poema en la revista literaria Nouvelle Parisien Revue, luego suprema canción de su primer álbum europeo, 12 (1990). Recuerda que Selby hablaba con un suave acento de Brooklyn, como su padre, fallecido prematuramente cuando Elliott era muy joven, quien inspiró la canción. Nueva York es, en su opinión, el verdadero crisol estadounidense: «Pocas cosas son más americanas que la Estatua de la Libertad, Broadway y el Empire State Building, ¡escalado por King Kong como una estrella de rock!». Pero él creció en las afueras, en Garden City, por lo que incluso Manhattan era para él un país extranjero. Una urbe de extraordinaria dureza que «no perdona los errores del principiante, pero te prepara para enfrentarte a todo lo que te encuentres. Rendirme nunca fue una opción».

Tras una década residiendo en París, Murphy publica Beauregard (1998), álbum destacado en su abultada discografía, que graba en su apartamento de la calle homónima. Meses antes ha realizado un viaje de costa a costa por Estados Unidos, con su esposa e hijo, que devendrá revelador. Visitan Graceland, la mansión de Elvis Presley en Memphis, y descubre un país desconocido, especialmente al adentrarse en el oeste mítico. «Algún día escribiré un libro sobre ello, como Viajes con Charlie de John Steinbeck», dice. Algunas de las canciones del álbum de título francés las inspiró aquella travesía americana. «Nunca me he sentido nostálgico», aclara. «¿Cómo puede permitirse sentirse nostálgico un músico que viaja continuamente? Sería un modo de vida miserable. Soy afortunado de que mi carrera me trajese a Europa, todavía me parece un lugar exótico; no importa cuántas veces visite una ciudad como Barcelona, siempre siento una especial excitación simplemente por estar allí. Y hay una libertad en la música francesa que espero haber heredado de artistas como Serge Gainsbourg. Muchos músicos franceses eluden la fama y la fortuna, mientras que en América son una religión. El mayor pecado que puedes cometer es fracasar».



¿Ha cambiado este empadronamiento vital su visión del país de origen? «Ahora veo la perspectiva que se tiene de América en los distintos países europeos, que no siempre es la que yo esperaba. Hay cierto temor a Estados Unidos, por su tamaño y poder, algo de lo que no era consciente. Siempre hay algún movimiento antiamericano dispuesto a responsabilizarnos de todos los males del mundo. A nivel cultural, hay muchos prejuicios, aunque debo decir que los europeos tratan la cultura norteamericana mejor que los propios estadounidenses. Un periodista japonés me lo describió así: “América es como un faro que alcanza a ver muy lejos en el mar, pero es incapaz de ver sus propios muros’’. Quizás ahora yo vea esos muros con mayor claridad».

Y, ¿cómo nos vemos desde la otra orilla? «Probablemente con envidia y recelo, cierta curiosidad pero insuficiente comprensión», concluye. «Cada vez estoy más de acuerdo con lo que dijo John Lennon, que el mundo lo gobiernan unos locos. Pero sigo siendo un optimista pues, a lo largo de mi vida, he visto como la música unía a todo el mundo, nadie puede negarlo, y me satisface haber jugado mi pequeño papel en esa revolución espiritual. Tal vez mi existencia de autor y trovador expatriado no haya sido en vano».


domingo, 10 de marzo de 2019

LA MADRE QUE PARIÓ AL PUNK: VIVIENNE WESTWOOD

Álvaro González
Valencia Plaza9/03/2019

En el momento justo en el sitio apropiado, una mujer que vendía ropa de segunda mano alcanzó tal celebridad gracias a la moda del punk que creó un dress code que todavía se sigue venerando. Vivienne Westwood fue la madre del punk en un sentido estético, que no musical, que permanece. Un documental de Lora Tucker recuerda su obra y es curioso ver cómo se diluye el punk en un mundo de modistos ofendidos, irascibles y arrogantes que solo trabajan para las clases adineradas. 



El punk fue una moda como cualquier otra. Se pueden encontrar muchas características del movimiento antes de que saltase a los medios, sobre todo en el Nueva York de los New York Dolls o en el Londres de Hollywood Brats. Hay dos libros que lo cuentan. La primera escena está retratada por sus protagonistas en la llamada biblia del punk, Por favor mátame, y la segunda en un libro que editó hace dos años en España la editorial Contra, Te potaría encima.

Como es sabido y ha sido ampliamente narrado, el momento clave de todo este movimiento que tanto ha trascendido fue cuando llamaron la atención de los medios las actividades de unos jóvenes británicos descolocados. A un regreso al rock and roll de los 50 y 60, un revival en su vertiente más cruda, unos chavales que vendían ropa de segunda mano le añadieron sin comerlo ni beberlo un dress code y esa pequeña pulsión quedó para siempre como todo lo que conocemos como punk.

Vivienne Westwood fue la mujer detrás de ese estilismo. Tanto fue así, que en un alarde de fidelidad a los principios, acabó hace pocos años prendiéndole fuego en una barcaza en el Támesis a todos los valiosos vestigios que conservaba de aquel momento tan importante para la cultura popular. El valor de lo quemado era, se dijo, de cinco millones de libras esterlinas. La mujer quiso protestar contra la comercialización a la que había llegado la moda que creó en el año 1977 en el momento de eclosión de los Sex Pistols.

Un documental de Lora Tucker del año pasado, Westwood: Punk, Icon, Activist, entrevistó a la protagonista para valorar el citado fenómeno y su carrera posterior en el mundo de la moda. La prestancia está presente desde el primer minuto. Westwood aparece impacientada, suspirando, aburrida de tener que contar siempre la misma historia.



El interés reside en cómo fue la vida de la persona cuyas ideas han dado forma a una estética que se sigue replicando. Desde los grupos de música más comprometidos políticamente a los más frívolos modernos, todos han pasado por el aro de los complementos que se le ocurrieron a ella. Es así.

Comenzó a hacerse su propia ropa con 11 o 12 años. Entró en la escuela de arte a los 17, aunque fue una víctima de la cultura imperante en aquel tiempo que conducía a las mujeres a la búsqueda del hombre soñado. Su destino tenía que ser formar una familia ideal, algo contra lo que se rebeló. Se casó a los 21 años y se divorció al poco tiempo.

Conoció entonces a Malcolm McLaren, un representante de grupos de rock que gustaba de mangonear a los músicos para que vistieran y representasen conceptos rompedores. Puro marketing. En un principio, como se puede leer en los libros mencionados, lo único que logró fue arruinar la carrera de New York Dolls haciéndoles vestir de rojo y con banderas comunistas pensando que esa puesta en escena iba a romper en Estados Unidos. No hubo ni escandalillos por ello. Por el contrario, con Sex Pistols conquistó el mundo y la eternidad.

Junto a Westwood, McLaren montó una tienda en la que él vendía elepés antiguos y ella ropa vieja. Es ahí donde empezó a crear modelos y conjuntos. Cuando él cogió a los Pistols, que reventaron la escena musical británica, los estilismos que ella había creado cobraron relevancia. Hubo muchos detalles, mezcla de sadomaso y amor por la basura que lo distinguieron, pero el marketing tenía otro punto fuerte: llevar esvásticas.

En el documental, ropas de la época aparecen mostradas por la encargada de un museo. Las trata como lienzos de Velázquez en el Prado. La esvástica significaba que no aceptabas los valores de la generación anterior, cuenta ella, pero la postura rápidamente fue asumida por el sistema. No con los símbolos nazis, sino con los peinados. En Vogue no tardaron en aparecer diseccionadas todas sus ideas.

La revolución, devorada por el mercado, se convirtió en una distracción más del sistema. Ella lo tiene claro. Sin embargo, cuando el mundo de la moda reclamó más creaciones de Westwood -Armani estuvo interesado- McLaren boicoteó sus nuevos contratos. Una cuestión de celos personales y profesionales. El punk se pasó de moda, ella se quedó sin nada y tuvo que pedir prestado dinero a su abuela.

A partir de ahí, la película cuenta cómo ella volvió a empezar. Una historia de superación con arrogancia británica. Sus nuevas ideas eran ridiculizadas en programas de televisión, pero volvió a tener éxito. Todo lo que sigue es el comportamiento típico del mundo de la moda. Genios irascibles que venden sus colecciones con actitud ciertamente prepotente. Escenas de desencuentros creativos que se ven aliviadas por los premios que va ganando y los reconocimientos como diseñadora del año.

En épocas más cercanas, la destrucción del planeta se convierte en su nueva gran preocupación. La vemos viajar al polo a ver cómo se derrite el hielo. En consecuencia, protagoniza diferentes manifestaciones y postureos varios que no han trascendido en modo alguno como lo hizo el punk.

En su día, no faltaron voces ni grupos, como los del hardcore de los 80, que fueron conscientes  de esto, de que el punk que llegó a los medios no fue más que una moda puramente estética. Unos códigos vacíos de significado a los que se les rindió y se les rinde culto. Ese es realmente el valor de este documental. Ver cómo algo tan supuestamente importante se diluye en discusiones de modistos ofendidos. En un negocio que solo asiste a las clases más adineradas y se desenvuelve en los segmentos más elitistas de la población.

Un documental que enseña a desconfiar de lo que se entiende por punk y representa como punk si uno es realmente punk.