Alberto Bravo
La Razón, 10/08/2023
La reedición de sus discos de los años 80 con el sello Island muestra la etapa más exultante, excéntrica y personal del genio estadounidense
Comenzaba el otoño de 1983 cuando a las tiendas llegó un disco de lo más extraño. El nombre, «Swordfishtrombones», ya era raro de por sí. La portada poseía ecos de aquella terrorífica rareza que fue la película de 1932 llamada «Freaks», de Tod Browning. Pero todo aquello no era ni con mucho lo más insospechado que había en aquel objeto. Lo verdaderamente peculiar estaba en la música. Tom Waits había completado su deconstrucción, una de las más salvajes de la historia de la música, para iniciar una etapa tan extravagante como memorable.
Personalmente supervisados por Tom Waits y su mujer, Kathleen Brennan, la obra para Island Records entre los años 1983 y 1993 ha sido remasterizada nuevamente a partir de las cintas originales y se reeditarán en vinilo y CD este otoño. Además de «Swordfishtrombones» se incluyen «Rain Dogs» (1985), «Frank’s Wild Years» (1987), «Bone Machine» (1992) y «The Black Rider». Una excelente excusa para recordar una de las reinvenciones musicales más inauditas de la historia de música.
¿Salvadora o Yoko Ono?
Lo cierto es que aquel Tom Waits de 1983 era muy diferente al de solo tres años atrás. Otro hombre, otro músico. Atrás habían quedado años salvajes marcados por el consumo irreflexivo de alcohol, resacas extenuantes y colillas sobre el piano de otro. También había quedado atrás Rickie Lee Jones, su novia de aquellos tiempos, una ruptura abrupta y desagradable que provocaría el odio eterno de la cantante hacia Waits. La extensa gira de «Blue Valentine», de 1978, había sido brutal en todos los aspectos y había provocado enormes erosiones en Waits. Su siguiente álbum, «Heartattack and Vine», parecía casi un grito de auxilio, pero no lo suficientemente sonoro. Entonces llegó una llamada de Francis Ford Coppola.
El imponente cineasta estaba preparando la película «Corazonada» y se le ocurrió que Tom Waits podía hacer la banda sonora y éste dijo sí. Fue una completa desintoxicación, en todos los sentidos. Se autoimpuso una disciplina en la que fichaba como cualquier otro empleado y trabajaba en las canciones con meticulosidad y pausa. Pero también ocurrió otra cosa todavía más decisiva tanto en lo personal como en lo profesional. Conoció a una empleada de Zoetrope llamada Kathleen Brennan que en pocos meses se convertiría no solo en su mujer, sino también en su nueva orientadora musical.
Poseedora de un enorme carácter, Brennan le introdujo en la música de Captain Beefheart, que se convertiría en su influencia más reconocible, y le animó a explorar otros sonidos más arriesgados y vanguardistas sin abandonar su viejo gusto por el blues más puro. Era lo que necesitaba un músico que había comenzado a sentir pavor ante la idea de encasillarse en un sonido, el del trovador melancólico aferrado a su piano, que consideraba (exageradamente) mainstream. Y fue adelante con todo.
«Ella hizo que se apartara de todo el mundo. No sé si fue por sus celos personales o por qué. No guardo resentimiento hacia ella porque creo de verdad que le salvó la vida. Es una mujer muy fuerte y encontró los puntos débiles de Tom. Ella proporcionó fuerza cuando él la necesitaba. No tengo ni idea de qué habría sido de él sin alguien que en cierto modo pudiera tomar en serio el rumbo de su vida», resumiría el productor Bones Howe. Para muchos, Breenan salvaría a Waits; para otros, sería su Yoko Ono. Sea como fuere, Waits se vio liberado de cadenas y decidido a iniciar un nuevo rumbo, la deconstrucción de su música hasta convertirla en vanguardia. No había reglas, salvo enterrar el pasado. Y creó una música llena de percusiones, sonidos chirriantes de guitarras, contrabajos, instrumentos imposibles y una voz estridente, salvaje y enormemente expresiva para cantar historias que solo un mago del lenguaje como era él podía escribir. El resultado sería «Swordfishtrombone».
Naturalmente, la industria no estaba preparada para un álbum semejante y Elektra renunció a publicarlo. Waits lo tomó como un cumplido y encontró en el modesto sello Island su nuevo refugio discográfico. Con su antigua casa resolvió el contrato de la manera habitual, con un rutinario grandes éxitos, y así culminó el portazo definitivo a su pasado. El vídeo de la maravillosa «In the neighborhood» mostraba a un Waits al frente de un circo de freaks desfilando a ritmo de vals en una canción que sonaba a himno. Lo curioso es que el público, mucho más maduro que la industria, sí estaba preparado para el nuevo sonido de Waits y su debut con Island fue un éxito. Seguro de haber encontrado un nuevo hogar, y alentado por su mujer, continuaría por el camino de la exploración añadiendo renovadas dosis de inspiración que se plasmarían en su siguiente álbum, «Rain dogs», una obra maestra y otra rareza absoluta. Era la perfección de su nuevo sonido con aportaciones impresionantes de guitarristas de la categoría de Marc Ribot, Robert Quine, Keith Richards o G.E. Smith. También entregó un vídeo sublime de una canción no menos memorable, «Downtown Train», que generó admiración y reconocimiento.
Sus conciertos eran igualmente apabullantes, auténticas experiencias visuales y sonoras. Mientras otros coetáneos se entregaban a las grandes giras, estadios, juegos de luces, muñecas hinchables, fuegos artificiales y repertorio desasosegadamente nostálgico, Waits se metía en teatros para proponer un insólito espectáculo en el que mezclaba circo, cabaret, danza tribal y ese blues deconstruido que ya era parte de su nuevo sello. Este era Tom Waits: lo nunca visto, lo nunca escuchado.
Este hombre se convertiría en el oasis dentro del desierto que sería la década de los 80 para la inmensa mayoría de sus colegas. Gente como Bob Dylan, Neil Young, Rolling Stones, Lou Reed, Eric Clapton y muchos más habían sucumbido a la desubicación, la confusión y el conformismo. Sabían de dónde venían, pero no hacia dónde iban. Dejaron el trabajo, hacer discos, en manos de otros. Vivían del nombre principalmente. No es lo que ocurrió con Waits.
Lejos de adocenarse y repetirse, su propuesta se haría todavía más radical con el paso de los discos, como demostraría con «Frank’s Wild Years», «Bone Machine» y hasta llegar a otra de esas obras inclasificables como sería «The Black Rider», donde colaboró con el director teatral Robert Wilson y el héroe de la generación beat William Burroughs. Su imagen también se haría frecuente en el cine trabajando con directores tan prestigiosos como Jim Jarmusch, Robert Altman o el propio Coppola. Sus seguidores se dividirían entre el Waits del piano y el Waits del megáfono, pero a él le daría igual. Había protagonizado una de las gestas más impresionantes de la historia de la música. Una reconversión absoluta eligiendo el camino más difícil: la vanguardia. Una deconstrucción a la altura de su genio que significaría su salvación y redención, tanto personal como musical. Un auténtico héroe.