martes, 25 de junio de 2019

JONATHAN RICHMAN Y THE MODERN LOVERS: EL ANTIHÉROE MÁS TIERNO

Francisco Camero
Crónica Global, 22/03/2018

Profeta del punk y romántico empedernido, el músico norteamericano ha llevado el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado por los grupos de vanguardia


En 1976, cuando se publicó el disco, pocos se percataron de su importancia, y curiosamente el primero de cuantos lo apartaron a un lado para seguir con otra cosa fue su principal artífice, Jonathan Richman, profeta breve del punk, romántico empedernido, antihéroe dimisionario del rock. Tal vez la absoluta vigencia de su sonido --la intacta viveza y la rotunda potencia expresiva de sus austeras canciones-- sea el único milagro que está a la altura de la existencia misma de The Modern Lovers, primer y único disco de la banda homónima, que ya ni siquiera existía entonces, cuando vio por fin la luz, entre cuatro y cinco años después de su grabación (en distintas sesiones de 1971 y 1972) en su mayor parte con John Cale como productor.

Este desfase temporal --provocado por desacuerdos con las discográficas-- es crucial no sólo porque durante esa especie de limbo se alejaran definitivamente los planteamientos creativos de Richman y el resto del grupo, sino también --o sobre todo-- porque explica y ratifica ya de manera categórica la condición visionaria de un álbum que anticipó mucho antes, con insólita precisión, la ruptura estética que significó el punk, en una época en la que el paradigma eléctrico hegemónico estaba aún escorado hacia esos ataques de dignidad que fueron el rock sinfónico y progresivo, con su profusión de odiseas espaciales, óperas existenciales, dobles álbumes conceptuales acerca de Todo y demás apoteósicas megalomanías.

Warhol, Reed, Iggy Pop

Jonathan Richman, la cabeza y --mayormente-- el alma tras semejante rapto de intuición, era a finales de los 60 un joven estudiante de Boston al que, literalmente, le cambió la vida descubrir la música de The Velvet Underground, sofisticada y cruda, ascética en su oscuridad, vibrante en su nueva manera de capturar las turbulencias existenciales en una gran urbe moderna. Cuenta la leyenda --cierta, parece ser-- que una vez en Nueva York, a donde se mudó en 1969, con 18 años, ávido de empaparse de experiencias en los círculos underground donde reinaba la pandilla arty y salvaje apadrinada por Warhol, fijó su residencia en el sofá del road manager del grupo. Pero Richman, como veremos, tendió siempre a la luz. Así que meses después de aquellas aventuras regresó a Boston y montó su banda: The Modern Lovers.

The Modern Lovers

El grupo armó pronto un repertorio propio y se lanzó a tocar por doquier. El sonido era un destilado de su pasión velvetiana (la mítica Roadrunner, definida por el devoto Greil Marcus en Rastros de carmín como “la canción más obvia del mundo, y también la más extraña”, está construida indisimuladamente sobre los acordes de Sister Ray), por el garage y muy en particular por los Stooges (el riff cortante de She Cracked y el ritmo infeccioso de Modern World son los testimonios más elocuentes de esta otra inspiración determinante). Materiales de primeras calidades, en fin.

Pero había algo más. Otro tono. Algo completamente nuevo. Allí donde Lou Reed era chulesco y tormentoso e Iggy Pop frontal y agresivo, Richman sonreía, era tierno, inocente, sinceramente romántico como los viejos éxitos del rock & roll de los 50 al que nunca ha dejado de rendir culto. Quiere decirse que este perpetuo adolescente tardío llevó el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado antes por los feroces y esquinados grupos de vanguardia que le sirvieron de guía. Y probablemente, de la exigua pero capital obra de los Moderns Lovers, éste fuera en realidad el gesto más genuinamente punk...

El rarito de la clase

Porque Richman venía a ser el rarito de la clase que iba al museo de bellas artes en vez de a los billares, pero, a su manera, no eludió nunca cierta confrontación moral. Esto es particularmente significativo en su abierto desprecio a la cultura de las drogas, que alcanzó su cumbre en la soberbia y doliente balada antihippie que es I'm straight. Aunque en rigor todo en su discurso --la ironía, el sentido del humor, la mirada fijada en las sólo aparentes minucias cotidianas, el autorretrato in progress de nerd (avant la lettre) encantador y torpe con las mujeres-- constituye una enmienda a la totalidad de los innumerables clichés bad-boy-cool de la cultura rock (y más allá: véase la retranca de Pablo Picasso, probablemente su canción más versionada por otros músicos, con Bowie a la cabeza de los ilustres).

The Modern Lovers, para bien o para mal, llegaron y se fueron demasiado pronto, en parte porque la industria nunca los entendió, pero también porque se consumió el proyecto. O tal vez porque le dio miedo su propio éxito (esa es la interpretación de John Cale y de sus propios compañeros) y Richman decidió que no le interesaba tener un grupo de rock convencional y se dedicó a sabotearse a sí mismo y al grupo, negándose a interpretar las canciones siempre de la misma manera, o insistiendo en rebajar el volumen de la electricidad hasta casi anular el impacto de la banda.

Tras disolver la formación en 1974 (el batería David Robinson se unió a The Cars y el teclista Jerry Harrison acabó en Talking Heads), el cantante y guitarrista reformó una y mil veces los Modern Lovers, pero ya otros Modern Lovers, cada vez más acústicos y ligeros, y emprendió una excéntrica y amplísima carrera en solitario como cantautor jovial y naíf que lo mismo se atreve con el country, el calypso o a cantar en español, italiano y francés. Discos como Jonathan Richman & The Modern Lovers (no confundir con el primero), Back in Your Life, Jonathan Sings!, Rockin' & Romance, I, Jonathan o You Must Ask The Heart bien merecen una incursión en su universo puro y dichoso, pero el debut de los Modern Lovers juega en otra liga: la de los rarísimos discos verdaderamente únicos y adelantados a su tiempo que, mucho más allá de la reduccionista y circunstancial etiqueta proto-punk que le acompaña, configuraron el presente detenido para siempre que vibra en el mejor rock & roll de cualquier tiempo.


lunes, 3 de junio de 2019

LITTLE RICHARD, ENTRE EL ROCK Y LA BIBLIA

Jaume Collell
La Vanguardia, 05/01/2018

Vive en Tennessee, asiste todos los sábados a la iglesia y se desplaza en silla de ruedas


La personalidad desbordante de Little Richard creció bajo el gospel de las iglesias baptistas que él desató en los sonidos de su denominado piano salvaje. Así fabricó un estilo de rock and roll del que han bebido todos después. A menudo, la bestia excéntrica abandonaba la música del diablo para dedicarse a vender Biblias y a predicar en el púlpito, desde donde se arrepintió de su pasado homosexual. La confesión buscaba también redimir su adicción a las drogas y los escándalos de juventud. Esta realidad, como es típico en los buenos artistas, deriva de una niñez que no fue nada fácil.

Richard Wayne Penniman nació en 1932 en Macon (Georgia, EE.UU.). Fue el tercer hijo de doce hermanos. El padre era diácono de la iglesia aunque se dedicaba al contrabando de alcohol en su propio night club. El gospel inundaba todos los rincones del suburbio donde vivían como una forma de plegaria para abandonar aquella mísera existencia. De muy joven Richard se mostró hiperactivo y abiertamente gay. Era también flaco, bajito y con una pierna más corta que la otra, lo que le obligaba a andar torcido. Para él estas circunstancias le hicieron crecer. No fue muy buen estudiante, aunque la música captó pronto su atención. Recibió la influencia de artistas consagradas como Mahalia Jackson y Marion Williams. Empezó primero aprendiendo el saxo alto para tocar en la banda de la escuela.

Su padre, que murió poco después en un ajuste de cuentas, le echó de casa a los trece años por el comportamiento abiertamente bisexual de entonces. Richard se relacionaba con una chica que se pasaban todos los amigos del barrio, y actuaba también como chapero. Se unió a un charlatán que iba por las ciudades vendiendo ungüento de la serpiente para todos los males. En 1951 ganó un concurso local y así empezó a grabar discos con la compañía RCA. Billy Wright impulsó su carrera ya con el nombre de Little Richard, aunque él sus composiciones las firmó siempre como Penniman. Tocaba en clubs y espectáculos de circo y vodevil hasta la llegada de su gran éxito Tutti frutti (1955) con el que vendió más de un millón de copias.


La marca distintiva del músico ya estaba conformada, voz contundente, actuación desenfadada, músicos eléctricos. El desenfreno sexual corre en paralelo a los aplausos como artista. Monta orgías antes y después de los conciertos, le gusta ejercer de voyeur y se inventa fantasías sofisticadas. Richard estuvo incluso casado un tiempo con Ernestine Campbell. Fue en 1957 cuando durante una actuación en Australia vio una bola de fuego en el cielo que interpretó como una señal de Dios y abandonó la música de repente para dedicarse a predicar. Aquella decisión le provocó demandas por renuncias a contratos de actuaciones que ya estaban firmados. Después se supo que el resplandor australiano correspondía al lanzamiento del Sputnik desde Kazajistán por parte de los rusos.


Como pastor pentecostal, Richard casó a Bruce Willis y Demi Moore. Volvió a los escenarios en 1964 y a sus aclamadas grabaciones. Después de Tutti frutti vinieron títulos también aplaudidos como Long tall sally, Lucille y Good golly, miss Molly. Little Richard ha supuesto un foco de influencia en todo el rock and roll, incluso entre sus contemporáneos inmediatos, Elvis Presley y Jerry Lee Lewis. Las generaciones de músicos que se han inspirado en sus huellas traspasan todo tipo de género, de James Brown a Otis Redding, de Cliff Richard a Paul McCartney y George Harrison, también en su momento se miraron en su espejo, Mick Jagger y Keith Richards. Y de un modo u otro podríamos hablar de Rod Stewart, David Bowie, Lou Red, Elton John, Fredy Mercuri, Patty Smith, etcétera.

Tras la muerte de Fats Domino en octubre [de 2017], Little Richard es el último músico del siglo pasado que rompió moldes en el rock and roll, un género de los negros que él ha mordido eficazmente con su dentadura blanca. La última actuación en España fue en Gijón, en el 2005. Se retiró en el 2013 porque en una actuación pública en Washington empezó a ahogarse. A pesar de que en los años cincuenta, cuando ya era millonario, se compró una mansión de lujo en Los Ángeles, ahora vive desde hace unos años en Tennessee, completamente apartado de la atención mediática. Ha retornado si no al proselitismo de antaño a la iglesia de sus orígenes. Asiste a las ceremonias todos los sábados y se desplaza en silla de ruedas. Decir Little Richard es decir Auambabaluba Balambambú y el rock camina.

domingo, 2 de junio de 2019

MUERE ROKY ERICKSON, EL GRAN DAMNIFICADO DE LA PSICODELIA TEJANA

Diego A. Manrique
El País, 01/06/2019

[Descansa en paz, Rocky. Gracias por los buenos momentos que nos has hecho pasar con tu música.]



Roky Erikson, cabecilla del rock psicodélico tejano, falleció en Austin, a los 71 años. Tras destacar en los 13th Floor Elevators, seriamente perjudicado por el consumo de alucinógenos, fue enviado a un manicomio del que salió aún peor. Personaje muy mitificado, grabó y actuó espasmódicamente. Era algo así como el prototipo del rockero estadounidense de los sesenta. Nacido en el seno de una fundamentalista familia numerosa en Austin, el joven Roger Kynard Erickson encontró una salida en la guitarra eléctrica y en lo que luego se llamaría rock de garaje, irreverentes aproximaciones al rhythm and blues practicado por los conjuntos británicos: como muestra, su gran éxito con los 13th Floor Elevators, You’re Gonna Miss Me (1966). Inmediatamente, comenzaron a experimentar con el sonido y las substancias, mientras grababan un total de tres elepés.


Psicodelizarse en Tejas tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Por la cercanía a México, había fácil acceso al peyote, la mota y las drogas de elaboración química. El espíritu tejano también tendía al proselitismo: Tommy Hall, letrista del grupo, quería imitar los colocones colectivos, los “acid tests” que organizaba el escritor Ken Kesey en California. El problema residía en que Texas ostentaba una legislación draconiana al respecto: buena parte de los freaks del Estado de la Estrella Solitaria, de Janis Joplin a Doug Sham, ya habían emigrado, a veces con la policía en los talones.

Roky no tuvo esos reflejos. Tras varios incidentes con los uniformados, fue detenido con una cantidad modesta de hachís y le plantearon una disyuntiva: diez años de cárcel o una temporada de psiquiátrico. Pensando que sería más fácil huir de un hospital, eligió la segunda opción. Un error y una pesadilla: sometido a electrochoques y dosis brutales de medicación, su frágil equilibrio mental se hizo añicos. Su universo se llenó de extraterrestres, zombis, demonios.


Liberado en 1972, estuvo dando tumbos, ajeno a que el mundo musical comenzaba a apreciar sus destellos de grandeza: You’re Gonna Miss Me fue rescatada por Lenny Kaye para su recopilatorio Nuggets, Fire Engine entró en el repertorio de Television y otros grupos. Hasta sus ingenuos tanteos en el estudio de grabación se aceptaron como psicodelia avant la lettre.

En un biopic de Hollywood, habríamos llegado al momento de la gran escena de triunfo, de reconocimiento universal. En la realidad, Roky estaba volando en una órbita particular, a la que pocos tenían acceso. Se montaron grupos alrededor suyo, que grababan discos de 45 rpm que editaban sellos pequeños, a veces impulsados por fans franceses (en Francia, no se resisten ante un auténtico freak estadounidense). Solo en 1980 hubo un intento medio serio de relanzar su carrera: CBS financió Roky Erickson and the Aliens. Producido por Stu Cook, antiguo bajista de Creedence Clearwater Revival, carecía del envoltorio imaginativo que exigían títulos como Noche del vampiro o La criatura del cerebro atómico. Para Erikson, no eran bromas: se trataba de realidades mentales.

La vida de Erikson osciló entre la tragedia y la comedia. Desarrolló una obsesión por el correo, escribiendo a famosos vivos o muertos. Como apenas recibía respuestas, robaba las cartas destinadas a los vecinos. Cuando fue descubierto, explicó que nunca abría las cartas ajenas. Y ese detalle evitó que fuera procesado por un delito federal.

En las décadas que siguieron, Roky fue objeto de todas las atenciones reservadas a los artistas de culto: el documental (You’re gonna miss me, 2007), el disco de homenaje (Where the pyramid meets the eye, 1990) y la publicación de todo lo que grababa, desde directos a sesiones con guitarra acústica. Sorprendentemente, su música se había ido pacificando, aparte de revelar su devoción por Buddy Holly, otro tejano con mala suerte.