Diego A. Manrique
El País, 01/06/2019
[Descansa en paz, Rocky. Gracias por los buenos momentos que nos has hecho pasar con tu música.]
Roky Erikson, cabecilla del rock psicodélico tejano, falleció en Austin, a los 71 años. Tras destacar en los 13th Floor Elevators, seriamente perjudicado por el consumo de alucinógenos, fue enviado a un manicomio del que salió aún peor. Personaje muy mitificado, grabó y actuó espasmódicamente. Era algo así como el prototipo del rockero estadounidense de los sesenta. Nacido en el seno de una fundamentalista familia numerosa en Austin, el joven Roger Kynard Erickson encontró una salida en la guitarra eléctrica y en lo que luego se llamaría rock de garaje, irreverentes aproximaciones al rhythm and blues practicado por los conjuntos británicos: como muestra, su gran éxito con los 13th Floor Elevators, You’re Gonna Miss Me (1966). Inmediatamente, comenzaron a experimentar con el sonido y las substancias, mientras grababan un total de tres elepés.
Psicodelizarse en Tejas tenía sus ventajas y sus inconvenientes. Por la cercanía a México, había fácil acceso al peyote, la mota y las drogas de elaboración química. El espíritu tejano también tendía al proselitismo: Tommy Hall, letrista del grupo, quería imitar los colocones colectivos, los “acid tests” que organizaba el escritor Ken Kesey en California. El problema residía en que Texas ostentaba una legislación draconiana al respecto: buena parte de los freaks del Estado de la Estrella Solitaria, de Janis Joplin a Doug Sham, ya habían emigrado, a veces con la policía en los talones.
Roky no tuvo esos reflejos. Tras varios incidentes con los uniformados, fue detenido con una cantidad modesta de hachís y le plantearon una disyuntiva: diez años de cárcel o una temporada de psiquiátrico. Pensando que sería más fácil huir de un hospital, eligió la segunda opción. Un error y una pesadilla: sometido a electrochoques y dosis brutales de medicación, su frágil equilibrio mental se hizo añicos. Su universo se llenó de extraterrestres, zombis, demonios.
Liberado en 1972, estuvo dando tumbos, ajeno a que el mundo musical comenzaba a apreciar sus destellos de grandeza: You’re Gonna Miss Me fue rescatada por Lenny Kaye para su recopilatorio Nuggets, Fire Engine entró en el repertorio de Television y otros grupos. Hasta sus ingenuos tanteos en el estudio de grabación se aceptaron como psicodelia avant la lettre.
En un biopic de Hollywood, habríamos llegado al momento de la gran escena de triunfo, de reconocimiento universal. En la realidad, Roky estaba volando en una órbita particular, a la que pocos tenían acceso. Se montaron grupos alrededor suyo, que grababan discos de 45 rpm que editaban sellos pequeños, a veces impulsados por fans franceses (en Francia, no se resisten ante un auténtico freak estadounidense). Solo en 1980 hubo un intento medio serio de relanzar su carrera: CBS financió Roky Erickson and the Aliens. Producido por Stu Cook, antiguo bajista de Creedence Clearwater Revival, carecía del envoltorio imaginativo que exigían títulos como Noche del vampiro o La criatura del cerebro atómico. Para Erikson, no eran bromas: se trataba de realidades mentales.
La vida de Erikson osciló entre la tragedia y la comedia. Desarrolló una obsesión por el correo, escribiendo a famosos vivos o muertos. Como apenas recibía respuestas, robaba las cartas destinadas a los vecinos. Cuando fue descubierto, explicó que nunca abría las cartas ajenas. Y ese detalle evitó que fuera procesado por un delito federal.
En las décadas que siguieron, Roky fue objeto de todas las atenciones reservadas a los artistas de culto: el documental (You’re gonna miss me, 2007), el disco de homenaje (Where the pyramid meets the eye, 1990) y la publicación de todo lo que grababa, desde directos a sesiones con guitarra acústica. Sorprendentemente, su música se había ido pacificando, aparte de revelar su devoción por Buddy Holly, otro tejano con mala suerte.