lunes, 22 de septiembre de 2014

JEFF BUCKLEY EN LAS CORRIENTES DEL MISSISSIPPI

José Antonio Soto Cruz
Jot Down, mayo de 2012



Jeff Buckley era un cantante único, guitarrista y compositor, intérprete y arreglista exquisito, joven, visceral, transgresor constante, iluminado, imaginativo, artista completo y experimentador íntimo, revolucionario, iconoclasta, espíritu independiente y músico con alma más que estrella del rock. Era todo esto y mucho más. En los últimos años, la influencia y el reconocimiento de su obra ha aumentado vertiginosamente, y músicos de la talla de Tom Yorke (Radiohead) o Matthew Bellamy (Muse) lo consideran como una de sus principales referencias.

No importa que solo editara un álbum en vida, Grace (1994), pues en él Jeff Buckley nos descubre la medida exacta y precisa de su esencia, los resortes ocultos de su genio, su tono y su carácter, y la sustancia diversa, múltiple y sorprendentemente heterogénea de sus raíces, en las que se mueve desde el rock, la psicodelia, el blues y el jazz, hasta el folk y el góspel más tradicional. En medio de la efervescencia del grunge sucio y salvaje —Nirvana, Pearl Jam, Alice in Chains—, Jeff Buckley crea una obra diferente, distinta, arropada por un lenguaje que se sale de los cánones de lo comercial, pero que a la vez, por su innegable brillantez, es capaz de golpearnos las sienes a la primera escucha.

Y, sobre todo, lo primero que nos llama la atención es la voz. Una voz que es como una oleada de estrellas chocando al unísono en el firmamento, un puro deleite. Siente uno al escucharla como un gran escalofrío recorriendo cada fibra del cuerpo, una misteriosa plenitud subiéndole por la espina dorsal, toda la humanidad parece estar concentrada en ella y sentimos como un temblor bajo nosotros. Y es que Jeff Buckley ha estado buscando día a día el estilo, la personalidad, el nervio propio que le diera el verdadero colorido como cantante. Y lo ha conseguido. Los falsetes de Robert Plant, el trémolo de Nina Simone, el misticismo de Nusrat Fateh Ali Khan, la rítmica de Billie Holliday, toda esta mescolanza de registros lo convierten en un vocalista versátil como pocos, un ecléctico con las ideas ajenas tan bien asimiladas que se hace genuino.



Sin embargo, para entender Grace habría que irse un poco más atrás, más concretamente a abril de 1991, cuando Jeff aparece, de pronto, en New York en un concierto benéfico a su padre, el también malogrado músico —muerto con apenas 28 años— Tim Buckley. El joven, con voz espiritual y mirada encantadora, deja atónitos a todos al interpretar cuatro canciones de su progenitor. Sin pretensiones, quizá solo por la necesidad de reconciliarse con él, de perdonarlo, —ya que lo vio nada más que dos veces en su vida— se presenta en la iglesia de St. Ann haciendo gala de una prodigiosa voz, la cual, abarcando más de cuatro octavas, se manifiesta en aquel momento como un inesperado hallazgo. Pero la música no es cuestión de técnica ni de virtuosismo, sino de sentimiento, y esto es lo que más aporta Jeff a quienes lo escuchan aquella noche redentora, presenciando ellos, sin duda, un diálogo íntimo entre padre e hijo.

Es la hora de sus conciertos en el Café Sin-é en el East Village, lugar privilegiado donde Jeff perfila su estilo personal, ese estilo cuya particularidad se basa en la cercanía y en el minimalismo, en la emoción personal, en el lirismo. Esas noches, eternas desde entonces, nos dan al Jeff delicado, al improvisador, al intuitivo, al espiritual, al que explora en cada canción, fijándose bien en el detalle, diferentes matices, tanto en las versiones —Strange Fruit, Night Flight—, como en las originales —Eternal Life, Mojo Pin—.  Se aproxima poco a poco a la entraña misma de la música, desnudándola toda, haciéndola lo más clara y diáfana posible, llegando lentamente al secreto. Jeff se debe al misterio interior que tiene cada nota, a la naturaleza de cada acorde y de cada ritmo, a las múltiples texturas que encuentra en otros artistas y, sobre todo, al placer de dejarse llevar en el escenario, palpitando como una explosión en cada actuación. Con su guitarra y su voz principia lo que más tarde dejará reflejado en el EP de cuatro temas que Columbia Records, ya interesada en su genialidad, le graba en 1993 en el mismo Sin-é.

Pero será el siguiente año, como hemos apuntado, cuando publique verdaderamente su disco debut, Grace. Jeff, ahora con una banda, crea una obra maestra que, si bien en ese momento no tiene el éxito esperado, con el tiempo demuestra ser un disco que logra una dimensión y una magnitud abrumadoras, a la altura de los grandes álbumes de la historia de la música. Todos los giros, fraseos, ideas, rasgos aprendidos en su pasado, están ahí magníficamente ensamblados. Jeff liga con este disco un puente —respetuoso, innovador— entre el pasado y el presente, uniendo en él tanto un villancico tradicional Corpus Christi Carol, como la hipnótica versión de Hallelujah de Leonard Cohen —para algunos la grabación definitiva de este tema—, como la canción homónima del disco, Grace, la cual, con su sutileza, sensibilidad, rabia, novedad, originalidad, nos proyecta hacia el futuro. No obstante, el futuro se enturbia con la fatalidad.



El 29 de mayo de 1997 Jeff Buckley, sumergido en las aguas del río Wolf, en Memphis (Tenesse), muere ahogado a los treinta años de edad. Se mete en el agua, vestido, tranquilo, de buen humor, cantando el Whole Lotta Love de Led Zeppelin, y empieza a nadar mientras deja que todo el agua del Mississippi, el alma del Blues, le penetre como un reguero de vida en su interior. Había ido a esta simbólica ciudad a grabar el que sería su próximo álbum My Sweetheart the Drunk, pero nunca logrará terminarlo. De él solo nos dejará algunos esbozos, que, por suerte, serán publicados posteriormente.

Su muerte, aun siendo trágica y terrible, viene envuelta por un halo extraordinario, sublime, como si el momento final tuviese que estar a la altura de la vida, o, mejor dicho, de la obra. Desaparecido en aquellas misteriosas aguas, parece como si Jeff revelara un cierto tipo de conformidad y aceptación con su destino, como si él mismo hubiera escogido ese acabamiento previamente, ese dejarse ir con la corriente, tragando gota a gota toda la eternidad. De cualquier manera, contrariando a Heráclito, todo fluye, pero en ese fluir existen, sin duda, algunas cosas que sí permanecen con nosotros.