jueves, 28 de diciembre de 2023

NICK CAVE DE VUELTA DEL ROCK GÓTICO

Javier Memba

Zenda, 10/12/2023

Descubrí a Nick Cave en Cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987). Marion (Solveig Dommartin), su protagonista, escuchaba a este australiano errante, que a la sazón vivía en Berlín Oeste —el muro aún estaba por caer—, tras haber residido en Londres una temporada luego de haber dejado atrás su Victoria natal. Para su formación como músico, la experiencia inglesa debió de ser para él muy semejante a ese periodo parisino, y casi preceptivo, a los novelistas de la Generación Perdida estadounidense.

En aquel tiempo —finales de los 80—, el rock aún era para mí como la revolución para quienes tienen conciencia política. Pero debo confesar que, pese a que Nick Cave ya tenía un camino recorrido en la marginalidad del rock, con independencia de sus frecuentes cambios de residencia, dicho trayecto no era lo que se dice el de una estrella de aquel Ritmo del Diablo que fue mi forma de vida. Era el que le había llevado del rock gótico de su primera banda —The Boys of the Next Door— a ese postpunk en el que la crítica le situaba a finales de los años 80.

Hasta El cielo sobre Berlín, la música en las películas del más americanizado de los realizadores del nuevo cine alemán de los años 70 —diegética como fue el caso de aquel concierto de Chuck Berry al que asiste Philipe Winter (Rüdiger Vogler) en Alicia en las ciudades (Wim Wenders, 1974) o incidental, como el score de Ry Cooder en Paris, Texas (Wim Wenders, 1984)— había sido una comunión con algo muy íntimo y arraigado en mi persona: esa entrega al rock que fue mi vida, por supuesto, siempre en alternancia con mi necesidad imperante de ver películas. Es más, confesaré que sintonicé plenamente con Wenders, antes que por la forma y el fondo de su discurso fílmico, porque descubrí en él a un verdadero amante del Ritmo del Diablo.

El Cave que lideraba The Bad Seeds —“las malas semillas”, ojo al dato— parecía venir de más allá del Averno, de cantarle al Príncipe de las tinieblas. Costaba trabajo creer que hubiese tenido una historia con Kylie Minogue, su inocente compatriota. Sin embargo, las dos piezas que interpretan juntos en Murder Ballads (1996) —Where the Wild Roses Grow y Dead Is Not the End, el ya clásico tema de Dylan— demuestran que la dulce Kylie, según te mire y según la veas, también puede teñir su candidez de sombras inquietantes. A mí, al verla cantar junto a Cave en los videos de la MTV correspondientes, me dejó fascinadito. Supongo que el personal aún podrá dar cuenta de aquellas grabaciones en YouTube y el resto de las plataformas al uso.

De momento estamos con el Cave de finales de los 80. Su álbum del 88, Tender Prey, estaba dedicado a Fernando Ramos da Silva, un delincuente juvenil asesinado a los 19 años por la policía de Sau Paulo. Siendo un niño, cobró notoriedad protagonizando Pixote, una cinta brasileña del año 80 concebida por Héctor Babenco —su realizador— a modo de un documental sobre el modo en que los hampones y la policía corrupta de esta ciudad brasileña utilizan a los menores para cometer sus crímenes.

Un año después de su colaboración con Wenders, Nick Cave se implicó aún más en el cine interpretando a uno de los personajes de Ghosts… of the Civil Dead (1988), un drama carcelario de John Hillcoat. Ambientado en una prisión de máxima seguridad situada en medio del desierto australiano, fue para esta singularísima cinta para la que también compuso su primera banda sonora entrando así en el cine con una fuerza con la que pocos músicos lo han hecho. Si acaso Leonard Cohen —que tantas concomitancias registra con Cave—, en Los vividores (Robert Altman, 1971). La impronta del australiano va mucho más allá de su personaje, un recluso con trastornos psiquiátricos, por cierto. Ghosts… of the Civil Dead es una auténtica celebración de ese sombrío universo de Nick Cave, puesto de manifiesto en toda su filmografía con The Bad Seeds. Pero apenas atisbado en Cielo sobre Berlín, que, al fin y al cabo, es la historia de un ángel que observa preocupado a los berlineses. Nada que ver con quien debe de ser el único vocalista que ha escrito una canción sobre la maldad intrínseca de la gente —People Ain’t No Good— y otros temas, a cuál más insólito, en el repertorio de un músico por muy postpunk que sea.

Lo de las baladas sobre asesinatos, aquel Murder Ballads por el que elevé al gran Nick a mi panteón del rock —cuando creía que mi lista de favoritos había quedado definitivamente cerrada con Radiohead— y al parnaso de mis impiedades, pese a lo llamativo del título, a la postre no era más que recoger una tradición de mucho arraigo en el folclore anglosajón, como el romance de ciegos en el folclore patrio. Lo verdaderamente tremebundo fue la impronta del Cave compositor en Ghosts… of the Civil Death. Sobrepasando con creces la implicación de la banda sonora en el dramatismo de una película, que por lo general se limita al subrayado de determinados momentos en determinadas secuencias, el primer score de nuestro músico para Hillcoat define el filme tanto o más que su argumento, al que parece suplir en algunos momentos. Si no fuera porque Ghosts… of the Civil Death llegó ya al final de la década, cuando George Miller, Peter Weir y el resto de los cineastas de nuestras antípodas, que tanto brío dieron a la cartelera de los años 80, ya operaban en Estados Unidos y el nuevo cine australiano ya empezaba a ser un recuerdo, me atrevería a escribir que Nick Cave fue el músico de aquella generación de cineastas.

Tras aquel arranque vigoroso, la música que el postpunk ha escrito para el cine ha sido menos intensa. Siempre metido en extrañas producciones, su siguiente trabajo para el cine, mucho más comedido, fue la música de Just Visiting This Planet (1991). Hablamos de un documental de Peter Sempel sobre Kazuo Ōno, el bailarín japonés creador de la danza butō, una suerte de gurú en estos menesteres. Nada que ver, en cualquier caso, con ese rock en el que tantos descubrimos a Nick Cave.

Tiendo a creer que su relación con PJ Harvey, junto a la que protagonizó numerosos videos —entre ellos el de Henry Lee, otra de las piezas del Murder Ballads— fue atemperando su música, suavizándola, para ir dando paso a ese gran compositor de bandas sonoras que se atisbaba desde sus primeros trabajos para la pantalla. Aunque también podría deberse a que el amor al rock & roll —y por ende el rock, magnífica secuencia del rock & roll que es—, como el don poético es un fulgor juvenil que se va apaciguando con el tiempo.

Ahora bien, antes de darse a esa contención que ha acabado convirtiendo al antiguo heraldo del rock gótico en uno de los grandes músicos del cine de nuestro tiempo, Cave habría de volver a colaborar con Hillcoat en La propuesta (2005). Esta vez incluso llegó a escribir el guión. Reconocido novelista —traducido al español: Y el asno vio al ángel (Pre-Textos, 1989)— aquel primer libreto de Nick Cave nos cuenta un western australiano, en la estela de Ned Kelly (Tony Richardson, 1970), el debut en el cine de Mick Jagger.

Y fue en el neowestern donde la música del abanderado del postpunk alcanzó su mejor registro. El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2005) fue su segunda partitura para el género. Con los años, y trabajando para la pantalla estadounidense, como tantos grandes cineastas australianos, Cave también escribiría el score de Comanchería (David Mackenzie, 2016), uno de los grandes títulos del western contemporáneo. Para entonces, Nick Cave había compuesto la banda sonora de los filmes más variados. De entre ellos habrá que señalar pastorales postapocalípticas como La carretera (John Hillcoat, 2009), sobre una novela de Cormac McCarthy, y relatos criminales como Wind River (Taylor Sheridan, 2017).

Especialmente pródigo en el documental, el antiguo postpunk se ha convertido en uno de los grandes músicos de esa eclosión del cine de no ficción a la que asistimos. Como también lo es de un buen número de series de Netflix. Quien lo hubiera dicho cuando le escuchábamos entre las sombras de sus primeros álbumes

miércoles, 27 de diciembre de 2023

THURSTON MOORE DESAPARECE EN EL FRESCO RUIDO DE SUS MEMORIAS

Chris Richards

Infobae, 12/12/2023

El cantante de Sonic Youth relata con lirismo su experiencia musical, sin embargo despoja de emoción las palabras con las que se refiere a su relación con Kim Gordon, su ex mujer y bajista de la banda

Antes de que las redes sociales hicieran que todos se volvieran necesitados y poco atractivos, solía existir algo llamado mística, y a menudo se podía encontrar que irradiaba de otra cosa llamada rock-and-roll. En su adolescencia en los suburbios de Connecticut en la década de 1970, Thurston Moore se obsesionó con ambos, estudiando sus discos de Stooges y Captain Beefheart, tratando de aprender las formas en que los tímidos bichos raros se transformaban en heroicos fanáticos del misterio, hasta que finalmente lo logró él mismo, cofundando una de las bandas más geniales que jamás haya existido.

Sonic Youth no es la entidad más incognoscible en la gran constelación de estrellas de rock. La banda no cambió de identidad como David Bowie ni vivió dentro de una niebla púrpura como Prince. Pero todo lo misterioso sobre el grupo que definió la era de Moore sigue siéndolo, en las páginas de sus recientes memorias, Sonic Life. El libro está repleto de emociones presenciadas por ojos y oídos. Pero cuando se trata de asuntos internos (decepciones, arrepentimientos, fracasos, penas), Moore tiende a desvanecerse en una nube de humo. Incluso en la portada del libro, se esconde debajo de su característico pelo rubio y una pizca de relámpagos de dibujos animados.

Al principio, Sonic Life es una historia sobre la mente de un joven fan que se vuelve loco tantas veces que su participación en el gran misterio del rock and roll se convierte en una conclusión inevitable. Aventurándose en las sombras de Nueva York en cada oportunidad, Moore cuenta que su estructura molecular se reorganizaba rutinariamente mediante presentaciones en vivo de Blondie, los Ramones, Television, Talking Heads y especialmente Patti Smith, su héroe y estrella polar. Incluso entonces, dice Moore, sabía que se había infiltrado en “un espacio exclusivo, experimentando la mejor música que se hacía en el mundo occidental”. Recuerda al agresivo dúo de sintetizadores y voces Suicide como “ruido de película de terror y melodías de Beach Boys canalizadas a través de pesadillas”, y el kitsch sexual punky de los Cramps como “acción basura”.

El lirismo de sus recuerdos no debería sorprender a nadie. Vea cómo describe la ciudad misma: “En la punta de Manhattan, donde la isla se estrecha hasta convertirse en una lanza puntiaguda, las calles pierden su cuidada cuadrícula y chocan unas con otras, superponiéndose hasta convertirse en locura”. Hermoso. Pero también, triste. Dado que hoy en día solo sobreviven esos patrones de tráfico, el testimonio de Moore sobre la vida nocturna se convierte en un monumento a la placa de Petri perdida de una escena del centro que hizo posible Sonic Youth.

La habilidad de Moore para estar en los lugares correctos en los momentos correctos se extendió hasta la década de 1980, después de que finalmente conoció a la bajista y guitarrista Kim Gordon y formó Sonic Youth, una banda que rápidamente llegó a representar una convergencia de ruido sin ondas, hardcore punk y arte elevado. En 1986, la banda firmó con el legendario sello punk de la costa oeste, SST Records, luego, en 1990, dio el salto al sello principal a DGC, momento en el que se habían convertido en un portal entre el underground y la corriente principal a través del cual todas las cosas interesantes deben pasar.

Pero incluso cuando Sonic Youth llamó la atención del público, Moore siguió preocupado por las frecuencias vecinas. Después de asistir a su primer concierto de Nirvana en Maxwell’s en Hoboken, Nueva Jersey, alrededor de 1989, Moore estaba especialmente abrumado como asistente del portal, convencido de que acababa de ver “las semillas de la próxima década”. En cambio, una reconsideración radical de la expresión musical en general... El espíritu progresista y problemático de ese movimiento residiría en gran medida detrás de los vidriosos ojos azules de Kurt Cobain, ungido como por un ángel perdido, un artista destinado a brillar, abrasado y exquisito, si sólo por un momento fugaz”.

¿Moore entiende a Nirvana mejor que a Sonic Youth? Rara vez toca el impacto social o el significado espiritual de su propia banda, pero está dispuesto a explicar su mecánica creativa, describiendo una “democracia sonora” en la que “el único método era escuchar, sentir, revelar y refinar”. También sabe lo bien que sonó todo y capturó la resonancia generacional del sonido de las cuerdas de su guitarra en dos palabras perfectas: “campanas eléctricas”.

Sin embargo, lo que emerge debajo del ruido podría ser una imagen de soledad, algo que se insinuó al principio de la acción cuando Moore describe haber conseguido una copia en vinilo del álbum debut de los Stooges: “Se convertiría en mi mejor amigo”. Lee Ranaldo y Steve Shelley, compañeros de banda de Moore durante décadas, apenas aparecen en estas páginas. Describe su asociación con Gordon con más detalle, pero sin efusión. Lo más memorable del día de la boda de la pareja es el hecho de que Moore llevaba una camiseta de la banda de hardcore de Maryland Void.

¿Es eso mística? ¿U ofuscación? Todo fan de Sonic Youth sabe cómo la banda se desmoronó en 2011 después de que el romance de Moore con la editora de libros Eva Prinz destruyera su matrimonio con Gordon. Cerca del final de Sonic Life, Moore finalmente aborda las consecuencias como si recitara una declaración redactada por su abogado: “Las circunstancias que me llevaron a un lugar donde incluso consideraría una decisión tan extrema y difícil: dejar mi matrimonio con Kim, mi compañera y compañera de banda durante casi treinta años, la madre de nuestro hijo, la adorada tía de mis sobrinas y sobrinos, son intensamente personales y nunca sacaría provecho de ellas públicamente, aquí ni en ningún otro lugar”.

Anteriormente, escribe: “Kim y yo éramos conscientes de cómo nuestro matrimonio nos posicionaba como una especie de figura paterna para algunos de los músicos más jóvenes que conocimos”, sin mencionar a la totalidad de la base de jóvenes fans de Sonic Youth. Estos dos estaban entre las parejas más emblemáticas de la historia del rock y lideraban una banda importante que todos asumieron que duraría para siempre. Moore sabe todo esto, ¿verdad? Él debe. Pero si realmente se esconde en las páginas de sus propias memorias, esperemos que no sea para proteger nuestras ideas colectivas sobre la santidad de su arte. A diferencia de las bandas de rock, las escenas artísticas, las amistades, los matrimonios o la vida misma, la música de Sonic Youth sigue siendo indestructible.

Fuente: The Washington Post

martes, 26 de diciembre de 2023

“YA NO ME DIVERTÍA HACER CANCIONES”. LA RESURRECCIÓN DE PJ HARVEY TRAS HABER ESTADO A PUNTO DE DEJAR LA MÚSICA

David Saavedra

El País, 25/12/2023

La artista británica ha publicado tras siete años de silencio su décimo álbum, ‘I Inside The Old Year Dying’. Lo presentará en España en 2024

I Inside The Old Year Dying es el celebrado nuevo álbum de PJ Harvey (Inglaterra, 54 años), que anticipa una gira que, el año que viene, la traerá a España: el 1 de junio estará en Barcelona (Primavera Sound) y el 7 en Madrid (Noches del Botánico). Este será su primer concierto en la capital en 17 años (su último paso fue en el Summercase de 2007) y el primero fuera del marco de un gran festival desde que actuase en la Sala Pachá en 1995. Puede que esa sea una de las claves para que las –nada baratas- entradas del Botánico se agotasen el mismo día que se pusieron a la venta.

Lo que puede sonar a noticia rutinaria (nuevo-disco-y-gira-de-PJ-Harvey) no lo es en absoluto. En primer lugar, porque cada nuevo trabajo de la británica juega con lo impredecible, desafía las expectativas y nunca se sabe por dónde va a salir. Y, en segundo, porque ahora se ha conocido que la artista estuvo a punto de dejar la música, al menos en este tipo de formatos.

Pero, en una entrevista recientemente concedida a la periodista Ann Powers en la NPR, la Radio Nacional Pública de EE UU, confesó que llegó a perder la conexión con la música. “Sentí como una especie de ruptura amorosa, como si hubiese desaparecido la diversión que sentía cuando empecé a hacer canciones a los 17 años, aquella especie de alegría absoluta”. Reconoce que para desbloquearla creativamente le ayudaron unas palabras del cineasta y artista visual Steve McQueen: “¿Qué amas? Amas las palabras, las imágenes y la música. Solo imagina qué puedes hacer con esas tres cosas sin pensar en que tenga que ser nada en concreto, ni un cuadro, ni un disco...”. Al final, fue un libro con un largo poema narrativo, Orlam –publicado en abril de 2022- lo que la reconectó con el mundo y la impulsó a volver a componer.

Algo más que una pausa poética

En los últimos años, Polly Jean Harvey se estuvo formando muy en serio como poeta. En 2013 ofreció su primer recital en la British Library (la Biblioteca Nacional británica, en Londres) y, en 2015, publicó su primer libro de poemas, The Hollow Of The Hand. Después, decidió mejorar su técnica tomando clases durante tres años con con el autor escocés Don Paterson. De ahí fluyó Orlam, que ha seducido a buena parte de la crítica literaria británica por su uso del dialecto local de Dorset (en el suroeste de Inglaterra) y por cómo incorpora rituales y supersticiones ancestrales de esa zona. Tan satisfecha se quedó que incluso concedió varias entrevistas para promocionarlo, algo que ella había eludido durante más de una década, se dice que por su extrema timidez y por ser reacia a revelar demasiada información sobre sí misma. De hecho, siempre ha sido notoria la casi total ausencia de material autobiográfico en su obra y ella se ha sentido bastante molesta cuando se han intentado inferir cosas de sí misma de las letras de sus canciones, sobre todo al principio de su trayectoria.

Llegó a pensar en adaptar Orlam al teatro. De hecho, lo intentó con el director Ian Rickson y los actores Ben Whishaw y Colin Morgan, pero la cosa no terminó de cuajar. Lo que empezó a brotar fueron canciones, hasta el punto de que el nuevo álbum se puede considerar una expansión de su última obra poética, de la que retoma paisajes, temática y espíritu. De las pruebas teatrales ha mantenido algunas partes recitadas por los dos actores y también ha experimentado con grabaciones de campo de forma poco ortodoxa. Prueba de su firme creencia en este álbum es que, en la primera parte de su gira, lo interpreta al completo y por orden, para luego dar paso a otro set con temas seleccionados de todo su repertorio. Dice que le ha servido para renovar la confianza en si misma, para insuflarle otra fuerza.

Tres décadas de trayectoria en continua transformación

En realidad, todo esto sorprenderá poco a quien haya seguido más o menos de cerca la trayectoria de Polly Jean Harvey desde que emergiera en 1991 con el single Dress. En aquella época, la música tampoco era su prioridad. Hija de padres hippie-bohemios con gustos culturales peculiares (de niña la acunaban con discos de Captain Beefheart y con blues y folk oscuro), tuvo una formación artística multidisciplinar. Estaba estudiando escultura en la prestigiosa universidad de las artes Central Saint Martins, en Londres, cuando el sello Too Pure le ofreció un contrato discográfico para editar su primer álbum, Dry, y eso le hizo reencauzar su trayectoria hacia lo sonoro. Pero esa ética de mujer de escuela de arte se ha ido ramificando en muchos de sus proyectos posteriores. Son notorios sus trabajos con el fotógrafo y cineasta Seamus Murphy e incluso hizo sus pinitos en la interpretación con cineastas como Hal Hartley, además de exponer obra escultórica y pictórica, ya con un perfil más bajo. Especialmente rompedora fue su idea de convertir la grabación de The Hope Six Demolition Project en una instalación artística. Habilitó un estudio efímero en la galería The Somerset House de Londres, donde la banda iba registrando su trabajo mientras, a través de un cristal, el público podía ver el proceso en tiempo real.


Cuando PJ Harvey todavía se entendía como un trío rock (que completaban Rob Ellis a la batería e Ian Oliver al bajo), emergió como parte de la explosión alternativa de los primeros años noventa. Su segundo álbum, Rid Of Me, fue producido por el gurú Steve Albini en el mismo año que In Utero de Nirvana (1993), coincidió con el auge de grupos como Hole y Breeders y con el movimiento punk feminista de las riot grrrl. Pero ella enseguida se desvinculó de todo aquello. El trío se disolvió tras telonear a U2 en la gira Zooropa, pero su paso por los grandes estadios no fue tan infructuoso para ella, ya que el mánager de la banda irlandesa, Paul McGuinness, le ofrecio sus servicios.

Para cuando, en 1995, publicó su tercer álbum, To Bring You My Love, ya habitaba en su propio mundo, sorprendiendo con una imagen muy teatralizada de mujer fatal que actualizaba el sonido del blues y lo llevaba hacia nuevos territorios. Ya no afloraban tanto las comparaciones con Patti Smith o con las estrellas grunge del momento como con las transformaciones de David Bowie o con coetáneos como Radiohead, Björk (con quien compartió una sugestiva e histórica versión del Satisfaction de los Rolling Stones en una ceremonia de los Premios Brit) o Nick Cave (con quien, por aquel entonces, mantuvo una tormentosa relación). Eran asociaciones más atinadas pero, aún así, insuficientes e injustas para etiquetar a una artista que, a la altura de Is This Desire? (1998) ya se sumergía en otro universo, un folk atemporal de estética prerrafaelita y diseño sonoro en el que confluían el desgarro eléctrico con el preciosismo orgánico y las influencias electrónicas. Stories From The City, Stories From The Sea (2000) la llevó al estrellato, gracias a canciones de rock pegadizo e incendiario mientras se envolvía en luces de neón, cuero negro y tacones de dominatrix. Quienes la vimos en directo en el Festival de Benicássim de 2001 no lo olvidaremos nunca. Después, el tibio Uh Huh Her (2004) se podría considerar un auto boicot si no fuera porque, sobre los escenarios, seguía manteniéndose infalible. White Chalk (2007) fue otro cambio de rumbo completamente inesperado, un álbum infravalorado en el que visitaba por primera vez un Dorset mitológico, romántico y oscuro con aura victoriana y el piano y el autoarpa como instrumentos centrales, y al que acompañó de una gira en la que actuaba completamente sola.

Una nueva canción protesta

Su trayectoria estaba ya completamente amortizada con siete álbumes que la habían encumbrado como una de las creadoras musicales imprescindibles ya no solo de su tiempo, sino incluso de todos los tiempos. Pero nadie esperaba que todo eso se agitase aún más. En 2011 entregó la que, para muchos, es su obra maestra: Let England Shake. Una reinvención total de su sonido, imaginando un nuevo folk y una nueva canción protesta. El disco ofrece una visión desencantada sobre su país y su historia imperialista y belicista con las guerras de Irak y Afganistán como telón de fondo. Supuso también su primera colaboración con Seamus Murphy, que elaboró desarmantes clips para cada una de sus canciones. Nunca antes la obra de PJ Harvey había sido tan explícitamente política, pero aquí inició una tendencia creciente. Al año siguiente, grabó Shaker Aamer, una canción sobre un preso en Guantánamo que se declaró en huelga de hambre y, en 2015, viajó con Murphy a Kosovo, Afganistán y Washington en una experiencia de observación humanista y geopolítica que dio origen al libro de poemas y fotografías The Hollow Of The Hand, el álbum The Hope Six Demolition Project y el documental A Dog Called Money, dirigido por Murphy, que participó en el Festival de Cine de Berlín. En el álbum, PJ tocaba básicamente el saxofón -el instrumento con el que se inició a finales de los años 80 en el grupo Automatic Dlamini- y lo acompañó de una deslumbrante gira con una banda de nueve personas.

“Antes de Let England Shake, me absorvieron las lecturas de poetas que escribían sobre la guerra. Entonces entí la necesidad de transmitir cosas horribles en un lenguaje hermoso. Bastante a menudo, poemas de gran belleza hablan de algo muy violento o feo. Eso me atraía, así que intenté hacer lo mismo que habían hecho tantos poetas durante siglos”, explicaba el año pasado a Rolling Stone cuando promocionaba Orlam. “Con aquel álbum y con Hope Six..., estaba mirando hacia afuera, hacia el paisaje político, hacia lo que estaba sucediendo en el mundo. Creo que siempre he seguido mi instinto como escritora, y mi instinto me estaba diciendo que necesitaba cambiar la escala para volver a bajar a una escala más pequeña. Una persona, un pueblo, un bosque, era prácticamente todo lo que necesitaba como lugar de descanso o, si prefieres, como sitio en el que reunir mis energías otra vez”. Todo, en realidad, está conectado y plagado de sentido en el imprevisible universo creativo de PJ Harvey.

lunes, 25 de diciembre de 2023

LOS ORÍGENES DE LA KORA, EL POPULAR INSTRUMENTO DE CUERDA DE ÁFRICA OCCIDENTAL

Eric Charry

El País, 08/12/2023


Este artefacto, construido con una calabaza y cuero de vaca, ha cosechado más premios Grammy en la categoría de músicas del mundo que el sitar

“¿Por qué no hemos oído hablar nunca de este instrumento?” Eso era lo que publicaba, hace poco, un estudiante de primer año de mi grupo de debate del curso de músicas del mundo. Su comentario reflejaba lo que muchos de sus compañeros probablemente sintieron cuando vieron el magnífico documental Ballaké Sissoko, Kora Tales (Ballaké Sissoko, historias de la kora).

El documental sigue la travesía de Sissoko, un artista musical de primera clase, desde su casa de Bamako (Malí) hasta un pozo y un baobab sagrados en Gambia, en la costa atlántica. En la película, el laureado Sissoko regresa a su país natal, donde buscará los orígenes del instrumento que conformará su identidad.

Sissoko es un jeli (o, como los extranjeros lo llaman, un griot), es decir, un historiador, trovador y músico que transmite historias de generación en generación, ligado a las castas dirigentes. Al igual que las generaciones que le precedieron, Sissoko toca la kora, un tipo de arpa única y oriunda de la sabana del África occidental. Cuenta con 21 cuerdas y se toca con cuatro dedos. Con ella se pueden crear texturas musicales encandiladoras y profundas y producir notas delicadas y trémulas que acompañan la transmisión de una historia oral ancestral. Se trata de uno de los instrumentos hechos a mano más sofisticados del mundo, tanto por sus posibilidades musicales, como por su inveterada tradición.

Si no ha llegado a sus oídos ninguna referencia a la kora, no será porque sea desconocida. Desde el lanzamiento del álbum en solitario en 1972 del artista gambiano Jali Nyama Suso, se han publicado decenas y decenas de álbumes de kora. Este instrumento ha cosechado más premios Grammy en la categoría Mundo/Música mundial que el sitar.

En 2023 se publicó un álbum junto con la BBC Symphonic Orchestra en el que se tocaba la kora. El alcance de la kora ha rebasado las fronteras del África occidental, pues puede escucharse en las canciones de varios artistas de diferentes partes del mundo.

Mi primer encuentro con este instrumento fue en un álbum de 1973 del gambiano Alhaji Bai Konte. Fue una experiencia formativa prematura que me abrió el camino para dedicarme a la etnomusicología.

En los ochenta, el músico de kora senegalés naturalizado estadounidense Djimo Kouyate me inspiró para analizar las particularidades que existen en cuatro países de la zona a la hora de utilizar la kora. Terminé por mudarme a Bamako, a tres puertas de donde vivía Ballaké Sissoko, donde llevé a cabo mi investigación con Sidiki Diabaté (el padre del músico Toumani Diabaté), quien residía muy cerca también. Esto sentó las bases de mi primer libro, publicado en el año 2000, Mande Music (La música mandinga).

Un poco de historia

La kora cuenta con varios siglos de antigüedad a sus espaldas. Se construye con la mitad de una calabaza grande y con cuero de vaca; además, tiene un mástil de madera y trastes y cuerdas de cuero (hoy en día hechas de nailon). Los antecedentes de la kora se remontan a épocas incluso más antiguas.

La kora está íntimamente ligada a la historia de la nación mandinga, constituida a lo largo del río Níger, y que hoy en día comprendería parte de los países de Malí y Guinea. Este reino floreció en el siglo XIII, cuando el legendario Sundiata subyugó a un rey tirano, Soumaoro Kante, con la ayuda de aliados locales. Kante poseía la bala primordial (también llamada balafón), un xilófono mágico que heredó el jeli (o griot) de Sundiata. Recibía el nombre de Balla Faséké Kouyaté y sus descendientes directos conservan ese mismo instrumento en una cabaña al noreste de Guinea. En 2008, la UNESCO declaró el instrumento como patrimonio cultural inmaterial y, en la actualidad, se está construyendo un museo en esa misma ubicación.

En su máximo apogeo, el imperio mandinga abarcaba gran parte del África occidental, y de sus minas se extraía la mayor parte del oro que circulaba en Europa. La visita a la Meca que realizó el rey mandinga Mansa Musa alrededor del año 1300 lo consagró como uno de los individuos más ricos en la historia de la humanidad. Las migraciones que se produjeron hacia el oeste de la región de Senegambia dieron pie al desarrollo de una lengua y una cultura similares, la mandinga.

Si, en el caso de la bala (el xilófono mandinga), esta tiene su origen en Malí en el siglo XIII, la kora se remonta al siglo XVIII en la federación Kaabu dentro de la región de la Senegambia mandinga. Tradicionalmente, los jeli han gozado del derecho exclusivo de tocar ambos instrumentos. Según varias historias que narran los orígenes de los instrumentos musicales africanos, estos fueron inventados por genios, también la kora.

Nació con la kora

Una de las frases que más me gustan del documental la pronuncia la tía de Sissoko Kadiatou Diabaté, una jeli: “Esta persona que tienen enfrente nació con la kora. Es la séptima generación de su linaje. Si lo tocan, suenan las notas de las cuerdas”.

En un recorrido de mil kilómetros hacia el oeste que realiza en coche, Sissoko abandona Bamako, la capital de Malí, para llegar a la cuna de la kora: la costa de Gambia. Antaño, todo este territorio formaba parte del imperio mandinga en su mayor extensión, que llegaba hasta las zonas más septentrionales del río Níger, hasta Tombuctú. Sissoko hace una parada en Sibi, el lugar donde, según las crónicas, Sundiata reunió a sus fuerzas, forjó alianzas y sentó las bases para constituir el que sería el imperio más extenso de África. Los planos del paisaje, realizados mayormente con drones, son, sencillamente, magníficos. Tras cruzar el sur de Senegal, la compañía atraviesa el río Casamanza en barca para visitar al maestro de la kora Malan Diébaté. En esta región, profundamente ligada a la kora, aparecen media docena de músicos cantando los elogios de Sissoko y de su ascendencia.

Seis hombres vestidos con atuendos y gorros tradicionales del África occidental caminan en grupo tocando instrumentos de cuerda enfrente de una granja rural. Detrás se observa un grupo de mujeres vestidas con trajes tradicionales aplaudiendo. Les acompañan las mujeres de su extensa familia, que marcan una suerte de ritmo muy similar al característico patrón musical de la clave cubana.

Diébaté relata los orígenes sobrenaturales de la kora y Sissoko se va camino a ese mismo sitio, Sanementereng, en Gambia. De alguna manera, todos los instrumentos musicales tienen un componente mágico debido al efecto que pueden tener en nuestras vidas. Las tradiciones orales más extendidas atribuyen los orígenes de la kora a este lugar concreto de la costa gambiana. Uno no puede evitar sentir la piel erizarse al ver la escena del final del documental en la que Sissoko llega a este sitio sagrado, donde se encuentran un pozo y un baobab sagrados.

Los guionistas y directores del documental, Lucy Durán y Laurent Benhamou, han logrado realizar un trabajo inspirador a la hora de retratar la belleza del paisaje, la profundidad y la humanidad de la tradición y la faceta artística de Sissoko.

Durán, profesora de música y antigua presentadora de radio, cuenta con una trayectoria espléndida de varias décadas en esta parte del mundo, al haber producido los primeros álbumes de Toumani Diabaté y otros artistas malienses, así como por haber producido Growing Into Music (Creciendo en la música), una serie documental pionera que relata cómo los niños aprenden las artes musicales de la mano de los jeli en Malí y Guinea.

El documental, narrado por la estrella de rap francomaliense Oxmo Puccino, empuja al espectador a descubrir una de las grandes tradiciones africanas a través de la visión de uno de sus mayores exponentes. Este documental es un tesoro, tanto para la vista y los oídos como para la memoria cultural colectiva.

viernes, 1 de diciembre de 2023

MUERE SHANE MACGOWAN, DE THE POGUES, EL POETA PUNK DE IRLANDA

Miguel Ezquiaga Fernández

El País, 30/11/2023

[Pues sí que empezamos bien el mes de diciembre. Rest in peace, Shane. Thanks for the music.]



El indomable líder de la banda, que pasó gran parte de su vida sumergido en alcohol y drogas, puso banda sonora a una generación de inmigrantes en el Reino Unido

Shane MacGowan, el indomable líder de la banda The Pogues, ha fallecido este jueves a los 65 años, según anunció su esposa, Victoria Mary Clarke, a través de Instagram. “No sé cómo decir esto, así que simplemente lo diré. Shane, quien siempre será la luz a la que me aferro, la medida de mis sueños, el amor de mi vida, un alma bella, un ángel hermoso, el sol y la luna, el inicio y el final, se ha ido con Jesús y María, y su bella madre Therese”, dejó escrito hoy la viuda.

El músico llevaba muriéndose al menos una década. Su biografía estuvo atravesada por la adicción a las drogas, el alcohol y una cierta inclinación por la violencia en los bares y fuera de ellos. En Crock of Gold: bebiendo con Shane MacGowan, un documental dirigido por Julien Temple y producido por Johnny Depp, el mismo vocalista traía a la memoria una de sus más traumáticas experiencias infantiles: su padre le hacía cantar con seis años sobre la mesa del comedor si había visita en casa. Aquello sucedía de madrugada y, para mantenerse despierto, el chaval daba tientos a sus primeras cervezas Guinness. Después vinieron el alcoholismo, el speed y la heroína, la sonrisa desdentada y la voz rota. Todo ello antes de fundar a principios de los ochenta la banda con la cual gozó de una inesperada fama.

The Pogues aunó por primera vez la música tradicional y el punk. En sus baladas, los instrumentos típicos de la Isla Esmeralda —banjo, armónica, mandolina, acordeón o flauta— destacaban sobre la furia de las guitarras. El sexteto puso banda sonora a una generación de jóvenes irlandeses, de la cual formaban parte, que había abandonado el verdor atlántico por el gris londinense en busca de un futuro mejor. En Thousands Are Sailing (1988), MacGowan rinde homenaje a los compatriotas que emigraron a Estados Unidos a comienzos del siglo XX. “Miles navegan / A través del océano occidental / Hacia una tierra de oportunidades / Que algunos de ellos nunca verán”, cantaba con una costra de tabaco y ginebra vibrando en su garganta. A medida que el éxito del grupo crecía, su líder se hundía cada vez más en el vicio. Solo tres años después, sus compañeros le invitarían a dejar la banda, aunque siguió actuando en solitario.

MacGowan se crio con su hermana, padres, tíos y primos en una granja del condado de Tipperary que ya pertenecía a la familia durante la guerra de la independencia de 1919. Allí aprendió a rezar y a blasfemar, a tocar la guitarra y a odiar a los ingleses, aunque el destino quiso que viviera en Londres la mayor parte de su vida. Las ideas políticas del cantante le granjearon a The Pogues poderosas enemistades en unos años ochenta marcados por los troubles (problemas, disturbios), de las etapas más duras del conflicto norirlandés. Algunas de sus canciones llegaron a censurarse en la televisión británica, lo que no impedía a MacGowan dejarse ver con miembros del Sinn Féin, entonces brazo político del IRA y hoy primera fuerza política de Irlanda del Norte.

Cuando Gerry Adams, histórico líder del partido, fue a reunirse en secreto en el Ulster con Tony Blair, MacGowan mandó a través de él un mensaje al primer ministro: “Dile que Tiocfaidh ár lá [Nuestro día llegará, en irlandés]”. Ávido lector de niño, el músico intentó aprender la lengua materna de sus antepasados con manuales que habían sido prohibidos bajo el dominio de la corona. Su curiosidad nunca fue premiada en la escuela, donde ya mostraba la rebeldía punk que le acompañó durante toda su vida, así como un talento para las letras que dejaría patente mucho más tarde en sus canciones. Con solo 13 años ganó el premio literario del tabloide Daily Mirror, y una beca para estudiar en el colegio Westminster, el bastión de las élites tories del que fue expulsado por fumar y trapichear. MacGowan siempre sostuvo que gran parte de su inestabilidad emocional —dos ingresos psiquiátricos incluidos— estuvo relacionada con el exilio en Inglaterra, que decía odiar con todas sus fuerzas.

El cineasta Julien Temple contaba en 2021 a EL PAÍS: “El consumo de estupefacientes alimentó su creatividad, pero castigó irremediablemente su salud”. Una grave rotura de cadera en 2015 postró a MacGowan para siempre en una silla de ruedas, en la que no era capaz de permanecer erguido. Irlanda rindió homenaje a su etílico poeta tres años más tarde, con ocasión de su 60º cumpleaños. El National Concert Hall de Dublín organizó un concierto con Bono (U2), Sinéad O’Connor, Nick Cave o Glen Hansard. En ese acto, el presidente irlandés, Michael D. Higgins, le condecoró con un premio por su trayectoria profesional, no solo como cantante, sino también como músico, compositor y poeta. El artista habría cumplido 66 años el día de Navidad, cuando volverá a sonar con más significado su himno Fairy Tale of New York, interpretado junto a la fallecida Kristy McCall: “Era Nochebuena, nena. En un tanque de borrachos”.