jueves, 28 de diciembre de 2023

NICK CAVE DE VUELTA DEL ROCK GÓTICO

Javier Memba

Zenda, 10/12/2023

Descubrí a Nick Cave en Cielo sobre Berlín (Wim Wenders, 1987). Marion (Solveig Dommartin), su protagonista, escuchaba a este australiano errante, que a la sazón vivía en Berlín Oeste —el muro aún estaba por caer—, tras haber residido en Londres una temporada luego de haber dejado atrás su Victoria natal. Para su formación como músico, la experiencia inglesa debió de ser para él muy semejante a ese periodo parisino, y casi preceptivo, a los novelistas de la Generación Perdida estadounidense.

En aquel tiempo —finales de los 80—, el rock aún era para mí como la revolución para quienes tienen conciencia política. Pero debo confesar que, pese a que Nick Cave ya tenía un camino recorrido en la marginalidad del rock, con independencia de sus frecuentes cambios de residencia, dicho trayecto no era lo que se dice el de una estrella de aquel Ritmo del Diablo que fue mi forma de vida. Era el que le había llevado del rock gótico de su primera banda —The Boys of the Next Door— a ese postpunk en el que la crítica le situaba a finales de los años 80.

Hasta El cielo sobre Berlín, la música en las películas del más americanizado de los realizadores del nuevo cine alemán de los años 70 —diegética como fue el caso de aquel concierto de Chuck Berry al que asiste Philipe Winter (Rüdiger Vogler) en Alicia en las ciudades (Wim Wenders, 1974) o incidental, como el score de Ry Cooder en Paris, Texas (Wim Wenders, 1984)— había sido una comunión con algo muy íntimo y arraigado en mi persona: esa entrega al rock que fue mi vida, por supuesto, siempre en alternancia con mi necesidad imperante de ver películas. Es más, confesaré que sintonicé plenamente con Wenders, antes que por la forma y el fondo de su discurso fílmico, porque descubrí en él a un verdadero amante del Ritmo del Diablo.

El Cave que lideraba The Bad Seeds —“las malas semillas”, ojo al dato— parecía venir de más allá del Averno, de cantarle al Príncipe de las tinieblas. Costaba trabajo creer que hubiese tenido una historia con Kylie Minogue, su inocente compatriota. Sin embargo, las dos piezas que interpretan juntos en Murder Ballads (1996) —Where the Wild Roses Grow y Dead Is Not the End, el ya clásico tema de Dylan— demuestran que la dulce Kylie, según te mire y según la veas, también puede teñir su candidez de sombras inquietantes. A mí, al verla cantar junto a Cave en los videos de la MTV correspondientes, me dejó fascinadito. Supongo que el personal aún podrá dar cuenta de aquellas grabaciones en YouTube y el resto de las plataformas al uso.

De momento estamos con el Cave de finales de los 80. Su álbum del 88, Tender Prey, estaba dedicado a Fernando Ramos da Silva, un delincuente juvenil asesinado a los 19 años por la policía de Sau Paulo. Siendo un niño, cobró notoriedad protagonizando Pixote, una cinta brasileña del año 80 concebida por Héctor Babenco —su realizador— a modo de un documental sobre el modo en que los hampones y la policía corrupta de esta ciudad brasileña utilizan a los menores para cometer sus crímenes.

Un año después de su colaboración con Wenders, Nick Cave se implicó aún más en el cine interpretando a uno de los personajes de Ghosts… of the Civil Dead (1988), un drama carcelario de John Hillcoat. Ambientado en una prisión de máxima seguridad situada en medio del desierto australiano, fue para esta singularísima cinta para la que también compuso su primera banda sonora entrando así en el cine con una fuerza con la que pocos músicos lo han hecho. Si acaso Leonard Cohen —que tantas concomitancias registra con Cave—, en Los vividores (Robert Altman, 1971). La impronta del australiano va mucho más allá de su personaje, un recluso con trastornos psiquiátricos, por cierto. Ghosts… of the Civil Dead es una auténtica celebración de ese sombrío universo de Nick Cave, puesto de manifiesto en toda su filmografía con The Bad Seeds. Pero apenas atisbado en Cielo sobre Berlín, que, al fin y al cabo, es la historia de un ángel que observa preocupado a los berlineses. Nada que ver con quien debe de ser el único vocalista que ha escrito una canción sobre la maldad intrínseca de la gente —People Ain’t No Good— y otros temas, a cuál más insólito, en el repertorio de un músico por muy postpunk que sea.

Lo de las baladas sobre asesinatos, aquel Murder Ballads por el que elevé al gran Nick a mi panteón del rock —cuando creía que mi lista de favoritos había quedado definitivamente cerrada con Radiohead— y al parnaso de mis impiedades, pese a lo llamativo del título, a la postre no era más que recoger una tradición de mucho arraigo en el folclore anglosajón, como el romance de ciegos en el folclore patrio. Lo verdaderamente tremebundo fue la impronta del Cave compositor en Ghosts… of the Civil Death. Sobrepasando con creces la implicación de la banda sonora en el dramatismo de una película, que por lo general se limita al subrayado de determinados momentos en determinadas secuencias, el primer score de nuestro músico para Hillcoat define el filme tanto o más que su argumento, al que parece suplir en algunos momentos. Si no fuera porque Ghosts… of the Civil Death llegó ya al final de la década, cuando George Miller, Peter Weir y el resto de los cineastas de nuestras antípodas, que tanto brío dieron a la cartelera de los años 80, ya operaban en Estados Unidos y el nuevo cine australiano ya empezaba a ser un recuerdo, me atrevería a escribir que Nick Cave fue el músico de aquella generación de cineastas.

Tras aquel arranque vigoroso, la música que el postpunk ha escrito para el cine ha sido menos intensa. Siempre metido en extrañas producciones, su siguiente trabajo para el cine, mucho más comedido, fue la música de Just Visiting This Planet (1991). Hablamos de un documental de Peter Sempel sobre Kazuo Ōno, el bailarín japonés creador de la danza butō, una suerte de gurú en estos menesteres. Nada que ver, en cualquier caso, con ese rock en el que tantos descubrimos a Nick Cave.

Tiendo a creer que su relación con PJ Harvey, junto a la que protagonizó numerosos videos —entre ellos el de Henry Lee, otra de las piezas del Murder Ballads— fue atemperando su música, suavizándola, para ir dando paso a ese gran compositor de bandas sonoras que se atisbaba desde sus primeros trabajos para la pantalla. Aunque también podría deberse a que el amor al rock & roll —y por ende el rock, magnífica secuencia del rock & roll que es—, como el don poético es un fulgor juvenil que se va apaciguando con el tiempo.

Ahora bien, antes de darse a esa contención que ha acabado convirtiendo al antiguo heraldo del rock gótico en uno de los grandes músicos del cine de nuestro tiempo, Cave habría de volver a colaborar con Hillcoat en La propuesta (2005). Esta vez incluso llegó a escribir el guión. Reconocido novelista —traducido al español: Y el asno vio al ángel (Pre-Textos, 1989)— aquel primer libreto de Nick Cave nos cuenta un western australiano, en la estela de Ned Kelly (Tony Richardson, 1970), el debut en el cine de Mick Jagger.

Y fue en el neowestern donde la música del abanderado del postpunk alcanzó su mejor registro. El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (Andrew Dominik, 2005) fue su segunda partitura para el género. Con los años, y trabajando para la pantalla estadounidense, como tantos grandes cineastas australianos, Cave también escribiría el score de Comanchería (David Mackenzie, 2016), uno de los grandes títulos del western contemporáneo. Para entonces, Nick Cave había compuesto la banda sonora de los filmes más variados. De entre ellos habrá que señalar pastorales postapocalípticas como La carretera (John Hillcoat, 2009), sobre una novela de Cormac McCarthy, y relatos criminales como Wind River (Taylor Sheridan, 2017).

Especialmente pródigo en el documental, el antiguo postpunk se ha convertido en uno de los grandes músicos de esa eclosión del cine de no ficción a la que asistimos. Como también lo es de un buen número de series de Netflix. Quien lo hubiera dicho cuando le escuchábamos entre las sombras de sus primeros álbumes