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viernes, 28 de febrero de 2025

BOB DYLAN, O LA POESÍA COMO ARMA CARGADA DE PASADO

Rebeca García Nieto

Jot Down, febrero 2025



He oído que Bob Dylan ha ganado el Nobel. ¿De qué? De ciencia, creo. ¿De ciencia? Sí, tiene que ser eso. Esa canción, «Mr. Tambourine Man», ¿cómo podría alguien tocar una canción solo con un pandero? Eso no se puede. Es como darle a un tío un bodhrán y esperar que toque «Bohemian Rhapsody». Simplemente no es posible. Pero Dylan lo clavó.

El día que se anunció que Bob Dylan había ganado el Nobel de Literatura muchos pensaron que se trataba de un error, un poco como la vez que los miembros de la Academia se equivocaron y llamaron a un economista para decirle que era el nuevo Nobel de Física o como cuando comunicaron a un señor que se dedicaba a limpiar alfombras que era el flamante ganador del Nobel de Química. Sencillamente, no podía ser. En palabras del escritor Ian Sansom, era como si un caballo de carreras ganara el primer premio en una exposición canina. No es que el caballo no tuviera mérito, es que estaba fuera de lugar.

A mí no me indignó que premiaran a Dylan, pero me sentí tan decepcionada como todos los años: ni Roth ni Pynchon ni Carson habían ganado. No suelo dar demasiada importancia a un galardón que en el pasado ha dejado fuera a escritores como Nabokov o Borges; sin embargo, la polvareda que se levantó en torno a la concesión del premio hizo que prestara más atención al asunto de lo que acostumbro. El premio metía de lleno el dedo en la llaga de qué entendemos por literatura, un concepto que, a juzgar por las airadas reacciones que se desataron entonces, transcurría dentro de unos márgenes más estrechos de lo que había pensado. 

La polémica, lejos de amainar, arreció en las siguientes semanas, y, para mi sorpresa, fue adquiriendo matices cada vez más literarios. Dylan apuró hasta el último momento para enviar oficialmente su discurso de aceptación. En él hablaba de Moby Dick, Sin novedad en el frente o La Odisea. A los pocos días alguien se dio cuenta de que una de las citas que atribuía a Moby Dick no aparecía en la novela y muchos empezaron a sospechar que nos estaba dando gato por liebre. La escritora Andrea Pitzer decidió indagar en el asunto y observó un preocupante parecido entre algunos fragmentos y los contenidos de SparkNotes —web a la que acuden los estudiantes para hacer sus deberes, normalmente para recabar información sobre libros que no han leído—. El hallazgo, como suele pasar con Dylan, dio pie a diversas lecturas. Para algunos no era más que una broma del Jokerman a la altura de la tomadura de pelo que era el premio. Otros pensaron que era un acto de desprecio al establishment representado por la Academia Sueca. También hubo quien vio en el discurso una muestra más de su genialidad: el artista estaba siendo coherente con el resto de su obra, reivindicando así su forma de crear. De ser esto cierto, no se habría visto una maniobra tan ingeniosa y atrevida desde que Laurence Sterne incluyó en su Tristram Shandy una crítica contra el plagio tomando prestados fragmentos de Anatomía de la melancolía de Burton2. 

Sterne, por cierto, también fue acusado en su época de hacer un uso indebido del material ajeno, pero ya entonces hubo escritores que defendieron que sus «préstamos» no eran plagio, pues les daba un nuevo uso literario, dando lugar a una obra completamente distinta, mucho mayor que la suma de sus partes. El caso de Dylan no parece diferente, al menos en lo que respecta a sus canciones (sobre el discurso no me atrevo a pronunciar; no hay forma de saber si había alguna intención detrás o si simplemente fusiló de la web lo que pudo porque andaba muy pillado con el plazo de entrega).

Además de la cuestión de las apropiaciones, estaba la duda de si lo que hacía Dylan podía considerarse literatura. Al hablar de sus canciones es habitual que tengamos que recurrir a otras disciplinas, siendo la más frecuente la literaria. Tom Waits dijo que «Sad-Eyed Lady of the Lowlands» es como Beowulf, el conocido poema épico, y añadió: «es un sueño, un acertijo, una plegaria». Para el profesor Timothy Hampton, las canciones de Dylan son tan sofisticadas como una partida de ajedrez en 3D, para entender cómo funcionan hay que tener en cuenta tres dimensiones: la letra, la música y la interpretación. Cualquier aproximación «unilateral» a Dylan, centrada en uno de esos elementos y obviando los otros dos, es reduccionista. 

El propio Dylan establece un vínculo inseparable entre la música y las letras. En la célebre conferencia de prensa que ofreció en San Francisco en 1965, afirmaba que para él la música y las palabras tenían la misma importancia, para a continuación matizar que no habría música sin las palabras. Aunque, por lo que cuenta en Crónicas, parece que nunca fue un gran lector —admite abiertamente que hasta entonces no le habían entusiasmado los libros ni los escritores—, desde que se instaló en Nueva York y pensó en componer sus propias canciones empezó a leer poesía: «Byron y Shelley y Longfellow y Poe. Memoricé el poema de Poe «The Bells» y busqué un acompañamiento para él con la guitarra». Más tarde, para ampliar su campo de batalla, empezó a atiborrarse «el cerebro de toda suerte de poemas profundos», como el Don Juan de Byron o el Kubla Khan de Coleridge. 

Siempre hay que poner en cuarentena lo que dice Dylan, pero parece claro que desde el principio tenía algún tipo de aspiración literaria. En el documental de Scorsese, No Direction Home, Joan Baez cuenta que siempre estaba delante de la máquina de escribir, no guitarra en mano como cabría esperar. En esa época, escribía las notas de sus discos y algunas piezas en prosa (algunas acabarían incluidas en Tarántula, un libro bastante prescindible que accedió a publicar a regañadientes después de que durante años circularan copias sin su permiso). Poco a poco fue canalizando estas aspiraciones a través de las letras de sus canciones, algunas, como «Only a Pawn in Their Game» y, sobre todo, «The Lonesome Death of Hattie Carroll», ambas de 1964, ejemplos muy notables de economía y maestría narrativa. La canción que, al parecer, lo cambió todo fue «Like a Rolling Stone». Al escribirla Dylan se dio cuenta de que eso era exactamente lo que quería hacer. No obstante, es en canciones como «Chimes of Freedom» o «Visions of Johanna» donde alcanza las cotas poéticas más altas. Las letras de estas canciones destacan por su carácter «sinestésico». Al apelar a distintos sentidos sigue la senda emprendida por Rimbaud, que se vanagloriaba de haber inventado un lenguaje poético que algún día sería accesible a todos los sentidos3. 

Lo que Dylan buscaba en aquellos primeros años era un molde que lo abarcara todo, y parece que lo encontró en el collage, un formato que le permitía entablar un diálogo tanto con el presente (con los escritores de la generación beat) como con el pasado (con la tradición folk norteamericana o el modernismo literario). El poeta Robert Polito definió algunas de sus canciones como collages modernistas, género al que pertenecen algunos de los poemas más conocidos del siglo XX, como los Cantos, de Ezra Pound, y La tierra baldía, de T. S. Eliot. Si Eliot se sirvió de recortes de periódicos, las Upanishads, la Biblia o Dante para levantar su poema, en las canciones del álbum Love & Theft pueden encontrarse trazas de Memorias de un yakuza, La Eneida, Huckleberry Finn o poemas de Henry Timrod, entre otros. Hay varias referencias directas a La tierra baldía en «Desolation Row»4. Además, Eliot y Pound son mencionados de forma explícita en la letra: 


Praise be to Nero’s Neptune;

The Titanic sails at dawn;

Everybody’s shouting,

«Which side are you on?»

And Ezra Pound and T. S. Eliot

Fighting in the captain’s tower 

While calypso singers laugh at them (…)


Alabado sea el Neptuno de Nerón;

el Titanic zarpa al amanecer;

todo el mundo grita:

¿de qué lado estás?

Y Ezra Pound y T. S. Eliot

se pelean en la torre de mando 

mientras cantantes de calipso se ríen de ellos (…)


Aunque puede haber otras interpretaciones (Dylan podría estar aludiendo aquí al antisemitismo)5, no hay que olvidar que Pound se encargó de la edición de La tierra baldía, un proceso arduo plagado de cortes y revisiones. A aquellos rifirrafes entre poeta y editor podría referirse a la pelea en la torre de mando. El escritor Ryan Ruby apuntaba también que la letra estaría señalando un cambio de guardia; el modernismo, representado por Eliot y Pound, hace aguas para dar paso a su heredero: Bob Dylan.

Por supuesto, el hecho de que Dylan nombre a estos gigantes literarios o incluya citas de libros no convierte sus letras en literatura. Sin embargo, detrás de estos guiños suele haber algo más de lo que parece a simple vista. Cuando en «Tangled Up in Blue» alude a un poeta italiano del siglo XIII —que puede ser Dante o, como defiende Timothy Hampton, más probablemente, Petrarca—, Dylan está llamando la atención sobre la forma. Dante y Petrarca son maestros del soneto y la letra de esa canción se adapta a ese tipo de composición poética. Otro ejemplo lo encontramos en la cita de El gran Gatsby incluida en «Summer Days»:


She says, «You can’t repeat the past,» I say, «You can’t?

What do you mean you can’t? Of course you can!»

Ella dice: «No se puede repetir el pasado». Y yo: «¿Que no? 

¿Cómo que no? ¡Por supuesto que se puede!».


A partir de esta cita, y de la posibilidad de repetir o no el pasado, Dylan cuenta, tal vez, una historia distinta a la de la novela de Fitzgerald. En «Diamonds and Rust», Joan Baez vino a decir que Dylan es un maestro de las palabras y de la ambigüedad, y tenía razón. Sus letras son tan deliberadamente ambiguas que a veces no podemos siquiera saber si el «yo», el «él» o el «ella» de un verso es el mismo del de un verso anterior o ha cambiado. En el caso de «Summer Days» no podemos saber si está hablando de una o de dos bodas, en cuyo caso la historia del narrador de la canción y la chica sería distinta a la de Jay Gatsby y Daisy Buchanan en la novela6. 

Que las letras de Dylan puedan considerarse poesía está, en mi opinión, fuera de toda duda. Otra cuestión es que, como afirma el crítico sir Christopher Ricks, estén al mismo nivel que Tennyson, Milton, Donne, Wordsworth o Shakespeare —para él, el más «dylaniano» de los escritores—. En Dylan poeta. Visiones del pecado, Ricks disecciona sus canciones como si fueran obras literarias. Sus hallazgos son con frecuencia fascinantes, pero en ocasiones los paralelismos que establece con poemas clásicos parecen un poco traídos por los pelos. Dicho esto, coincido con él cuando afirma que Dylan es un maestro de la lengua inglesa. A lo largo de su carrera ha ido desarrollando un inglés idiosincrásico, muy rico, contemporáneo pero con ciertas resonancias del pasado.

Por otro lado, reivindicar a Dylan como poeta tampoco debería parecernos tan sorprendente. Bardos, trovadores y juglares fueron parte de la tradición poética de países como el nuestro. La figura del bardo viene al caso también en otro sentido. Contaba Ruby en su artículo que desde los inicios de la poesía, al menos en Occidente, un poema entraba en el inconsciente colectivo de una cultura y permanecía allí a base de ser citado por otros. Por esta vía, los bardos de la Grecia clásica como Homero (también llamados aedos) fueron clave para la supervivencia de la poesía. T. S. Eliot siguió esta tradición insertando fragmentos de Shakespeare, Baudelaire o Dante en La tierra baldía. Desde su muerte, la poesía ha tomado otros derroteros, salvo en el caso de Dylan, que para Ruby ha tomado el relevo de Eliot.

Sabíamos desde Gabriel Celaya que la poesía es un arma cargada de futuro, pero también podemos decir que es un arma cargada de pasado. Me gusta pensar en esos restos de poemas que van pasando de generación en generación y sobreviven en los poemas de otros. El poeta Jorge Fernández Granados defendía en un artículo que lo que trasciende no es el poeta sino la poesía, y esta trasciende cuando un poema sobrevive y circula entre los hablantes de un idioma —«y no tienen que ser millones», matizaba, «basta con unos cuantos pero que no falten en cada generación»7—. Desde este punto de vista, creo que Dylan o Cohen tienen más probabilidades de trascender que otros poetas. 

En dicho artículo, Fernández Granados culpaba a los debates internos de la crisis de la poesía. De un tiempo a esa parte, había que decir de qué lado estabas: ¿poesía como conocimiento o poesía como comunicación?, ¿poesía social o poesía pura? Estas falsas disyuntivas revelaban, a su modo de ver, el lugar, cada vez más pequeño, que ocupa la poesía en la sociedad: «[la poesía] se hunde en su propio lastre de contradicciones y aparece ante el público —el poco que queda— muchas veces como un galimatías, una interminable discusión de modos (…). Porque, honestamente, ¿no son hoy en día quizá las canciones de la radio los verdaderos poemas populares?», se preguntaba. Podemos seguir en la torre de mando enzarzados en luchas inútiles, debatiendo qué es o qué no es la verdadera poesía, pero ya sabemos cómo acabará esa historia —el Titanic ya ha zarpado, lo hizo al amanecer—. Una concepción elitista de la poesía, que excluya la poesía popular, corre un serio riesgo de hundirse por completo en las aguas de su propia irrelevancia.

Notas

(1) Este fragmento es una modificación de un post de Facebook del escritor Roddy Doyle a propósito del Nobel a Dylan. Se ha acortado por razones de espacio. Al final dice que Dylan merece el Nobel de Literatura. Un bodhrán, por cierto, es un tipo de tambor irlandés.

(2) Ya en 2006 el poeta Robert Polito comparaba a Dylan y Sterne en un artículo sobre el plagio. Este paralelismo parece más pertinente que nunca en el caso del discurso del Nobel.

(3) Sobre la influencia de Rimbaud en Dylan se extiende Timothy Hampton en «Absolutely Modern: Dylan, Rimbaud, and Visionary Song». Representations 2015; 132(1): 1-29.

(4) Véase «Dig it Up Again. A Century of The Waste Land», de Ryan Ruby, publicado en la web de Poetry Foundation en diciembre de 2022.

(5) Tanto Pound como Eliot fueron tachados de antisemitas. Se cree que la canción señala cierta similitud entre la discriminación racial en Estados Unidos y el antisemitismo en Europa.

(6) En un blog sobre las canciones de Dylan, David Weir plantea la posibilidad de que Dylan esté hablando en realidad de dos bodas con frases prácticamente idénticas.

(7) Fernández Granados J. «¿Está en crisis la poesía?». Letras Libres, 31 de diciembre de 2004.

domingo, 25 de junio de 2017

LA ÚLTIMA VEZ QUE DYLAN TOMÓ PARTIDO: HISTORIA DE UN CONCIERTO


Daniel Salgado
Jot Down, junio 2017

Phil Ochs y Bob Dylan.

9 de mayo de 1974. Un Dylan visiblemente borracho sube al escenario del Felt Forum, la sala más pequeña del Madison Square Garden de Nueva York. Escoltado por su odiado/amado Phil Ochs y por otros viejos compinches de la escena folk de Greenwich Village, apenas consigue entonar «North Country Blues», «Spanish is the Loving Tongue» y una final, obvia, «Blowin’ in the Wind». Son canciones antiguas, casi prehistóricas para el cantante que se había desprendido con estruendo de su aura redentora. Pero son las que eligió ante los cinco mil espectadores que habían acudido a la llamada de la solidaridad con los perseguidos, desaparecidos y exiliados chilenos. Una tarde con Salvador Allende. Concierto benéfico de amigos de Chile fue, tal vez, la última ocasión en que Bob Dylan tomó partido. Políticamente hablando, claro, y por la izquierda.

En aquel año, Dylan vivía sus particulares días sin huella, como los calificó el crítico Paul Williams. Separado de Sara Lowndes —tardarían todavía algún tiempo en formalizar su divorcio—, el 14 de febrero había rematado la gira que, acompañado por The Band, testimonia el volcánico doble elepé Before the Flood. Entre ese momento y las sesiones de septiembre en que iniciaría Blood on the Tracks, se borró del mapa. La única pista registrada de aquellos meses fue, precisamente, la de su participación en An Evening with Salvador Allende. Según Williams, autor de análisis fundamentales sobre la obra del músico, «uno de los casos mejor documentados y más extremos en él de embriaguez». Según Clinton Heylin, biógrafo, «probablemente la más enloquecedora de sus numerosas apariciones como invitado». Según cierto tópico que circula entre dylanólogos y dylanitas, la peor grabación existente de Bob Dylan.

«Aunque existía una gran solidaridad, vimos que había mucha gente bebiendo detrás del escenario, con groupies, lo que era muy llamativo», relataba al periódico chileno La Nación, muchos años despúes, Joan Turner, la viuda de Víctor Jara, «porque nosotros no sabíamos de fans ni de shows. En un momento hasta me robaron la cartera. Creo que nadie de los presentes, ni siquiera nosotros, intuíamos la terrible tragedia que ocurría en Chile». Intuyeran o no lo que intuyeran, aquella tarde desfilaron por el escenario pequeño del Madison Square Garden no solo un Dylan extrañamente recuperado para la causa izquierdista, sino también sospechosos habituales —Phil Ochs, Pete Seeger; Arlo Guthrie, hijo de Woody—, actores del ala rebelde de Hollywood —Dennis Hopper recitó a Neruda y leyó el legendario último discurso de Allende—, un veterano y secundario de honor del Village —Dave Van Ronk—, cantautoras menores —Melanie— e incluso chicos de la playa: Dennis Wilson y Mike Love, de los Beach Boys, entregaron su «California Girls» en defensa de los caídos por la revolución socialista de Allende. Joan Baez y Joni Mitchell se cayeron a última hora del cartel.



De organizar musicalmente aquella peculiar colisión entre el sistema de estrellas del pop estadounidense y la canción de intervención se encargó Phil Ochs. Quería replicar el célebre Concierto por Bangladesh que en 1971 había montado George Harrison. Incluso logró la implicación de Amnistía Internacional. Y fue quien convenció a Dylan para participar, después de haberlo encontrado en la calle de Nueva York y haberle explicado lo que acontecía en Chile. Aquel Dylan aislado, narcisista, no estaba informado. Pero Ochs sí. Había visitado el país, revolucionado bajo el Gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular, y había conocido a Víctor Jara, autor de «Te recuerdo Amanda», una de esas figuras totémicas en las que teoría (musical) y práctica (política) convergían con coherencia. De hecho, llegaron a compartir escenario en un acto de reivindicación laboral de los mineros del cobre. «No te imaginas, aquí no somos nada comparado con él», contaba un impresionado Phil Ochs a su hermano, «Bob Dylan, Pete Seeger y yo somos una farsa al lado de Víctor. Él es el verdadero activista político».

Y eso que había roto con su amigo Dylan en 1965 debido a diferencias de táctica lírica. Ochs le había afeado las «derivas» de sus letras a propósito de lo que iba conociendo del disco Blonde on Blonde, que un año después iba a sacudir la música moderna con su poesía visionaria y su sonido asalvajado. En concreto, a propósito de «One of Us Must Know (Sooner or Later)». Aquel día, asegura la leyenda, Bob Dylan echó a Phil Ochs del coche en que viajaban. «Tú no eres un cantante folk. Tú eres un periodista», le espetó. Lo curioso es que ni Dylan era ya un cantante folk —por lo menos no en la acepción en que lo había sido— ni «periodista» era un insulto para Ochs. Su primer elepé se había titulado, de hecho, All the News that’s Fit to Sing [Todas las noticias que vale la pena cantar], una parodia de la cabecera del New York Times: «Todas las noticias que vale la pena imprimir» [«All the news that’s fit to print»]. Y no dudaba en presentarse como «periodista cantante». Tampoco en asegurar que «cada titular es una canción potencial». Porque de eso trataba su música y su escritura, y composiciones tan reconocidas como la antimilitarista «Ain’t no marching anymore», su particular «La mala reputación». De lo que sucedía y de un mundo colapsado. De las derrotas y las victorias de los menesterosos. De la otra historia de los Estados Unidos. No por casualidad, el FBI poseía un expediente de 450 páginas referidas a sus actividades.

En 1974 los tiempos estaban cambiando, sí. Pero en sentido contrario al que había predicho el último premio Nobel de Literatura. Ochs había conseguido que Dylan se volviera a oponer en público al Gobierno de su país. El papel de los Estados Unidos había sido central en la instauración de la dictadura de Pinochet.  Al cierre de An Evening with Salvador Allende, susurraba al oído del de Minessota —además de bebido, notablemente desafinado, incluso para sus estándares— las letras de sus propias canciones combatientes. Se preocupó de los treinta mil dólares que se recaudaron esa noche. Al día siguiente, un resacoso Bob Dylan acompañó a Joan Turner a visitar el Guernica de Picasso, entonces un refugiado más expuesto en el Moma neoyorquino. «Estamos con ustedes», se despidió de la compañera de Víctor Jara. Y las declaraciones políticas explícitas, públicas, desparecieron de su modo de operar. Phil Ochs aguantaría dos años más sobre la Tierra. Desencantado, harto, paranoico, se suicidó en abril de 1976.

El registro sonoro del concierto, incluidos beodos berridos en la coreada, palmeada «Blowin’ in the Wind», se llegó a editar como An Evening with Salvador Allende. Pero, un poco al igual que esta historia, se encuentra descatalogado.

jueves, 20 de octubre de 2016

UNA NOTA AL MARGEN SOBRE BOB DYLAN

Brais Fernández
Viento Sur, 14/10/2016

Bob Dylan es a la música lo que Jack Kerouac es a la literatura. No se me ocurre otra afirmación (contundente y a la vez deliberadamente difícil de defender) con la que empezar una columna dedicada al “flamante” premio Nobel de literatura. Sin embargo, la afirmación tiene un sentido diferente al de intentar hacer una analogía precaria. A lo largo de los años 60 y 70, música y literatura se acercaron tanto que llegaron a encontrarse, dando lugar a híbridos indisociables: no se puede entender “En el camino” sin el jazz beebop, tampoco se puede entender la literatura del siglo XX sin las letras de Dylan. Por otra parte, Dylan forma parte de una experiencia real, que cambió la concepción que tenían de la vida millones de personas: la literatura beatnick, los poemas de Allen Ginsberg, la música, los viajes largos sin destino por EEUU, las drogas, San Francisco, las vidas rotas, los hippies, las manifestaciones contra la guerra. Bob Dylan es una figura muy particular de la literatura; es un autor-personaje, que hace y simboliza una época para millones de personas.

Phil Ochs & Bob Dylan

Vayamos por partes, explorando tensiones y contradicciones. No cabe duda de que Bob Dylan es una figura central de una generación y de un imaginario cultural que intentó cambiar el mundo, pero que no lo consiguió. Por lo tanto, que nadie se espere un gesto en Dylan similar al de Sartre en 1964. El autor del “Ser y la nada”, marxista converso y en vías de radicalizarse hacia posiciones nítidamente revolucionarias, rechazó el premio Nobel para evitar convertirse en una “institución”. El caso de Dylan es un poco diferente: hace años que ya es una institución de facto, capaz de influir como nadie en la música popular, admirado y aceptado por todos. Versionar a Dylan se ha convertido en una tradición tan americana como el día de Acción de Gracias. Sin embargo, su institucionalización no se da sólo en el ámbito popular: simboliza como nadie la profunda huella de la oleada revolucionaria de los años 60 y a la vez, su posterior normalización. El propio Bob Dylan siempre fue un poco cínico con su papel como icono radical, llegando a auto-definirse como “rebelde contra la rebeldía”.

Su trayectoria refleja la evolución del “espíritu de una época”. En su primer y único año en la Universidad de Minnesota, Dylan asistió a varias reuniones del Socialist Workers Party (SWP), partido trotskista dirigido por James Cannon, mientras se consideraba a sí mismo un simple sucesor de Woody Guthrie, cantante comunista que con su guitarra “mataba fascistas”. Los herederos de Guthrie consideraban la música folk algo sencillo y artesanal. Era un movimiento que podríamos encuadrar en lo que Michael Lowy llama “anticapitalismo romántico”: rechazaban la electrificación de la música, pues con una guitarra acústica era suficiente para apoyar las luchas obreras y estudiantiles. Dylan fue capaz de crecer en ese mundo pero de romper con él para avanzar con el “movimiento real”, creando esa síntesis virtuosa entre tradición y modernidad posteriormente conocida como folk-rock. No sin tensiones, por cierto, con los sectores más ortodoxos del movimiento folk. En Newport en 1965, Dylan sacó su guitarra eléctrica por primera vez y el maestro Peete Seeger, indignado ante tamaña herejía, amenazó con cortar los cables con un hacha. También es célebre la grabación en directo de “Like a rolling stone”, en la que un fanático folkie le gritó desde el público “Judas” y se escuchó replicar con tono cínico “yo te creo”.

Pete Seeger & Bod Dylan

El paso de Bob Dylan de la guitarra acústica a la electrificación significa también un cambio de orientación en las problemáticas que trata en sus canciones. De una politización difusa, más proclive a crear himnos de movimiento que a la crítica política como otros cantautores radicales como Phil Ochs, Dylan pasa a ocuparse de los problemas existenciales de toda una generación, orientándose más hacia ese sector de la juventud que prefería acudir a los macrofestivales que militar en las SDS. Durante todos los 60 y 70 hubo una tensión que atravesó todo el movimiento juvenil entre “revolucionarios” y “existencialistas” que, aunque confluían en un fuerte rechazo al capitalismo y al imperialismo, optaban por vías de lucha diferentes. Pongamos un ejemplo. Mientras que los “revolucionarios” apoyaban a la resistencia armada de la resistencia vietnamita contra el invasor estadounidense, los “existencialistas” se manifestaban simplemente contra la guerra: Norman Mailer describe magníficamente ese conflicto en su novela “Los ejércitos de la noche”.

No se trata, en mi opinión, de hacer valoraciones excesivamente sumarias de esta tensión. Lo interesante quizás sea explorar cómo se desarrolla la carrera de Bob Dylan en relación con esos movimientos tectónicos que cambiaron la relación entre cultura y sociedad. Dylan es el primer artista de culto y de masas: sus letras combinan elementos tradicionales de la cultura americana con metáforas propias de las vanguardias europeas. Simboliza como nadie la emergencia de una clase media muy particular, que nace en la posguerra, y que se autoconcebía como una “intelligentsia” de nuevo tipo, mirando siempre hacia las subversiones que venían desde abajo pero dispuesta, en caso de que la revolución no fuese demasiado bien, a construir sus aspiraciones vitales dentro de un capitalismo dinámico y lleno de oportunidades.

Con este premio Nobel, el establishment cultural reconoce de forma abierta la mutación cultural que produjo los años 60. Ya no podemos pensar el arte como algo autónomo de la sociedad de consumo, sino como algo que debe conectar con los deseos de las masas. Ya no podemos pensar el arte al margen de las aspiraciones culturales de las masas: Dylan, sin duda, ha significado más como poeta para millones de personas que Adonis, el poeta libanés, candidato eterno al Nobel y habitual en las páginas de Babelia. No podemos pensar la música de culto pensando exclusivamente en Mozart y olvidándonos de Bob Dylan. No podemos pensar la música de masas pensando sólo en Justin Bieber y olvidándonos de Dylan, con el que millones de adolescentes siguen descubriendo que sus problemas existenciales son los mismos que los de sus padres. Por último, no podemos disociar a Ginsberg de Dylan: los dos eran poetas, sólo que el genio de Dylan se coló con una guitarra y con más habilidad por la grieta en la que nace ese híbrido entre cultura de elites y cultura de masas tan propio del capitalismo tardío. En el fondo, este premio Nobel solo reconoce una realidad; que “the times they are changing” (los tiempos están cambiando) y que las fronteras tradicionales del arte no se pueden definir sólo desde la academia.

Por último, no nos vamos a olvidar de que todo tipo de personajes siniestros como Henry Kissinger u Obama han recibido el Nobel y de que el Nobel es un premio que conceden las elites. Pero es curioso ver que, normalmente, suele ser el mismo personaje prototípico que critica con dureza el premio Nobel quien se lo toma tan en serio que, escandalizado, se indigna porque se lo dan a Dylan. En realidad, todo da un poco igual. Con Nobel o sin él, Dylan es el poeta de cabecera de millones de personas, a la vez de culto y popular, a la vez pueblo y a la vez elite.

Brais Fernández forma parte del secretariado de redacción de VIENTO SUR y es editor en Sylone Editorial.

sábado, 15 de octubre de 2016

BOB DYLAN: LOS TIEMPOS HAN CAMBIADO

Óscar García Blesa
Efe Eme, 14/10/16

El Nobel de Literatura que cae en manos de Bob Dylan hace historia. Por primera vez un músico de rock logra tal reconocimiento, y lo hace el gran escritor de canciones del realismo norteamericano. Por Óscar García Blesa.




Los tiempos han cambiado. Llegan nuevos vientos a Estocolmo. Casi nadie conocía a Sara Danius (secretaria permanente de la Academia sueca), pero mucho me temo que a partir de hoy los amantes de la música recordarán que fue quien anunció, el jueves 13 de octubre de 2016, que Bob Dylan era el ganador del Nobel de Literatura. El autor de canciones que capturaron el espíritu de la libertad, rebeldía e independencia es desde hoy Premio Nobel de literatura. Como Saramago, Cela, Neruda, Hemingway, Camus o Steinbeck. Casi nada.

El inesperado anuncio que premia por primera vez la obra de un músico “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción” supone el último gran triunfo del de Minnesota, ese hombre acostumbrado a un inquietante estado de medio enfado, restarse importancia y tendencia a dejarse ver más bien poco más allá de la gira interminable que le mantiene ocupado desde finales de los años ochenta.

El Nobel, además de reforzar la increíble obra de un escritor de historias extraordinario (que también), es una inyección de vitaminas para todos esos cantautores anónimos que con menor o mayor éxito cada noche hacen camino con una guitarra en miles de pequeños clubes repartidos por todo el mundo. Casi todos reverencian sus canciones y hoy celebraran el premio seguramente más que el propio galardonado.

La pluma rebelde

Huelga enumerar aquí los hitos de un curriculum vitae escrutado haya el infinito. Nacido en Duluth (Minnesota) en 1941, su fervor por la pluma rebelde y transgresora de Woody Guthrie le llevó hasta Nueva York con el sano objetivo de cambiar el modelo tradicional del cantautor oxidado. Todo lo nuevo y lo bueno asociado a esos tipos tristones recitando sus composiciones se lo debemos a Bob Dylan. Ese mismo Dylan al que los Beatles beatificaban, al que Springsteen idolatra, tan grande y americano como el mismísimo Elvis Presley.

En los años sesenta fue capaz de rodearse de la “intelligentsia” del momento, se despachaba entre el surrealismo de Rimbaud y la efervescencia Beat de Kerouac o Ginsberg y componía la realidad estadounidense con un crudo color de verdad inédito. El Everest creativo lo alcanzaría con ‘Like a Rolling Stone’, himno indiscutible de los USA de los sesenta.

Integrado en el seno de una familia judía de clase media, Dylan reinterpreta el concepto de música folk desde que tiene apenas 20 años. Y lo hace abordándolo desde múltiples perspectivas, viajando del country rock al blues, aterrizando incluso en el pop comercial de los Beatles o The Rolling Stones. En el camino ha sido capaz de enfurecer a los integristas de cada género, pero a la larga siempre ha salido victorioso. No en vano lo últimos años lo hace enfundado en un disfraz de crooner. No es Sinatra, pero este Dylan juega siempre con cartas marcadas.

Dylan es responsable de algunos de los álbumes más grandes de la historia. Basta con nombrar “Highway 61 revisited” y “Blonde on blonde” para entender el tamaño de sus hazañas. Pero ojo: Dylan también es propietario de algún que otro patinazo. Siendo uno de los más grandes, sus descuidos también han sido proporcionales.

La posibilidad de que Dylan se hiciera con el gran galardón de las letras no es nueva. Que se lo pregunten a Murakami, eterno aspirante a llevarse la gloria y los ocho millones de Coronas Suecas (unos 900.000 euros al cambio, más o menos) con los que está dotado el premio. Cada vez que resonaba el nombre de Bob aparecían otros autores con más galones en el territorio literario. Siendo músico, ganar el Nobel de Literatura resultaba sencillamente improbable.

Su ascendente en la cultura popular del Siglo XX con o sin Premio Nobel es incuestionable. Posiblemente nos encontremos ante el poeta más mediático de la historia (entendiendo aquí la figura del poeta global, alguien capaz de conectar con millones de personas al mismo tiempo). Su capacidad para liderar el movimiento antibelicista en los albores de la guerra de Vietnam en la década de los sesenta armado de canciones bien podrían haberle valido en su día otro Nobel algo más pacifico.




El poeta de la realidad norteamericana

Bucear en profundidad en el cancionero dylaniano es tarea titánica. Su legado como autor de pequeñas historias de la realidad norteamericana del último medio siglo es inabarcable. Promovido como moderno juglar, el de Minnesota influye a ambos lados del Atlántico. Su cancionero es realmente emocionante, incluso aquellas canciones que fueron escritas hace más de cincuenta años siguen resultando fascinantes.

Después de conseguir un puñado de Grammys, un Oscar de Hollywood, el Premio Pulitzer y hasta el Principe de Asturias, el Nobel de Literatura eleva la figura de Dylan a cotas casi divinas. Puede que con este premio su figura de viejo cascarrabias mute en otra más amable, una más cercana que aproxime canciones como ‘Blowin’ in the wind’ o ‘The times they are A-changin’’ a nuevas generaciones. Más allá de las pasiones propias de melómanos encendidos, lo que hace de este premio algo excitante será la oportunidad de poder leer y escuchar su obra al mismo tiempo. Las escuelas no tendrán más remedio que estudiar ‘Knockin on heavens door’, y eso mola.

Como apunte mercantil, con toda seguridad estas Navidades viviremos una avalancha de títulos con Dylan como protagonista, un desembarco que hará más amable el tradicional empacho de las fiestas. Por tener, el de Duluth tiene hasta un disco de Navidad (“Christmas in the heart”), así que esto no ha hecho más que empezar. “Dylan escribe poesía para los oídos” ha dicho la secretaria. Y no seré yo quién le quite la razón. Los tiempos han cambiado: llegan nuevos vientos a Estocolmo.