domingo, 27 de mayo de 2018

THE SUNDAYS. "BLIND" (1992). Exquisita pieza dream pop de los 90.


Estaba buscando versiones de uno de mis temas favoritos de los Stones, "Wild Horses", cuando, maravillosa coincidencia, di con una versión de The Sundays, un grupo londinense del que no había oído hablar. Me encantó lo personal de la versión, cómo The Sundays llevan la canción a su terreno, y le imprimen su marchamo de ensoñación melódica y por supuesto me quedé con ganas de más. Finalmente, me hice con el Lp donde aparecía en 1992 el mencionado tema y me di cuenta de lo que me había perdido ese año por escuchar tanto grunge y noise pop estridente.



El disco es como la biblia de ese sonido que se suele etiquetar como dream pop o shoegaze, sedosas voces, guitarras envueltas en efectos de chorus y ambientes psicodélicos. El primer tema, "Feel", salta a los tímpanos del oyente casi sin pedir permiso de tal manera que la cálida voz de Harriet Wheeler prácticamente abre un tema sin introducción alguna. Y enseguida la música te transporta a un lugar paradisíaco lleno de sol y colorido. Es como el comienzo de la primavera tras un invierno duro y largo como el que hemos pasado recientemente. El feedback de la guitarra en la parte central de la canción no perturba esa agradabilísima sensación potenciada por coros femeninos a lo Cocteau Twins (uno de los grupos con los que se compara a The Sundays). "Goodbye" (nótese la sencillez en los títulos) es algo más rockero y el rasgueo de las guitarras recuerda a otro grupo con el que se le compara y con el que The Sundays mantenía una relación de amistad, nada menos que The Smiths. "Life & Soul", en cambio, es más calmada (no tiene percusión y es más acústica) y remite a pasajes ácidos de discos de los primeros Pink Floyd o de Syd Barrett en solitario. Ésta es la cara más psicodélica y oscura (si es que se puede emplear este adjectivo para calificar a un grupo que hace una música tan luminosa y agradable). La alegría y el colorido del jangle pop vuelve con "More" (otro título lacónico), una pieza soberbia, rebosante de sensibilidad y ensoñación. Una de los mejores momentos del LP, sin duda; perfecto para ser consumido en el soleado día de verano como una ensalada fresca. 



Más influencia de los Cocteau Twins tiene el siguiente tema, titulado "On Earth", de ritmo algo más pausado y de angelicales armonías vocales. Ello demuestra que los 90 fueron más que pantalones con rotos, voces roncas y guitarras ruidosas. También influenciada por la psicodelia más luminosa "God Made Me" es un tema que me hace pensar enseguida en Galaxie 500 por la candencia y por el tratamiento de la guitarra rítmica. No obstante, mi favorita es la siguiente canción, también de escueto título, "Love", porque creo que resume las principales virtudes de este disco: luminosidad, delicadeza y armonía. Los riffs de guitarra a lo Johnny Marr, la esponjosa voz de Harriet, el ritmo juguetón, las subidas y las bajadas de volumen ponen a la sensibilidad de quien escucha el tema sobre una montaña rusa de sensaciones. La capacidad de evocar de la música de los Sundays llega aquí a su punto álgido. Un temazo.



Después del citado prodigio de sensibilidad The Sundays se proponen hacernos bailar con "What do you think?", un tema mucho más rítmico y repetitivo que los demás y que podría llenar perfectamente una pista de baile. A mí personalmente me hace pensar en algún disco de sus compatriotas, The Chameleons, una banda que no estaba muy alejada de los planteamientos musicales de The Sundays. Su antítesis es el tema que le sigue,  "24 hours", más "ambient" y más atmosférico, en la onda de This Mortal Coil o incluso de The Durutti Column. El siguiente corte, "Blood on My Hands", tiene aires algo más bucólicos, seguramente a causa de esa guitarra acústica, un tanto folkie, que no está lejos de lo que ya empezaban a hacer por esa época los Cranberries de la malograda Dolores O'Riordan. En cualquier caso, otra deliciosa tonada rebosante de serena belleza. El penúltimo corte, "Medicine", por su parte es arquetípico del indie de los 90, con esa incisiva línea de bajo y esas subidas y bajadas del volumen... y es que el 92 fue un año clave en la ruidosa explosión grunge.

Por último, tenemos la mencionada versión del "Wild Horses" de los Rolling Stones, personalísima, pasada por el filtro del dream pop de los 90 con sus vaporosos efectos de chorus y sus sedosas armonías vocales; no en vano esta versión sirvió de base para otra versión del mismo tema a cargo de otra banda emblemática del género: Mazzy Star. Es posible que se le pueda achacar a este disco cierto monocromatismo estilístico pero no creo que haya un solo fan del dream pop que no se rinda ante la belleza de esta no por desgracia poco conocida joya del género.

jueves, 17 de mayo de 2018

GLENN BRANCA: EL IMPENSABLE PUENTE ENTRE EL PUNK Y LA MÚSICA CLÁSICA

Israel Viana
ABC, 17/05/2018

El influyente compositor, famoso por sus piezas sinfónicas escritas para guitarra eléctrica y uno de los principales artistas de la vanguardia estadounidense de los últimos cuarenta años, ha muerto a los 69 años de edad



Tras fallecer el domingo a los 69 años de cáncer de pulmón, «mientras dormía», la esposa de Glenn Branca, la también guitarrista experimental Reg Bloor, escribía en Facebook: «Me siento agradecida por haber podido vivir y trabajar con una fuente de creatividad tan increíble durante los últimos 18 años. Su producción musical era apenas una fracción de las ideas que tenía un día cualquiera. Su influencia en el mundo de la música es incalculable».

Muestra de ello es que los principales diarios del mundo, desde «The New York Times» a «The Guardian», se hacían eco el lunes de la pérdida del que es, sin duda, uno de los nombres fundamentales de la música de vanguardia estadounidense de las últimas cuatro décadas. Un camino que el guitarrista inició desde el más profundo «underground» neoyorquino, siendo uno de los principales impulsores de la no wave, aquel movimiento contracultural que surgió como reacción a la colorida new wave.

«Vine a Nueva York en 1976 para hacer teatro, pero también para ver a todos mis héroes del punk», le contaba Branca a la revista «Noisey» en 2016. «Pero todos estaban de gira. No podía ver a Patti Smith, ni a Television ni a los Ramones. No sucedía nada. Las otras bandas de punk eran como power pop, mierda comercial, y yo lo que quería hacer era rock experimental. Quiero decir, realmente experimental. Fue de ese vacío del que surgió Theoretical Girls», añadía el músico sobre su efímera banda, que en apenas cuatro años revolucionó a las mentes más inquietas de la Gran Manzana.


Su trabajo y actitud inspiraron a grupos más jóvenes como los archiconocidos Sonic Youth, que grabaron sus dos primeros discos —«Sonic Youth» (1982) y «Confusion Is Sex» (1983)— en el sello de Branca: Neutral Records. Su primer álbum en solitario, «The Ascension» (1981), fue un desafío a las formas tradicionales de afinación de las guitarras que, de hecho, contó con la participación de Lee Ranaldo.

A partir de ese momento, Branca comenzó a expandir su mundo hasta límites insospechados. Compuso y publicó hasta 13 sinfonías para orquestas formadas solo de guitarras eléctricas y percusión y otras para conjuntos de cámara con los que giró por los escenarios más prestigiosos del mundo. En 1996, The Glenn Branca Ensemble actuó en la Musikhuset Opera House de Aarhus para la Reina de Dinamarca.

También construyó sus propios instrumentos y se erigió en uno de los nombres fundamentales del panorama avant-garde, junto a Steve Reich, Philip Glass o Michael Nyman, escribiendo decenas de piezas para obras de teatro, ballet o cine —como «El vientre del arquitecto», junto a Wim Mertens—, y hasta una ópera. En los últimos tiempos, además de escribir columnas de opinión sobre música para «The New York Times», se había dedicado sobre todo a la composición para orquesta tradicional, aunque se resistiera a dejar de lado completamente la guitarra hasta sus últimos días.

Aún se recuerda el día que interpretó su Sinfonía n.º 13, «Hallucination City», para cien guitarras eléctricas en el World Trade Center, tres meses antes de los atentados del 11-S. Como le describió el respetado crítico y artista Tony Oursler, poco después de publicar sus primeros discos a principios de los 80: «Es como la explosión de una bomba en todo el mundo de la música»

miércoles, 9 de mayo de 2018

JOHN CAGE, EL GRAN INVENTOR

Roc Jiménez de Cisneros
Rockdelux 266,  (Octubre 2008)


Algunos compositores entran en la historia de la música gracias a contribuciones estrictamente musicales. John Milton Cage Jr. (1912-1992) lo hizo a base de filosofía radical, fina provocación y acciones que se convirtieron en escándalo incluso en los contextos más contemporáneos. Más de medio siglo después, todavía tenemos que darle las gracias por haber allanado el camino con algunos de los postulados más revolucionarios que la creación musical ha visto en siglos. Lo celebramos con este artículo de Roc Jiménez de Cisneros. 

En 1962 el historiador norteamericano Thomas Kuhn presentaba al mundo “La estructura de las revoluciones científicas”, una particular visión de la historia de la ciencia basada en la idea de los cambios de paradigma, esas pequeñas-grandes revoluciones que a lo largo del tiempo han significado enormes golpes de timón en el devenir de la ciencia y la sociología del conocimiento. Una de las parábolas más célebres de Kuhn era una sencilla ilustración a modo de ilusión óptica, un dibujo que según cómo se mire parece un conejo o bien un pato, y que servía para resaltar la idea de que un cambio de paradigma podía hacernos ver la misma información de dos formas completamente distintas.

Silencio

Diez años antes de que Kuhn introdujera sus ideas en la comunidad científica, otro norteamericano, un compositor (y artista, filósofo y coleccionista de setas) absolutamente desconocido para el gran público llamado John Cage (1912-1992), presentaba en Woodstock, Nueva York, una pieza que sin duda puede considerarse revolucionaria en la historia de la música, un radical cambio de paradigma conseguido con una de las obras más simples jamás escritas. Concebida para uno o varios instrumentistas, la partitura de “4’ 33”” se limitaba a dar instrucciones a los intérpretes para que permanecieran en silencio, sin tocar. Ni una sola nota, ni siquiera pentagrama. Para la mayor parte del público de esa première (con uno de sus más asiduos colaboradores, David Tudor, al piano) y el de tantas otras escenificaciones de la pieza, “4’ 33”” era poco más que una boutade post-dadá equiparable a las gamberradas que George Maciunas y sus acólitos (Cage entre ellos) estaban perpetrando en el arte del momento en el nombre de Fluxus.

Pero más allá del inequívoco espíritu provocador de Cage, la obra abría debates trascendentales en numerosos flancos del pensamiento musical del siglo XX. Cage le pedía al intérprete que permaneciera en silencio, pero ¿había realmente silencio? ¿Acaso no se escuchaban los gritos del público, los pasos de la gente abandonando la sala, los cuchicheos y el rumor lejano del tráfico? “4’ 33”” ensalzaba el silencio a la vez que evidenciaba la destrucción de su significado tradicional. Su concepto poético e ideal como ausencia total de sonido desaparecía para siempre.


Para su autor ya había dejado de existir tiempo atrás, en una de las anécdotas más célebres del imaginario cageiano: la visita del compositor a la cámara anecoica –ergo, capaz de asimilar las ondas sin reflejarlas– de la Universidad de Harvard. Incluso allí, en ese receptáculo específicamente diseñado para absorber cualquier reverberación y aislarse de toda polución sonora, Cage escuchó dos sonidos constantes. “Uno agudo y uno grave. Cuando se los describí al ingeniero encargado de la cámara –recordó más tarde– me informó de que el agudo era mi sistema nervioso en funcionamiento y el grave, mi sangre circulando”.

Ni tan solo en el lugar más “silencioso” ideado por el hombre existe realmente el silencio en su acepción clásica; nos guste o no, estamos permanentemente rodeados de sonidos. Y todavía más importante: si la música no es más que “la producción de sonidos”, como Cage enfatizaba a menudo, entonces nuestro entorno, en permanente ebullición sonora, es al fin y al cabo “música”. No es que hasta Cage no existiera el silencio en la música, pues este ya había jugado un papel crucial, aunque tan solo a modo de mortero, para unir (o más bien separar) bloques de piedra, notas, fonemas, frases y sonidos.

Pero él le otorgó un nuevo sentido y, al hacerlo, dotó de nuevo significado a la propia materia sonora, casi indistinguible del mismo universo, en un respetuoso guiño al maestro zen del siglo XIII Dogen Zenji. Este, en su colección de enseñanzas “Shobogenzo”, incitaba a sus discípulos a “escuchar con el ojo y ver con el oído (...) Olvídate del ojo y el cuerpo-mente no serán más que ojo. Olvídate del oído y el universo se convertirá en tu oído”. Y es que a pesar de haberse formado en diversas escuelas de los Estados Unidos (NSSR, USC, UCLA...), y con maestros tan respetados como Arnold Schönberg, Liselotte Weiss y Henry Cowell, la obra de Cage le debe más al poso de la sabiduría oriental que al academicismo occidental que él mismo terminó reformulando.




La música del azar

Fue a comienzos de los años cuarenta cuando un John Cage todavía en proceso de crecimiento espiritual dio con la respuesta a todas sus preguntas. Ocurrió el día que Christian Wolff, otro de los grandes compositores de la escuela de Nueva York, le introdujo al milenario “I Ching”. Considerado uno de los textos clásicos (prácticamente sagrados) de la cultura china, el “Libro de las mutaciones” es un instrumento adivinatorio, un tratado de moral y filosofía, y –simplificando mucho– un sistema cosmológico basado en símbolos y reglas para hallar orden dentro del caos. Después de devorar el libro y adentrarse de lleno en otros textos y ramas de la filosofía budista, Cage estableció el “I Ching” como parte central de un sistema compositivo que ponía el azar en un lugar privilegiado como pocos compositores lo habían hecho antes.

A partir de su encuentro casual con el “I Ching”, todas las partituras de Cage incorporaron reglas y órdenes extremedamente calculadas, que a su vez otorgaban un cierto grado de libertad al músico. Eran procesos minuciosamente planificados sobre el papel, pero de resultado absolutamente impredecible –como el famoso “Imaginary Landscape No. 4” (1951), para doce receptores de radio– y con un amplio muestrario de mecanismos compositivos que, al igual que “4’ 33””, dinamitaban las normas de lo aceptado/aceptable para la audiencia, la academia y los propios intérpretes a mediados del siglo XX. Y todo ello, estrechamente ligado a las enseñanzas del “Libro de las mutaciones”: en cada una de sus creaciones todos los eventos, elementos estructurales y otros parámetros pasaban por un riguroso proceso con el que el autor determinaba el número de opciones posibles y tomaba la decisión final basándose en el azar y los sesenta y cuatro hexagramas del “I Ching”.

Luego, cuando los sistemas más rudimentarios (hexagramas, monedas, dados) empezaron a ser demasiado torpes para dar salida a las necesidades creativas del maestro –con decenas, centenares o hasta miles de decisiones que tomar en cada nueva pieza–, Cage recurrió al ordenador. Al fin y al cabo, ya en 1703 el gran pensador Gottfried Wilhelm von Leibniz había comparado los hexagramas chinos con el sistema binario universal en su “Explication de l’arithmétique binaire”. Con la asistencia de Lejaren Hiller, poco menos que el padre de la computer music, Cage apuntaba una vez más en una dirección prácticamente virgen por aquel entonces: el uso de computadoras, no ya como instrumento, sino como herramienta compositiva para agilizar la toma de decisiones en masa.

La composición audiovisual “HPSCHD” (1969) es tal vez el testimonio más notable de ese interés por la floreciente tecnología binaria de Cage, aunque muchas otras obras escritas desde finales de los sesenta hasta su muerte utilizaron programas de ordenador (más de una veintena, varios de ellos diseñados expresamente para él) como parte del proceso. Con ello se avanzaba nuevamente a su época, como antes lo había hecho apostando por el uso de la cinta magnética, la notación gráfica, el piano preparado que tanto ayudó a popularizar y el desarrollo de teorías sobre la escucha activa y la percepción del sonido, las mismas que décadas más tarde siguen encarnando el perfecto cambio de paradigma para el arte sonoro.

El propio Cage contaba que en más de una ocasión trató de explicarle a su más célebre profesor, el tótem del dodecafonismo Arnold Schönberg, que él carecía por completo del sentido de la armonía. “Él me respondió que sin ese sentido encontraría siempre un obstáculo, un muro a través del cual no podría pasar. Así que le contesté a Schönberg que dedicaría toda la vida a golpear mi cabeza contra la pared del sentido armónico de la música”. Incluso entonces, mucho antes de la realización de una carrera llena de hitos que transformarían la filosofía y la creación sonora de la segunda mitad de siglo, Schönberg era plenamente consciente del potencial y del carácter transgresor de su alumno más rebelde. En una conversación con el crítico musical Peter Yates, sentenció: “No es un compositor, sino un inventor de genialidades”.  



La estela del maestro

Cuando Sonic Youth dijeron adiós al siglo XX con ese impresionante compendio de momentos inolvidables de la música contemporánea pasada por su propio filtro que fue “Goodbye 20th Century” (1999), John Cage fue el nombre más repetido. Tres de los trece cortes del álbum son piezas suyas. Y tenía que ser así por una simple cuestión de justicia histórica (y algo de mística neoyorquina, por descontado), a pesar de que Sonic Youth no eran los primeros que rendían homenaje al maestro (de hecho, en su propio pasado como Ciccone Youth ya le habían guiñado el ojo).

La estela de Cage, sus planteamientos, su personalidad y sus obras más icónicas han planeado por encima de la música popular de las últimas décadas como chispa de ignición y fuente de inspiración recurrentes. La joya de la corona cageiana, la silenciosa “4’ 33””, ha sido interpretada y grabada por nombres tan dispares del espectro musical reciente como Wilco, la orquesta sinfónica de la BBC (cuya versión fue simultáneamente emitida por radio y televisión), Crass, The Magnetic Fields, Melvins, James Tenney, Ruins, Covenant, Frank Zappa, Wolf Eyes, Mike Batt, Karnivool y el dúo Lennon/Ono, por citar solo algunos.

El impacto de sus textos (imprescindible “Silencio”, su compendio de escritos de 1961, editado en castellano en Ardora Ediciones en 2002) fue un caudal para los abanderados de la generación minimalista, desde Steve Reich y Brian Eno hasta creadores más recientes como Richard Chartier, Taku Sugimoto y tantos otros. Todo eso mientras su nombre, sinónimo inequívoco de vanguardismo, excentricidad y novedad, y una obra a menudo incomprensible pero casi siempre respetada, calaba en ámbitos bien distintos de la realidad cultural occidental: desde “Ally McBeal” (en la que Peter MacNicol interpreta a un personaje curiosamente llamado John Cage) hasta el universo enfermo de Charles Bukowski (quien cita a Cage en “Mujeres”), pasando por Nicolas Cage, quien –según algunas teorías– decidió sustituir el Coppola de su árbol genealógico por un nuevo apellido con doble homenaje: al álter ego del personaje de Marvel, Power Man –Luke Cage, el primer superhéroe negro–, y al compositor, inventor y genio que cambió para siempre la cara de la música.