lunes, 31 de octubre de 2016

TEENAGE FANCLUB. "HERE" (2106). Más de lo mismo, más de lo bueno.


Teenage Fanclub llevaban seis años sin sacar disco. Desde aquel "The Shadows" de 2010 en el que sonaban algo cansados y desganados pero que nos obsequió con aquel maravilloso "Baby Lee", una de las canciones con mas gancho (sí, me refiero a gancho "comercial") de su carrera. Esta nueva entrega salió el mes pasado, el 9 de septiembre, y he de admitir que me temía un disco menor con un buen puñado de cortes de relleno de una banda que, no nos engañemos, ya ha grabado sus mejores temas. Sin embargo, en el mes y medio largo que llevo escuchando este disco tengo que decir que si bien el disco no sorprende (quién podría a estas alturas) sí que embelesa. Y de qué manera.

Para empezar los cuatro primeros temas son cuatro hits que recuperan el espíritu más vital de sus mejores años (los años 90) con unas guitarras que vuelven a crujir y a ponerse al servicio de la melodía más pegadiza. Y esto es quizá algo que le faltaba a "The Shadoaws". algo más de power pop y algo de menos de indie desvaído. Pues bien, el disco se abre con un temazo de Norman Blake ("I'm In Love") en el que los TFC vuelven a hacer sus característicos guiños a los Beatles y a Big Star. El solo de guitarra es pura adrenalina. Se echaba en falta. El segundo tema "Thin Air" es de Gerard Love y a mí me parece el mejor del disco. La introducción con esos riff de guitarra setentera (de nuevo el fantasma de Chilton hace su aparición) me hace subir por las paredes. Y el estribillo es pura golosina. Por no hablar de ese solo que te derrite los tímpanos. Qué gran compositor es Gerry. Le sigue un tema de Raymond McGinley. Raymond siempre ha sido el que ha escrito los cortes más arriesgados y más indies pero también los de más difícil escucha. Sin embargo, aquí se marca un pelotazo pop que pone el cerebro del oyente a revés. De hecho es uno de los temas que más directos y pegadizos del álbum. Para mí el segundo mejor de todo el LP. Chapeau, Raymond. Cierra esta primera parte del disco un tema del gran hit-maker Norman Blake "The Darkest Part Of The Night", un tema romántico y delicado que te convence que este no es un disco más de TFC.


Y después de este desfile de auténticos hits llega un tema algo más lento y discreto, "I Have Nothing More To Say" de Gerry Love, que puede enfriar al oyente en la primera escucha pero que sin duda gana con el tiempo. De cadencia aún más lenta es "I Was Beautiful When I Was Alive", compuesto por McGinley, que no obstante sorprende por lo bien que transita la banda por la senda de la psicodelia a lo Syd Barrett, un terreno que no es ni mucho menos el suyo. Nada que envidiar a Stone Roses o a Rain Parade. Y el LP se prepara para alcanzar otro climax con "The First Sight", un tema de Gerry en el que hace guiños al Sunshine Pop y al soul de los 60 y que vuelve a enamorar al oyente. Y para rematar este otro momento álgido del disco le sigue un tema de Blake en el que conjura a los Beatles más pegadizos y directos: "Live In The Moment".



El segundo anticlímax llega con otro artefacto psicodélico de McGinley: "Steady State". Aquí hay que decir que Raymond roza la estratosfera porque el tema es puro zumo de peyote. No recuerdo una canción de TFC más lisérgica que ésta. Cuatro minutos largos de paseo por las nubes. Y entonces Love nos devuelve a la tierra con otra tierna tonada pop, "It's A Sign", que contiene unas armonías vocales dignas de los Beach Boys. La voz dolida de McGinley vuelve con un tema jazzy y crepuscular que confirma lo que ya apuntábamos más arriba, a saber, que en este disco Raymond McGinley está intratable. El broche final lo pone el folk psicotrópico de "Conneted To Life" en el que los TFC parecen la versión escocesa de los mismísimos Byrds.



En resumen, quienes habían dado por muertos creativamente hablando a TFC tendrán que esperar a que un mal disco del combo escocés confirme su teoría. No ofrecen nada nuevo, cierto, pero sí algo muy muy bueno. Como solo ellos son capaces de hacerlo.

jueves, 20 de octubre de 2016

UNA NOTA AL MARGEN SOBRE BOB DYLAN

Brais Fernández
Viento Sur, 14/10/2016

Bob Dylan es a la música lo que Jack Kerouac es a la literatura. No se me ocurre otra afirmación (contundente y a la vez deliberadamente difícil de defender) con la que empezar una columna dedicada al “flamante” premio Nobel de literatura. Sin embargo, la afirmación tiene un sentido diferente al de intentar hacer una analogía precaria. A lo largo de los años 60 y 70, música y literatura se acercaron tanto que llegaron a encontrarse, dando lugar a híbridos indisociables: no se puede entender “En el camino” sin el jazz beebop, tampoco se puede entender la literatura del siglo XX sin las letras de Dylan. Por otra parte, Dylan forma parte de una experiencia real, que cambió la concepción que tenían de la vida millones de personas: la literatura beatnick, los poemas de Allen Ginsberg, la música, los viajes largos sin destino por EEUU, las drogas, San Francisco, las vidas rotas, los hippies, las manifestaciones contra la guerra. Bob Dylan es una figura muy particular de la literatura; es un autor-personaje, que hace y simboliza una época para millones de personas.

Phil Ochs & Bob Dylan

Vayamos por partes, explorando tensiones y contradicciones. No cabe duda de que Bob Dylan es una figura central de una generación y de un imaginario cultural que intentó cambiar el mundo, pero que no lo consiguió. Por lo tanto, que nadie se espere un gesto en Dylan similar al de Sartre en 1964. El autor del “Ser y la nada”, marxista converso y en vías de radicalizarse hacia posiciones nítidamente revolucionarias, rechazó el premio Nobel para evitar convertirse en una “institución”. El caso de Dylan es un poco diferente: hace años que ya es una institución de facto, capaz de influir como nadie en la música popular, admirado y aceptado por todos. Versionar a Dylan se ha convertido en una tradición tan americana como el día de Acción de Gracias. Sin embargo, su institucionalización no se da sólo en el ámbito popular: simboliza como nadie la profunda huella de la oleada revolucionaria de los años 60 y a la vez, su posterior normalización. El propio Bob Dylan siempre fue un poco cínico con su papel como icono radical, llegando a auto-definirse como “rebelde contra la rebeldía”.

Su trayectoria refleja la evolución del “espíritu de una época”. En su primer y único año en la Universidad de Minnesota, Dylan asistió a varias reuniones del Socialist Workers Party (SWP), partido trotskista dirigido por James Cannon, mientras se consideraba a sí mismo un simple sucesor de Woody Guthrie, cantante comunista que con su guitarra “mataba fascistas”. Los herederos de Guthrie consideraban la música folk algo sencillo y artesanal. Era un movimiento que podríamos encuadrar en lo que Michael Lowy llama “anticapitalismo romántico”: rechazaban la electrificación de la música, pues con una guitarra acústica era suficiente para apoyar las luchas obreras y estudiantiles. Dylan fue capaz de crecer en ese mundo pero de romper con él para avanzar con el “movimiento real”, creando esa síntesis virtuosa entre tradición y modernidad posteriormente conocida como folk-rock. No sin tensiones, por cierto, con los sectores más ortodoxos del movimiento folk. En Newport en 1965, Dylan sacó su guitarra eléctrica por primera vez y el maestro Peete Seeger, indignado ante tamaña herejía, amenazó con cortar los cables con un hacha. También es célebre la grabación en directo de “Like a rolling stone”, en la que un fanático folkie le gritó desde el público “Judas” y se escuchó replicar con tono cínico “yo te creo”.

Pete Seeger & Bod Dylan

El paso de Bob Dylan de la guitarra acústica a la electrificación significa también un cambio de orientación en las problemáticas que trata en sus canciones. De una politización difusa, más proclive a crear himnos de movimiento que a la crítica política como otros cantautores radicales como Phil Ochs, Dylan pasa a ocuparse de los problemas existenciales de toda una generación, orientándose más hacia ese sector de la juventud que prefería acudir a los macrofestivales que militar en las SDS. Durante todos los 60 y 70 hubo una tensión que atravesó todo el movimiento juvenil entre “revolucionarios” y “existencialistas” que, aunque confluían en un fuerte rechazo al capitalismo y al imperialismo, optaban por vías de lucha diferentes. Pongamos un ejemplo. Mientras que los “revolucionarios” apoyaban a la resistencia armada de la resistencia vietnamita contra el invasor estadounidense, los “existencialistas” se manifestaban simplemente contra la guerra: Norman Mailer describe magníficamente ese conflicto en su novela “Los ejércitos de la noche”.

No se trata, en mi opinión, de hacer valoraciones excesivamente sumarias de esta tensión. Lo interesante quizás sea explorar cómo se desarrolla la carrera de Bob Dylan en relación con esos movimientos tectónicos que cambiaron la relación entre cultura y sociedad. Dylan es el primer artista de culto y de masas: sus letras combinan elementos tradicionales de la cultura americana con metáforas propias de las vanguardias europeas. Simboliza como nadie la emergencia de una clase media muy particular, que nace en la posguerra, y que se autoconcebía como una “intelligentsia” de nuevo tipo, mirando siempre hacia las subversiones que venían desde abajo pero dispuesta, en caso de que la revolución no fuese demasiado bien, a construir sus aspiraciones vitales dentro de un capitalismo dinámico y lleno de oportunidades.

Con este premio Nobel, el establishment cultural reconoce de forma abierta la mutación cultural que produjo los años 60. Ya no podemos pensar el arte como algo autónomo de la sociedad de consumo, sino como algo que debe conectar con los deseos de las masas. Ya no podemos pensar el arte al margen de las aspiraciones culturales de las masas: Dylan, sin duda, ha significado más como poeta para millones de personas que Adonis, el poeta libanés, candidato eterno al Nobel y habitual en las páginas de Babelia. No podemos pensar la música de culto pensando exclusivamente en Mozart y olvidándonos de Bob Dylan. No podemos pensar la música de masas pensando sólo en Justin Bieber y olvidándonos de Dylan, con el que millones de adolescentes siguen descubriendo que sus problemas existenciales son los mismos que los de sus padres. Por último, no podemos disociar a Ginsberg de Dylan: los dos eran poetas, sólo que el genio de Dylan se coló con una guitarra y con más habilidad por la grieta en la que nace ese híbrido entre cultura de elites y cultura de masas tan propio del capitalismo tardío. En el fondo, este premio Nobel solo reconoce una realidad; que “the times they are changing” (los tiempos están cambiando) y que las fronteras tradicionales del arte no se pueden definir sólo desde la academia.

Por último, no nos vamos a olvidar de que todo tipo de personajes siniestros como Henry Kissinger u Obama han recibido el Nobel y de que el Nobel es un premio que conceden las elites. Pero es curioso ver que, normalmente, suele ser el mismo personaje prototípico que critica con dureza el premio Nobel quien se lo toma tan en serio que, escandalizado, se indigna porque se lo dan a Dylan. En realidad, todo da un poco igual. Con Nobel o sin él, Dylan es el poeta de cabecera de millones de personas, a la vez de culto y popular, a la vez pueblo y a la vez elite.

Brais Fernández forma parte del secretariado de redacción de VIENTO SUR y es editor en Sylone Editorial.

sábado, 15 de octubre de 2016

BOB DYLAN: LOS TIEMPOS HAN CAMBIADO

Óscar García Blesa
Efe Eme, 14/10/16

El Nobel de Literatura que cae en manos de Bob Dylan hace historia. Por primera vez un músico de rock logra tal reconocimiento, y lo hace el gran escritor de canciones del realismo norteamericano. Por Óscar García Blesa.




Los tiempos han cambiado. Llegan nuevos vientos a Estocolmo. Casi nadie conocía a Sara Danius (secretaria permanente de la Academia sueca), pero mucho me temo que a partir de hoy los amantes de la música recordarán que fue quien anunció, el jueves 13 de octubre de 2016, que Bob Dylan era el ganador del Nobel de Literatura. El autor de canciones que capturaron el espíritu de la libertad, rebeldía e independencia es desde hoy Premio Nobel de literatura. Como Saramago, Cela, Neruda, Hemingway, Camus o Steinbeck. Casi nada.

El inesperado anuncio que premia por primera vez la obra de un músico “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción” supone el último gran triunfo del de Minnesota, ese hombre acostumbrado a un inquietante estado de medio enfado, restarse importancia y tendencia a dejarse ver más bien poco más allá de la gira interminable que le mantiene ocupado desde finales de los años ochenta.

El Nobel, además de reforzar la increíble obra de un escritor de historias extraordinario (que también), es una inyección de vitaminas para todos esos cantautores anónimos que con menor o mayor éxito cada noche hacen camino con una guitarra en miles de pequeños clubes repartidos por todo el mundo. Casi todos reverencian sus canciones y hoy celebraran el premio seguramente más que el propio galardonado.

La pluma rebelde

Huelga enumerar aquí los hitos de un curriculum vitae escrutado haya el infinito. Nacido en Duluth (Minnesota) en 1941, su fervor por la pluma rebelde y transgresora de Woody Guthrie le llevó hasta Nueva York con el sano objetivo de cambiar el modelo tradicional del cantautor oxidado. Todo lo nuevo y lo bueno asociado a esos tipos tristones recitando sus composiciones se lo debemos a Bob Dylan. Ese mismo Dylan al que los Beatles beatificaban, al que Springsteen idolatra, tan grande y americano como el mismísimo Elvis Presley.

En los años sesenta fue capaz de rodearse de la “intelligentsia” del momento, se despachaba entre el surrealismo de Rimbaud y la efervescencia Beat de Kerouac o Ginsberg y componía la realidad estadounidense con un crudo color de verdad inédito. El Everest creativo lo alcanzaría con ‘Like a Rolling Stone’, himno indiscutible de los USA de los sesenta.

Integrado en el seno de una familia judía de clase media, Dylan reinterpreta el concepto de música folk desde que tiene apenas 20 años. Y lo hace abordándolo desde múltiples perspectivas, viajando del country rock al blues, aterrizando incluso en el pop comercial de los Beatles o The Rolling Stones. En el camino ha sido capaz de enfurecer a los integristas de cada género, pero a la larga siempre ha salido victorioso. No en vano lo últimos años lo hace enfundado en un disfraz de crooner. No es Sinatra, pero este Dylan juega siempre con cartas marcadas.

Dylan es responsable de algunos de los álbumes más grandes de la historia. Basta con nombrar “Highway 61 revisited” y “Blonde on blonde” para entender el tamaño de sus hazañas. Pero ojo: Dylan también es propietario de algún que otro patinazo. Siendo uno de los más grandes, sus descuidos también han sido proporcionales.

La posibilidad de que Dylan se hiciera con el gran galardón de las letras no es nueva. Que se lo pregunten a Murakami, eterno aspirante a llevarse la gloria y los ocho millones de Coronas Suecas (unos 900.000 euros al cambio, más o menos) con los que está dotado el premio. Cada vez que resonaba el nombre de Bob aparecían otros autores con más galones en el territorio literario. Siendo músico, ganar el Nobel de Literatura resultaba sencillamente improbable.

Su ascendente en la cultura popular del Siglo XX con o sin Premio Nobel es incuestionable. Posiblemente nos encontremos ante el poeta más mediático de la historia (entendiendo aquí la figura del poeta global, alguien capaz de conectar con millones de personas al mismo tiempo). Su capacidad para liderar el movimiento antibelicista en los albores de la guerra de Vietnam en la década de los sesenta armado de canciones bien podrían haberle valido en su día otro Nobel algo más pacifico.




El poeta de la realidad norteamericana

Bucear en profundidad en el cancionero dylaniano es tarea titánica. Su legado como autor de pequeñas historias de la realidad norteamericana del último medio siglo es inabarcable. Promovido como moderno juglar, el de Minnesota influye a ambos lados del Atlántico. Su cancionero es realmente emocionante, incluso aquellas canciones que fueron escritas hace más de cincuenta años siguen resultando fascinantes.

Después de conseguir un puñado de Grammys, un Oscar de Hollywood, el Premio Pulitzer y hasta el Principe de Asturias, el Nobel de Literatura eleva la figura de Dylan a cotas casi divinas. Puede que con este premio su figura de viejo cascarrabias mute en otra más amable, una más cercana que aproxime canciones como ‘Blowin’ in the wind’ o ‘The times they are A-changin’’ a nuevas generaciones. Más allá de las pasiones propias de melómanos encendidos, lo que hace de este premio algo excitante será la oportunidad de poder leer y escuchar su obra al mismo tiempo. Las escuelas no tendrán más remedio que estudiar ‘Knockin on heavens door’, y eso mola.

Como apunte mercantil, con toda seguridad estas Navidades viviremos una avalancha de títulos con Dylan como protagonista, un desembarco que hará más amable el tradicional empacho de las fiestas. Por tener, el de Duluth tiene hasta un disco de Navidad (“Christmas in the heart”), así que esto no ha hecho más que empezar. “Dylan escribe poesía para los oídos” ha dicho la secretaria. Y no seré yo quién le quite la razón. Los tiempos han cambiado: llegan nuevos vientos a Estocolmo.