miércoles, 27 de enero de 2021

ALEX CHILTON, LAS EXPECTATIVAS Y LOS PLACERES DE LOS STANDARDS

Pablo S. Alonso

Revista Otra Parte, 14/11/2019



Un, dos, tres, muchos Alex Chilton. Estrella teen a los dieciséis con un número uno, “The Letter” (The Box Tops, 1967), cantada en un barítono rasposo que para fines de la década había dejado paso a un tenor con inflexiones mcguinnescas. Involuntario tótem del power pop —simplemente, se había plegado a una banda de anglófilos conocidos de Memphis y se adaptó a su propuesta, hasta quedar como líder— con los primeros dos discos de Big Star (1972-1974), banda con todas las circunstancias del business en contra. Un clásico: los críticos te adoran, el público no sabe quién sos. Para el tercer álbum, Big Star ya no existía como tal y el disco que buscaban tampoco: su primera versión editada es de 1978 y las configuraciones siguieron mutando. Lo importante es que allí Chilton —quien ya sumaba su segundo desencanto con el business— y el gurú de Memphis Jim Dickinson (piano tanto en “Wild Horses” de los Stones como en Time Out Of Mind de Dylan y muchísimo más en el medio) deconstruyen la idea de cómo presentar una canción, llevando el suicidio comercial a la categoría de high art. Pero es imposible pensar en Yankee Hotel Foxtrot de Wilco y tantos otros discos que quisieron romper con las convenciones de producción sin olvidarse en el camino de las canciones (como le pasó, ay, a Radiohead) sin Third. En esas sesiones hay un dato más a tener en cuenta a futuro: Chilton cantando “Nature Boy” de Nat King Cole, acompañado en piano por el artista visual William Eggleston. Después, el modo autosabotaje chiltonesco (no en vano, tituló un disco A Man Called Destruction, también nombre de una recomendable biografía) continúa, alienando amigos y fans. Punk en Nueva York, “veterano” a los veintisiete, Alex hace el CBGB, no logra contrato con una major, vuelve a Memphis y ya no deconstruye la producción de un disco, sino la misma idea de cincuenta años de música estadounidense, desde la Carter Family hasta KC & The Sunshine Band. Los músicos tocan como si no supiesen. Dickinson está ahí, pero Chilton aumenta el factor perversión haciéndose cargo solito de la mezcla de Like Flies on Sherbert (1979). De ahí a producir el debut de los Cramps (Songs The Lord Taught Us, 1980) o tocar guitarra o batería en Panther Burns, el grupo del artista Tav Falco, donde la música se vuelve un arte plástica más, sólo un pasito, o un pisotón. Pero en 1982 el instinto de supervivencia de Chilton lo lleva a reubicarse en Nueva Orleans, donde bajó a la tierra con trabajos mundanos como lavacopas o podador de árboles, todo mientras REM le debía buena parte de su impronta (en la década se darían situaciones imposibles donde Chilton, tocando en un clubcito, tomaba requests de la estrella/fan/deudor eterno Peter Buck) y The Replacements aún no le habían dedicado un tema con su nombre. Y cuando Chilton reaparece en 1985 en el estudio de grabación, lo hace primero con una serie de EP (“el Gregory Corso del formato” lo saludó Robert Christgau) y luego álbumes esporádicos, de fuerte anclaje en el R&B, incluso cuando las canciones las firmaba él, y hasta con versiones del pop italiano, como “Volare” o “Il rebelle”. ¿La ironía la ponía Chilton o su audiencia, que no entendía por qué no volvía a escribir “Thirteen”? Un cover de “September Gurls” (una canción pop simplemente perfecta) por The Bangles en 1986, también ayudaría con las cuentas. Alex Chilton murió en 2010, víctima no de sus excesos setentistas sino del paupérrimo sistema de salud de su país. En sus últimos veinte años, llevó una vida tranquila en Nueva Orleans —con un piano adquirido con las regalías de la versión de “In The Street” utilizada en That 70s Show— y se mantenía, y parecía disfrutar, con dos circuitos de oldies: el del pop sixties (The Box Tops) y el del indie (con Big Star), además de sus shows solistas, generalmente en trío. Cada tanto grababa un disco lejos de los que el público de Big Star quería escuchar (y cuando finalmente se le ocurrió hacer un álbum bajo ese mote, lo que sonaba a Big Star venía de los demás integrantes) y los sellos grandes querían pagar. Chilton estaba en su salsa tocando en tríos en pequeños clubes, cash en mano. Temas suyos pero también un gran repertorio popular del que podía abrevar (por no mencionar obras del Barroco tocadas rudimentariamente). Y un fuerte de Chilton —alguien que pasó su infancia en un ambiente bohemio, donde lo normal eran padre músico y madre galerista de arte invitando a jazzmen a casa— eran los standards, encarados con genuino amor. Cuando en 1993 editó Clichés, muchos se lo tomaron como un chiste de un slacker cuarentón, eterno underachiever: Chilton solía decir que  alcanzó el número uno a los dieciséis y después todo fue en picada. Después de su prematura muerte, iba a ser inevitable que la actividad discográfica de Chilton fuese casi mayor de la que había gozado en vida. Songs from Robin Hood Lane (Bar/None, 2019) es una compilación con suficiente peso para convertirse en un statement del propósito de Chilton, quien primero que nada se autopercibía como intérprete. Acá no hay pose, sino auténtico goce por cantar esas canciones, incluyendo varias de Chet Baker Sings (1954, o más precisamente, su reedición de 1956), LP que era su bread  & butter con sólo siete años. Tres temas habían sido grabados en 1991 para Imagination, un tributo a Baker del grupo Medium Cool, con Chilton como uno de los vocalistas contribuyentes, respaldado por un combo de reducto jazzero donde, siendo Nueva York, también se podía colar gente de la No Wave: batería, bajo, saxos, flauta y órgano. El bajista Ron Miller también fue coequiper de Chilton en proyectos solistas suyos. En “That Old Feeling”, “Like Someone in Love” y “Look for The Silver Lining”, Chilton suena como un eterno teen saboreando las mieles o la derrota del amor, según el caso. Cuatro grabaciones inéditas provienen de otra fecha de 1993. Allí, Chilton encara por primera vez “There Will Never Be Another You”, otra que conoció por Baker, y volvería a regrabar el mismo año, solo, en Clichés, y en 1999 con trío —digamos— rockero para Loose Shoes and Tight Pussy (título original utilizado en Europa; en Estados Unidos se autocensuró a Set). Como sucede con “Time After Time”, de la que también existe una versión en Clichés, los compiladores, en caso de repetición, han elegido siempre utilizar las versiones con combo de jazz. Ya con la apertura de “Don’t Let The Sun Catch You Crying”, un puntal de Ray Charles, Chilton canta de una manera casual, levemente canchera, dulce, con cariño por los textos, sin el détachement que se leyó —muchas veces erróneamente— en otras performances suyas, ni tampoco con la desesperación que afloraba en sus momentos más desbordados de los setenta. No se prodiga en síncopas sino en buscar una línea directa cantante/oyente; en estas lecturas, a veces se le escapa alguna nota, pero agrega al charme de un eterno adolescente que sabe cómo comunicar emocionalmente una canción, más precisamente, la emoción detrás de ellas: un arte en el que Bob Dylan sigue dando cátedra. Chilton no era un rockero ni un hack que encara este repertorio porque el excel de un Aranguren de una discográfica lo dictaminó así, sino alguien criado en el jazz que después hizo carrera por otros lados, y que en todo caso tenía la cabeza suficientemente clara para entender que tanto el Tin Pan Alley como el Brill Building o la British Invasion (Chilton tiene en otros lados versiones maravillosas de Carole King, Brian Wilson y Ray Davies, este último eventualmente vecino y amigo en Nueva Orleans —leer su libro Americana o escuchar su correspondiente álbum—) son, a fin de cuentas, distintas manifestaciones del pop. Y se puede asegurar que lo estimulaba más este repertorio que el de Big Star, con su bagaje a cuestas de promesas incumplidas. Tanto en la sesión con banda de 1991 como en la de 1993, Chilton está en su elemento. Sus tres versiones de “There Will Never Be Another You” son maravillosas, pero en la de 1993 con músicos respaldándolo hay una pureza de género que no aparece ni en su lectura a solas ni en la algo caótica grabada (como todo el resto del disco, en una única sesión) para Loose Shoes and Tight Pussy. El material de Clichés, disco que desconcertó sobremanera a quienes poco antes lo habían visto dar un show con Big Star, es otra cosa. Fue grabado en un estudio de Nueva Orleans, pero bien podría haberse registrado en una sobremesa en su casa, para entretener amigos o a sí mismo. Hay ahí algo que luego coincidiría con discos de versiones de otro AC que supo inmolarse en cinta: Andrés Calamaro: “cantamos porque podemos, sabemos cómo y nos gusta” es el motto de ambos. Autodidacta inventivo, con más recursos guitarrísticos a su disposición de los que muchos creían, Chilton tenía un toque percusivo sobre las cuerdas que lo acercaba más a un viejo bluesman que al comando del comping de Joe Pass o Jim Hall. Pero esto no lo disminuye para nada. Ahí está su versión de “My Baby Just Cares for Me” (debo compartir que, tomándola como referencia, fue la primera canción que grabé en mi estudio virtual), donde  Alex se las rebusca para resolver con otras herramientas el intermedio de piano donde Nina Simone ponía en juego su formación clásica. Y sólo cambia los pronombres, pero los sujetos siguen siendo los mismos, lo que cambia la percepción de Liz Taylor, Lana Turner, pero “la sonrisa de Liberace” sigue siendo tan camp como siempre. También son notables las reducciones que hace al “Let’s Get Lost” tan asociado con Baker o el “All of You” de Cole Porter. El instrumental “Frame For The Blues” es un intermezzo algo esquelético que podría haberse quedado en Clichés. También de allí proviene el cierre: “What Was”, una composición que ya en su momento era un ejercicio de estilo al haber sido compuesta para un film neo-noir de los setenta, pero Chilton —con un silbido que suena dobletrackeado— la hace sentir parte de casa. La pregunta que más de uno se hará es: ¿por qué otro disco de standards? Yo diría “porque es Alex Chilton”, pero esto será insuficiente para la mayoría, incluso para los power poppers que no descubrieron los acordes con cuatro o cinco notas. Creo que es mejor argumentar lo siguiente: el Great American Songbook, no tan impregnado de sus autores (como pasaría cuando la división de labores se quebrase y aparecieran los singer songwriters, empezando por los Beatles), es más proclive a una mayor variedad de lecturas. Es en este momento cuando recuerdo que ayer soñé con Burt Bacharach. Y en un tono incluso aún más personal, escuché por primera vez Songs From Robin Hood Lane junto a una persona por entonces nueva en mi vida, cuando había versiones de LX Chilton y de esas canciones que asociaba de vidas pasadas (la “There Will Never Be Another You” por Ron Carter en el Coliseo, comentada en esta revista, fue, en perspectiva, poco menos que un réquiem para mi historia sentimental previa). Y, más que sentirme incómodo, mientras se sucedían las lecturas chiltonescas —algunas ya conocidas por mí, otras no, pero varias que mi compañera de ese aquí y entonces, breve y encantadora, como el mejor simple a 45 RPM, ella también música, reconocía como standards— me dejé llevar y elegí concluir que hay tantas versiones esperando por nuestra escucha —o, ¿por qué no?, nuestras lecturas— como personas con quienes compartirlas. La música es de aquellos que la quieren escuchar y de nadie más.

lunes, 18 de enero de 2021

‘PUBLIC IMAGE’, LA TRANSICIÓN DE JOHN LYDON DEL PUNK AL POST-PUNK

Por Black Gallego

Hipersónica, 16/01/2021


Queramos que no, la historia del rock y las características de la cultura popular, sobre todo en los sesenta y los setenta, han venido marcadas por ciclos, como si al mismo tiempo que se sucedían las olimpiadas al género le tocara dar otra vuelta sobre sí mismo para que los nombres revolucionarios y encumbrados fueran otros. Estilos que iban surgiendo como respuestas otros que eran tendencia, la nota dominante. El punk como contestación al elitismo y la pretenciosidad que primaba en el rock gracias a la creciente ambición sonora de Led Zeppelin y la irrupción del rock progresivo, llevando el rock a niveles de excelsa técnica y gran complejidad en lo conceptual.

No era una visión del rock con la que se vieran identificados los jóvenes que se vieron refugiados en el punk. Se buscaron a sí mismos en los orígenes del género, recuperando la esencia del rock and roll en los cincuenta. Una generación que vio el camino con las canciones sencillas y directas junto a las guitarras de cuatro acordes como armas principales, recogiendo el guante que poco antes habían lanzado The Stooges, MC5 o New York Dolls. Tanto Estados Unidos como Reino Unido se convirtieron en cuna de todas esas bandas que recondujeron el rock hacia donde creían que pertenecía, hacia los paradigmas de lo simple, de lo festivo, de lo frenético.

Pero, como he dicho antes, la trayectoria de la música rock funcionaba por ciclos, y los revolucionarios de lo simplificado y lo elemental no tardaron en ver cómo su reinado llegaba a su fin para la llegada, nuevamente, de lo enredado, de lo transgresor, de lo artístico y de lo experimental. Tan pronto como llegó, el punk tuvo que marcharse para que emergiera una contestación a lo contestatario, había llegado el post-punk. Desde la base que habían conformado The Ramones, The Dictators, The Clash y Buzzcocks entre muchos otros, llegaron los Gang of Four, Television, Wire y Joy Division y deceleraron el ritmo, profundizaron el bajo y afilaron las guitarras para dejarlas volar libres.

Muchos de los que eran guerreros de lo simple vivieron en su propias carnes esa transición del punk al post-punk, se transformaron de profetas de un movimiento a profetas del siguiente. John Lydon fue de esos conversos. Frontman de una de las bandas estandarte del punk en el Reino Unido, los Sex Pistols, cuya trayectoria fue tan breve como intensa. Lo suficiente para, con un único álbum sacado en su historia, convertirse en una leyenda, en un referente popular. Cuando todo inevitablemente estalló, Lydon decidió no perder el tiempo y preparó la creación de un nuevo proyecto musical junto a uno de sus colegas de toda la vida para que este tocara el bajo, aunque no supiera tocarlo. Se ve que no tuvo suficiente con la experiencia anterior de probar a crear un bajista de la nada con el (fallido) intento con Sid Vicious, que quería más. Afortunadamente, Jah Wobble parecía tener más aptitudes y talento para dicho instrumento que el difunto bajista de los Pistols.


Para su nueva aventura, Lydon también contó con otro rebotado de una banda punk, un Keith Levene que acabó en hater del rock and roll por la obsesión de Mick Jones por el mismo en The Clash. Con estos ingredientes, era ineludible que Public Image Ltd. iba a terminar rompiendo con los preceptos del punk para dejar camino a influencias más alejadas de su zona y más elaboradas que sólo cuatro acordes (el krautrock, el reggae). Así, PiL se convirtió en uno de los imprescindibles engranajes para dar ese paso para generar el cambio de tendencia.


"WHAT YOU WANTED WAS NEVER MADE CLEAR

BEHIND THE IMAGE WAS IGNORANCE AND FEAR

YOU HIDE BEHIND HIS PUBLIC MACHINE

YOU STILL FOLLOW SAME OLD SCHEME"


Una de las canciones que incluyeron en su imprescindible Public Image: First Issue (Virgin, 1979) terminaría siendo una de las mejores radiografías de cómo el punk dio paso a algo mucho más profundo y elaborado. Siendo un tema escrito por Lydon cuando aún formaba parte de Sex Pistols y rescatado para esta nueva etapa, ‘Public Image’ fue, aparte de un grito del propio Lydon por el ninguneo de sus antiguos compañeros que lo valoraban más por la imagen que transmitía que por lo que cantaba, el eslabón entre el toque directo del punk y la melodía marcial del post. De cómo lo incendiario dejó inexcusablemente paso a lo experimental.

domingo, 17 de enero de 2021

MUERE PHIL SPECTOR, EL PRODUCTOR QUE CAMBIÓ EL SONIDO DEL POP

Diego A. Manrique

El País, 17/01/2021

Inventor del Muro de Sonido en los sesenta, su caída creativa y una condena por asesinato caracterizaron sus años finales. Falleció el sábado a los 81 años

Phil Spector falleció el sábado por complicaciones de la covid-19 en un hospital penitenciario de California. Tenía 81 años y, según sus allegados, estaba muy deteriorado por diversas dolencias. Aún hoy, 40 años después de sus últimos éxitos, Spector es el paradigma universal del productor discográfico, celebrado por su apabullante Muro de Sonido. Una fama que se mantiene incluso después de su estrepitosa caída: en 2009 condenado por el asesinato en segundo grado de una camarera con la que ligó en el club House of Blues, en Los Ángeles.

Inmortalizado por Tom Wolfe en un reportaje de 1965 como “el primer magnate de lo adolescente”, su aire de triunfador neurótico escondía un pasado tortuoso. Nacido en 1939 en el Bronx de una pareja de judíos ucranianos, su padre se quitó la vida en 1949. El primer éxito de Phil, como parte del trío los Teddy Bears, fue To Know Him Is to Love Him (1958), frase tomada de la lápida de su progenitor. Enseguida se introdujo en las bambalinas del negocio musical, como compositor, músico de estudio y, eventualmente, productor. Oscilando entre Nueva York y Los Ángeles, aprendió que el dinero estaba en conservar todos los derechos —editoriales y fonográficos— de las grabaciones, aumentando su tajada sin complejos: exigía figurar como coautor de muchos temas, incluyendo pelotazos del calibre de Be My Baby o Spanish Harlem. También firmaba trivialidades instrumentales que colocaba como cara B de los singles de sus producidos.

Logró imponer su voluntad a partir de fundar su discográfica Philles. Desarrolló su Muro de Sonido aprovechando las características técnicas del estudio Gold Star: arreglos con anhelos wagnerianos, plasmados por el Wrecking Crew, posiblemente los mejores músicos de estudio californianos, a veces amontonados (guitarristas, abundantes pianistas y bateristas...). Su especialidad eran los dramas de amor y desamor, escenificados por las muy convincentes voces de las Crystals, las Ronettes o los Righteous Brothers. Tipo sentimental, elaboró una colección de villancicos, A Christmas Gift for You from Phil Spector (1963), un clásico navideño referenciado por Springsteen y otros devotos. Para saber más sobre sus imitadores, se recomiendan la serie de recopilatorios del sello Ace, Phil’s Spectre.

Adiós al rey Midas

Su racha de éxitos terminó hacia 1966, cuando produjo River Deep Mountain High con Ike and Tina Turner (en realidad, Phil pagó a Ike para que no acudiera al estudio). Era su apoteosis emocional y sonora, pero no funcionó en Estados Unidos. Sí arrasó en Gran Bretaña, donde Phil era imitado por muchos productores e idolatrado por los nuevos grupos. Había tocado en una sesión de los Rolling Stones en 1964, aunque sus agudos consejos sobre el negocio musical no impidieron que Jagger y compañía perdieran la propiedad de toda su discografía de los años sesenta, a favor de su representante neoyorquino, Allen Klein. Extrañamente, fue Klein quien le puso en contacto con John Lennon, al que produjo con eficacia en Instant Karma. De resultas de ese éxito se le encomendó adecentar las cintas de lo que se publicaría como álbum final de The Beatles, Let It Be. Para consternación de Paul McCartney, añadió paletadas de coros y orquestas; en 2003, Paul eliminó esos elementos en lo que título Let It Be…Naked.

Se convirtió en el productor de Lennon y George Harrison cuando iniciaban sus carreras en solitario, consiguiendo aciertos como Imagine o All Things Must Pass. Daba el pego: funcionaba como fiel servidor y hasta embaucó a Yoko Ono; no logró su fantasía de producir a Bob Dylan. Siempre le gustaba sugerir que tenía un lado escabroso: aparecía haciendo una compra de cocaína, una droga entonces poco cool, en Easy Rider. Ya en 1975, definitivamente perdió la brújula: tuvo maneras erráticas durante las sesiones del disco Rock ‘N’ Roll, que Lennon debió repetir en Nueva York. Lo que parecían excentricidades se revelaron como tendencias peligrosas: escamoteo de cintas, intentos de chantaje, gusto por amenazar (¡y disparar!) con armas de fuego. Lo sufrieron tanto Leonard Cohen en 1978 como los Ramones en 1980, que difundieron avisos sobre sus arrebatos.

Resumiendo: había perdido el toque de rey Midas y se comportaba como un psicópata y un megalómano. Be My Baby: How I Survived Mascara, Miniskirts and Madness, la autobiografía de su segunda esposa, Ronnie, confirmó que en la intimidad era aún peor. Se le perdonaba todo por la creatividad de su época dorada, explorada en abundantes libros y documentales. Apenas trabajaba, pero no lo necesitaba: gestionaba hábilmente su tesoro musical.

Hasta esa noche de 2003 en que se llevó a Lana Clarkson al Castillo de los Pirineos, su tenebrosa mansión en la ciudad de Alhambra, en el valle de San Gabriel. Su posterior explicación de que la camarera había decidido suicidarse con una de sus pistolas no coló. Fue condenado a un mínimo de 19 años y un máximo de cadena perpetua. Nadie del mundo de la música se atrevió a defenderle en público. Solo el dramaturgo David Mamet, fiel a su reputación de conservador a la contra, le intentó disculpar con Phil Spector, un drama para televisión con Al Pacino y Helen Mirren.

SUS CINCO DISCOS MÁS EMBLEMÁTICOS

Let It Be (1970) - The Beatles

End of the Century (1980) - Ramones

The Concert for Bangladesh (1971) - George Harrison & Friends

Death of a Ladies Man (1977) - Leonard Cohen

Born to Be with You (1975) - Dion

miércoles, 13 de enero de 2021

RICKENBACKER, LA GUITARRA QUE SUBLIMÓ EL POP

Rafael Tapounet

El Periódico, 11/01/2021

La marca que comercializó los primeros instrumentos eléctricos y contribuyó a moldear el sonido de los Beatles cumple 90 años

Es posible que las Rickenbacker no sean las guitarras eléctricas más populares del mundo. No lo son, desde luego, entre la comunidad de guitarristas rockeros que se extasían con los solos de 10 minutos y que creen que las bandanas son elegantes. Pero fueron las primeras, son las más bonitas y las tocaban los Beatles. Más que suficiente para rendirles homenaje, ahora que se conmemora su 90 aniversario. Aquí va una exposición de motivos por los que la Rickenbacker, la guitarra pop por excelencia, merece adoración eterna.  

Tiene un nombre heroico

Empecemos por el nombre. Ri-cken-ba-cker. Un cadencioso tetrasílabo ante cuya magnificencia poco pueden hacer patronímicos más vulgares como Gibson, Fender, Martin, Gretsch o, ay, Vox. Si Adolph Rickenbacher y George Beauchamp, fundadores de la compañía de instrumentos musicales Ro-Pat-In Corporation, hubieran sido españoles, la primera guitarra eléctrica de la historia probablemente se habría llamado Beaubacher o Rickenchamp. Pero no lo eran, así que no hubo disputa cuando el avispado Rickenbacher, un ingeniero industrial de origen suizo, sugirió que podían capitalizar la fama de un primo lejano, Eddie Rickenbacker, as de la aviación estadounidense y héroe militar que en la Primera Guerra Mundial había logrado un asombroso registro de 26 victorias aéreas, y utilizar su apellido debidamente americanizado.

Se adelantó a las demás

Este es un logro que admite poca discusión. La primera guitarra eléctrica que se comercializó en el mundo fue el modelo Frying Pan de Rickenbacker desarrollado por George Beauchamp y lanzado al mercado en 1931. En realidad se trataba de una guitarra hawaiana con forma de sartén (de ahí su nombre) a la que se habían añadido dos pastillas magnéticas que permitían conectarla a un amplificador. Al cabo de un año, la marca dio un paso más con la aparición de la Electro Spanish, ya con la forma y las medidas de una guitarra española clásica y que, a diferencia de la Frying Pan, se podía tocar de pie. En los años 30 y 40, los modelos de Rickenbacker dominaron el limitado mercado de los instrumentos electrificados, pero la compañía prefirió quedarse en el andén cuando el tren del rock’n’roll inició su incontenible marcha a mediados de los años 50. Un error que trató de reparar con el lanzamiento, en 1958, de la Rickenbacker 325, la primera guitarra de cuerpo semihueco de la serie Capri; un instrumento que, sin que nadie pudiera presagiarlo en aquel momento, iba a cambiar el rumbo de la música popular.


Rickenbacker Frying Pan, el primer modelo de la marca, de 1931.


Es la guitarra de los Beatles

John Lennon vio la Rickenbacker 325 en la portada de un disco del músico de jazz Toots Thielemans y, cautivado por su mástil corto, decidió comprar una durante el primer viaje de los Beatles a Hamburgo, en 1960. Esa misma guitarra, ya customizada y repintada de negro, es la que Lennon empuñó en la apoteósica primera aparición del cuarteto en el televisivo show de Ed Sullivan, en febrero de 1964. Para entonces, George Harrison, que ese día tocó una Gretsch, se había agenciado también una Rickenbacker, del modelo 425. Consciente del enorme potencial comercial que tendría asociar el nombre de su firma a los cuatro de Liverpool, el entonces propietario y director general de la compañía, Francis C. Hall, aprovechó aquel viaje de los Beatles a Nueva York para regalarles algunos instrumentos nuevos, entre ellos una Rickenbacker 360 de 12 cuerdas recién salida del horno que acabó en las manos de Harrison.

El sonido combinado de las 'Rics' de 6 y 12 cuerdas, con sus arpegios limpios pero vigorosos y su sublime tintineo, resultó determinante a la hora de configurar la personalidad musical de los Fab Four entre 1964 y 1965, el periodo en el que pasaron de ser un fenómeno de histeria juvenil a convertirse en un deslumbrante faro creativo. A rebufo de los Beatles, numerosos guitarristas de la época cambiaron sus viejos instrumentos por nuevas Rickenbackers. Lo hicieron, entre otros muchos, Carl Wilson de los Beach Boys, Mike Pender de los Searchers, Tony Hicks y Graham Nash de los Hollies, Hilton Valentine de los Animals, Pete Townshend de los Who (volveremos a él más adelante), Paul Kantner de los Jefferson Airplane, John Fogerty de los Creedence Clearwater Revival… Y, por supuesto, Roger McGuinn de los Byrds.

Vuela como los pájaros

Si los Beatles convirtieron las guitarras de la marca californiana en un rutilante icono pop, fueron los Byrds quienes dieron carta de naturaleza a lo que en adelante se conocería como 'sonido Rickenbacker', un torrente de notas cristalinas que fluye como un riachuelo y repica como las campanas de Rhymney, pura ambrosía para los oídos. Roger McGuinn y sus compañeros de grupo llevaban un tiempo tratando de averiguar cómo lograban los Beatles sacarles esa peculiar sonoridad a sus instrumentos cuando asistieron a una proyección de 'A hard day’s night' en un cine de Los Ángeles y en el minuto 13 de la película el misterio quedó resuelto: eso que tocaba Harrison en 'I should have known better' era una guitarra de 12 cuerdas. McGuinn no tardó en pillar una Rickenbacker 360/12 y hacer de su tintineo (su “jingle jangle”, como dice uno de los versos de 'Mr Tambourine Man') el sello distintivo de la banda. Un sonido con una cualidad sobrenatural, capaz de reunir a Bach y a John Coltrane en un mismo arpegio, que abrió las puertas del paraíso pop a esa música del diablo llamada rock’n’roll y que ha tenido una influencia colosal en varias generaciones de guitarristas.


Del 'jangle' al 'indie'

Entre los guitarristas que tomaban apuntes al escuchar los discos de los Byrds figuraban Johnny Marr y Peter Buck. Sin esa aplicada inmersión en el 'sonido Rickenbacker' probablemente no habrían existido (no, al menos, tal como los conocimos) los dos grupos que a ambos lados del Atlántico anticiparon y lideraron la eclosión del pop y el rock alternativo en los años 80: The Smiths y REM. Ni todos los subgéneros que florecieron en su mismo campo de juegos: 'jangle pop', C86, Paisley Underground, Nuevo Rock Americano… Un festín de nuevas bandas más o menos competentes hermanadas por el amor a las guitarras cristalinas y reverberantes. 

Los Who, los Jam y el power pop

No todo son riachuelos y campanas. Pete Townshend, que se hizo con su primera Rickenbacker a principios de 1964 (y no tardó en destrozarla), entendió enseguida que la disposición de la guitarra le permitía montar unas cuerdas muy gruesas y atacarlas con suma fiereza sin que los acordes perdieran claridad. Eso, unido a que el cuerpo de media caja de la 'Ric' tenía tendencia a soltar acoples si se situaba a la misma altura que los amplificadores, resultó determinante para modelar el explosivo sonido de guitarra de los primeros Who, basado en una contundente sucesión de acordes abiertos y 'power chords' bañados en 'feedback'. El enérgico modo de tocar de Townshend tuvo una influencia decisiva en la génesis del power pop (expresión acuñada por él mismo en 1967 cuando trataba de definir el estilo de su banda) y, por supuesto, en el revival mod que a finales de los 70 encabezaron los Jam, cuyo líder, Paul Weller, fue durante años un entusiasta paladín de la Rickenbacker (hasta que se pasó a la Gibson SG y la Epiphone Casino y vendió buena parte de su impresionante colección de 'Rics').


También rockea y aúlla (y baila ska)

Una lista breve pero representativa de guitarristas que han sabido sacar un excelente partido a su Rickenbacker en terrenos alejados del pop y del folk-rock: John Fogerty (CCR), John Kay (Steppenwolf), Fred Sonic Smith (MC5), Steve Howe (Yes), Viv Albertine (The Slits), Wreckless Eric, Dave Wakeling (The Beat), Guy Picciotto (Fugazi), Courtney Love (Hole), Billie Joe Armstrong (Green Day), Jeff Buckley, Carrie Brownstein (Sleater-Kinney)…

Seis cuerdas no aptas para onanistas

Como consecuencia de una serie de características técnicas en las que no vale la pena detenerse demasiado (la principal, la estrechez de los trastes, que tan práctica resulta a la hora de montar los acordes), las guitarras Rickenbacker son bastante esquivas cuando lo que se pretende es el punteo vertiginoso. Por esta razón, a menudo son tratadas con desprecio por todos esos héroes de las seis cuerdas para los que tocar bien consiste en hacer solos inacabables con las piernas abiertas y cara de éxtasis. No, la 'Ric' no está hecha para el exhibicionismo virtuoso y el desperdicio onanista de notas. Y eso, digan lo que digan, es un puntazo a favor.

Unos bajos de mucha altura

¿Qué tienen en común 'Taxman' de los Beatles, 'Ace of Spades' de Motörhead, 'Teenage Kicks' de los Undertones y 'She’s lost control' de Joy Division, más allá de ser canciones imbatibles, cada una en su estilo? Pues eso, la presencia de un bajo Rickenbacker. Y aunque aquí hemos venido fundamentalmente a celebrar las excelencias de las guitarras de esta marca nonagenaria, no podemos dejar de dedicar 800 espacios a apuntar que, desde que en 1965 Paul McCartney cambió su ultraligero Hofner con forma de violín por un Rickenbacker 4001s (vale, Pete Quaife de los Kinks se le adelantó unos meses), la firma californiana ha dejado una huella fundamental también en el mundo de las cuatro cuerdas, con unos bajos de sonido peculiarísimo (nítido y contundente a la vez) y aspecto inigualable. Lo cual nos lleva al último punto.

lunes, 11 de enero de 2021

EL SOBRECOGEDOR RÉQUIEM DE STEVE EARLE POR LA MUERTE DE SU HIJO JUSTIN

ABC, 11/01/2021

El músico estadounidense despide a su hijo Justin Townes Earle, fallecido por una sobredosis el pasado mes de agosto, con «J.T.», disco en el que versiona una decena de sus canciones


A principios de los noventa, justo después de publicar «Guitar Town» y «Copperhead Road», Steve Earle era el hombre del momento. La gran esperanza del country-rock con pedigrí y un firme candidato a pisparle el trono a Bruce Springsteen. Para el estadounidense, sin embargo, no había más horizonte que la siguiente dosis ni más futuro que el próximo chute de heroína. En aquellos tiempos, recordaría más tarde, llegó a gastar entre 500 y 1.000 dólares diarios en droga. Todo lo que tenía acabó empeñado o malvendido. Sólo se salvó su casa de Tennesse, que aún conserva. «Supongo que no conseguí averiguar cómo meterla en el coche para llevarla a la casa de empeños», bromeaba en una entrevista en 2017.

De aquella época es también su paso por la cárcel, adonde fue a parar en 1994 acusado de posesión de drogas y armas. Sesenta días entre rejas que, a la larga, le salvaron la vida: en la trena empezó a tratar sus adicciones y a recuperar una pulsión creativa que la heroína se había encargado de sepultar. «Train a Comin'» (1995) y, sobre todo, «I Feel Alright» (1996) marcaron el camino a seguir. «Nunca estoy satisfecho», cantaba el Steve Earle de 1987. «He estado en el infierno y ahora he vuelto», replicaba el mismo artista apenas una década después.


Y volvió, sí. Pero el infierno seguía ahí. Quizá no para él, felizmente desintoxicado desde hace más de dos décadas, pero sí para su hijo mayor, músico como él y adicto también a las drogas y el alcohol. Un infierno que se hizo carne el pasado 20 de agosto, cuando Justin Townes Earle, 38 años y una hija de 3 años, falleció en Nashville por una sobredosis accidental. Según la autopsia, había mezclado cocaína con fentanilo, el mismo opiáceo detrás de las muertes de Prince y Tom Petty. Sólo unas horas antes, padre e hijo hablaron por última vez por teléfono, tal y como el propio Earle recordaba hace unos días en «The New York Times».

-No me hagas enterrarte, le dijo Steve, consciente de los problemas de su hijo con las drogas.

-No lo haré, contestó Justin.

Horas después, su familia confirmaba la muerte echando mano de unos versos de «Looking for a Place to Land», canción que Justin Townes, J.T. para familiares y amigos, publicó en 2014. «He cruzado océanos, he luchado contra la lluvia gélida y la arena que vuela / he cruzado fronteras y caminos y ríos asombrados, simplemente buscando un lugar en el que aterrizar», podía leerse.

«Lo último que dije fue "te amo" / Y tus últimas palabras para mí fueron: "Yo también te amo"», oímos ahora en «Last Words», la única composición original que Earle padre firma en el reciente y desgarrador «J. T.», álbum que vio la luz el pasado 4 de enero, el mismo día en que Justin hubiese cumplido 39 años. El resto del disco, grabado en poco más de una semana junto a sus inseparables de The Dukes, es una selección de canciones de Justin, perlas de folk-rock gran reserva desperdigadas en los nueve discos que grabó en vida, en la que Steve Earle buscó consuelo dos meses después del trágico suceso. «Sus mejores canciones eran tan buenas como las de cualquiera. Era mucho mejor cantante que yo y un guitarrista técnicamente mucho mejor que yo», reconocía en «The New York Times».

De hecho, Justin Townes, bautizado así en honor a Townes Van Zandt, héroe y mentor de su padre, siempre fue una suerte de versión corregida y aumentada de Steve Earle. Para lo bueno y, lamentablemente, también para lo malo. Así que más o menos al mismo tiempo que Earle padre salía de la cárcel y empezaba a arrimar el prefijo «ex» a la palabra «adicto», su primogénito, nacido en 1982, emprendía el camino inverso: a los 12 años ya coqueteaba con las drogas y antes de cumplir 14 ya había pasado seis meses condenado a trabajos forzados por robar un arma. «Para mí la sobriedad significa no inyectarme heroína y cocaína juntas», reconocía Justin en una de sus últimas entrevistas con la revista «Rolling Stone».

En ella, el autor de «Harlem River Blues» pasaba revista a sus problemas con las drogas y a la compleja relación que siempre mantuvo con un padre que, voraz coleccionista de adicciones y matrimonios fallidos, se largó de casa cuando Justin tenía tres años. «Realmente llegué a conocer a mi padre cuando tenía unos 12 años, en algún lugar por ahí. Crecí con mi madre en un ruinoso apartamento de mierda con cupones para alimentos», relató. Antes de estrenarse en solitario, Justin también formó parte de The Dukes y acompañó en directo a su padre en algunas giras, pero aquello duró poco. Más o menos hasta el año 2000, cuando montó tal desaguisado en un hotel de Berlín (10.000 dólares en daños, nada menos) que fue despedido de la banda.


Ahora, dos décadas después de aquello, a Steve Earle le ha tocado despedirlo de otro modo mucho más doloroso y, como ya hizo en sus tributos a Guy Clark y Townes Van Zandt, ha aprovechado para refugiarse en el cancionero de su hijo y armar un sobrecogido y doloroso réquiem pespunteado de folk y country-rock. Como el «Father And Son» de Cat Stevens pero al revés. Como el aguijonazo que debió atravesar a Nick Cave cuando su hijo de quince años se precipitó desde lo alto de los acantilados de Brighton tras consumir LSD.

«Hice el disco porque lo necesitaba. Grabarlo no fue tanto catártico como terapéutico», apunta Earle sobre un álbum que, pese a recuperar temas como «They Killed John Henry», «Turn Out My Lights», «Harlem River Blues» o «The Saint Of Lost Causes», evita los ajustes de cuentas de los explícitos «Absent Fathers» y «Single Mothers» y se mantiene a una distancia prudencial, no cuesta demasiado entender el motivo, de ese homenaje a su madre que Justin grabó a fuego en «Mama's Eyes». Eso sí: con «Last Words» Steve Earle despeja cualquier posible suspicacia y acuna la mortaja de su hijo entre suaves rasgueos de guitarra y una voz de gravilla a punto de descarrilar en cada curva. «Probablemente esta es la única canción que he escrito en la que cada una de las palabras es verdad», reconoce Earle.