Nico vivió y murió siendo un enigma. Fue una mujer tremendamente atractiva que abjuraba de su belleza. Ganó dinero y notoriedad trabajando como maniquí de alta costura y modelo fotográfica, pero únicamente vio esta ocupación como una vía para conseguir lo que realmente buscaba. ¿Cuál era ese objetivo? A día de hoy nadie lo sabe, y probablemente, tampoco ella lo supo nunca. A Nico hay que considerarla como un misterio sin solución posible. Los álbumes que hizo a partir de 1968 y hasta poco antes de su muerte en 1988 son las únicas claves de acceso a su mundo. The Marble Index (1968) y Desertshore (1970), sus obras más importantes, acaban de ser reeditadas por la discográfica Domino Records, una buena oportunidad para recordar y revaluar dos álbumes que durante años dejaron a los críticos musicales sin saber qué decir o, peor aún, diciendo gilipolleces. Desde hace un par de décadas, ambos discos son objeto de una revisión crítica que, poco a poco, ha ido divulgando su verdadero interés, el peso de su aportación. Si Nico no hubiese abandonado las pasarelas para pasar a formar parte de la tribu de marginados de Andy Warhol, entonces tampoco habría grabado nunca estos dos discos. Pero así era Nico. Buscaba algo que ya nunca sabremos qué era y que, seguramente, no encontró jamás. Pero a lo largo de su camino fue dejando un rastro musical que sólo podía ser suyo. Sus discos fueron tachados de ser insondables, un prejuicio que tiene más que ver con el mito de la artista yonqui que con la música que contienen. Pero ni eran tan insondables, ni tampoco fueron fruto de una colgada. Nico no tuvo miedo alguno en plasmar su visión musical. Abandonó el rock, el formato de canción pop, se fue a una latitud artística perdida en la bruma y allí erigió su reino, ese territorio imaginario que solamente le pertenecía a ella.
En 1968 nadie estaba preparado para un disco como The Marble Index. Me refiero a nadie del ámbito de la música pop. Nico venía de cantar con The Velvet Underground y había registrado un álbum como solista que sonaba a folk escuetamente orquestado con violines. Warhol la metió a cantar con los Velvet para que les aportara el carisma y el glamur del que la banda, tan dada a vestir completamente de negro, carecía. Nico hizo bastante más que aportar su uno ochenta de estatura, sus pómulos de mármol y su melena rubia. Si la llegan a dejar habría cantado el repertorio entero de la banda, pero sus compañeros se negaron, especialmente Lou Reed, autor de la mayoría de las canciones. Así y todo, el tono mortuorio que le confería su acento alemán encajaba perfectamente en aquel rock distorsionado contagiado por una visión vanguardista procedente de la vieja Europa. Nico cantaba las canciones bonitas, las más pop, pero también se sumaba a las improvisaciones que el grupo llevaba a cabo en directo. Uno de esos momentos se materializó en su primer álbum, Chelsea Girl, bajo el título de “It Was A Pleasure Then”, una digresión sonora en la que Reed y John Cale se enzarzan en un duelo de ruido mientras ella canta una letra apocalíptica. El recopilatorio de 2007 Frozen Borderline incluía un tema de Nico que hasta 2007 había permanecido inédito, “Sagen Die Gelehrten”, que presenta algunas similitudes con algunas de las primeras composiciones de Velvet Underground.
Presumiblemente, The Marble Index se registró durante dos días a finales de mayo de 1968 en un estudio de Los Ángeles. Lo produjo John Cale cuando aún formaba parte de los Velvet, aunque en los créditos figura como arreglista porque el presidente de Elektra no acaba de fiarse ni del criterio de la artista ni del del productor. Puso a cargo de la grabación a Frazier Mohawk, que nada más escuchar el primer tema decidió que lo mejor era dejar solos en el estudio a aquellos dos lunáticos. The Marble Index proviene de la música clásica, del folclore centroeuropeo y la música vanguardista. Tiene reputación de ser una obra difícil por la desolación que evoca. Una vez se supera el miedo, resulta ser un disco fabuloso, hipnótico, sobrecogedor como una sucesión de sueños. No pertenece a ninguna época o estilo concretos. Es la música de Nico y no necesita más descripción que esa. El álbum apenas se vendió. La crítica rockera lo repudió y, mientras tanto, Nico optó por seguir su trayecto hacia ninguna parte, sumergiéndose más y más en la adicción a la heroína. Viajó por Europa y África, conoció al director de cine Philippe Garrel, protagonizó algunas de sus películas, reapareció en Londres, fue invitada a tocar con los Rolling Stones en Hyde Park en el concierto que se convirtió en el homenaje a Brian Jones, volvió a Nueva York, y mantuvo un romance con Iggy Pop. En 1970 registró Desertshore, producido por Cale y Joe Boyd, uno de los pocos miembros de la industria musical que veía lo que la gran mayoría de ejecutivos y periodista eran incapaces de ver en su música. Poco después de que The Marble Index apareciera, Nico declaró que los arreglos de Cale le habían parecido demasiado abstractos. En ese aspecto, la producción de Desertshore resultaba mucho menos etérea. Gracias a unos arreglos más terrenales –las trompetas, los violines, el piano-, Desertshore resultaba algo más accesible que su predecesor. Fue publicado por Reprise, el sello para el que Cale y Boyd trabajaban por aquel entonces.
En 1967, Nico se compró su primer armonio, el instrumento que caracterizó su estilo. Lo hizo por recomendación de Leonard Cohen, de la misma manera que, por consejo de Jim Morrison empezó a apuntar lo que recordaba de sus sueños y a elaborar poemas con ellos. De ahí salieron las primeras canciones compuestas enteramente por ella. Las de Desertshore estaban marcadas por la muerte y la pérdida. “Janitor Of Lunacy” era sobre el fallecido Brian Jones, con el cual había mantenido una relación años atrás. “Falconer” estaba inspirada en Warhol y fue compuesta cuando Nico supo del atentado que había sufrido a manos de Valerie Solanas. “Muttërlein” invocaba el recuerdo de su madre, Grete Päffgen, fallecida en 1970, con la que mantuvo una relación complicada, aunque a estas alturas, cuesta creer que existiera alguna posibilidad de que Nico se relacionara con alguien de otra manera. Al público, Desertshore le siguió pareciendo un disco inclasificable. Muchos años después, los dos álbumes serían venerados y reconocidos como influencia por artistas como Siouxsie, Marc Almond, Blixa Bargeld, Michael Gira, Anohni o Patrick Wolf. Dice Cathi Unsworth en Temporada de Brujas. El libro del rock gótico, que Nico prácticamente fue la precursora de esta corriente musical. Por hacer música oscura y europea. Aquellas obras que una y otra vez fueron menospreciadas y ninguneadas han aportado más riqueza al mundo de la música pop que muchos álbumes grabados por estrellas acomodadas encantadas de haberse conocido.
La vida de la actriz, modelo y cantante se ha explicado siempre como la musa, grupi o amante, pero nunca como creadora: una biografía desmonta el tópico.
Su vida fue una auténtica película. Nico, nacida Christa Päffgen (1938 -1988), huyó del fantasma de la Alemania nazi para convertirse en modelo, actriz, músico y testigo directo de varias décadas del arte del siglo XX. Actuó en «La dolce vita» a las órdenes de Fellini, fue modelo en París, participó de la Factory con Andy Warhol, fue vocalista en The Velvet Underground y desarrolló una carrera musical vanguardista y bizarra durante casi dos décadas. Sin embargo, la alemana ha pasado a la historia como sujeto pasivo, como «musa de» y «compañera sentimental» más que como una identidad propia o una creadora con universo propio. Jim Morrison le animó a escribir, fue cortejada por Leonard Cohen, con Bob Dylan mantuvo un romance corto y una larga amistad y tuvo un hijo con Alain Delon del que jamás se ocupó el actor francés. Su apabullante belleza y su misteriosa personalidad, convertida en oscuro objeto de deseo, desencadenaron todo tipo de clichés, leyendas urbanas y retratos superficiales que una exhaustiva biografía escrita por Jennifer Otter Bickerdike («You Are Beautiful and you Are Alone», Contra) trata de desmantelar.
El primero de esos clichés y el que más irrita a Otter Bickerdike es el de grupi: «Si tienes la oportunidad de tener amistad o de acostarte con gente guapa e inteligente porque eres atractiva, por supuesto que lo harás. Lo haría cualquiera en este mundo, hombre o mujer. Todos queremos conocer gente interesante, rica o atractiva y no ves a nadie llamando por ello a Mick Jagger el mayor grupi de la historia porque se acostó con no se cuántas mujeres y accedió a la alta sociedad británica. Pero a Nico se lo reprochan porque es mujer y eso me enfada mucho, porque tendría que ser una heroína o un mito, pero su vida la han contado solo los hombres desde el punto de vista de los hombres», dice en entrevista telefónica la biógrafa, que comenzó el libro sin tener la menor referencia de la vida de Nico. «Lo que más valora la gente es tu apariencia. En el caso de una mujer, es todavía más su capital económico». Ella lo utilizó para salir de la Alemania en la que todavía había cadáveres pudriéndose en las calles y donde, según se cuenta en su biografía, ella misma sufrió una violación a manos de un soldado del ejército estadounidense, algo que, según otro mito inexacto, la condujo a posiciones racistas y antisemitas el resto de su vida. «Es completamente falso. Tuvo decenas de amigos judíos en Nueva York y cuando tuvo un incidente, en el que aparentemente la lanzó un vaso a una mujer negra, no se trataba de un ataque a su color de piel, sino precisamente a que estaba lanzando un alegato sobre la opresión y ella, que se consideraba tan víctima como cualquier afroamericano, le contestó. No está claro que le arrojase nada», explica su biógrafa.
Con el pasaporte de su belleza, llegó a París en 1956, un ciudad inundada de jazz y de moda. Se empapa de música de Chet Baker o de Bessie Smith mientras trabaja para Coco Chanel (o eso dijo, aunque no hay un registro claro), y mantiene (esto sí está probado) una aventura con Jeanne Moreau y también con Ernest Hemingway. Gana muchísimo dinero, padece la insoportable presión sobre su físico y su timidez causa las primeras confusiones con la altanería. Mucha gente empieza a considerarla fría e insustancial. Sin embargo, Nico mira y aprende en segundo plano.
Tras aparecer casi por casualidad en «La dolce vita» (1960) de Fellini, trata de hacer carrera en el cine con poco éxito. La moda le resulta aburrida e insustancial pero paga las facturas. Conoce a Alain Delon y se queda embarazada, pero el actor niega que Ari, el niño que guarda un enorme parecido con él, sea su hijo. Nunca se hará cargo de él ni de otros tantos que tuvo y no reconoció. Nico ya ha decidido que quiere ser artista, pero con el dinero de la moda compra una casita en Ibiza para su madre, lejos de la fría y cruel Alemania. Sin embargo, nunca logra adaptarse, desarrolla una manía persecutoria, una paranoia que destroza sus nervios y que ella empeora con grandes cantidades de alcohol.
Nico conoce a los Rolling Stones y mantiene una turbulenta relación con Brian Jones, como no podían ser las cosas de otra manera con alguien que podría ser un buen músico, pero un perfecto energúmeno como ser humano. En Nueva York actúa en bares pequeños con sus propias canciones, medio susurradas medio recitadas, anunciada como «La chica de la dolce vita» pero su apariencia deja congelado a Paul Morrisey, socio de Andy Warhol, que por esa época reniega de las artes plásticas y está pensando en el videoarte. También necesita una banda de música para un local que piensa abrir en Chelsea y quiere que Nico sea quien la lidere. Warhol piensa que ese grupo, The Velvet Underground, pueden servirle de acompañamiento. «La Velvet no habría existido sin Nico –dice Otter–. Yo eso no lo sabía hasta que hice la investigación del libro. Ella era la estrella, Warhol la quería a ella. Y Lou Reed quería ser tomado en serio y convertirse en una estrella, así que la trató horriblemente. Hay unos celos de evidentes. La trató muy muy mal y lo más triste es que él ha quedado como el héroe del rock y ella como si fuera basura. Cuando publiqué el libro pensé que los fans de la Velvet harían cola en la puerta de mi casa con antorchas», bromea la escritora. Para complicar aún más la situación, entre ellos hubo una relación amorosa. «Muy fuerte, además, lo que lo hacía peor todavía. Se tenían admiración mutua y se amaban, pero él la trató tan mal... Todo para ser una estrella. Había muchos elementos en esa situación: la presión del dinero, las drogas, el éxito, la fama y el amor... es humano». Aparentemente, ella se cansó y le dijo que «ya no podía acostarse más con judíos», comentario que alimentó las brasas de su supuesto antisemitismo, al que que la biógrafa descarta de un plumazo: «solo estaba siendo un poco malvada, un poco perra. Es la manera en que se relacionaban en la Factory. Es una maldad entre amigos». Tras aquello, Reed no paró hasta aislarla del grupo y boicotear su carrera en solitario.
Nico se enganchó a la heroína y en los setenta se relacionó con Philippe Garrel, un cineasta con el título de maldito con quien rodó “La cicatriz interior” y consumía droga con la disciplina de una yonqui. Fue una época oscura. Su madre había fallecido y ella sentía la frustración de hacer un tipo de música casi imposible de comercializar de los que “Chelsea Girl” o “The Marble Index” son los dos ejemplos más notables pero que componen una obra de canciones “bizarras, extrañas, frikis, locas pero que resultaban más innovadoras y vanguardistas que nada que se estuviera haciendo en ese momento ni años después”, dice la biógrafa. Para Otter, “las mismas costumbres, en el caso de John Cale y Lou Reed les convirtió en poetas y referentes de una generación. En verdaderos artistas jugándose la vida”. La contribución de Nico a la Velvet Underground ha sido, es cierto, minimizada, y tampoco contribuyó a cambiar esa mirada su obra posterior, que la propia Otter describe como “música para suicidarse”. En los ochenta, previo paso por varios psiquiátricos, la oscuridad fue bajando la intensidad. Nico tuvo el olfato de instalarse en la nueva meca cultural, Manchester, y consiguió dejar la heroína. se traslada a vivir a Ibiza. Una mala caída de la bicicleta en 1988 le costó la vida por una hemorragia cerebral. Tres hospitales le negaron el ingreso por su aspecto y las marcas de los pinchazos en los brazos. Ella, que hablaba siete idiomas, no podía comunicarse por el golpe en la cabeza.
Una herencia y un fantasma
Una de las realidades más terribles de la vida de Nico es que pasó la maldición de la heroína a su hijo Ari. No de una forma metafórica, sino que realmente le indujo al consumo, le proporcionó la droga y la jeringuilla, como el joven reconoció en una entrevista posteriormente. Ari fue criado por su abuela (la madre de Alain Delon) por quien fue adoptado legalmente y se reencontró con su madre cuando tenía 19 años. Nico jamás fue capaz de dejar atrás al fantasma de Alain Delon. Estando con ella, su hijo sufrió episodios de sobredosis e ingresos por colapso nervioso. “Para mí fue una madre muy buena. Me lo dio todo, hasta las drogas. Lo viví con ella si que fuera un problema. Al final, compartíamos la droga, la jeringuilla. Era una forma de estar juntos”. Lo primero que hizo Ari con el dinero de los derechos de su madre, tras fallecer, fue comprar un gramo. Después de varios ingresos, dejó las drogas. Hoy tiene una familia.
«Ya no volveré a acostarme con judíos», soltó con infinita displicencia la rubia Nico al entrar Lou Reed en la Factory —estudio y razón social del artista pop Andy Warhol— dispuesto a ensayar junto a ella y The Velvet Underground. Lou la había saludado con un «hola»; ella, como solía, tardó unos infinitamente dilatados segundos de silencio en soltar su carga de profundidad. Así pasaba página, una vez más, en una larga lista de amantes que, hasta la fecha, 1966, había incluido a John Cale, Bob Dylan, Brian Jones o Alain Delon, de quien tuvo un hijo nunca reconocido, y continuaría en el futuro con Jim Morrison, Leonard Cohen, Iggy Pop, a quien enseñó la práctica del cunilingo, y su alma gemela durante años, el cineasta Philippe Garrel. Era de la opinión de que, al llegar a un lugar, basta conocer a algunos miembros ilustres para conquistarlo.
Christa Päffgen (Colonia, 1938) quedó huérfana al morir su padre en un campo de concentración. El final de la guerra la contempla junto a su madre en el sector estadounidense de Berlín. Llamada a ser modelo por su esbelto físico —un metro setenta y ocho centímetros de altivez— y su rostro cincelado en mármol teutón, en un viaje de trabajo a Ibiza, el fotógrafo contratado la bautizará Nico, por un hombre del que está perdidamente enamorado. En España será inmortalizada por el fotógrafo Leopoldo Pomés y aparecerá en la publicidad del brandi jerezano Terry. Antes había debutado en el cine italiano, formando parte en 1960 del elenco coral de La dolce vita de Fellini. Tres años después rueda en París Strip-Tease, curiosa inmersión en la vida bohemia con música de Serge Gainsbourg y Juliette Gréco.
En 1965, graba en Londres su primer single, auspiciado por el mánager de los Rolling Stones, Andrew Loog Oldham, que pasa sin pena ni gloria. No importa, ella ya está volando rumbo a Nueva York, donde Andy Warhol, a quien ha conocido en París, insistirá, para fastidio del cuarteto, en que sea la vocalista de los Velvets. Apadrinados por Warhol, Lou Reed y John Cale, deben aceptarla en el seno del grupo, aunque insistirán en mofarse de su profunda voz y su germánica pronunciación, haciéndole todas las trastadas posibles —desconectarle el micrófono, por ejemplo— durante las sesiones de grabación o en las actuaciones del espectáculo multimedia ideado por Warhol, el estroboscópico The Exploding Plastic Inevitable. Ella no se inmuta y su presencia dará un toque de chic glacial a uno de los clásicos de la música pop, The Velvet Underground & Nico, publicado en 1967.
Con Warhol forma una sólida pareja, inefable en la sesión fotográfica en la que ella es Batman y él Robin. Congenian al verse reflejados el uno en el otro: ambos acarrean un aura que camufla a la persona real, ambos se expresan en su propia e intransferible jerga, repleta de brillantes obviedades, frívolos embustes. Aparece en sus filmes, especialmente en Chelsea Girls (1966), y al despedir los Velvets a su vocalista invitada —cuya voz había sido comparada a «un ordenador IBM con el acento de la Garbo»— ella inicia carrera en solitario actuando acompañada a la guitarra, según la noche, por Lou Reed, Sterling Morrison, Tim Buckley o un jovencísimo Jackson Browne. El anuncio en el semanario Village Voice promete: «La diosa lunar celebra ceremonias nocturnas en el club Steve Paul’s Scene».
Un primer álbum, Chelsea Girl (1967), distorsiona la inflexible personalidad de la nombrada Miss Pop 1966, vistiéndola como cualquier otra cantautora de la época, con trasfondo orquestal. Poco después hace el descubrimiento musical de su vida al comprarle a un hippy un órgano hindú —no un armonio, como siempre repetía— y plasmar en él sus primeras canciones. Aconsejada por el propagador del free jazz Ornette Coleman, quien le explica los manejos de su sistema «harmelodics», Nico invierte la convención del teclado —los graves se pulsan a la izquierda, la melodía a la derecha—, y al hacerlo da con un sonido ululante, hierático, lúgubre, sexy por omisión. Decía ella del trasto, activado con un pedal, que era como una orquesta.
En septiembre de 1968, un nuevo contrato con el sello Elektra, hogar de folkies e inclasificables, envía a Los Ángeles a Nico y a John Cale, arreglista y único instrumentista junto a la impávida nibelunga en unas sesiones plagadas por la heroína. Cale levanta un decorado tridimensional hecho de viola eléctrica, piano, bajo, guitarra o glockenspiel alrededor de la voz y el solemne instrumento. La transmutación de una vida intoxicada a una inédita y singular expresión artística hace de The Marble Index, álbum que ella comparaba a una película sin imágenes, una experiencia única. Nos recuerda también que jamás revisitará tan altas cotas y se irá perdiendo en la indigna existencia de la heroína. «Tenía esa capacidad para crear drama allí donde fuera —ha explicado Cale—. Convirtió su vida en un escenario. Era algo instintivo, parte de ella misma, pero podía hacer de ello una ventaja. Su verdadero talento fue, sin duda, la determinación».
Sin esa tozuda defensa de la propia enajenación, del yo impermeable al mundo exterior, no se manifiestan obras como The Marble Index, que invito encarecidamente al lector a descubrir o revisitar. Si se supera la gélida antesala que es «Lawns of Dawns», uno se ve arrastrado a una dimensión de absortos paisajes, belleza fantasmal y ecos de una distópica calamidad. En esa otra dimensión, que es la de una artista comprometida únicamente con su instinto poético, se vislumbran las rojizas llanuras sin vida de Marte o la agónica Alemania bombardeada hasta la ruina total, viéndose uno atrapado en angustioso tormento o elevado a una inédita percepción sensorial. «No One Is There» y su candor trovadoresco, la maternal «Ari’s Song», dedicada a su hijo, «Facing the Wind» y su inmersión en la nada mas absoluta, el perfil histórico sui generis «Julius Caesar (Memento Hodie)» y la inolvidable «Frozen Warnings» transcurren con cadencias ajenas al tiempo real, conduciéndonos hacia una chirriante conclusión, la sobrecogedora «Evening of Light».
II
«Yo era la única hippy en el grupo. Visto una túnica y llevo un fular alrededor del cuello: fui la primera y soy la última hippy», me dijo Nico —que en los sesenta aborrecía a los hippies— en agosto de 1978, a su paso por Barcelona para actuar en el histórico festival Canet Rock, donde fue echada del escenario por celebrar una de sus «misas rock», como bromeaban sus detractores. Descendió llorosa y se encerró en su caravana a meterse un pico. Era la Nico yonqui que atravesaría los años ochenta en una brumosa odisea de cambalaches en busca de la próxima dosis y ensimismadas grabaciones, viviendo más del mito que de una música obviamente minoritaria.
Noches antes habíamos cenado juntos, con su pareja Philippe Garrel, en los alrededores de la Plaça Reial, en una de cuyas pensiones se habían instalado. Y, aunque al principio se mostró distante, de una impostada frialdad acorde con la leyenda, a la que empecé a mentar a Lou Reed y mostré mi entusiasmo de fan veinteañero por los Velvets, su vidriosa mirada se iluminó y brotaron mil y una historias sobre los plateados días neoyorquinos. Recuerdo que, mientras paseábamos hacia las Ramblas tras habernos tomado unas copas, sacó del bolso una pequeña fotografía en blanco y negro de sus días con Warhol y la banda, uno de aquellos severos retratos grupales que, en una época que ni siquiera imaginaba la actual saturación icónica de lo virtual, tuvieron tanto impacto en la conciencia colectiva del rock como las canciones.
Nico había conocido a Garrel, hijo del afamado actor Maurice Garrel, en París, cuando este iniciaba una trayectoria como cineasta inclasificable que sigue activa. Lo llevó a Nueva York y le presentó a Warhol, que visionó enmudecido su película El lecho de la virgen (1970). De regreso en París, no solo comparten una vida de austeridad bohemia y marginalidad artística, se hunden abrazados en los abismos de la heroína. Recuerdo haber visitado a Garrel en París para entrevistarlo, un año antes de su visita barcelonesa, y quedar pasmado por la miseria que presidía su señorial domicilio, que imaginé decimonónica propiedad familiar legada al hijo pródigo. Totalmente vacío y de amplísimas estancias, en el centro de un salón se erguía un montículo de cenizas producto de alguna fogata donde habían crepitado restos del mobiliario para combatir el inclemente invierno parisino.
En la habitación de Nico, ausente en aquel momento, había solo un catre y un viejo colchón, una caja a modo de mesita de noche con un cirio y, en la pared, el título de una película de Philippe, L’enfant secret (1979). «Las velas convierten la luz en estrellas», afirma ella, citada por Richard Witts en la biografía Nico: The Life and Times of an Icon (1993). «Toda habitación es un universo. Desde él veo el mundo a distancia, microscópico. Las velas son mis estrellas».
En Europa había grabado otro álbum supervisado por Cale, Desertshore (1970), cuya portada muestra una imagen de la más deslumbrante película de Garrel, La cicatriz interior, una serie de hipnóticos, dramáticos retablos en movimiento, planos secuencia rodados en exteriores de Islandia, Egipto y Nuevo México. Los arreglos y la producción de Cale conjuran aspereza y ternura en «Janitor of Lunacy» —inspirada en Brian Jones—, la siniestra y lacerada por la viola «Abschied», o en «Afraid», versionada por Antony en sus conciertos, reflejando asimismo los lazos familiares rotos en «My Only Child» —su amado Ari, que es ya la viva imagen de un joven Delon— y la añoranza materna en «Mutterlein». La medieval «All That Is My Own» cerraba un álbum quizás más accesible, igualmente estremecedor. Tras haberse ganado la vida como modelo, actriz y cantante, Nico deviene creadora insobornable, habitante de mundos que solo ella transita, fuera de su época o de cualquier otra. Una elegía por los vencidos años sesenta.
«Siempre eres lo que es tu arte, ni siquiera vale la pena discutir la faceta personal», me espetó durante nuestra charla. Hoy la frase suena a excusa perfecta para lo que vino a continuación, en los años ochenta: su destierro al Manchester posindustrial retratado por Joy Division, donde es acogida como madrina gótica y suprema oficiante de la liturgia de la hipodérmica y los opiáceos. Allí, la respaldarán en sus actuaciones y giras jóvenes músicos; llegan intimidados por la leyenda, pronto padecen la incomunicación con la diva, que olvida letras y orden del repertorio. Ella habita su leyenda apócrifa, adulada por figuras clónicas que la siguen a todas partes, le remiten luctuosos poemas y hacen murmurantes llamadas de madrugada.
De esta época son sus dos últimas obras reseñables. El proyecto iniciado como antología de héroes históricos, Drama of Exile (1981), incluye los temas «Gengis Khan» o «Henry Hudson», siguiendo la idea original, pero también las memorables «One More Chance» o «Sixty-Forty», además de versiones de Lou Reed («I’m Waiting for the Man») y David Bowie («Heroes», por supuesto). Camera Obscura (1983), última grabación con John Cale —a quien no perdonó las mezclas del álbum The End (1973), donde grabó el tema homónimo de The Doors y epató cantando el infame himno «Deutschland über Alles»—, abre las ventanas a un universo sonoro en que Nico parece invitada más que protagonista. Resaltan en su última declaración «My Heart Is Empty», «Das Lied vom einsamen Mädchen» o una afín versión de «My Funny Valentine», clásica balada que parece compuesta en diferido pensando en ella.
III
«Nunca miró atrás», me dijo John Cale, sentado a la mesa de un restaurante italiano en el Village, en el verano de 1988. «“Disfruta de tu hija, John, la vida sigue”, me decía… Una persona asombrosa. Alguien que era mandona y a la vez una señora. Debería haber dejado la bicicleta. No sales a pasear en bici bajo el sol de una tarde de verano en Ibiza, ¿verdad? Especialmente envuelta en esos ropajes tan ajustados». Nico había fallecido semanas antes en Ibiza —a donde había ido para tratar de estabilizar la recuperada relación con su hijo Ari— al sufrir un ictus mientras pedaleaba desde la casa que había alquilado rumbo a la ciudad para pillar marihuana. Llevada por un taxista al único hospital que aceptó ingresarla pese a ser extranjera, se le diagnosticó una simple insolación. Murió al día siguiente, desatendida. Contaba cuarenta y nueve años.
Se iba una mujer irrepetible, un ser sin verdaderos amigos, egoísta y al tiempo víctima de egoísmos ajenos, un espíritu fascinado por las tinieblas y la muerte, un lienzo en blanco en quien Warhol, Reed o Garrel proyectaron sus deseos e invenciones, una madre que —dicen— calmaba a su bebé con heroína y le inyectó su primera dosis a los veintidós años. Arquetípico producto de su época, atraída por la brujería del mismo modo que le atraían The Anarchist Cookbook o el Kama Sutra, fue la arquetípica «progre» ataviada con túnica y botas, en el sentido bohemio más que político, pues por sus intempestivas declaraciones la acusaron de filonazi, racista y antisemita. «Soy una nazi secreta —me dijo—. Porque mi padre nunca aprendió a ser un nazi y quise saber cómo era serlo».
Nico jamás se plegó a las convenciones sociales ni a las expectativas ajenas, hasta el punto de que no abrió una cuenta corriente hasta un año antes de su muerte, quizás para recuperar totalmente al hijo abandonado, a quien habían criado los abuelos paternos. Una artista, en definitiva, que —parafraseando a Warhol— siempre que veía aproximarse el éxito se iba por la tangente ofreciendo su más siniestra o árida visión artística. Heredera de Edgar Allan Poe o Lord Tennyson y admiradora de Lenny Bruce; oyente de Stravinski y Carl Orff más que de Lennon y McCartney. Solía decir que los años setenta no habían ocurrido, que los sesenta saltaron directamente a los ochenta. Cosas de la toxicomanía, también de la idiosincrasia.
«No sé si estaba tomando algo —respondió Cale a mi pregunta—. Creo que intentaba dejarlo. Pero yo no estaba cerca cuando aparecía el terror, ya sabes. Había estado junto a ella cuando de repente la situación se desbocaba. Si las cosas se ponían feas, temía no recuperarse. Cuando empezaban a derrumbarse las paredes, se enfurecía con cualquiera que estuviese cerca. Tenías que andarte con cuidado».
La hermosa criatura que detestaba el cuerpo y el rostro adjudicados por la naturaleza mentía más que hablaba, siempre engrandeciendo su pasado, sus flirteos con figuras mitológicas. Dylan escribió «I’ll Keep It with Mine» para ella y Jim Morrison la animó a crear letras a partir de sus sueños. «Nos complementamos, tenemos mucho en común musicalmente hablando. Es el que más me influyó», me confesó. Lou Reed le cedió «I’ll Be Your Mirror», «Femme Fatale» y la majestuosa «All Tomorrow’s Parties», tonadas por la que se la recordará, aunque ninguna tratase de ella sino de otras mujeres en la estela warholiana. Kevin Ayers, otro que desperdició su genio, le dedicó una canción. La tituló «Decadence». Sabía de lo que hablaba.
«La razón por la que todavía no me he pegado un tiro es porque sé que soy única», alardeaba en 1978. Diez años después ya solo era una figura trágica. Esa voz grave, monótona, sepulcral, y aun así frágil. Un espectro de otro mundo que pasó brevemente por el nuestro.
La biografía ‘Lou Reed, Una Vida’, de Anthony DeCurtis, desentraña la relación del trío, que fue de todo menos afable mientras coincidieron en The Velvet Underground.
Warhol y Morrissey, nada más conocerla, vieron en su fría presencia la vocalista principal ideal para la Velvet.
Cuando la artista y cineasta Barbara Rubin a finales de 1965 fue a ver un concierto de The Velvet Underground en el Café Bizarre de Nueva York no lo hizo sola. Andy Warhol le acompañó. Por entonces, la banda liderada por Lou Reed y John Cale tocaba seis días a la semana a cambio de comida y nada de dinero. Bob Dylan o Brian Jones de The Rolling Stones ya se habían dejado caer por The Factory. Pero no fue hasta esa misma noche que Warhol, deseoso de diversificar sus tentáculos y adentrarse por derecho propio en el arte popular del rock’n’roll, vio en la banda una posible aliada para sus intereses. Cierto es que en un principio se mostró algo reticente a la hora de estrechar lazos con el grupo, pero tras la insistencia de Paul Morrissey (su mano derecha tras las cámaras) accedió y, además, pasó a convertirse en su mánager.
Tal como Anthony DeCurtis cuenta en la biografía Lou Reed. Una Vida (publicada en español por Libros Cúpula), Reed se movió como pez en el agua por las entrañas de The Factory; un lugar en el que, más allá de la leyenda, todo el mundo competía por la atención y la aprobación del siempre callado y pasivo Warhol. Mientras Tennessee Williams, Judy Garland o Rudolf Nuréyev se dejaban ver por el estudio, Warhol pintaba, Morrissey filmaba y la Velvet contaba con un espacio físico en el que ensayar. Hasta aquí todo bien. Sin embargo, poco tiempo después de que el icono del pop art les apadrinara, una rubia alemana de 1,78 metros que trabajaba como modelo y había hasta formado parte del reparto de La Dolce Vita de Fellini se cruzó en su camino. Nico entra en escena.
Dicen que tuvo un affaire con ella, pero lo que sí que quedó más que demostrado es que Lou Reed se rebeló tras la decisión de Warhol al sentenciar que la alemana no cantaría todas las canciones.
Warhol y Morrissey, nada más conocerla, vieron en su fría presencia la vocalista principal ideal para la Velvet, un halo de glamour que personificaba la dicotomía perfecta entre sus integrantes y las sucias e irreverentes letras de sus canciones. Aunque había hecho sus pinitos como cantante no tenía precisamente una voz prodigiosa. Su sola presencia, la estética por la estética, fue el motivo de su fichaje. Como era de esperar, la decisión unilateral de Warhol y Morrissey de convertirla en la estrella del grupo fue una afrenta para el resto de los miembros y, sobre todo, para Reed, quien desde el primer momento movió sus hilos para acotar su rol. Dicen que tuvo un affaire con ella, pero lo que sí que quedó más que demostrado es que el músico se rebeló tras la decisión de Warhol al sentenciar que la alemana no cantaría todas las canciones, sino únicamente aquellas que considerara apropiadas. Nico, por su parte, respondió al boicot afirmando públicamente que la hostilidad contra ella venía dada por el resentimiento que como judío Reed sentía por los alemanes. Según el autor del libro, al llegar tarde a un ensayo, Nico ninguneó un saludo de Reed y dijo “no puedo hacer el amor con judíos nunca más”.
Otra muestra del desprecio de Reed a Nico se encuentra en su insistencia de hacer llamar al grupo The Velvet Underground and Nico, subrayando su papel secundario y, de paso, recordándole que no era un miembro oficial. A Warhol esta lucha por el liderazgo no le hizo ni pizca de gracia. Muestra de ello es que en tras un concierto en la Universidad de Rutgers el 9 de marzo de 1966, enmarcado dentro de la gira-performance Up-Tight, a ella le pagaron cien dólares, la cifra que el resto de los componentes tuvieron que dividirse. El siguiente paso de Warhol estaba claro: la Velvet, aprovechando que empezaba a acrecentar su reputación, tenía que pasar por un estudio de grabación para registrar su primer álbum.
Gerald Malanga, Andy Warhol y Lou Reed en Salvation, en el West Village.
Los problemas no tardaron en llegar. Nico quería cantar todos los temas y Reed no quería que entonara ninguno. Al final él accedió a que la alemana interpretara las mismas canciones que hacía en los directos: All Tomorrow’s Parties, I’ll Be Your Mirror y Femme Fatale. Quienes estuvieron presentes en las grabaciones dicen que la banda se aseguró de que ella cantara sus partes lo más cómoda posible. No obstante, una vez terminada su función, y por expreso deseo de Reed, ella abandonaba el estudio. El siguiente contratiempo vino cuando Reed se negó a firmar un primer contrato discográfico con Verve/MGM. La versión original estipulaba que las ganancias de la banda se las debían dar a Warhol y Morrissey, a lo que el músico no accedió, exigió cobrar el dinero de forma directa y dar un porcentaje a ambos en calidad de representantes. Warhol se enojó y lo tomó como una ofensa personal. Su relación seguiría, pero las primeras taras ya eran más que visibles. El álbum, pese a su icónica y fálica portada, no fue precisamente un éxito de ventas. Pero eso no quita que The Velvet Underground and Nico, en aquellos tiempos en los que a un artista o a una banda sólo se les medía por los hits que generaban, sentara las bases de lo que tiempo después se haría llamar rock alternativo.
Warhol, una vez empezó a ganar más dinero con sus películas que con la música, empezó a perder interés en la Velvet. Por su parte, Reed empezó a ambicionar una carrera que no implicara ser el satélite de nada o nadie. Cuando, a finales de mayo de 1967, Nico llegó tarde a un concierto en el Boston Tea Party, la banda se negó a que subiera al escenario. Ese fue su fin en el grupo, sí, pero no fue un impedimento para que Reed tocara la guitarra o coescribiera algunos de los temas de su álbum de debut Chelsea Girl publicado ese mismo año. Era simple y llanamente una cuestión de negocios. Y, es más, para sorpresa de todos, cuando él mismo y John Cale ya no formaban parte de la Velvet, el 29 de enero de 1972 realizaron un histórico concierto en la sala Bataclan de París junto a Nico. Fue la última vez que pudo verse sobre el escenario a ambos.
¿Y qué hay de Warhol? Tras la publicación de The Velvet Underground and Nico sus diferencias no hicieron más que ir en aumento. Reed le despidió como representante porque sabía perfectamente que su destino estaba más allá de los círculos arty. Aspiraba a mucho más y a ir por libre. A pesar de que Reed siempre habló bien de él, principalmente porque sin su protección y apoyo ninguna de las líneas precedentes hubiese tenido sentido, Warhol nunca le perdonó que tardara semanas en llamarle al hospital cuando en junio de 1978 la escritora Valerie Solanas le disparó a quemarropa mientras hablaba por teléfono en The Factory. Otra historia que bien merece ser contada con detenimiento en otro momento.