domingo, 17 de julio de 2016

JASON MOLINA, UN GÓTICO TARDÍO

Beatriz G. Aranda
Rockdeluxe, 20/03/2013



Jason Molina, fundador de Songs: Ohia (en activo entre 1996 y 2003) y Magnolia Electric Co. (proyecto que alternó con discos bajo su propio nombre a partir de 2003), falleció, con 39 años, el 16 de marzo de 2013. Tenía graves problemas de salud debido a su adicción al alcohol. Beatriz G. Aranda despidió con este artículo a uno de los compositores e intérpretes más carismáticos de una generación de excelentes creadores que ayudaron a reinventar la tradición norteamericana del folk.

No hay duda del peso que Jason Molina (1973-2013) tiene en el folk norteamericano de los últimos quince años. Ocupa algún puesto entre los diez primeros monsters of folk, junto a Jeff Tweedy, Vic Chesnutt, Damien Jurado, Bill Callahan, Matt Ward y Mark Kozelek, entre otros. Pero la naturaleza exacta de esa influencia es, en su caso, difícil de definir. Gran parte de la obra de Jason Molina no es tan seductora como la del resto de compañeros de generación. En la manera de su expresión y en el oscuro manejo de los sentimientos, de los sonidos, de la libertad y de la suerte –las aves, búhos y cuervos vertebran las portadas y canciones de los tristes y fantasmagóricos trópicos en los que se mueven sus versos– que asumen sus discos, el oyente ha de exigirse un empuje extra: es un empezar cada vez, en cada canción, porque la derrota sucede profundamente. No pasa siempre, te dices; no es en todas partes, es aquí y ahora cuando he de quedarme deshecho y aturdido: la vida es esencialmente injusta. Pero la dificultad misma –también a la hora de leer las walserianas letras manuscritas de los libretos– puede ser parte del hechizo.

Una canción de Jason Molina es inconfundible; posee una envergadura austera, solemne, que alcanza su punto culmen cuando, alejado del micrófono, sigue cantando a modo de lamento: sabes que eso es una toma, una cualquiera de otras que han tenido lugar, casi siempre con Steve Albini al otro lado del cristal –los casi diez minutos de “Pyramid Electric Co”, canción que avanza a latigazos, deberían servir y sirven de muestra, pero también los crótalos y arreglos fantasmagóricos que empujaron al crítico de ‘Mondosonoro’ que firmó la reseña de “Ghost Tropic” (Secretly Canadian, 2000) a definirlo como “uno de los ejercicios musicales más destructivos de todos los tiempos”, nada menos–. Al tiempo que Molina parece observar las convenciones más clásicas del género, se permite bruscas intervenciones en forma de encuentros (inolvidable con Aidan Moffat de Arab Strap), batallas épicas encerrado con su guitarra en una habitación o afrontar el amor contra el amor alejado de cinismos.

Sus pocos pero muy fieles seguidores–echar un vistazo al foro de su página web da la medida de esa intensa conexión, especialmente en los meses de 2010 cuando las noticias sobre su estado de salud escaseaban– conocían de sobra su extraña capacidad para transmitir el latido y la zozobra del sentimiento humano. Eran los “cortavenas”, especímenes que se aposentaban en torno a los puestos itinerantes que Green Ufos dibujaba por los festivales, la última vez en la edición de 2009 del Primavera Sound, cuando a eso de las seis de la tarde y, bajo un sol sin matices, se buscaba el sombrero de ala grande que acaba de bajar del escenario.



Jason Molina, nacido en Lorain (Ohio) en 1973 y nieto de un minero asturiano (no hablaba nuestro idioma, pero algo profundo e inefable le unía a nuestro país: en Holanda, una tarde de noviembre dibujó un castillo español a quien esto firma sobre la portada de uno de sus discos “porque siempre están en lugares desde donde se ven bien las estrellas”), tenía a sus 39 años serios problemas con el alcohol y llevaba un lustro al borde del naufragio. Tras ingresar en una clínica de desintoxicación y pedir dinero a sus fans para hacer frente a las facturas hospitalarias –otro músico norteamericano sin seguro médico que se marcha antes de tiempo–, Molina vivía en una granja de Virginia Occidental cuidando gallinas y ovejas, buscando la manera de encontrar de nuevo esa paz o ese abismo que a él le permitía escribir –su última grabación, el EP “Autumn Bird Songs”(Graveface, 2012), no contenía canciones nuevas–.  No le dio tiempo: el sábado 16 de marzo fallecía en Indianápolis por una parada cardíaca.

Mucho tiempo atrás, en 1995, se publicaba el single “Nor Cease Thou Never Now”, su primera referencia bajo el amparo de Palace Records, el sello de Will Oldham, y con el nombre de SONGS: OHIA. Sobre la breve y malograda relación entre ambos compositores existe cierto misterio: parece que el padrino se enfadó con el joven por no mencionarlo como influencia musical en una de sus primeras entrevistas: “He estado escribiendo y grabando canciones desde los 13 años”, le confesaba a Jesús Llorente en una entrevista publicada en Rockdelux en 1998, antes de su primera visita a Barcelona: “Mi debut contiene canciones de los años 1989 y 1990. En aquella época mi vida era un jodido caos emocional y me sorprende que entre toda esa mierda fuera capaz de componer. Aquellas canciones son más antiguas que cualquier cosa publicada por Will Oldham”. El resto de sus referencias saldrían con Secretly Canadian: sello y artista se aliaron en lo físico y en lo espiritual a partir de una tarde en Nueva York, cuando firmaron un contrato de esos que nacen en un apretón de manos.

Songs: Ohia es básicamente Molina con músicos cambiantes y una misión: si el folk ha tratado siempre de dar luz sobre cómo es la vida de las gentes sencillas, Molina decidió meter las manos en el fuego. Al escuchar canciones como “Coxcomb Red”, “Leave The City”, “Just Be Simple”, “Ring The Bell”, “The Body Burned Away” o “Captain Badass”, por citar algunas de madrugada, uno percibe la coherencia individual de un bluesman auténtico. De las llanuras eléctricas como el hijo aventajado de Neil Young con su otro proyecto, MAGNOLIA ELECTRIC CO. o lo que tenía que venir después del blues, uno comprende su amor por la electricidad y el ruido: sus inicios musicales fueron como bajista versionando a los Ramones e idolatrando a Black Sabbath. “Para mí no hay diferencia entre los distintos proyectos: para mí todo es lo mismo, son mis canciones y la gente que las rodea”, declaraba en 2007 a la revista ‘Rolling Stone’. Aunque para descifrarlo, nada mejor que el disco que publicó en 2006 bajo su nombre de pila y el único con una foto suya como reclamo (casi primer plano) en portada. “Let Me Go, Let Me Go, Let Me Go”(Secretly Canadian) es minimalista y va sobrado de dinámicas espectrales y de dobles vacíos, tarea en la que, aunque ya no pueda insistir en ello, es buscador exagerado y perfecto. Lo razonable es hablar en presente todo el tiempo, puesto que su música está viva y ahí quedará por siempre.

¿Cómo debemos valorar su música después de que haya servido para expresar un dolor tan profundo que a él pudo llevarlo a rechazar de pleno la vida o, quizá al contrario, a querer sentirla en un exceso? Ante los extremos, parece imponerse el silencio, una escucha plácida y crepuscular de su extensa obra. Lo cósmico, como mencionáramos antes haciendo uso de una anécdota holandesa, parece importante en su música, tanto como lo íntimo. La trascendencia sucede de ese encuentro. En el mapa de los horóscopos que acompaña “Sojourner” (Secretly Canadian, 2007), la caja especial de Magnolia Electric Co., uno parece entender que para él el medio oeste son esas llanuras extremas de las fotos de Robert Adams desde las que “ver bien las estrellas”. Gracias.

ç