lunes, 31 de agosto de 2015

RELATIVELY CLEAN RIVERS. "RELATIVELY CLEAN RIVERS" (1975). Anacrónica perla psicodélica.


En 1975 los efluvios ácidos se habían prácticamente disipado. De las cenizas de la psicodelia había nacido el rock progresivo y de éste el rock sinfónico, que campó a sus anchas a mediados de la década de los 70. Por otra parte, en las alcantarillas ya había una generación de músicos de rock dispuestos a ponerlo todo patas arriba pues se estaba incubando el punk que haría eclosión al año siguiente. Es por eso que una delicada perla de psicodelia acústica como ésta solo podía convertirse con el tiempo en pasto de coleccionistas y objeto de culto.

Relatively Clean Rivers, un término que parece sacado de un informe de una agencia medioambiental, fue el capricho sonoro del guitarrista Phil Pearlman. Pearlman era un músico que creció en el Orange County de Los Angeles, un hippie hijo de un médico judío que como otros jóvenes de su generación protestó contra la guerra y la falsedad de la sociedad de consumo. Y como tanto otros sintió la irrefrenable llamada del misticismo, de tal suerte que, según se comenta, un día encontró una biblia abandonada en la playa y creyó que era una señal del mundo de lo trascendente. Tras este episodio Pearlman, antes agnóstico, se volvió ferviente religioso. Y de esos polvos estos lodos: su hijo Adam también fue muy religioso, solo que en versión musulmana; tanto que fue un líder de Al Qaeda en Pakistán siendo abatido a tiros el pasado mes de enero por militares norteamericanos. El otro detalle, algo menos luctuoso y con más relación con lo musical, es que Jeff Tweedy, líder de Wilco, citó este álbum como una de las influencias de su LP Sky Blue Sky (2007).

El disco es, como he dicho, fundamentalmente acústico a pesar de algún arreglo de guitarra eléctrica. Se abre con una par de temas en los que Pearlman parece haberse inspirado en el blues. El primero "Easy Ride" contiene en su letra connotaciones moteras y de "road song" y en su música hace un guiño a Canned Heat (ese ritmo a lo "On the Road Again") y a lo más bluesy del repertotio de los Doors ("Roadhouse Blues"  y L.A. Woman", por ejemplo). El otro tema es "Journey Through The Valley Of O," con una armónica de blues y toques ácidos heredados del rock de San Francisco de finales de los 60, con Grateful Dead a la cabeza.



Con el tercer tema, "Babylon", el disco empieza a discurrir por terrenos más exóticos con una intro de toques de guitarra flamenca para luego desembocar en una psicodelia de lo más envolvente, marcada por los cambios de ritmo y los efectos de sonido. No suena a 1975 sino a 1968. Algo más folky y delicado suena "Last Flight to Eden", un instrumental con el que esta oscura banda se adentra en la vertiente más mística de la psicodelia . Por su parte, "Prelude" son 30 segundos de grabación pasada al revés y que, como su nombre indica, preludia lo que ha de llegar a continuación, justamente el clímax del disco. Efectivamente, el culmen del disco llega con "Hello Sunshine". Envuelto en ruido de olas marinas, el tema es un haiku sonoro traspasado por la luminosidad del sur de California. Toques de raga rock, deliciosos arpegios de guitarra acústica y sugerentes flautas parecen transportar al oyente a un lugar ideal donde no existe nada que amenace su existencia. 



La ya mencionada influencia de los Dead es más patente en "They Knew What To Say", una pieza de folk-rock ácido que contrasta con el rock ruidoso y urbano que ya empezaba a imponerse en 1975. Con "The Persian Caravan" Pearlman da rienda suelta a sus querencias orientalistas usando instrumentos de cuerda de Asia menor y marcándose una instrumental de espeso raga-rock que no tienen nada que envidiar al "Section 43" de Los Country Joe & The Fish, tema con el que musicalmente comparte mucho. Finalmente, "A Thousand Year" parece la contraparte cantada del anterior del anterior tema y por otra parte hace pensar a uno si grupos neo psicodélicos como The Beta Band no habrían escuchado también esta joya lisérgica antes de grabar lo más ácido de su repertorio.

En resumen, un disco para guardar como oro en paño y degustar solo en estados especiales de consciencia.

martes, 18 de agosto de 2015

GRAM PARSONS, LA SERIE CÓSMICA

Grace Morales
Jot Down, 06/2014


Si alguien te dice que tiene una colección genial de discos y en ella no hay un álbum de Gram Parsons, dispárale. (Ryan Adams, en plan outlaw). 

Gram Parsons fue expulsado de Harvard hace unos años, tras estar solo un semestre. Lleva puesta una camiseta de Snoopy, pantalones de terciopelo, brillantes botas blancas de vaquero con rhinestones, muy puntiagudas, y una chaqueta parisina de piel en azul. Lo que significa que parece una estrella de rock and roll… Siempre hay una docena de personas en Harvard que se esfuerzan en convertirse en estrellas del rock. (The Crimson Harvard, 1969, boletín de la universidad, desdeñoso con la juventud y la moda).

Hace tiempo leí que escribir sobre Gram Parsons era una pesadilla. Lo decía uno de sus biógrafos. Aunque a simple vista no parece difícil relatar la vida de un músico que murió con veintiséis años, frente a las peripecias de artistas con discografías interminables, lo cierto es que no se trata de un personaje como los demás. Si en vida apenas tuvo repercusión, tras su muerte se ha transformado en algo más que una simple leyenda. En los últimos años, desde el revival del «nuevo rock americano» (¿alguien recuerda a The Long Ryders?), hasta el actual movimiento del country alternativo, Gram Parsons es un mito que se aviva con más fuerza cada vez que invocas su nombre. Ya ni siquiera se circunscribe al estereotipo de la rockstar con todos sus complementos, esa quien tras una muerte prematura es elevada a los altares del comercio y los tributos. Parsons es el destilado puro del sueño de California, la visión utópica que planea sobre la música y la sociedad de los años sesenta y, al mismo tiempo, un cuerpo en la cuneta, testigo frágil de las pesadillas que se agazapaban en los callejones más oscuros. Es el hijo sobreprotegido de una cultura alterada, la actualización de las historias de los forajidos del viejo Oeste, cantante perdido de los honky tonks y aprendiz de cowboy en la era psicodélica. Son estas algunas de las interpretaciones, a veces bastante exageradas, que se superponen acerca de una vida que ha pasado a la dimensión favorita de la cultura popular, la de los antihéroes, aquella donde permanecen los que se consumieron en la llama, muy deprisa y muy pronto.

Primera temporada

Solo con los datos de la vida de Gram Parsons se puede desarrollar una tragedia digna de Tennessee Williams, y las peripecias de su muerte las podría haber escrito el mismísimo Hunter S. Thompson, incluso haber estado por allí de testigo. Esta historia de grandes fortunas sureñas y relaciones desgraciadas da para una teleserie de alto presupuesto, entre Peyton Place y Dallas, con varias temporadas trepidantes. Nuestro protagonista nace a final de los años cuarenta en Florida y crece entre Georgia y Louisiana. Niño mimado con tendencias autodestructivas, es educado como un caballero del sur dentro de una familia disfuncional de libro, multimillonarios que luchan por la herencia del imperio del zumo de naranja. Un padre con severos traumas se suicidará cuando él es pequeño. Después morirá su madre, justo el día de la graduación en el instituto de Gram, a causa de una cirrosis motivada por su afición a la bebida. Entra en escena un padrastro vivalavirgen afecto a la «causa cubana», de quien tomará el apellido Parsons, porque en origen Gram ha sido bautizado como Cecil Ingram Connor III, y con ese nombre, entre mando del ejército confederado y tahúr del Mississippi, ya estás marcado de por vida.



Segunda temporada

Años sesenta. Tras diversas expulsiones de colegios privados y un semestre en Harvard, el heredero de la dinastía viajará por el país con un rico fondo fiduciario heredado de mamá, porque quiere ser músico desde que era pequeño, y talento, desde luego, no le falta (dinero tampoco: dos veces al año recibe entre treinta y cuarenta mil dólares). Tras haber organizado varios grupos en el instituto (The Legends, The Vanguards, siempre con el folk de Peter, Paul & Mary o The Kingston Trio como referencia), llegará a Nueva York con su último cuarteto, The Shilos, también marcadamente folkie, de los que detestan al Dylan eléctrico. Gram se sitúa a medio camino, no es fundamentalista, aunque admira a Tom Paxton y Fred Neil, pero también venera a los artistas más comerciales del género. Conocerá a su ídolo, John Phillips, además de coincidir en el barrio con los futuros Buffalo Springfield. Para ellos interpreta alguna de sus primeras composiciones. Los deja boquiabiertos. Todos le marcan el rumbo al oeste, la escena musical más importante del mundo en ese tiempo, Laurel Canyon, California, a donde llegará para convertirse en una estrella de rock.

Quemad todos los honky tonks: eso que llaman country 

El honky tonk es un bar típico del sur, con actuaciones en directo, bailes y alcohol, que se montaba a las afueras de los pueblos y cerraba tarde. Una evolución de los antiguos saloons que a veces podía tener un burdel. En casi todos ellos el ambiente se caldeaba hasta terminar casi en bronca diaria. El público era blanco, solía ser pobre, y la música que sonaba era hillbilly, que fue cambiando al western swing de orquestas que practicaban un pop más ruidoso. La razón, habían tenido que electrificar sus instrumentos para poder ser oídos entre el alboroto y los tiros: la steel guitar se volvió proto-rock. Los músicos ejecutaban un western sincopado, añadiendo a los instrumentos de cuerdas baterías y saxofones, incluso el acordeón tex mex, conforme estaban más cerca de Texas y California. Las canciones hablaban de alcoholismo, drogas, traiciones, riñas y todos los mitos del viejo Oeste. Sus intérpretes, genios como Bob Dunn o Hank Penny, fueron los padres de los héroes de Gram Parsons: por un lado, los honkytonkers de los años cincuenta (Porter Wagoner, Hank Snow, Ray Price… grandes figuras que interpretaban canciones de sonidos secos y contenidos poco edificantes), y por otro, los artistas del sonido de Bakersfield.

Situada al norte de Los Ángeles, en un cruce de importantes carreteras, en Bakersfield surgió un estilo de vida con transportistas y tráfico de sustancias ilegales. Allí se estableció un circuito de bares, sellos de grabación y artistas encabezados por dos leyendas: Merle Haggard y Buck Owens, intérpretes alejados de la música digerible del country de Nashville. Ambos componían sus propias canciones, tenían un look y un sonido más agresivos y tocaban con su propio grupo (The Strangers, el primero, donde estaba Don Rich, y The Buckaroos, el segundo, con el legendario James Burton, que después acompañaría al propio Gram). Haggard se inspiraba en el western swing y Owens en el rockabilly.

Pero a pesar de lo rudo de este sonido y lo cercano que estaba al rock en su actitud outsider, ciertamente esa música no era la que escuchaba el público hip de la misma California, porque el country se veía —se sigue viendo— como un residuo de la América más reaccionaria. Si querías ser una estrella del rock, no se te habría ocurrido de ninguna manera tocar acompañado de un banjo y vestirte de vaquero con un traje bordado de pajaritos (o de pistolas, como lucía el gran Faron Young). El folk rock también bebía de las raíces y había muchos grupos interesados en mezclar ambas cosas. Dylan daría la campanada en 1969, grabando un elepé con Johnny Cash, después de haber comenzado en el Festival de Newport ese peculiar sistema suyo de decepcionar a sus fans cada cierto tiempo, tradición que sigue cumpliendo hasta el día de hoy.

Los hippie-billies 

There’s talk on the street, it sounds so familiargreat expectations, everybody’s watching youpeople you meet they all seem to know youeven your old friends treat you like you’re something new.(«New Kid in Town», The Eagles).

Pero antes de que Dylan tuviese uno de sus cambios de humor, Gram Parsons ya quería ser una estrella del rock con los ingredientes de un artista country. Había crecido escuchando rock and roll y góspel, era fan fatal de Elvis desde que lo vio en directo en 1957. Tras escuchar a fondo en la universidad una gran cantidad de discos de country, supo que eso es lo que quería tocar y fundó The International Submarine Band, donde comienza esta historia de country rock, de psicodelia country o de rock hippie country. Es igual, Gram no convenció a ninguna de las partes. Demasiado hippie para el country, demasiado country para el pop, demasiado pop para el rock… Cualquiera de las combinaciones da una proporción no equilibrada, aunque esta misma mezcla se haría mundialmente popular y lanzaría a otros grupos a un estrellato que él no tuvo.

La ISB grabó su primer elepé en 1968, Safe at home, después de dos singles que pasaron sin pena ni gloria y una complicada peripecia (1). Pasó inadvertido en su tiempo y es el menos celebrado de la corta carrera de Gram Parsons. Lógico que en la época del «verano del amor», un disco que se dedicaba a revisitar los clásicos del country se estrellara con sus versiones de «I Still Miss Someone» y «Folsom Prison Blues», mezcladas con «That´s all right, mama» o «I must have been somebody else you´ve known», de Merle Haggard. La versión de Hank Snow de «Miller´s Cave» es prodigiosa y atemporal, además de las propias composiciones, producto del genio de Gram, como «Blue Eyes» o «Luxury Liner», su primer clásico sobre trenes y almas solitarias. Este disco tiene el sonido más puramente country de todo Parsons (fue siempre su disco favorito) gracias en parte a los músicos traídos de Nashville. Estos rockeros aficionados al bluegrass, encabezados por el romántico Gram Parsons, se encuentran con las raíces del country y descubren que tras los tópicos, producto en gran parte del desconocimiento, hay una corriente de música popular que le canta a asuntos mucho más complejos que el melodrama pop, con intérpretes fuera de serie.


Parsons no era un simple enciclopedista, quería mezclarse con la música, por lo que lejos de resguardarse en el ambiente moderno con sus discos, no dudó en frecuentar los bares country «auténticos» de Los Ángeles. Y eso era una aventura, porque entrar en un local de la Ciudad de la Industria, el polígono donde se concentraban marines, camioneros y duros rednecks locales y mexicanos, con aquella pinta suya era jugarse una pelea sí o sí. Sin embargo, él y sus músicos participan en los concursos de nuevos talentos en The Palomino, incluso en el Aces, concentración de Hell´s Angels, donde podían tocar acompañados de un veterano del género. En uno de estos bares, Parsons encuentra en 1967 a Suzi Jane Hokom, cazatalentos y chica del productor Lee Hazelwood. La rubia se prenda de la música de la ISB, pero especialmente de Parsons, y convence a su novio de que les fiche para su sello.

Pero esta historia dura muy poco. No ha empezado la promoción cuando Gram anuncia que abandona la ISB y se une a los Byrds en 1968. Para evitar una demanda, y sin tener en cuenta a sus compañeros, le tiene que vender los derechos del nombre a Hazelwood y Safe at home se publica cuando el grupo ya no existe.

La novia del rodeo

Con todo, The Internacional Submarine Band llamó la atención de muchos músicos. Entre ellos, la del bajista de los Byrds, Chris Hillman, quien se interesó por el tipo que tiempo atrás le había levantado la chica a su excompañero, David Crosby, la conocida it girl Nancy Cross, con quien Parsons ya había tenido una hija en 1967 (2). Hillman le dijo que estaban buscando músicos de sesión, al haberse quedado sin Gene Clark y sin Crosby. Parsons, como teclista, y el guitarrista Clarence White fueron contratados a la vez para grabar en el sexto disco de los Byrds. Al ladino Roger McGuinn, lo de que Parsons no pudiese cantar sus canciones por el supuesto conflicto con Hazelwood le venía de perlas, pero a Gram, deseoso de tocar con un grupo famoso, estos asuntos legales le daban igual. Hubiera tocado con ellos sin ver un centavo.

Sweetheart of the Rodeo fue el primer disco de un grupo pop grabado en Nashville. Abrió el camino del country rock a lo grande. La idea de Roger McGuinn era distinta, él quería realizar un recorrido por la historia de la música americana, desde sus orígenes hasta la electrónica, pero debido al entusiasmo de Parsons se centraron exclusivamente en el country. Así se pueden encontrar, entre otros, brillantes ejemplos de folk de las dos vertientes, la fundamentalista («The Christian Life», un tanto perversa en la voz de McGuinn, de The Louvin Brothers) y la social («Pretty Boy Floyd», de Woody Guthrie); una murder ballad, la escalofriante «Pretty Polly»; country-gospel («I am a pilgrim», popularizada por Merle Travis); country clásico (una revitalizada y enorme «Life in Prison», de Merle Haggard o «You´re still on my mind», de Luke McDaniel), más las versiones del Dylan de las cintas del sótano, todavía no editadas, memorables «Nothing was delivered» y «You ain´t going nowhere». Es una obra maestra, ambiciosa y manierista, que marca en las composiciones de Gram Parsons, las increíbles «One hundred years from now» y «Hickory Wind», la distinción entre el country tradicional y este nuevo estilo, que le despoja de la caricatura y recupera de forma natural las raíces. Parsons no es un rudo vaquero con pelo imposible que canta sobre peleas y se derrumba cuando le deja la mujer, sino un ser casi andrógino de pelo largo y vestido de fantasía, que reinterpreta el peso de la religión, el miedo y la culpa, donde lo mismo cabían cowboys, ángeles caídos o niños perdidos. Y también, hay que decirlo, un punto de ironía bajo el sombrero de vaquero melancólico.



Los aficionados al country no recibieron el disco con mucha alegría, pero su aparición en el sacrosanto Grand Ole Opry tampoco provocó un escándalo. Cuando Gram Parson dedicó «Hickory Wind» a su abuela, el público simplemente escuchó a los melenudos con frialdad y esperó a que saliera el siguiente grupo. Los fans de los Byrds se quedaron desconcertados, el disco fue el menos vendido de su carrera, y hasta que el mundo no se convenció de que aquello era una maravilla, McGuinn estuvo un tiempo disculpándose por la falta de éxito, echándole la culpa a Parsons.

Los Byrds se van de gira a Europa con Doug Dillard, el mejor intérprete de banjo de su tiempo, ante la reticencia de McGuinn. En Londres, Gram conoce a los Rolling Stones y se hace íntimo de Keith Richards. Bajo la influencia, ambos se enamoran al instante. En compañía de Keith, Parsons creerá en su inocencia-inconsciencia que él es también todo un Rolling Stone, mientras que Richards se interesará por sus conocimientos de la old timey music y la facilidad que tiene Gram para componer según la estructura del country. Sea como fuere, los Byrds tienen apalabrado un concierto en Sudáfrica y Parsons, que será muy educado, pero tiene que preguntar qué es eso del apartheid (Anita Pallemberg le explica que es lo mismo que tienen ellos en Mississippi), decide no viajar con el grupo. Aunque hace unas sentidas declaraciones sobre sus hermanos, los criados negros de la mansión familiar en Winter Haven, la verdadera razón no es un gesto político, sino que estaba harto de discutir con los Byrds y desea quedarse con los Stones para seguir la fiesta. La sesión de fotos en Stonehenge, con Jagger y Richards posando entre los megalitos, da fe de esta pasión entre los burgueses de Londres y el rico sureño. Mick enseñará a Gram otros enclaves druídicos en las islas. Él corresponderá invitando a sus nuevos amigos a buscar extraterrestres en el Monumento Nacional del Joshua Tree.

Avance de la Tercera Temporada y Season Finale

Tras varios intentos en grupos de leyenda y una música en solitario absolutamente prometedora, salpicados de abandonos, infidelidades, apatía, espantadas, peleas, excesos y un éxito que nunca llega, Gram Parsons emprenderá una carrera contra sí mismo, deseando escapar de un destino inevitable, como si se creyera víctima de una maldición familiar. En un motel de ese camino se quedará para siempre, adicto a la mentira y otras sustancias. Tras su muerte, será una referencia para cientos y cientos de músicos.

El dorado palacio del pecado

Gram Parsons vuelve a Los Ángeles. Los Byrds se han separado. Chris Hillman y él hacen las paces y deciden irse a vivir juntos, componer y reunir un nuevo grupo. Ahora van a ser un cuarteto. Ellos en las guitarras y las voces, Chris Ethridge al bajo, músico de sesión que trabajaría con Ry Cooder o Willie Nelson, y Sneaky Pete Kleinow al pedal steel, un intérprete único en su estilo. Sin batería fijo, este grupo, que tiene uno de los nombres más tontos que se recuerdan —The Flying Burrito Brothers— realizará en su debut, The Gilded Palace of Sin (A&M, 1969) la simbiosis más perfecta entre el rock y el country, uno de los discos más importantes e incomprendidos de los años sesenta. Gram y Chris cantan como los Everly Brothers, mientras el pedal steel de Sneaky Pete suena a música espacial, muy diferente de los sonidos tradicionales, como si fuese un Sun Ra country. Las canciones comienzan con la optimista y eterna «Christine’s Tune» para ir oscureciendo el tono según avanzan: en ellas están las contradicciones del chico de campo que no encuentra su sitio en ninguna parte, la tristeza que no se va con las drogas: «Sin City»; la desesperación en la que puede ser una de sus mejores composiciones, «Hot Burrito #1»; así como las dos versiones, extraídas esta vez de la música soul, de la que eran fanáticos en esos días: la primera, convertida en un vals honky tonk, «Do Right Woman», y la segunda, la gospel «Dark end of the street», que en la voz de Gram Parsons se vuelve balada espectral. Para cerrar, una broma: Chris en el papel de serio evangelista, recita un sermón en «Hippie Boy», mientras Gram toca el órgano de forma solemne y se oyen los coros de «Peace in the valley»…



Además de la inmensa joya que es su música, del disco ha quedado para la historia el look del grupo. Parsons tuvo la genial idea de lucir unos trajes como los que llevaban sus ídolos, los cantantes country, recargados de lentejuelas y bordados. Para ello, fue al mismo sastre que los realizaba, Nudie Cohn, extravagante diseñador que había realizado el traje de oro de Elvis o el de las partituras de Hank Williams. Parsons le encarga cuatro Nudies, pero en lugar de motivos «clásicos», para el suyo bordará hojas de marihuana, pastillas, cruces y amapolas… Cada Burrito especificará los dibujos (son tremendos: el de Hillman en azul, con bordado de pavos reales y un sol en la espalda, Ethridge lleva un Nudie cubierto de rosas, y Sneaky Pete opta por un suéter de terciopelo negro atravesado por un pterodáctilo amarillo). Estos trajes seguían la tradición, pero al mismo tiempo resultaban casi dadaístas. Estamos viendo prácticamente a un grupo glam en el 69. Con una imagen tan arriesgada, iba a ser muy difícil acercarse al público pop. Los modernos preferirían otros hippies-country, de barba y melenas, vestidos con simples vaqueros, botas y camisetas. Pero como sabía Parsons, un artista country de verdad nunca saldría a tocar con unos vulgares Levi’s.

Hay un leyenda del rock que cuenta que en las oficinas del sello A&M todavía seguían llegando, al cabo de mucho tiempo, facturas pendientes de la primera gira de los Flying Burrito Brothers. Al grupo no se le ocurrió otra cosa que recorrer el país en tren y dejar un pequeño desastre en cada concierto. Tal era la desorganización y el estado de los músicos, que en Nueva York ni siquiera se presentaron. «Era como una película de vaqueros de Fellini», recuerda Chris Hillman. Pese al buen recibimiento de la crítica y aunque Dylan dijese que era su grupo favorito, la A&M, por este descontrol de la gira del tren, se desentendió muy pronto de ellos y tuvieron que volver a tocar en el circuito de bares honky tonk.



Llegó un punto en que Gram se había transformado en una especie de Keith Richards sureño. Los conciertos en bares frecuentados por el público belicoso del country, que en nada se parecía al de Sunset Strip, con su cantante maquillado de aquella guisa, no era suficiente para obtener dinero ni repercusión. Además, Parsons cada vez pasaba más tiempo con los Rolling Stones, cosa que le recriminaba hasta el propio Jagger, quien terminó por invitarle a abandonar el estudio de Elektra en el que estaban realizando las mezclas de Let it Bleed. Esta performance para televisión es un ejemplo de por qué los amigos le llamaban Gram Richards:



Los Flying Burrito tocaron en el concierto de Altamont. Como curiosidad, su actuación debió de ser el único momento del show en el que ni público ni músicos fueron atacados por los Ángeles del Infierno. Gram Parsons luce mechas rubias y una ropa que nadie en ese momento se habría atrevido a llevar, siendo hombre blanco y músico en un grupo de rock, se entiende. Tras los penosos incidentes, el grupo vuelve a sus actuaciones. Han contratado a Michael Clarke, el exbatería de los Byrds, y a Bernie Leadon, el que luego será fundador de los Eagles, para la guitarra (Hillman vuelve al bajo), y cuentan con la colaboración del violinista Byron Berline, el mismo que toca en «Country Tonk», de los Stones.

Gram esperará en vano a que Keith produzca el segundo elepé de sus Burritos y, sin ganas, comienza la grabación. No tienen canciones suficientes y las que componen no están a la altura. Burrito de Luxe (1970) es como un descarte de Sweetheart of the Rodeo, a pesar de canciones como «Cody, Cody», «Older Guys», y la famosa versión de «Wild Horses», grabada por ellos un año antes por cortesía de los Stones. Los únicos temas en los que Gram parece volver a cantar como antes son en la versión de «Image of Me», de Harlan Howard, perfecta para su personalidad, lo mismo que en «High Fashion Queen». (3)

En sus intentos cada vez más serios de construirse una leyenda de forajido al tiempo que destruye salud y talento, Gram se compra una enorme Harley, y a las pocas semanas tiene un aparatoso accidente que le manda al hospital. Cuando reaparece con los Burritos, Hillman, que ya ha tenido suficiente, lo echa del grupo. No parece que le afecte demasiado: en unos meses se va con los Rolling Stones a Inglaterra con su nueva novia, la modelo Gretchen Burrell. Por recomendación de William Burroughs todos inician una cura de desintoxicación. O algo parecido.

Al año siguiente, la trouppe de los Stones emprende camino al sur de Francia. No son vacaciones, se van por asuntos de millonarios con Hacienda. En una elegante mansión grabarán Exile on Main Street. Para tal efecto llevan equipo, familia y llaman a varios dealers de la zona. También se apunta una serie de amigos. Gram Parsons está, cómo no, entre este grupo. Keith y él pasan mucho tiempo tocando juntos, y son inmortalizados en una sesión de fotos con sus parejas, retratos en los que las estrellas del rock clausuran un espacio-tiempo. A partir de entonces, todo será la mugre y la furia.

Seguramente fueron los días más felices en la vida de Gram Parsons, tocando clásicos, droga en cantidades industriales, aislado del mundo y sus problemas, que por pequeños que fuesen era incapaz de afrontar. Pero aunque los Stones pudieran parecer un caos, tenían (al parecer, tienen) voluntad de hierro. Echaron a Gram y a su novia tras dos semanas de fiestas y peleas.



Cuando vuelve a casa, Gram se casa con Gretchen y se instala en el Château Marmont, un conocido edificio de apartamentos de Sunset Boulevard. Parece que está decidido a empezar de cero con una carrera en solitario. Se inspira en el dúo de George Jones y Tammy Waynette, y quiere una solista con quien cantar. La encontrará, como siempre, por medio de Chris Hillman, una folksinger que actuaba en los clubs de Washington D.C. Emmylou Harris es una intérprete maravillosa que apenas sabe quién es Gram Parsons, pero tras una primera toma de contacto en la que ambos cantan varias canciones clásicas, acepta grabar con él.

Gram espera otra vez que el productor de este nuevo disco sea Keith Richards, pero desde lo de Francia no volverá nunca más a tener noticias de su amigo. Entonces pedirá en la discográfica a Merle Haggard. La leyenda del country acepta reunirse con él y en un principio parece que le hace gracia la idea de producir al sureño melenudo, a pesar del desprecio que siente por los hippies. Pero en el último momento, el cantante, como un Parsons cualquiera, decide que no. El destino le devuelve la jugada a Gram y la decepción que se lleva es una de las más grandes de su vida.

Gram se tiene que contentar con el ingeniero de sonido de Haggard y contrata de su propio bolsillo a la TCB de Elvis: el guitarrista James Burton, Ronnie Tutt en la batería y Glenn D. Harlin al piano, más el violinista Byron Berline. Una decisión que, como de costumbre, ningún otro músico rock en ese momento habría tomado, pues significaba tocar con los músicos más poco auténticos del mundo, una horterada, los del Elvis de Las Vegas. Era 1972, ya había salido American Beauty de The Grateful Dead, y estaba a punto de ser disco de platino el elepé debut de los Eagles. Es lógico que Parsons estuviese muy, muy quemado.



Con un verdadero supergrupo, la voz de Emmylou Harris y un Gram Parsons más centrado que de costumbre, el resultado es excepcional. GP (1973) es una cumbre del rock and roll, el country gospel solemne y honky tonk despreocupado, con canciones inolvidables («Still Feeling Blue») y armonías vocales perfectas («We’ll Sweep out the Ashes in the Morning», «That´s all it took»). Tiene versiones muy escogidas, como de costumbre, «Streets of Baltimore», y la impresionante «Cry One More Time», de la J. Geils Band. Letras cantadas con toda el alma, en las Gram expresa su carácter autocompasivo y la necesidad constante de atención («She», «A Song For You», «How Much I´ve Lied»). Parsons encarna a un honky tonker moderno que cae en los excesos una y otra vez y después corre a aligerar el peso de la culpa en la iluminación espiritual, con ángeles, demonios y todo el bello equipo religioso que ha dado tanto juego en la música popular. Las imágenes de la portada, fotos de Gram, muy cambiado físicamente, en su lujoso apartamento, son también propias de un artista que no se pliega a las modas.

Para promocionar su espléndido disco, Parsons reúne un grupo, The Fallen Angels, con Emmylou y antiguos amigos. La gira es, salvo algunos conciertos de leyenda, un fracaso. El viaje en autobús es un tópico rock de broncas y escándalos. Gram, fuera de sí, hasta recibe una paliza de la policía, pero cuando canta con Emmylou, el público olvida que lo está viendo en su peor momento.

El año 73 será el final de todo. Su amigo Brandon DeWilde muere en un accidente de coche. El guitarrista Clarence White, magnífico intérprete de bluegrass, también fallece, atropellado por un camión mientras está recogiendo sus instrumentos. Gram, muy afectado, escribe «In My Hour of Darkness» en su honor, y en el funeral de White, una fría ceremonia católica, él y unos amigos, muy borrachos, entre los que se encuentra su road manager Phil Kaufman (4), prometen que cuando uno de ellos muera los demás quemarán y esparcirán sus cenizas en su lugar favorito. El parque Joshua Tree.

Un Ángel Severo

I wanna live fast love hard die young and leave a beautiful memoryI got a hot-rod car and a cowboy suit and I really do get aroundI got a little black book and the gals look cute and I know the name of every spot in town
Faron Young, 1955.

Gram Parsons no vio publicado su último disco, Grievous Angel (1974). Para la portada tenía pensada una foto de él y Emmylou a lomos de una Harley, pero su mujer Gretchen censuró la idea y solo permitió una imagen de Parsons sobre fondo azul celestial. No es un disco tan perfecto como el anterior, pero los duetos siguen siendo escalofriantes (las versiones de los Everly Brothers de «Love Hurts», que Gram y Emmylou siguen casi al pie de la letra; la de Tom T. Hall, un éxito del sonido Nashville, «I Can´t Dance»), las devastadoras «Brass Buttons» y «1000 $ Wedding», y el clásico «Oooh Las Vegas». Es un resumen perfecto del country de Parsons: tradición agitada por una nueva era, desperada y más nihilista.

No se podía haber escogido mejor una despedida que «In My Hour of Darkness» (con Linda Rondstadt en los coros). En ella, con desoladas imágenes, Parsons, además de recordar emocionado a sus amigos muertos, escribe el mejor panegírico que nadie ha realizado sobre él mismo, retratándose de forma muy sincera:
Otro joven rasgueaba con seguridad su guitarra de cuerdas plateadasY él tocaba en cualquier parte para la genteAlgunos decían que era una estrellapero solo era un chico de pueblosus canciones sencillas lo reconocíany la música que él tenía dentro, muy pocos la poseían
Gram decidió moderar su consumo de sustancias durante la grabación del disco. Otra cosa fue cuando esta terminó. Volvieron las fiestas y el exceso. Puestos a empeorar las cosas, Gram decidió tomarse unas pequeñas vacaciones en el Parque Nacional del Joshua Tree con su actual novia, Margaret Fisher, una antigua amiga del instituto que había vuelto a su vida, y otra pareja. Los cuatro se alojaron en el motel Joshua Inn, lugar que adoraba Gram. El pueblo, lleno de bares y casuchas, estaba poblado por auténticos colgados desde los años treinta, cuando aquel sitio se había convertido en centro de peregrinación de aficionados a lo paranormal. Al cabo de un par de días, Gram quiso drogas duras. Pidieron heroína, pero en su lugar les trajeron ampollas de morfina. Parsons se inyectó un par de ellas e inmediatamente se sintió mal. Tras unas decisiones equivocadas, en unas horas ya estaba inconsciente. Llamaron a la ambulancia, que solo pudo testificar que Gram Parsons había muerto.



Hasta aquí, la típica historia. A partir de ahora, el carrusel pintoresco. Después de que la policía interrogase a los testigos, estos llaman a Phil Kaufman para informarle de la triste noticia. El cuerpo de Parsons ya está en el aeropuerto, a punto de ser enviado a Nueva Orleáns, porque lo ha reclamado su padrastro para el entierro. Kaufman coge su furgoneta, y en poco tiempo se planta en la sala de la funeraria con un amigo. De alguna manera engaña al vigilante de seguridad y consigue llevarse el ataúd de Parsons, emprendiendo camino hacia el Joshua Tree. Allí, en un enclave especial, Cap Rock, depositan el ataúd, lo abren, cubren de gasolina el cadáver desnudo de Parsons y le prenden fuego durante unas horas. Con miedo de que llegue la policía, alertada por las llamas que salen del cadáver, lo tapan y huyen de allí. Será encontrado al cabo de poco tiempo por unos excursionistas. La policía no se ha encontrado con un caso semejante, y posteriormente, mientras Arthur Penn está grabando exteriores en su casa para la película La noche se mueve, unos agentes detienen a Kaufman y a su amigo por «robo de cadáver». Más adelante, en el juicio, los dos tendrán que pagar una multa por la ocurrencia. El director de cine le dirá a Kaufman que, sinceramente, estaba rodando la película equivocada.



Grievous Angel se publicó en 1974 a título póstumo. La historia del rock está repleta de muertes como esta, una anécdota absurda y morbosa. Pero hay pocas que se comparen a esta peripecia que ha oscurecido la estrella de Gram Parsons, que aunque no fue tan rutilante como las del club del 27, por obra y gracia de este funeral psico-vikingo y el revival posterior se convertiría en un mito. Él hizo todo lo posible por serlo en vida, y aptitudes no le faltaban. Quiso recorrer muy deprisa la ruta hacia el triunfo mediante excesos en lugar de disciplina, y le faltó la perseverancia de otras máquinas para esto de la autodestrucción controlada, que mudan de piel y sangre como quien se quita un modelito, para seguir y seguir. Fue un músico privilegiado, con una enorme comprensión de la música popular americana, demasiado ensimismado en una tradición que ya nadie entendía, salvo por la vulgarización y el comercio. Si en el principio de los años setenta poca gente soportaba semejante derroche de talento y exposición sentimental, ahora escuchar sus discos, verlo vestido con alguno de sus Nudies, es como si contemplásemos, mudos y asombrados, a los extraterrestres que con tanto afán buscaba el frágil Gram Parsons en el desierto.

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(1) La ISB se formó estando Parsons de estudiante tarambana en Harvard, junto a su compañero de estudios, el guitarrista John Nuese, hacia 1965. Al año siguiente, el cuarteto (con Ian Dunlop, bajista, y Mickey Gauvin, batería) se trasladó a Nueva York. De esa época son algunos conciertos en el área de Boston, como teloneros de Phil Ochs, tocando versiones de música tradicional de los Apalaches, para desesperación de los concienciados fans del solista. Parsons, tras librarse de la mili mediante la ingesta de LSD, decidió mudarse a California, espoleado por la promesa de que el grupo saldría en la película emblema de la psicodelia, The Trip, de Roger Corman. Quien le prometió esta colaboración fue su amigo Brandon DeWilde, el actor que había triunfado de niño con su papel en Raíces profundas y que en esos días hacía los coros a Parsons en su grupo. Al final sí salieron en la película, muy brevemente, pero solo en imagen, puesto que el sonido no es de ellos, suenan The Electric Flag, la banda de Mike Bloomfield. Gracias a este papel en The Trip se hicieron con un nombre, consiguiendo actuar de teloneros, por ejemplo, para unos Doors que acababan de editar su primer disco. Los conciertos eran caóticos por ocurrencias como poner un theremin en el escenario y mezclar clásicos del country con sonidos espaciales… Gram tocó con luminarias como Bobby Keys, el incombustible saxofonista texano, y sobre todo, Leon Russell, una personalidad dentro del pop y el blues rock, que tuvo una gran influencia en Parsons cuando este desarrollaba su propio estilo, aquello de la «música cósmica americana».

(2) La historia de los Byrds es como Juego de tronos en grupo de pop. Pocos han sido tan influyentes en la música y tan maquiavélicos en sus relaciones. Solo se salva el genio adorable de Gene Clark.

(3) La portada de Burrito de Luxe es muy poco atractiva. Gram creyó que fotografiar unos burritos tachonados de lentejuelas iba a ser glamuroso, pero el resultado queda muy lejos de esa intención. Los extraños trajes que luce el grupo son promoción de una película cuyo metraje ha desaparecido, o quizá ha sido tirado a un volcán para proteger a los implicados: Saturation ´70, en la que participaban Michelle Phillips y Parsons, rodada en el Joshua Tree durante la concentración de amigos de los extraterrestres que se celebra allí cada año.

(4) Famoso road manager de los Stones, Zappa y Parsons, entre otros, que comenzó como actor en pequeños papeles de Hollywood. Fue arrestado por posesión de drogas y coincidió en la cárcel con Charles Manson. Al salir, pasó una temporada con la Familia en el Rancho Spahn. Kaufman grabó las cintas de lo que sería el disco de Manson, Lie: The Love and Terror Cult.

martes, 4 de agosto de 2015

METAL MACHINE MUSIC: LOU REED Y LA HOJA DE UN ARBUSTO

Manuel de Lorenzo
Jot Down, junio 2015



La línea que separa la genialidad de la tomadura de pelo es tan fina que a veces es interesante aproximarse a esa frontera para echar un vistazo a lo que sucede en sus inmediaciones y comprobar cómo las cosas a uno y otro lado son casi idénticas.

Tuve ocasión de revisar una vez más esa vecindad hace algún tiempo, aunque quizá no el suficiente, cuando me sirvieron la hoja de un arbusto como parte de un menú degustación. Una hoja pequeña, sin acompañamientos, ni salsas, ni aliños, colocada en el centro de un enorme plato blanco e injusto. Una triste hoja y nada más. Todo un reto para cualquier comensal dotado del habitual arsenal de cubertería.

Uno de mis acompañantes, al verse frente a la hoja, inició un discurso que defendía el carácter artístico del plato —y por extensión, del alarde culinario en general— por oposición a la simple nutrición. Preparar un puchero de lentejas con chorizo para ocho personas es cocinar, pero aquello que teníamos delante era arte. Cuántas vueltas habría dado el chef para crear aquella pieza. Cuántos experimentos habría llevado a cabo para componer su obra. Cuántos ingredientes habría tanteado hasta concluir que la hoja, por sí misma, era exactamente lo que buscaba. Lo fácil, lo mortal, habría sido servir un plato de lentejas. Su tesis era esa que defiende que la obra de arte excede de la necesidad humana. Si comer consistiese únicamente en alimentarse, no existiría la gastronomía. Solo la cocina.

El planteamiento parecía razonable, pero a pesar del tranquilizador envoltorio teórico, mi plato seguía estando formado por una hoja tan insignificante que, en aquel momento, lo significaba todo. Siguiendo el razonamiento expuesto, cabía preguntarse si la obra de arte es siempre genial por el mero hecho de serlo, buena por definición, o si por el contrario es posible conceptuar algo como obra de arte y al mismo tiempo concluir que esta es chapucera o de escasa calidad. ¿Existe la obra de arte mala? ¿Era aquella hoja una genialidad solo por tratarse de un ejemplo de arte culinario? La pregunta, todavía en mi garganta, comenzaba a perder su forma entre divagaciones ajenas justo cuando el jefe de sala se acercó y nos explicó qué sensación debíamos experimentar al probar la hoja —por si acaso se trataba de una hoja embustera, supongo yo—. Lo siguiente fue probarla, quiero decir, sentirla, experimentarla, y por fin confirmar lo poco que nos importaba fingir nuestra conformidad con el criterio del jefe de sala. Faltaría más.

La duda continuó rondándome unos días, como un catarro mal curado, hasta que el fin de semana siguiente comenté con unos amigos lo sucedido, habida cuenta de que esta clase de debates bizantinos cojean cuando uno los tiene consigo mismo. Darío Diéguez, hombre de letras, jurista y conversador oportuno, arrojó entonces algo de luz sobre la cuestión trayendo a colación el ejemplo del Metal Machine Music de Lou Reed, que encajó en la historia como la pieza larga en el Tetris.

La leyenda, que siempre peca de sensacionalista, cuenta que ese extraño disco fue el modo en que Lou Reed se vengó de su sello discográfico, RCA, y a la vez la excusa para romper su contrato. El autor siempre lo ha negado argumentando que se trataba de una pieza artística que venía madurando desde hacía seis años, incluso antes del fin de The Velvet Underground, y que a pesar de consistir en un producto muy pensado, no había podido llevarlo a cabo debido a que hasta entonces no había dispuesto de tiempo suficiente ni del instrumental técnico adecuado. Que lo grabase en un solo día con varias guitarras desafinadas y recursos anticuados no es algo que respalde demasiado su postura, desde luego.


Lo cierto es que Reed estaba harto de que RCA le exigiese retornar a la senda del Transformer, con «Perfect Day», «Walk on the Wild Side» y «Satellite of Love» en el podio. Él prefería experimentar con un sonido más oscuro y personal, como en los álbumes Berlin y Sally Can’t Dance, pero la compañía lo presionaba para que su principal preocupación fuese recuperar el éxito comercial. Como resultado, cuando recibieron el material en el que el músico había estado trabajando, no supieron qué hacer con él. Tenían ante ellos más de una hora de estridencias sin sentido, carentes de patrones rítmicos o armonías lógicas. La Ciudad de los Inmortales de Borges convertida en disco. Podían haberlo desterrado en algún cajón con poca luz y mal ventilado, pero finalmente decidieron publicarlo a través del sello Blue Point, filial de RCA dedicada a la música experimental, arriesgándose a colocar solo mil quinientas copias en el mercado. Tal vez el autor había cumplido con su obligación de entrega, pero ellos no estaban dispuestos a echar el resto por algo que no estaba claro si se ubicaba del lado de la genialidad o la tomadura de pelo.

Los ejemplares distribuidos constaban de dos vinilos, cada uno con dos caras de 16:01 minutos de ruido salvo la última, que a pesar de tener la misma duración que las otras tres, no permitía que la aguja del tocadiscos abandonase el último surco, sonando hasta el infinito. Muchos de los que lo compraron regresaron a la tienda para devolver su copia creyendo que el disco estaba estropeado. Otros, directamente, lo tiraron a la basura. Quienes lo conservaron lo hicieron porque entendieron que se trataba de una curiosa palateta, porque fueron capaces de advertir la dimensión artística del álbum, o porque sospecharon que con el tiempo se convertiría en un disco de culto.

Y así fue. Con independencia de si en 1975 se trataba de una maravilla o un esperpento, el paso de los años terminó dotándolo de un extraordinario valor, como aquel reloj que el malvado Belloq sujetaba delante de Indiana Jones mientras decía: «Mira esto. No tiene valor. Solo diez dólares a un vendedor ambulante. Pero si lo cojo y lo entierro en la arena durante mil años, ya no tiene precio. Como el Arca». El miedo al fracaso que llevó a RCA a publicar un número tan reducido de copias fue el mismo que convirtió al Metal Machine Music en una de las obras más cotizadas de Lou Reed. El destino y sus ironías.

Cuando Reed publicó su quinto álbum de estudio, nadie supo con exactitud si se trataba de una locura o de una obra de arte. Y aun en el caso de ser lo segundo, difícilmente podría alguien afirmar que era buena, inteligente, deseable. Hoy en día es un disco reverenciado por numerosas bandas de noise, protopunk y rock industrial que lo citan como referente e incluyen en sus canciones samples del mismo a modo de homenaje.

No es mi intención —nunca lo es— pontificar sobre este asunto. Considero, de hecho, que cada uno debe extraer sus propias conclusiones. Se trate de música o de gastronomía, algunos dirán que una obra de arte mala es una tomadura de pelo bien maquillada. Otros resolverán que el arte sí admite graduaciones. Los más etéreos decidirán que no existe tal frontera entre la locura y la genialidad.

No lo sé. Si he de ser sincero, lo único que yo he sacado en claro con todo esto es que un día me comí una hoja. ¿Saben esas hojas pequeñas que hay en los arbustos de las calles, plazas y jardines de su ciudad? Pues una como esas me comí yo. Una miserable hoja. Siendo consciente de que además las hay a miles por ahí. En cualquier lado. Gratis. Hay que joderse.