El primer álbum solista del fundador de Pink Floyd se lanzó el 02 de enero de 1970 y fue hecho con la ayuda de sus ex compañeros.
El trabajo como solista de Syd Barrett no es (verdaderamente) una cuestión de álbumes, discos y giros. Es un momento completo, corto y raramente exigente de música y puro gusto. Bastante cerca de la idea, Syd Barrett no está haciendo sus simples registros privados; está teniendo su libertad de expresión más poderosa. El enfoque de Pink Floyd es a la vez consumible (dos de sus colegas aparecen como invitados) y enderezado. Dado que Barrett influyó tremendamente el debut psicodélico de la gran banda ( y lo mejor, «A Saucerful Of Secrets»). Pero no permaneció mucho tiempo en la gran atmósfera rosa. Ni prosperó al mismo nivel que Floyd en sus propias obras.
La idea jugosa es que Barrett es, individualmente, el gran y fascinante talento musical. Mientras que su momento lejos de Pink Floyd no tiene el más mínimo desenfoque y una sonrisa satisfecha. Es emocionante y divertido, es elegante e interesante. Es profundo y mareado. El momento dura dos álbumes, «The Madcap Laughs» y «Barrett». Ni muy diferentes ni muy parecidos. Ambos son música, estilo, verso y un poco de atractivo (que se necesita).
«The Madcap Laughs» no es lo último en tecnología (sería un error pensarlo así). Pero sin duda es un gran álbum para sumergirse con todo. Digno por su pop-psicodélico posesivo, habilidades para escribir canciones, desafíos de rock acústico. El álbum refleja a Barrett en un momento supremo de sentirse cómodo. Extasiado fuerte, sensatamente expresivo o extrañamente complejo. A partir de 13 piezas, «The Madcap Laughs» destaca por la alegría, la precisión y el soplo mental de Barrett. Estas resumen una creatividad considerada, una manera fría y temerosa, un poco de rock jovial y una especie de jugosa fiebre de interpretación e improvisación. Syd Barrett es el mago, totalmente dedicado a su proyecto. Aunque otros artistas (incluidos Gilmour, Waters y Wyatt) ayudan en un par de piezas o en actos más especiales.
El álbum es simple, inquietantemente paciente y hábil, pero casi puedes sentir cuán complejo es realmente el aire pavoneado dentro de la música. «The Madcap Laughs» es esencialmente el álbum en solitario más brillante, con las mejores piezas de toda la colección de platillos del artista, dejando a Barrett en un estado de frágil arte rock, a pesar de que los personajes son muy similares. En un entumecimiento transparente y una expresividad elocuente, el álbum no es una píldora frugal y no hay azar de melodías y ritmos de extremidades rotas. Las canciones, casi todas ellas, son un estudio y concepto individual, siendo además de lo más deleitables. Pero Barrett elabora la química profundamente en «motivos ligeros» de encordar mientras se canta, balancearse mientras se bromea y alternar la ambición de letras agrias o secas con la agitación oculta de la poesía y «cantar con sentimiento».
La tremenda sutileza del álbum se reduce a escuchar canciones poderosamente reflexivas, que surge del canto a la experimentación con whisky escocés seco y el arte saludable tambaleándose. Suena bien decir que, al final, la mitad del material está hecho de gemas, de canciones tan encantadoras, algo que Barrett nunca logrará en otros registros. Las otras canciones tienen, sin embargo, los mismos valores: no solo pistas y melodías, sino música; no solo enigmático, sino un tenaz momento de emoción rockera; no solo cantando, sino actuando, bajo la marca registrada de una extravagancia inusual y (a menudo) discreta.
«The Madcap Laughs» es el volumen solista absoluto de Syd Barrett, que refleja su avance de Pink Floyd y su año de dominar un tipo notable de música artística.
'Have You Got It Yet' recorre la tragicómica primera etapa de la legendaria banda británica
El nuevo documental 'Have you got it yet? The Story Of Syd Barrett And Pink Floyd' no podía empezar mejor: zanja de un plumazo la eterna discusión sobre cuál es la etapa más importante del grupo, la Barrett o la post-Barrett. La segunda, la de 'Dark side of the moon', 'The Wall' y demás, fue la que cubrió de oro al grupo. Pero David Gilmour, Roger Waters, Nick Mason y Rick Wright jamás hubieran llegado hasta ahí si no fuera porque la luz del diamante reluciente guio el camino. Una historia parecida a la de Brian Jones con los Rolling Stones. «Pink Floyd jamás habría sido lo que fue sin Syd. Hubiéramos grabado un par de singles de rythm'n'blues ramplones y nos hubiéramos separado para buscarnos un trabajo normal», asevera Waters con la contundencia de quien sigue cabreado por el menosprecio histórico.
El hilo argumental de la película
La película, dirigida por Roddy Bogawa y Storm Thorgerson (que murió en mitad del rodaje, igual que algunos entrevistados como el fotógrafo Mick Rock), viene a contar dos cosas. La primera es que lo último que le importaba a Syd Barrett era que le entendieran. De ahí su título ('¿Lo has pillado ya?'), que era la pregunta que el malogrado músico les hacía a sus compañeros cada vez que les presentaba una nueva composición, tocándosela seis veces seguidas sin que ninguna versión tuviese nada que ver con las demás. «Es posible que nunca lo pilláramos», ríe el baterista Nick Mason en un arrebato de honestidad.
El segundo hilo argumental del documental es la caída de Barrett en los infiernos de la enfermedad mental. Causada, según contaba uno de los mitos fundacionales de Pink Floyd, por el hábito involuntario de consumir LSD a diario por culpa de unos malos amigos que se lo echaban cada mañana en el café del desayuno sin que él lo supiera. Una barbaridad que el documental se encarga de desmentir dando voz a uno de ellos, que muestra su horror y estupefacción por la crueldad de semejante leyenda urbana.
«Este tipo cambió la vida de todos los que lo rodeaban, y...», dice Andrew King con voz entrecortada y sollozando cuando el documental se adentra en el declive mental del protagonista. «Es una historia terrible. Una historia muy, muy triste». En cuestión de semanas, la mirada de Barrett había perdido toda su viveza y se arrastraba como un zombie por platós y escenarios, hasta que un buen día, cuando el grupo iba en coche en dirección a su casa para recogerle e ir a dar un concierto, alguien dijo lo que todos estaban pensando: «¿Realmente es necesario que venga?». Se marcharon directamente a tocar sin él, y así sin más, Barrett quedó expulsado de la banda.
El objetivo verdadero del documental
El documental se preocupa por demostrar que Gilmour, Waters y compañía no abandonaron del todo a su viejo amigo. Y es bonito ver cómo se dejaron la piel ayudándole a grabar, muy a duras penas, un par de discos en solitario. Pero después de aquello dejaron de verse durante años y la película salta hasta 1975, cuando se produjo el famoso reencuentro en el estudio durante la grabación de 'Wish you were here'. Barrett, que había pasado todo ese tiempo encerrado en la casa de su hermana Rosemary en Cambridge, se armó de valor para ir a verles y descubrir en qué andaban metidos. Pero cuando entró y se sentó al fondo de la sala de mandos, nadie se percató de quién era. Estaba gordo, calvo, irreconocible, sin capacidad para comunicarse. Y resulta descorazonador ver cómo sus compañeros confiesan en el documental que fue un momento violentísimo, tremendamente triste.
Barrett terminó sus días convertido en carnaza de tabloides que montaban un freak-show con él cada par de años, mandando fotógrafos a su casa para mostrar su decadencia con todo detalle. Hasta que en 2006 murió por un cáncer de páncreas a los sesenta años de edad. «Probablemente hicimos por él todo lo que pudimos, aunque todos éramos muy jóvenes», musita David Gilmour al final de 'Have you got it yet?'. «Pero me arrepiento de un par de cosas. Nunca fui a verlo. Su familia lo desaconsejó porque no le gustaba que le recordaran su pasado, pero lamento no haber ido nunca a su casa y llamar a su puerta. Creo que tanto a Syd como a mí nos hubiera venido bien si hubiéramos ido a su casa a tomar una taza de té».
Otro veinticuatro de marzo, el de 1973, hace hoy cuarenta y nueve años, Syd Barrett no sabe muy bien dónde se encuentra, mientras Pink Floyd, la banda que él fundó y hasta dio nombre, se dispone a publicar en el Reino Unido The Dark Side of the Moon. Ojalá estuvieras aquí (1975) será el título del siguiente álbum de la formación y estará dedicado a Barrett, dirán los comentaristas musicales.
Por el momento, puede que Syd crea estar en la cara oculta de la Luna. En realidad, está en Cambridge, en casa de su madre, pero ha dejado de enterase de las cosas. Puede que haya alcanzado cierta quimera de los consumidores de drogas. El “fije definitivo”, lo llamó William S. Burroughs en la correspondencia mantenida con Allen Ginsberg, cuando, en 1953, Burroughs viajó a los más remotos rincones de Perú en busca de la ayahuasca, un alucinógeno que, se supone, agudiza la percepción de los colores, la imaginación y los poderes telepáticos.
Los jóvenes que escuchan a Pink Floyd, puestos a dar una nueva dimensión a sus canciones —a menudo suites con varios movimientos, recuérdese Atom Heart Mother (1970)—, juegan como si tal cosa con la alteración de los procesos de la conciencia, y a eso que dice Burroughs lo llaman sencillamente el “colocón definitivo”. Pero “el colocón”, por seguir con su lenguaje, acabará siendo un “cuelgue, una vida quemada en un instante de juventud rabiosa. Casi todos recordarán a un amigo —y no digamos si fue una novia— que como Syd Barrett se quedó imaginando colores imposibles, a ver si daba con alguno nuevo, y así, sin hacer otra cosa, hasta el fin de sus días.
A buen seguro que cuando Aldous Huxley, que tanto supo de esto en sus transportes con mescalina, escribió Las puertas de la percepción (1954) no pensó en que cuando Syd Barrett las traspasase nunca iba a saber cómo cerrarlas y encontrar el camino de regreso. Hay veces, sostiene el propio Huxley, que la percepción se dispara hasta hacerse sobrecogedora y las impresiones sobrepasan a quien las experimenta.
Ése debió de ser el caso de Syd Barrett. Cuantos asistieron a los desvaríos de sus últimos conciertos en el año 70 aseguran que los alucinógenos le hicieron perder la cabeza. De modo que tal día como hoy, de hace cuarenta y nueve años, no sabe que The Dark Side of the Moon, que en Estados Unidos lleva vendiéndose desde el día primero, va a ser el álbum con el que Pink Floyd dejará de ser una de las formaciones más representativas del rock psicodélico para convertirse en una de las más destacadas y populares del rock sinfónico. Todo un fenómeno de masas de los años 70. Rosemary, su hermana, quien cuando muera la madre de ambos será la que cuide a Syd hasta el final de sus días, sí que barrunta algo.
La etapa de Barrett —quien llamó así a la formación en honor a Pink Anderson y Floyd Council, dos bluesmen proscritos— para los primeros seguidores de Pink Floyd siempre será la preferida. No en vano discurre por varios de los grandes títulos del rock psicodélico: Arnold Layne, See Emily Play, Astronomy Domine, Interstellar Overdrive… Piezas todas ellas que, incluso estando sereno, sin haber traspasado las puertas de la percepción, emocionan igual en nuestro nefasto tiempo que hace cuarenta y nueve años.
El que hoy vive el gran Syd sin enterarse de nada es uno de los nuevos momentos estelares de la humanidad, porque sintetiza un hecho insólito y sin precedentes. Por primera vez en la historia, una generación, mayoritariamente, concibe las drogas, algo que tiene tan poco que ver con la libertad más inmediata, la de poder levantarse y hacer las cosas que ocupen la cotidianidad de cada uno, como sustancias liberadoras. Incluso las víctimas venideras de la toxicomanía se darán a ella por su embriaguez, por la autodestrucción que procura o por ambas cosas, pero no por liberación alguna. Ése fue el caso de Amy Winehouse, por citar, de los últimos ejemplos, uno de los más conocidos.
“He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura”, escribe Allen Ginsberg en los versos más conocidos de Aullido (1956). “Negros al amanecer buscando una dosis furiosa”. Cuántos de los de entonces, de los días de Pink Floyd, del cuelgue de Syd Barrett y de la concepción de las drogas como sustancias liberadoras no habrán recordado el poema de Ginsberg al cabo de los años, tras descubrir, finalmente, que la embriaguez es mentira, que lo único cierto son las pesadumbres de las cosas.
En el 75, mientras Pink Floyd grababa su nuevo álbum, Syd se presentó en los estudios de Abbey Road donde se estaba llevando a cabo. Apenas fue capaz de pronunciar palabra alguna. Tenía la cabeza rapada hasta las cejas y aquellos aún eran los días del pelo largo —hoy los recuerdos del pelo largo (Burning)—. La impresión que causó a sus antiguos compañeros, que nunca le olvidaron, fue tan tremenda que nació el Wish You Were Here.
A instancias de varios de los grandes de la escena del rock británico —Pete Townshend, Kevin Ayers, David Bowie…— pudo volver al estudio. No grabó más que acordes desafinados y otros desvaríos. En el 82 intentó dejar la casa de su madre y volver a instalarse en Londres. Fue superior a sus fuerzas. Regresó andando a Cambridge, unos ochenta kilómetros.
Desde que perdió la cabeza en el 70 hasta que se lo llevó la Parca en 2006 a consecuencia de un cáncer, Syd Barret se dedicó a la pintura en un intento de plasmar sus alucinaciones. Triste suerte para uno de los grandes del rock psicodélico. ¡Larga vida al rock en todas sus manifestaciones! Así se escribe la historia.
Setenta y cinco aniversario de la estrella maldita de Pink Floyd
Existen pocas leyendas más extrañas en la mitología del rock que la de Syd Barret (1946-2006). Hablamos del geniecillo arty que marcó los comienzos de Pink Floyd y que terminó con el cerebro hecho pulpa por un psique frágil combinada con el abuso de drogas. Las historias sobre él son infinitas, por ejemplo que una vez se fue a dar una vuelta en coche al atardecer en Cambridge y que terminó en Ibiza. O que a veces se plantaba en casa de Richard Wright, teclista de los Floyd, y se pasaba horas sentado sin hablar. O que las sugerencias de Syd llegaron a ser tan delirantes (hacer miembro de los Floyd a un amigo que tocaba el banjo) que le sugirieron hacer como Brian Wilson y ser miembro del grupo, pero sin participar en las giras.
En realidad, era lo mejor, ya que tenía gestos tan excéntricos como resistirse a ir al mítico programa de televisión Tops Of The Pops a promocionar ‘See Emily Play’ (1967) porque John Lennon había decidido no promocionar sus singles allí. A esos alturas, Lennon no lo necesitaba, pero Pink Floyd sí. En 2021 se celebra el 75 aniversario de su nacimiento.
En una ocasión, según cuenta el legendario periodista Nick Kent, Barrett le presentó a la banda una canción titulada Have you got it yet?, traducible como ‘¿Lo habéis pillado ya?’ La pieza consistía en Barrett cantando la pregunta, a la que el grupo tenía que responder exclamando “!No¡” Se pusieron a ensayarla y cuando llevaban tres horas el resto de miembros se dieron cuenta de que les estaba tomando el pelo.
Demasiadas drogas
Kent explica que «era la forma de Barrett de decirles que era unos estúpidos pajeros burgueses». Acabaron echándole del grupo en 1968, por su informalidad en las giras, pero años después le dedicaron el himno Wish You Where Here y el ciclo Shine On, You Crazy Diamond (ambos de 1975). Barrett no era tan bohemio y desinteresado como le pintan sus defensores. Según Peter Barnes, que llevaba la gestión de los derechos de autor del grupo, «siempre se estaba quejando de que John Lennon tenía una casa y él solamente un piso». Taladrado por las drogas, pero no tonto. Y un poquito obsesionado con John Lennon. Cuentan que Barrett visitó a Pink Floyd en el estudio en 1975 mientras grababan Wish you were here y a sus excompañeros les costó reconocerle.
La historia, como era de esperar, termina mal, con una reclusión de Barrett en el sótano de la casa de su madre. La familia tenaz que quería protegerle de la prensa porque tenía un carácter ingenuo que le hacía dejarse entrevistar por cualquiera que se lo pidiese con amabilidad, aunque las intenciones fueran alimentar el morbo de su lamentable estado físico. Sus grabaciones en solitario, especialmente The madcap laughs (1970), siempre tuvieron estatus de culto. Entre sus muchos admiradores destacan Robyn Hitchcock, Graham Coxon (Blur) y Dan Treacey (Televisión Personalities), que le dedicó la canción I know where Syd Barrett lives (“Sé donde vive Syd Barrett”).
Morbo decadente
La revista musical británica Uncut publica este mes la última entrevista de Barrett con Melody Maker, recién expulsado de Pink Floyd. Habla con menosprecio de sus antiguos compañeros de banda por ser dos años mayores y estudiantes de arquitectura, en vez de cursar arte como él. Cuando le preguntan por la ruptura del grupo, responde que “no recuerdo que hubiera mucho conflicto, excepto que quizá no tan impactante como podría haber sido. A ver, lo hacíamos todo muy bien, pero no muy excitante. Pienso en todo ello como en un sueño”, explicó al periodista Michael Watts.
Uncut también publica una breve entrevista con Jack Monck, bajista de la última banda de Barrett, que llevó el nombre de Stars. El músico explica que aquel proyecto fue destrozado por la incompatibilidad entre el empanamiento químico del ex miembro de Pink Floyd y las enormes expectativas de la industria musical, que seguía considerándole una estrella. Antes de estar preparados, ya eran cabezas de cartel de un recinto de tamaño considerable, donde les telonearon los feroces MC5. “Ellos estaban totalmente ardiendo y nosotros comenzando como grupo. Mi amplificador explotó en ese concierto, Barrett rompió una cuerda y desparecidos del escenario de manera algo caótica”. Monck también recuerda que Barrett pasaba horas enteras sin abrir la boca cuando estaba con el grupo. El próximo 18 de febrero la editorial Omnibus Press publicará un volumen con las letras completas de Syd Barrett.
Nick Mason (delante), Roger Waters, Richard Wright y Syd Barrett (detrás).
El debut de Pink Floyd no fue cualquier cosa. “The Piper At The Gates Of Dawn”(1967), afectado por los posteriores acontecimientos que lo sucedieron, primero la triste leyenda de Syd Barrett y después la elefantiásica trayectoria del grupo, quizá ha visto empequeñecer su resonancia, pero no su importancia y valía (por ejemplo, fue seleccionado por Rockdelux en el puesto 59 de los mejores álbumes del siglo XX). El periodista John Cavanagh se propuso explicar el legado de esta obra musical en el librillo “The Piper At The Gates Of Dawn” (2003; en España, 2013), título publicado por Libros Crudos que forma parte de la colección 33 1/3, especializada en analizar discos míticos de la historia del rock. Aquí te presentamos diversos fragmentos correspondientes a su primer capítulo.
“Esa luz que ves ha tardado treinta y seis años en llegar a la Tierra”, me dijo mi hermano mientras mirábamos la estrella Arturo, en una calurosa noche de julio de 1975. Me fijé en la estrella y quedé hipnotizado ante la idea de que la trayectoria de ese brillo anaranjado del espacio hubiera nacido hace tanto tiempo, o al menos así me lo parecía a mí con 10 años.
Volviendo al interior de nuestra casa, construida en la posguerra a las afueras de la ciudad más grande de Escocia, Glasgow, esa noche escuché algo en la radio que parecía tan remoto y de otro mundo como la propia estrella Arturo. Para aquellos que hayan crecido en la era del CD y la fácil accesibilidad a la música de cualquier tipo y época, debería explicar algo sobre 1975. Tiempo en el cual el destello del glam rock veía desvanecer su fulgor, 1975 fue seguramente el año de la más enconada división entre los compradores de singles y los compradores de álbumes. Novedades pop, tristes canciones de country y flojas imitaciones de música reggae colmaban el Top 40 y, si alguien sacaba algún single interesante (como intentaron Be Bop Deluxe y Brian Eno), la oportunidad de que llegara a algún sitio era prácticamente nula. Muchos “grupos de álbum” ni siquiera se molestaron en publicar singles. Me refiero a bandas como Led Zeppelin y, por supuesto, Pink Floyd. Por aquel entonces ya me encantaba el “Meddle”, uno de la primera docena de discos que tuve, pero lo que escuché aquella noche me transportó completamente a otro lugar. Aquello era algo que no había escuchado nunca antes, se llamaba “Astronomy Domine”.
“Al principio no buscábamos crear algo nuevo, simplemente ocurrió. Originariamente, empezamos como un grupo de rhythm'n'blues” (Roger Waters)
Para mí fue una revelación, un gran descubrimiento. Hacía un instante estaba contemplando las lejanas constelaciones y, de repente, estaba escuchando una voz como la de los astronautas del Apollo saludando al presidente desde la Luna, pero más remota todavía; una guitarra resoplando sin cesar, una abrumadora batería, un abrupto riff de bajo y una canción que mencionaba planetas y satélites, barriendo los alcances más elevados del infinito; luego fluía de forma descendiente hacia “las heladas aguas subterráneas” –“The icy waters underground”, extracto de “Astronomy Domine”–. ¿Y esto era Pink Floyd? No sonaba nada a “Dark Side Of The Moon”, eso estaba claro. Al finalizar, el pinchadiscos explicó que formaba parte de su primer disco, que Syd Barrett lideraba el grupo en aquella época y que ahora vivía en un sótano en Cambridge.
Mi imaginación empezó a volar. No estaba en Los Ángeles haciendo aburrida música AOR, ni tampoco era una estrella del rock muerta como Jimi Hendrix. Había titulado así el primer disco de Pink Floyd por un capítulo de “El viento en los sauces”, de Kenneth Grahame (¡uno de mis libros favoritos!) y ahora vivía en una guarida bajo tierra. ¿Era él la respuesta en clave rock al señor Badger, quien vivía en el corazón del bosque y prefería ver a otros antes que ser visto? Este tal Syd Barrett era un personaje claramente único y alguien sobre el que quería saber más. Al día siguiente, miré en la sección de Pink Floyd en Listen Records –una tienda donde una imagen de Zappa aparecía en las bolsas con un eslogan que decía ¡FRANCAMENTE BARATO! y encontré “The Piper At The Gates Of Dawn”. Era demasiado caro, pero vi que el disco recopilatorio “Relics” era más asequible y contenía la canción “See Emily Play”. Eso bastaría para empezar.
Los Floyd estaban abriendo las puertas de la percepción musical.
“Relics”, “una extraña colección de antigüedades y curiosidades”, presumía de tener un par de impresionantes canciones del disco de debut de Pink Floyd: “Interstellar Overdrive” y “Bike”. Una vez me metí con ellas, tuve un mayor incentivo para hacerme con una copia del “Piper”. Estoy bastante seguro de que estos sonidos me hubieran impactado independientemente de cuándo los encontrara, pero había algo en el árido paisaje musical de mitad de los setenta que los hizo incluso más conmovedores. “Piper” ha servido como una forma de escapismo musical para mucha gente a lo largo del tiempo, y escaparme de 1975 fue la mayor de las bendiciones para mí.
“A veces nos dejábamos ir un poco y empezábamos a darle a la guitarra un poco más fuerte, sin prestar mucha atención a los acordes… Es un estilo libre”(Syd Barrett)
Con el tiempo supe más sobre Syd Barrett y caí en la cuenta de que su regreso a Cambridge fue en terribles circunstancias. Las historias sobre los difíciles últimos días de Syd con Pink Floyd, su estilo de vida y sus discos en solitario han sido contadas una y otra vez. Unas veces con el debido respeto al rigor y simpatía hacia el sujeto, y en otras ocasiones, por desgracia, con la urgencia de publicar un artículo llamativo por encima de cualquier otra consideración. Yo no soy periodista. Este hecho fue de utilidad a la hora de acercarme a aquellos que tantas veces habían sido víctimas de hambrientos gacetilleros. Gente como Duggie Fields, quien todavía vive en el piso que una vez compartió con Syd (su lugar de trabajo como artista es la habitación que aparece en la portada de “The Madcap Laughs”). Más de treinta años después de que Barrett dejara esa dirección, Duggie todavía se encuentra con inesperadas visitas en la puerta de su casa, gente que está buscando… ¿qué? ¿A un mito del rock’n’roll? ¿A un hombre llamado Roger Barrett, que no ha tenido nada que ver con la industria musical desde hace tantos años?
“The Piper At The Gates Of Dawn” es una maravillosa creación, a menudo vista a través del distorsionado prisma de los acontecimientos posteriores. Esto ha ensombrecido el logro de Pink Floyd en su disco de debut; una portentosa interpretación de la banda, un hito en la producción musical y todo ello bajo unas circunstancias mucho más alegres de las que esperaba encontrarme.
Cuando tenía, digamos, 14 años, me imaginaba que iba a Cambridge a conocer al señor Barrett y nos hacíamos amigos. Por supuesto, como muchos fans que tuvieron la misma idea, nunca lo hice y no me atraería la idea de molestarle ahora… Dejaré ese mal gusto a los periodistas que todavía llaman a su puerta y le sacan fotos a escondidas en las tiendas de su barrio o a través de la ventana de su casa.
Este no es otro libro sobre “el loco de Syd”. Este libro es, en cambio, un brindis a un tiempo en el que todo parecía posible, cuando los mundos y las fuerzas creativas convergieron, cuando un disco habló con una voz completamente nueva.
Dejaron de tocar blues y el papel de Syd
fue fundamental para darle la vuelta al grupo.
“Al principio no buscábamos crear algo nuevo, simplemente ocurrió. Originariamente, empezamos como un grupo de rhythm'n'blues”, decía Roger Waters a un reportero de la Canadian Broadcasting Corporation (CBC) a finales de 1966, comienzos de 1967. Syd Barrett continuaba: “A veces nos dejábamos ir un poco y empezábamos a darle a la guitarra un poco más fuerte, sin prestar mucha atención a los acordes…”. Roger: “Dejó de ser una especie de rock académico de tercera división y comenzó a ser algo intuitivo”. Syd: “Es un estilo libre”.
Lo que estaba haciendo Pink Floyd en directo fue una evolución única para un grupo que había empezado tocando versiones de rhythm'n'blues. Dos canciones grabadas en 1965 y ampliamente circuladas entre los fans de Floyd ilustran su sonido inicial con la guitarra solista de Bob Klose. “Lucy Leave” es una composición original, con una potente voz de Syd Barrett; la otra es la vieja canción de Slim Harpo, “I’m A King Bee”, la cual fue versionada por los Rolling Stones. Bob apareció en “Crazy Diamond”, un documental de la BBC dedicado a Syd Barrett en 2001 donde recordaba: “Escuchas las primeras cosas y piensas que ‘pueden ser los Stones…’, y reconoces la voz de Syd, pero todavía no es el sonido de Pink Floyd. Hizo falta que yo me fuera del grupo para conseguirlo. Ya sabes, ese fue un paso bastante importante”.
“Si estás improvisando un número de jazz y es una canción de dieciséis compases, te ciñes a estribillos de dieciséis compases y solos de dieciséis compases, mientras que nosotros empezamos y puede que toquemos tres vueltas de algo que dura diecisiete compases y medio, y la cosa empieza y acaba cuando sea, ¡cuatrocientos veintitrés compases después o cuatro compases después!”(Roger Waters)
Parece que la transformación de Pink Floyd tuvo motivos más prácticos. Bob Klose era, en términos convencionales, el músico más habilidoso de la formación. Sin él, era difícil ejecutar un repertorio de estándares para los directos. Había cantidad de grupos de rhythm'n'blues mejores que ellos, así que la competencia era muy dura. Storm Thorgerson fue uno de esos chicos de Cambridge que se mudaron a Londres para estudiar arte. Me dijo: “En el Marquee les habían contratado para tocar un set más largo que todo su repertorio. Para poder cobrar tuvieron que alargar el show, y por eso estiraban sus canciones con una especie de improvisación, algo que se hizo muy popular, y al final atrajeron a más gente. Dejaron de tocar blues y el papel de Syd fue fundamental para darle la vuelta al grupo”.
Son muy escasas las entrevistas de la época en las que Pink Floyd hablaran sobre su música, pero en la de la CBC describieron su enfoque. Primero, Syd: “En términos de construcción, es casi como el jazz, donde empiezas con un riff y luego improvisas sobre eso…”. Roger interrumpe: “Lo que lo diferencia del jazz es que, si estás improvisando un número de jazz y es una canción de dieciséis compases, te ciñes a estribillos de dieciséis compases y solos de dieciséis compases, mientras que nosotros empezamos y puede que toquemos tres vueltas de algo que dura diecisiete compases y medio, y la cosa empieza y acaba cuando sea, ¡puede que sea cuatrocientos veintitrés compases después o puede que sea cuatro compases después!”.
El repertorio del concierto de la Free School del 14 de octubre de 1966 acaba con “Astronomy Domine” e incluye “The Gnome”, “Interstellar Overdrive”, “Stethoscope”, “Matilda Mother” y “Pow R. Toc H.”, seis de los once títulos que acabarían en “The Piper At The Gates Of Dawn”. “Lucy Leave” todavía estaba por ahí y un par de canciones de Bo Diddley fue el único material ajeno que tocaron aquella noche.
La impresión que dejó en la escritora Jenny Fabian la experiencia de los Floyd en directo fue intensa: “La primera vez me impactaron menos que más adelante, cuando iba de ácido. Fue en el All Saints Hall y fue como ‘¡Vaaaya! Qué raros son y qué aspecto más interesante tienen’”. A medida que los eventos de la Free School se volvieron más concurridos, Hoppy sabía que era hora de subir un escalón: “Joe Boyd me dijo: ‘Si encuentro un local, ¿por qué no nos llevamos esto al oeste y abrimos un club?’. Así fue como empezó el UFO y, por supuesto, los primeros en tocar allí fueron Pink Floyd”. La noche de estreno del UFO (pronunciado U-fo, en lugar de U.F.O., por los enteradillos) fue dos días antes de las navidades de 1966, en la sala de baile del sótano de The Blarney, un pub irlandés en Tottenham Court Road. Jenny Fabian recuerda: “Las historias del UFO están grabadas para siempre en mi cabeza. Caftanes, amebas… ¡Maravilloso! No había nada mejor que perder la cabeza en el UFO”.
Alargaban el show, y estiraban sus canciones con una
especie de improvisación, algo que se hizo muy popular.
Apropiado para un club ubicado una vieja sala baile, el público dejó de ser estático; como recuerda Duggie Fields: “La primera persona que vi bailar con ellos fue en el All Saints Hall. Había proyecciones y efectos visuales y la gente estaba tumbada, excepto una persona que estaba bailando sola y ¡era impresionante! En el UFO la gente bailaba, fue simple evolución”. Como dijo Syd Barrett al reportero de la CBC, “Tocamos para que la gente baile… no parece que bailen mucho ahora, pero esa es la idea inicial. Así que tocamos alto y tocamos con guitarras eléctricas, y usamos todo el volumen y todos los efectos que se pueden conseguir”. Roger Waters añadía: “Pero ahora estamos intentando desarrollar esto con el uso de la luz”. Jenny Fabian: “Tocaban música para nuestros bailes, que estaban constantemente cambiando. Igual había un ritmo muy fuerte que golpeaba, con esos pitidos cósmicos por encima, y de repente cambiaba a otra cosa. Si vas de ácido te dejas llevar por la música y gradualmente el ritmo te inunda desde dentro, y realmente se nos metía en el cuerpo y asumía el control. Todo el mundo bailaba, por supuesto muchos estaban tirados en el suelo. Había gente flotando con la música y gente bailando muy bien. Podía hacer cualquier cosa cuando escuchaba su música”.
“Tocamos para que la gente baile… no parece que bailen mucho ahora, pero esa es la idea inicial. Así que tocamos alto y tocamos con guitarras eléctricas, y usamos todo el volumen y todos los efectos que se pueden conseguir” (Syd Barrett)
El puñado de eventos del UFO cristalizó en una escena de creatividad intercultural, donde Pink Floyd aparecían junto a Soft Machine, películas de Marilyn Monroe o AMM. Aparte del UFO, el circuito de clubes era vibrante: echando un vistazo a la agenda de conciertos de Pink Floyd a principios de 1967, les encontramos apareciendo varias veces junto a Cream, The Who, Alexis Corner, bailarinas de danza del vientre y… Tuppence, la bailarina de televisión. Al margen de la música, la incursión de escritores beat propició que Pink Floyd pudieran compartir cartel con, por ejemplo, el poeta escocés Alex Trocchi. Esto fue motivado por un recital de poesía en el Albert Hall en 1965 y los esfuerzos de gente como Hoppy y Barry Miles por publicar estos librepensamientos. Jenny Fabian: “La escena de Londres estaba llena de pensamiento underground y hedonismo. La gente dice ahora que fue una época en la que teníamos todas estas ideas sobre la paz y el amor, pero también había anarquía. Los Floyd nos alimentaban de eso. Estaban abriendo las puertas de la percepción musical y sentíamos que nos pertenecían. Había otra gente… estaba Dylan, pero quedaba muy lejos y era una especie de dios, los Beatles habían evolucionado pero ya no tocaban en directo. Así que los Floyd eran como la personificación de nuestra conciencia local. Era como si siempre hubieran estado ahí… Poetas del cosmos”.
Pink Floyd habían cogido tanto impulso con sus directos que el interés de las compañías discográficas fue inevitable. Tanto el grupo como sus mánagers eran fans de artistas del sello americano Elektra, fundado en los años cincuenta por el entusiasta del folk y pionero de la industria Jac Holzman, que se había ramificado recientemente fuera de la oficina central de Nueva York para contratar a algunos de los más excitantes artistas que estaban floreciendo en la costa oeste. Peter Jenner: “Tuvimos una audición con Jac Holzman y nos rechazó. Tocamos una muestra de nuestro repertorio por la tarde en el Marquee y la cosa no le convenció. Él venía del folk y creo que aquello era demasiado ruidoso y extraño para él. Si piensas en la gente que contrataba, Arthur Lee y Love, eran canciones normales y tal; y The Doors era un grupo al que podía sentirse cercano, sin embargo luego tuvo problemas en ese sentido con los Stooges y MC5 cuando David Anderle los fichó. No supo manejar bien aquella historia. Pero, en fin, pusimos toda la carne en el asador. ¡Tocamos una improvisación de diez minutos! Y lo más probable es que estuviéramos tocando desafinados. Seguro que pensó: ‘Nunca conseguiré que pongan a este grupo en la radio en América”...
Durante los 80, según se iba disipando la resaca punk, la figura de Syd Barrett, líder de los primeros Pink Floyd, iba revalorizándose. Tal era la veneración hacia la figura del santo patrón de la psicodelia británica irradiada desde círculos underground en la segunda mitad de los 80 que el sello en el que se habían publicado sus hasta entonces dos únicos álbumes en solitario puso a la venta en 1988 Opel, un disco con material antes no publicado. Otra prueba del floreciente culto al "diamante loco" en las catacumbas del rock fue la publicación, justo un año antes, de un disco homenaje a Barrett por parte de un puñado de bandas neopsicodélicas de la época, alguna de ellas tan oscuras como interesantes. Por regla general las versiones de este Beyond The Wildwood son estupendas, respetando la esencia lisérgica del tema original pero adaptándolo a los nuevos tiempos. Empezando por las bandas más conocidas, Plasticland, grupo de garage-psych de Milwaukee (donde había tocado Brian Ritchie de The Violent Femmes), hacen una versión ultra-ácida del "Octopus" de The Madcap Laughs con un teclado que suena a desquiciante pianillo infantil. Por su parte, The Shamen, banda escocesa de psicodelia electrónica, llena la desnudez acústica del "Long Gone" (también del Madcap Laughs) de venenosos trémolos con un resultado final bastante impresionante. También de sobra conocidos en este blog, Opal, hacen una versión muy particular (en realidad es la versión del fragmento más pop) del "Jugband blues" único tema de Barrett en el segundo disco de los Pink Floyd, aquel Saucerful Of Secrets de 1968. Por cierto, es David Roback quien canta y no Kendra Smith.
Tampoco necesitan presentación Television Personalities grupo de originalpop británico con marcadas influencias barrettianas (uno de sus temas más recordados era "I Know Where Syd Barrett Lives") que acomete una versión del "Apples And Oranges" (un single de los primeros Pink Floyd que nunca se llegó a incluir en el primer LP de la banda) absolutamente disparatada y con sonidos de kazoo incluidos. Por su parte, los también conocidos en la escena garage-punk escocesa The Green Telescope hacen una versión de "Scream Thy Last Scream" tan alocada y excéntrica como la original.
El resto de bandas son menos conocidas pero no por ello menos interesantes. Fit And Limo son una pareja de músicos neopysh/prog/kraut procedentes de Alemania que le dan ritmo y acidifican el "She Took A Long Cold Look At Me", un destartalado pedazo de folk acústico del Madcap Laughs, hasta convertirlo en auténtica psicodelia bailable. The Mock Turtles, grupo de la escena indie de Manchester de finales de los 80 que versionean un "No Good Trying" nos hace creer que es el Barrett real el que lo canta. The Chemistry Set, banda de la escena psych-pop de Londres, hacen una original interpretación jangle-pop del "See Emily Play" (otro single no incluido en el primer LP de los Floyd) en la que se permiten samplear el "Heroes And Villains" de los Beach Boys. Espectacular. Por su parte, los británicos What Noise se llevan el premio a la versión más alejada de la original al recrear "Rats" (un blues minimalista incluido en el LP Barrett) en clave de tecno-industrial en la línea de Cabaret Voltaire o SPK. Pero si he de quedarme con alguna versión de las del lote de bandas menos conocidas elijo la narcótica versión del "Arnold Layne" (uno de los mejores singles de los primeros Pink Floyd) llevada a cabo por SS 20, un oscuro grupo del catálogo psicodélico/garajero del sello Voxx, con una voz femenina (Madeline Ridley) capaz de hacer levitar al oyente.
Han pasado los años, Barrett está criando malvas y la mayoría de las bandas que le rindieron homenaje en este recopilatorio han desaparecido, pero la magia del diamante loco reciclada por estos aprendices de brujo no ha perdido ni un ápice de su potente efecto alucinógeno.
En 1979 reivindicar la etiqueta "psicodelia" en determinados círculos musicales estaba mal visto. Las huestes del imperdible habían escupido toda su rabia contra los restos del hippismo en decadencia. Es en este contexto cuando unos chicos de Cambridge, patria chica del genio lisérgico británico Syd Barrett, dieron a luz el original producto sonoro que nos ocupa. Y digo original porque los guitarrazos y la energía punk de este disco se mezcla con el onirismo psicodélicosin problema alguno. Quizá por esta razón este trabajo de los Soft Boys no tuvo la repercusión que merecía. De ellos se suele recordar más su siguiente LP, Underwater Moonlight (1980), aunque tampoco éste se apreció en su justa medida. Todo ello llevó a la banda a su disolución: Kimberly Rew (guitarra) se pasó al mainstream con Katrina and the Waves (el hit "Walking on Sunshine" lo compuso él) y Robyn Hitchcock (guitarra y voz) insistió en solitario en explotar la vena ácida de los Soft Boys, con lo que se ganó el reconocimiento de la crítica especializada si bien el éxito comercial, como era de suponer, le fue esquivo. A partir de entonces, los Soft Boys se convitieron (como se decía en los círculos underground de los 80) en una "banda de culto" que influiría a muchas bandas indie y neopsicodélicas de mediados y finales de los 80.
Desde la extraña portada, este disco supura surrealismo sonoro por todos sus surcos. Las letras de humor absurdo del estilo "Feel like asking a tree for an autograph / and I feel like making love to a photograh / Photographs don't smell..(1)". ("Give it to the Soft Boys") o "Sandra is her brain out now / I she feels alright / like a slot machine / like a pimple too..." ("Sandra is having brain out") se revisten de histéricos y obsesivos riffs de guitarra, como si de unos Television con un mal viaje de ácido se tratara. A ello hay que añadir unos coros dignos de un hospital psiquiátrico. Temas como "The Pigworker", "The Rat's Prayer" o "The Return of the Sacred Crab" podrían haber sido compuestos por Roky Erickson tras esos fatídicos tratamientos de electroshock que le frieron el cerebro. También encontramos resonancias del rhythm and blues ácido británico de los 60 en cortes como "Do the Chisel". La inevitable urgencia punk se cuela en temas como "(I Wanna Be an) Anglepoise Lamp", como no podía ser de otra forma en 1979. Mientras que "Human Music", uno de los mejores momentos del disco, evoca la atmósfera onírica de los Pink Floyd de la época de Barrett.
Por último mencionaré que los Soft Boys se reunieron para grabar un disco en 2002, pero esa fue otra historia...
Los Soft Boys, con Robyn Hitchcock (con jersey a rayas)
en primer plano
Notas (traducción):
(1) "Tengo ganas de pedirle a un árbol un autógrafo / Tengo ganas de hacer el amor a una fotografía/ Las fotografías no huelen..." (2) "A Sandra le van a extirpar el cerebro / Y se siente bien / como una máquina tragaperras/ y también como una espinilla "