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jueves, 26 de diciembre de 2024

LA LEYENDA DEL MILLION DOLLAR QUARTET

Javier Memba

Zenda, 04/12/2024


Sesenta y ocho años nos contemplan, el tiempo que ha pasado desde entonces. Fue en los días de la gloria del rock & roll seminal, el cuatro de diciembre de 1956. Y fue en Memphis, en el estudio de grabación de la Sun Records en el 706 de Union Avenue.

Tiempo atrás, en 1953, Sam Phillips, el dueño de aquella pequeña discográfica especializada en blues y rhythm & blues, había imaginado a un joven caucásico capaz de cantar como un afroamericano —léase fusionar el blues y el rhythm & blues con el country—, del que habría de hacer una mina de oro. El tipo era Elvis Presley y, en efecto, dio mucho dinero. Si bien a Phillips no tanto como él hubiera querido.

Tan abrumado por la cuenta de resultados del fin del ejercicio como cualquier otra empresa pequeña hasta poco menos que la precariedad, no le fue difícil a la RCA —con la mediación del inefable Coronel Parker, el representante de Elvis— comprarle a Phillips y a la Sun el contrato de El Rey, que le llamarán los amantes del rock & roll. Aunque puede que fuera más propio referirse a Elvis como el Heraldo. Porque Elvis, además de mucho dinero a cuantos vivieron de él, con su rebeldía mostró una utopía a los jóvenes —“casi me echan del colegio por querer ser como él”, recordará en unos años John Lennon a un miembro de la corte del Rey Heraldo del rock & roll—, la única utopía a la que no lleva un reguero de muerte y sangre.

Estamos en Dixieland, en el Sur de la segregación racial. Una de las cosas que más preocupan a los padres blancos es la contaminación de sus hijos por cualquier expresión, por mínima que sea, de la cultura de los “negros”. Tanto Elvis como el resto de los rockers que le sucedieron aprendieron música escuchando a los afroamericanos. En muchos casos, incluso les enseñó a tocar la guitarra uno de ellos. Los padres temerosos de la mezcla de culturas son plenamente conscientes de que puede ser el principio del fin de la segregación, entre otras muchas cosas, a cual más abominable a su juicio.

Con todo, el pasado 9 de septiembre, en su primera presentación en El show de Ed Sullivan, 60 millones de televidentes —o lo que es lo mismo, el 83% del montante total de la audiencia— admiró —o denigró en el caso de sus detractores— a Elvis. En su segunda intervención, donde interpretó «Hound Dog», nació un icono del siglo XX. La revolución del rock & roll —origen de la sedición juvenil que conoció la segunda mitad de la centuria pasada— estaba en marcha.

Y sin embargo, toda la gloria que irradiaba no le había afectado. Se había hecho “un lugar en su circo” —que aconsejaba el gran Chuck Berry, ese circo que es el mundo ajeno al rock & roll— pero todavía no era ese monigote de Hollywood que haría de él el Coronel Parker.

El Elvis del 4 de diciembre del 56, que paseaba junto a Marilyn Evans —su chica de entonces— por la Union Avenue, aún era un tío lo suficientemente auténtico como para pasarse a saludar a Phillips y recordar cuando todo empezó. Y el destino, también cómplice de la revolución del rock & roll, quiso aportar la épica a la casualidad.

Ávido de más cantantes de rockabilly —primitiva forma del rock & roll—, Phillips había contratado a Carl Perkins —junto con el gran Chuck uno de los primeros rockers sin suerte, aunque en aquellos días «Blue Suede Shoes» empezaba a causar sensación—, y Perkins se aplicaba en la grabación de «Matchbox». Casualmente, Elvis lo escuchó. Naturalmente, la canción le gustó. Dicen que la música en directo, con una pequeña banda y reducida instrumentación, era lo que más le iba a Elvis. De ahí su renacer en su regreso a la antena, en el especial de televisión de 1968, conocido como el ’68 Comeback Special. Ese mismo afán de entonces, doce años antes, le llevó a meterse en la pecera donde estaba grabando Carl Perkins.

Entre los contratados por Phillips para la ocasión destacaba un pianista de Luisiana —El asesino de Luisiana se haría llamar— cuyo boogie-woogie era tan brutal que para los jóvenes que le admiraban —pocos fuera de Memphis, bien es verdad— más que boogie-woogie era rock & roll.

El paquete, el Million Dollar Quartet que dio lugar a todo un momento estelar de la humanidad, quedó completado con la presencia de Johnny Cash. El autor de Folsom Prison Blues sostiene en sus memorias que él ya estaba cuando Elvis entró en la pecera. Otras fuentes estiman que llegó después. De una u otra manera, hay una foto que da cuenta de que el Cuarteto del Millón de Dólares fue verdad. «Don’t Be Cruel», «Peace in the Valley» o «Blueberry Hill» fueron algunas de las canciones que se escucharon en aquella jam session. Todo un momento estelar de la humanidad que apunta a la esencia misma del rock & roll. Más que un lenguaje musical, el rock —evolución del rock & roll— es una llamada constante a la rebelión. Respecto al lugar que ocupa en la Historia del siglo XX, seguro que significa algo que en esos espléndidos documentales que nos ofrecen las plataformas de streaming tenga más presencia que la Segunda Guerra Mundial.

Sesenta y ocho años nos contemplan desde entonces, cuando el Million Dollar Quartet y los días gloriosos del rock & roll seminal. En ellos ha habido tiempo para derroteros como la psicodelia. En sus albores londinenses, en cierta ocasión que Syd Barrett y Roger Waters iban a ensayar el primer repertorio de Pink Floyd, vieron pasar a Gene Vincent, otro rocker sin suerte de los días gloriosos del rock & roll seminal. Años después —siempre hace tanto tiempo ya de todo—, entre las preguntas de la letra de «Wish You Were Here», Waters cuestiona al Barrett ausente sobre si consiguieron convencerle para cambiar sus héroes por fantasmas.

Ya en el 79, con The Clash, en London Calling —acaso el mejor álbum de la siguiente década— volverán en varias piezas al rock & roll seminal —más concretamente al rockabilly—.

No, los payasos nos podrán vender el circo. Pero no conseguirán que cambiemos nuestros héroes por fantasmas. Así se escribe la Historia. ¡Larga vida al rock & roll!

miércoles, 11 de diciembre de 2024

ESQUERITA: UNA REINA SIN TRONO EN EL PANTEÓN DEL ROCK AND ROLL

Emilio Ramón

Crónica Sonora, 21/06/2021


Si les digo que esta crónica habla sobre Eskew Reeder Jr., es probable que no se les venga a la cabeza ninguna figura ni ninguna canción reconocida. Pero si les hablo de Esquerita… probablemente tampoco. Esquerita -el pseudónimo más conocido entre los tantos que usó Eskew Reeder Jr.- es uno de esos ilustres desconocidos, de los grandes olvidados e ignorados de la historia del rock. Un talento que pudo haber llegado a ser tan grande como el de Little Richard -a quien le enseñó a tocar rock and roll en el piano-, pero que, por distintas circunstancias, terminó siendo no más que un nombre marginal y pintoresco en la fauna salvaje del rock and roll de la vieja escuela, una reina sin trono, un genio que terminó limpiando parabrisas en Brooklyn, muerto de SIDA y enterrado en una tumba sin nombre.

Eskew Reeder Jr. nació en Greenville, Carolina del Sur, en 1938 (aunque algunas versiones dicen que fue en 1935). Cuenta la leyenda que a los cinco años ya tocaba el piano en la casa de su vecina-profesora, una tal señora Willis, y que, mientras estaba ahí, escuchaba las clases de ópera de las dos hijas de su maestra, desarrollando así su gusto por los aullidos en falsete, tal como después lo haría Little Richard, quien a su vez ejercería una influencia enorme en la manera de cantar de otros portentos, como Paul McCartney. Al respecto, Esquerita declaró en una entrevista con Kicks Magazine en 1983, que cuando conoció a Richard, este “aún no usaba falsete, simplemente cantaba”, dando a entender que el intérprete de Tutti Frutti se habría “inspirado” en él al momento de incorporar a sus canciones los característicos aullidos, una de las marcas de fábrica del mítico Ricardito. Y es que resulta inevitable hablar de Esquerita sin referirse a Little Richard. El parecido entre ambos es evidente, y no solo en lo musical. En primer lugar, ambos eran músicos afrodescendientes y abiertamente homosexuales, surgidos en los años cincuenta en las áreas más conservadoras de Estados Unidos, y pioneros del incipiente rock and roll, ese sonido frenético que conmocionaba a la sociedad de entonces. Y, por si todo esto no fuera suficiente como para espantar a los puritanos y conservadores, Esquerita tenía predilección por el maquillaje sobrecargado, la joyería llamativa, el travestismo, con unos lentes enormes de fantasía y un peinado tupé tan alto que llegó a circular el rumor bastante difundido que se trataba en realidad de dos pelucas, una sobre otra.     

En su biografía autorizada, The Life and Times of Little Richard: The Quasar of Rock (1984), el mismísimo Richard recuerda su primer contacto con un adolescente Eskew Reeder Jr. en 1953, en una estación de autobuses de Georgia. Richard tenía entonces poco más de veinte años y su carrera no iba más allá de tocar en lugares mal pagados para un público al que la segregación racial condenaba a reunirse en sus propios ambientes.  “Él estaba con una predicadora llamada Sister Rosa Shaw, que vendía panes bendecidos, con la que tocaba el piano -recuerda Richard en el libro-. Tenía las manos más grandes que haya visto jamás. Eran el doble de grandes que las mías. Así que ambos subimos a mi casa y él se puso a tocar ‘One Mint Julep’, de The Clovers al piano. Yo le dije: Oye, ¿cómo consigues hacer eso? Y él me respondió: Yo te enseño. Y ahí fue cuando comencé a tocar. Aprendí mucho sobre fraseo. Para mí ha sido uno de los grandes pianistas de todos los tiempos y eso incluye a Jerry Lee Lewis, Stevie Wonder o cualquier otro que yo haya escuchado”. Y ojo, que Little Richard no era de los que iba por la vida regalando cumplidos a cualquiera, más bien todo lo contrario. Sin embargo, donde el músico de Georgia era inflexible, era en la influencia de Esquerita sobre su peinado: por ningún motivo estaba dispuesto a aceptar que su legendario tupé estuviera influenciado por el de Esquerita. Es más, cuando su biógrafo le envió la primera versión del libro, donde lo insinuaba, Richard hizo detener las imprentas y exigió de inmediato que se corrigiera esa afrenta a su cabellera. 

Lo que sí es una verdad indiscutible es que entre ambos hubo una relación cercana, de influencia mutua, tan así que es difícil saber hasta qué punto Esquerita influyó en Little Richard y viceversa. Algunos periodistas incluso quisieron indagar si entre ambos hubo algo más que amistad y colaboración musical. Richards no lo afirmó ni lo negó, pero aseguró: “él estaba loco por mí”.

Pero pasó el tiempo y, para 1957, solo uno de ellos había llegado a la cima mundial, mientras que el otro aún no lograba ni siquiera grabar un single como solista. Y cuando parecía que Esquerita nunca saldría de su lugar de músico de acompañamiento, apareció el ex-Blue Cap (el grupo de Gene Vincent) Paul Peek, quien lo llevó a los estudios de grabación como pianista de sesión y quedó impresionado con el talento del pianista, tanto, que juntos compusieron el single “The Rock-around”. Paul Peek le recomendó a Capitol Records que grabaron algunos singles de Esquerita, singles que se transformarían en algunos de los más salvajes de los 50’, como “Rockin´ the joint», de 1958 (lo más cercano a un hit que logró en su carrera), o «Hey Miss Lucy», de 1959. Vale decir que para estas canciones, Capitol le contrató a músicos de acompañamiento de primer nivel, como un joven Jimmy Hendrix, y los Jordanaires, coristas de Elvis Presley. Estos singles fueron recopilados en un álbum titulado simplemente Esquerita! (1959), su único LP oficial en vida. Pero la recepción no fue la que el músico esperaba, ni tampoco el sello, que decidió no seguir invirtiendo en él y despedirlo. 

El disco Esquerita! es pieza obligada para cualquier melómano que se precie. Disco subvalorado hasta la médula, incorpora la línea rocanrolera más tradicional en temas como “Hole in my heart” o “Crazy feelings”, con las típicas introducciones en piano que Little Richard transformaría en sello personal, pero también temas más cercanos al estilo de Fats Domino, otros más bluseros, como “She left me crying” -es imposible oírla sin recordar al clásico “Trouble” de Presley- e influencias del gospel que tanto escuchó en su infancia. Llama la atención -además de los repetidos aullidos en falsete- el sonido del piano, muy presente y crudo, casi como si estuviéramos escuchándolo en el living de nuestra casa, incluso ciertas notas falsas que, lejos de quitarle valor al disco, lo hacen más sincero, oscuro y espontáneo. 

Tras su despido de Capitol, Esquerita siguió lanzando singles esporádicamente y actuando como músico de sesión -trabajó, cómo no, como sesionista de Little Richard en la re-grabación de Good Golly Miss Molly-, pero su vida bohemia y sus conflictos con la autoridad comenzaron a escaparse de sus manos, cayendo detenido numerosas veces por peleas y desórdenes. En una de aquellas peleas llegó a perder un ojo (sus eternas y coloridas gafas futuristas siguieron ocultando al ojo faltante) e incluso pasó una temporada en la cárcel, aunque se ignora las causas. Cuenta la leyenda -sorprende cuántas cosas sobre este artista permanecen en el radio del “mito urbano”- que la causa de su reclusión fue por haber asesinado al hombre que le arrebató el ojo. ¿Verdad o leyenda? No lo sabemos, y quizás nunca lo sabremos.

A principios de los setenta desaparece del mapa y su biografía se vuelve un misterio, para luego reaparecer a mediados de esa década en Brooklyn, tocando el piano en salas de ambiente gay, con el nombre de “The Fabulash”, mientras sobrevive en hoteles baratos. En los años siguientes, de vez en cuando, Esquerita aparecía por la escena, alternando estas presentaciones con años completos de silencio. A veces era sorprendido por algún viejo rocanrolero en un tugurio marginal -siempre con algún pseudónimo distinto- aporreando el piano a su manera, siempre conservando su frenético estilo y su hiperbólica apariencia, aunque los vicios y la calle le estaban pasando la cuenta. Las noches en estos clubes, además de rock and roll, solían estar inundadas de sexo sin protección, prostitución, tráfico y consumo de drogas, lo que sumado a la aparición meteórica y desastrosa del SIDA, convirtieron la vida del músico una verdadera ruleta rusa. 

Tras varios años desaparecido, en 1983 regresa a Nueva York para ofrecer una serie de actuaciones en un local llamado Tramps. Es allí donde conoce a Miriam Linna, la primera baterista de The Cramps, y a su marido, Billy Miller, fundadores de la mítica banda de garage The A-Bones y creadores del fundamental sello Norton Records, que a partir de 1986 reeditaría el LP y todos los singles de Esquerita; es más, la admiración por el música es tal, que el logo de Norton Records es precisamente la cara de Esquerita: “En ese momento a muy poca gente le interesaba Esquerita -explica Miriam Linna en una entrevista-, mientras que para nosotros fue lo más importante que sucedió ese año. Fue algo muy loco. Obviamente él no había ensayado nada, pero en cuanto vio que tenía una pequeña base de fans en la sala, sus shows se volvieron incendiarios”. Para Linna, Esquerita ha sido uno de los “progenitores” del rock and roll, un personaje a la altura de Chuck Berry, Bo Diddley o Jerry Lee Lewis. “Su influencia ha sido inmensa. Esa es la razón de que tengamos una imagen suya en el logo de Norton. Fue un adelantado para su época. Para mí es uno de los artistas más infravalorados de todos los tiempos”.

Pero nada hizo cambiar la suerte maldita del músico. Su vida siguió moviéndose entre el reconocimiento y el desprecio, entre las luces del escenario y la oscuridad de las celdas, entre el ritmo del rock and roll y la muerte susurrándole al oído. Para mediados de los ‘80 hay varios que aseguran haberlo visto trabajando en un estacionamiento e incluso limpiando parabrisas a cambio de unas monedas en Brooklyn. En 1985 le diagnosticaron VIH en estado avanzado y, el 23 de octubre de 1986, falleció por complicaciones relacionadas con el SIDA. Paradójicamente, ese mismo año, se realizaba la primera ceremonia de admisión del Rock and Roll Hall of Fame y Little Richard fue uno de los diez artistas que se incluyeron en el Salón aquella noche.

Para cerrar, dejo aquí unas palabras que dio en una entrevista José Luís Martín, autor del libro Leyendas Urbanas del Rock, donde dedica un capítulo al malogrado músico: “Esquerita esconde un submundo de lumpen extraordinario, marcado por el segregacionismo en Estados Unidos y la homofobia hipócrita de todos sus estamentos. Él y Richard se autoalimentaron y es muy complicado saber quién fue primero, la gallina o el huevo, pero para mí, es mucho más fascinante la vida de Esquerita que la de Richard (…) Es curioso que, mientras escribía el capítulo de Esquerita, falleció Richard Wayne Penniman, Little Richard, y pude comprobar cómo en diferentes redes sociales, blogs y webs musicales, tanto nacionales como internacionales, pusieron fotos de Esquerita para ilustrar la muerte de Richard. Eso documenta perfectamente el despiste que existe entre los dos personajes, en el cual el primero siempre salió perdiendo”.

viernes, 10 de mayo de 2024

JOSELE SANTIAGO: "SI DEJAS DE HACER MÚSICA, TE MARCHITAS"

Sabella Corbelle

El Progreso, 10/05/2024

Rock and roll del clásico para padres e hijos. Josele Santiago llega con Los Enemigos al festival Facela Fest. Será este sábado, a partir de las siete y cuarto, en el exterior del auditorio Lucus Augusti.

Lo suyo no es trabajo, es pasión. Quizás, por eso, se sube todavía a los escenarios con sus 59 tacos. Reconoce que no sabe hacer otra cosa y que tiene que pagar facturas. Pero lo mejor de todo es que, pese a llevar casi cuatro décadas al pie del cañón, él y su banda, Los Enemigos, siguen teniendo su público. El de antes, ya crecidito en años y canas, y el de ahora, en muchos casos los hijos de sus fans de siempre, de toda la vida.

¿Es cierto que los viejos rockeros nunca mueren?

No, eso no es cierto. Hay muchos que mueren, incluso jóvenes y de mala manera. Los viejos estamos bastante en forma. Ahí tenemos, por ejemplo, a Miguel Ríos. Y también ahí estamos nosotros, rozando la sesentena y en forma. ¡Quizá nos echen algo de conservante!

¿El rock se lleva en la sangre?

¡Monté en la furgoneta con 17 años para tocar y saldré de ella con 60! Te sigue gustando tocar. La carretera es lo peor, echa para atrás a mucha gente, pero yo no tengo problema.

¿Qué pasa con los grupos de la Movida de los 80, que están volviendo a resurgir con giras? 

Fuimos ya los últimos estertores y no formamos parte de la Movida. Hay clichés desorbitados sobre ella. Nosotros triunfamos cuando se acabó la Movida de los cojones.

Pero el grupo se creó en 1985...

Sí, pero estábamos empezando. Del 85 al 89, tocábamos por una cerveza. Lo fuerte vino en los 90.

¿Bebieron algo de la Movida?

Algo se te tiene que quedar siempre. Había muchos grupos de la Movida que me gustaron y que fui a ver a conciertos como Gabinete Caligari, Golpes Bajos, Siniestro Total, Ilegales.... Pero nosotros salimos más tarde, con Los Ronaldos o Los Piratas, y somos más de rock and roll.

¿Queda algo de aquel espíritu musical del que nacieron tantos grupos en los 80 ya entrado en años el siglo XXI?

Entonces había un circuito de salas de medio aforo que te pateabas todos los años y ahora lo tienes más jodido para dar a conocer tu trabajo en directo.

Sorprende que lo diga tal cual, ahora en tiempos de internet.

A estas alturas de la vida, no entiendo nada, el mundo está sobreinformado y mucho de lo que se publica es mentira.

Sin embargo, con Spotify se puede llegar al público sin grabar un disco.

Sí, pero eso no da para comer y pagar las facturas. No puedes pasarte la vida grabando nada más. De autores te pagan una mierda y así no puedes vivir de la música. Encima, no tienes tiempo porque se tarda un huevo en escribir y grabar una canción. Tocando en garitos se podía sobrevivir, pero solo grabando no.

Entre los 80 y 90, hubo muchos músicos que se quedaron en el camino por el consumo de drogas. ¿Los que siguieron son supervivientes de aquella época?

Técnicamente, supongo que sí. ¡Pero tampoco venimos de Vietnam! No somos veteranos de guerra. Algunos caímos en la heroína y no nos pasó nada y otros no tuvieron el cuidado de ver lo que se metían —con la ansiedad que produce cuando eres adicto— y se metían lo que fuese sin pensar que eso podría llevarlos a la tumba.

En estos conciertos que dan ahora, ¿conectan especialmente con los hijos de sus fans de entonces?

Chicos jóvenes vienen a los conciertos, no sé si obligados por los padres, pero son minoría. La mayor parte del público son gente de nuestra quinta.

¿La edad importa en el escenario como en otras profesiones?

A la gente joven se supone que les parecemos carcamales y no les falta razón. No les importa la edad a los de nuestra generación, a los que les seguimos llegando.

Pero tenemos ahí a los míticos Rolling Stones, que siguen siendo para todas las generaciones...

Sí, The Rolling Stones y Bob Dylan, que no para y sigue trabajando.

Y ya debe pasar de los 80, ¿no?

Sí, pero es tu vida y esto es algo que no dejas de hacer nunca. Si no, te marchitas. Hacer canciones es algo que se te mete dentro y no lo sueltas. A lo mejor, es una enfermedad.

Inició su carrera en solitario y ahora está de gira con el grupo. ¿Mejor juntos que solo?

Solo es muy difícil. No tienes la logística.

¿Quién sería Josele Santiago sin Los Enemigos?

Me hubiera hartado. Se te van los músicos, hay que reestructurarse y la gente ni te conoce porque vienen pocos a los conciertos. Juntos mejor. Nos llevamos de puta madre los cuatro. Además, puedes tener una buena letra y melodía pero, a la hora de vestirla, ves la diferencia de hacerlo solo o en grupo. Y, a mí, los trajes me gustan.

Decía que no era muy conocido por la gente, pero es el líder del grupo y empezó como músico. ¿No le hubiera sido más cómodo estar en la retaguardia y pasar desapercibido?

Líder no me considero. Yo soy el del medio, digamos. No tengo madera de líder. Cuando era músico, estaba a un lado. Lo de ponerme en el centro me costó mucho pero peor sería estar en un andamio.

Un juego de palabras... ¿Enemigos de quién?

De la falta de respeto, de la intolerancia, del fascismo...

¿También de Netanyahu?

Pues sí, también. De todos los fascistas en general.

miércoles, 31 de enero de 2024

NEGRO, HOMOSEXUAL Y “EL VERDADERO REY DEL ROCK”: ASÍ ESCRIBIÓ LITTLE RICHARD LA HISTORIA DE LA MÚSICA POPULAR

Jaime Lorite

El País, 29/01/ 2024

Se estrena en cines ‘Little Richard: I Am Everything’, documental consagrado a uno de los pioneros del género, que tuvo a Elvis, los Beatles o los Rolling Stones entre sus alumnos, pero nunca se sintió suficientemente reconocido



Mick Jagger durmió en el suelo de su habitación, Paul McCartney recibió clases para imitar su característico grito y Elvis Presley le reconoció como “el verdadero rey del rock”. Sin embargo, Little Richard (Macon, Georgia, EE UU, 1932 – Tullahoma, Tennessee, 2020) siempre estuvo lejos de tener la inmensa entidad comercial y popular de sus más célebres alumnos. “Deberíais estar todos peleando por grabarme un disco. Los más grandes han estado conmigo, Jimi Hendrix, James Brown, los Beatles, Mick Jagger… ¿Mick, te acuerdas?”, dijo, en tono de broma pero muy en serio, ante la plana mayor de la industria en 1989, con motivo de la inclusión de Otis Redding en el Salón de la Fama del Rock and Roll.

Su legado lo homenajea ahora la película Little Richard: I Am Everything, estrenada en cines de España el pasado viernes 26 de enero, un documental que repasa la biografía del cantante, sus decisivas contribuciones musicales y el carácter rompedor de su figura. Que el rock se entendiese como un sinónimo de rebeldía, desde luego, tuvo mucho que ver con que uno de sus arquitectos fuera un hombre negro y notoriamente homosexual que actuaba en el racista y homófobo sur de Estados Unidos en plenos años cincuenta.

“En la historia del rock, durante mucho tiempo, se ha querido dejar fuera a figuras como Little Richard o Esquerita”, dice por videollamada a ICON Lisa Cortés, la directora de Little Richard: I Am Everything. “A menudo es difícil poder contar las historias de la población negra y queer, porque suelen contradecir la narrativa oficial. En este caso, sucede con Little Richard y el relato de que Elvis fue el padre del rock”. Un segmento del documental es dedicado a narrar cómo los éxitos de Little Richard eran inmediatamente versionados por artistas blancos como Pat Boone, quien basó su carrera en adaptar canciones de músicos negros, como Tutti Frutti, y restarles toda mordiente para ajustarlas a lo socialmente aceptable en la era de la segregación racial. Y también para llevárselo crudo: Boone amasó una fortuna (solo Elvis Presley vendió más que él en su época), mientras Richard apenas cobraba derechos por las versiones. El ritmo frenético de temas como Long Tall Sally respondía a una estrategia de Little Richard para boicotear a Boone, que no era capaz de cantar a esa velocidad.

Nacido y crecido en una ciudad del sur estadounidense, Macon, que había sido depósito de suministros del ejército confederado en la Guerra de Secesión y donde los linchamientos a las personas negras estaban a la orden del día, Richard Wayne Pennyman, como realmente se llamaba, fue el tercero de 12 hermanos (siete varones y cinco mujeres) y tuvo una dura relación con su padre, debido a su homosexualidad y a su gusto por el maquillaje y las prendas femeninas. La canción con la que alcanzó la fama, Tutti Frutti, tenía una letra sobre sexo anal, convenientemente reescrita en la versión de estudio después de que el productor Bumps Blackwell le escuchase interpretarla en directo y la identificase al instante como un bombazo. El grito de guerra con el que se inicia (castellanizado, “¡Aumbabuluba balambambú!”), que imita fonéticamente el sonido de una batería, y el aporreo salvaje del piano de Richard se convirtieron en historia de la música. Y la canción generó aún más historia, puesto que estableció el estándar rítmico del rock.

“Lo que hizo a Little Richard un genio fue su don para mezclar en su música aspectos del blues, del góspel y otros distintos medios de expresión, que se combinaban con su faceta queer. Que alguien en 1955 fuera capaz de elaborar una receta así de única es algo impresionante”, reflexiona Lisa Cortés. El artista, que encontró en la música de iglesia una escuela y que subió por primera vez a un escenario invitado por la cantante y guitarrista evangélica Sister Rosetta Tharpe (ídolo para él y considerada precursora del rock), dio algunas de sus primeras actuaciones vestido de mujer, con el apodo de Princess LaVonne. En una entrevista de archivo recogida en el documental, Richard sostiene que exageraba la pluma y el amaneramiento para que los hombres blancos no le viesen como una amenaza para sus mujeres y pudiese actuar en sus locales. “Él ciertamente lo creía así. Pero no tiene mucho sentido”, opina la directora. “Esos ambientes eran también muy homófobos y alguna vez le arrestaron porque consideraban su conducta indecente”.

Llámeme reverendo

El sentimiento de culpa de Little Richard con respecto a su sexualidad condicionó en gran medida su vida. En lo más alto del éxito, cuando vendía millones de copias y llenaba recintos por todo el país, el cantante decidió abandonar el rock para estudiar teología, se casó con una mujer y pidió a todo su entorno que se refiriese a él con el nombre de reverendo Richard. En aquella época, publicó discos puramente góspel, como los dos volúmenes de Pray Along With Little Richard (Reza con Little Richard, 1960), y se negó a interpretar en directo las canciones por las que era famoso, como Lucille, Keep A-Knockin, Good Golly, Miss Molly o las anteriormente citadas, al estar el rock, explicaba, “alejado de lo divino”.

Su carácter competitivo, sin embargo, le llevó en 1962 a regresar a sus canciones de siempre durante una gira en Europa con Sam Cooke, dados los celos que sentía por el recibimiento enfervorecido del público a su compañero de cartel. A continuación, tuvo lugar su, a posteriori, sonada alianza con los entonces primerizos Beatles, a quienes, agradecido porque le admirasen, aleccionó, aconsejó y apadrinó. Con ellos compartió la temporada musical en Hamburgo que terminó de forjar a la banda británica.

Divorciado de su mujer, Richard volvió a admitir su homosexualidad, aunque, lejos de normalizarla, en múltiples ocasiones dejó claro que sus inclinaciones le parecían impuras. En 1982, en una entrevista en Late Night With David Letterman, renegó otra vez de su orientación y proclamó que “Dios creó a Adán para que estuviera con Eva, no con Esteban”. También reconoció en público su adicción a las drogas, bromeando con que, en ocasiones, se le debería haber llamado Little Cocaine. En el libro La extraordinaria vida de Little Richard, de Mark Ribowsky, editado en España el pasado 2023 por Libros Cúpula, otras sombras del personaje son señaladas, como su tóxica relación laboral con Jimi Hendrix, que por un tiempo fue su guitarrista y a quien, de acuerdo con la entonces novia del malogrado músico, Richard hostigó sexualmente. “Me pagaba mal, vivía mal y me quemaba”, resumió Hendrix al final de su colaboración. Según el libro, la estrella era tiránica con los miembros de su banda, a quienes, entre otras directrices, prohibía sonreír en el escenario.

Redescubierto por una nueva generación en la era de la psicodelia y, más tarde, reconvertido en una figura simpática que aparecía con frecuencia en galas, programas de televisión y películas, Richard mantuvo en los ochenta y noventa posturas contradictorias y cambiantes. El cineasta John Waters, que aparece en el documental y asegura que se dejó su distintivo fino bigote en homenaje a Little Richard, le entrevistó en 1987 para Playboy y provocó la ira del cantante por tomarse a risa su supuesto renacimiento como heterosexual; no obstante, dada su necesidad de atención, Richard se sintió halagado cuando se publicó el texto. También recorrió emocionado diversas entregas de premios en los años noventa, cuando recibió de golpe todos los homenajes que, como a tantos intérpretes negros, le habían escatimado a lo largo de su trayectoria.

“Hay muchas contradicciones en la figura de Little Richard. Pero es que toda su vida consistió en navegar esa zona gris, a través de la cultura popular y de la transgresión”, explica Lisa Cortés. Ringo Starr, Brian Wilson o Keith Richards le rindieron homenaje públicamente a su muerte en 2020, y la película Elvis (2021), de Baz Luhrmann, le representaba y situaba en el lugar que merecía en la historia de Presley, sin esconder la huella del cantante afroamericano sobre su música. Por sus polémicas apariciones finales en medios cristianos ultraconservadores, Waters, por su parte, lamentó que Richard muriera “completamente homófobo, diciendo cosas terribles sobre los gais y las personas trans”. Sobre si el cantante logró hacer las paces consigo mismo, Cortés cree que “solo se puede elucubrar”. “De lo que no cabe duda es de que, en esos últimos días, su relación más importante era con Dios. Él sentía que no tenía a nadie más”, cuenta. Al margen de creencias religiosas, el estreno del documental en cines de todo el mundo prueba que Little Richard, de una forma o de otra, ha logrado trascender con creces.

lunes, 22 de enero de 2024

ARIEL ROT: “PASÉ DE TOCAR EN LAS PLAZAS DE TOROS CON LOS RODRÍGUEZ A GARITOS CON 300 PERSONAS, Y FUE MUY ESTIMULANTE”

Alex Zubiria

Noticias de Guipuzkoa, 12/01/2024



Aunque antes de Tequila y de Los Rodríguez, Ariel Rot (Buenos Aires, 1960) publicó dos discos, jamás llegó a tocarlos en directo. Por ello, y por lo que supuso Hablando solo, para el argentino este fue el álbum con el que empezó todo. Ahora, vuelve a él y lo tocará este sábado (21.00 horas) en Donostia tras los donostiarras Tritones.

Regresa a su primer disco que, en realidad, no es el primero, 25 años después. ¿Por qué?

Fue el comienzo de lo que soy ahora mismo, porque es cierto que ya había grabado dos discos antes, pero no hubo continuidad. En realidad, no tuvo ni convicción por mi parte. Yo necesitaba grabar esas canciones porque era una nueva manera de escribir. Había encontrado algo nuevo y estaba muy arrebatado por esa situación, pero nunca terminé de sentir en esa época que eso se iba a convertir en una carrera. Ni siquiera llegué a tocar en directo. Así que, ¿por qué este disco? Porque es el comienzo. Coincide con el reencuentro con la banda con la que giré en esos primeros cinco años. Estaba viendo viejos vídeos que grabábamos con nuestras camaritas caseras y se los mandé a uno de ellos, que me respondió: “25 años hace de eso”. Pensé que era un número muy mágico y que debíamos empezar por ese disco. Para mí, es el comienzo de muchas cosas, de una nueva vida.

¿Cómo ha sido el reencuentro musical? ¿Se han sentido cómodos regresando a aquellas canciones?

Tardamos muy poco en sonar. Hicimos pocos ensayos y enseguida empezamos a hacerlo. Estuvimos cinco años tocando, viajando, escuchando música juntos, comentando documentales y libros... creando eso que se crea cuando gira una banda. Es una convivencia muy inusual que no la tienes ni con tu familia ni con tu pareja. Aprendimos mucho juntos y seguimos haciéndolo. Ellos eran chicos bastante jóvenes y todavía no habían hecho muchas cosas profesionalmente, así que el que marcaba un poco las pautas o el que, sin que suene como algo ostentoso, enseñaba, era yo, pero ya no es así. Ahora les pido muchos consejos a ellos. Ha sido un reencuentro muy excitante y emocionante. También es muy divertido volver a viajar y reencontrarnos los mismos. Han pasado 25 años, pero todos seguimos siendo los mismos, con las mismas tonterías, neuras y chistes tontos (risas).

Por lo tanto, ¿sigue siendo el mismo Ariel Rot que escribió esas letras?

En general, sí. Sobre todo, esas canciones que hice sobre historias mías personales, un poco confesionales, porque tienen verdad. La verdad siempre perdura (risas).

Llegó a grabar el disco con todas unas leyendas como The Attractions.

Cuando empecé a programar este disco no tenía ni banda. Tuve la increíble suerte de poder grabar con los Attractions la última vez que lo hicieron juntos. Aunque no fuese la última vez, también hubiese sido una experiencia alucinante. Llevaban mucho tiempo sin tocar juntos, así que para ellos también fue un reencuentro. Tiene algo que ver con el reencuentro que estamos viviendo nosotros ahora.

¿Cómo recuerda ese salto de un segundo plano en Tequila y Los Rodríguez a ser el foco de todo?

Fueron emociones encontradas. Por un lado, el vértigo que me generaba esa nueva situación, pero, por otro, el placer que tenía. Disfruté muchísimo. No a nivel de popularidad, pero sí a nivel musical y artístico. El viento sopló a favor y, si bien pasé de tocar en las plazas de toros con Los Rodríguez y Joaquín Sabina a garitos con 300 personas, para mí fue muy estimulante. Lo recuerdo con mucha felicidad.

El título del disco, ‘Hablando solo’, viene de un tema inédito de Los Rodríguez. ¿Ya estaba fraguando su marcha mientras estaba en la banda?

No. Para mí, estar en un costado del escenario tocando la guitarra era un lugar muy natural. No me costaba ningún tipo de esfuerzo y aquí sí tuve que esforzarme mucho más para poder ser autosuficiente tanto a nivel compositivo como de actitud y vocalmente. Tuve que adquirir un compromiso mucho más grande. 

Aunque ni usted ni la banda han cambiado en este tiempo, lo que sí lo ha hecho ha sido la industria musical.

Hay un antes y un después con la pandemia. Aceleró todo y convirtió los dispositivos digitales en el centro de nuestras vidas, lo que tiene cosas buenas y malas. La tecnología te da y te quita. A cada uno les dará más o menos, así que creo que hay que buscar un equilibrio. A mí los formatos físicos me encantan. Me gusta tenerlos, tocarlos y verlos en mi casa, pero también me gusta tener plataformas donde puedo instantáneamente enterarme de algo que tengo dudas de si me va a gustar o no. Nos da muchas posibilidades poder decidir si lo quieres en formato físico o no. 

No es fácil encontrar ese equilibrio.

Evidentemente, esa industria que nosotros conocimos del formato físico murió definitivamente (risas). 

¿Y el rock ha muerto?

El rock ha perdido su reinado, pero sigue estando presente. Lo que hoy en día estamos escuchando no existiría sin el rock. Fueron demasiadas décadas de influencia y tuvo esa capacidad de estar presente en cada cambio y en cada novedad. El rock and roll es una palabra demasiado evocadora. Cada uno lo puede entender a su manera. 

A pesar de todos esos cambios, los que siguen ahí son los Rolling Stones.

El rock en los conciertos todavía está presente. No solo los Rolling, hay muchas bandas de rock que siguen girando en grandes estadios. Me dan lástima los pequeños circuitos. Esos son los que más han sufrido y a los que más les cuesta seguir creando, porque realmente el rock se genera en esos sitios. Es su hábitat natural y por eso estoy disfrutando muchísimo de poder tocar en salas. Me parece que es el lugar donde el rock mejor se toca y mejor se escucha.

¿Cuesta hacer giras de este tipo al estar perdiéndose cada vez más salas?

Es complicado y, si lo es para mí, imagino que para los grupos jóvenes mucho más. Nunca hubo un gran circuito donde los grupos se fogueasen. Cuando digo un gran circuito, me refiero a los que podía haber en Inglaterra o en Estados Unidos, donde los grupos tocaban cinco días por semana. Cuando venían a España nos preguntábamos que cómo podían tocar así de bien y era porque tocaban cinco días. Eso es lo que influye en la calidad de las bandas.

domingo, 12 de febrero de 2023

“AKA DOC POMUS”: RECORDANDO AL TALENTO OLVIDADO QUE COMPUSO PARA ELVIS

José Martín S 

marilians.com, 23/09/2020

Doc Pomus es una de las grandes figuras olvidadas de la música popular del pasado siglo. En 2012, un documental estadounidense rescató su vida y recordó parte de sus más de 1000 creaciones musicales que popularizaron otros. “AKA Doc Pomus” de William Hechter muestra la fascinación del compositor (su nombre real era Jerry Felder) por el blues desde temprana edad. Hijo de una familia judía de clase media que vivió en Nueva York, de niño padeció la polio, lo que le obligó a desplazarse en silla de ruedas. Antes de cumplir 20 años, ya hacía sus pinitos cantando en clubes de la zona Noreste norteamericana. Los asistentes a sus directos se sorprendían al ver en escena a ese peculiar “blanco con muletas cantando blues en locales de Harlem”. Comenzaba a propagarse la leyenda y las peticiones de colaboración en cascada. Para Joe Turner compuso “Chains of Love”, un clásico del blues sobre el desamor  con instantes desgarradores como el de “These chains of blues gonna haunt me until the day I die”, “Young blood” para The Coasters que supuso uno de sus primeros número uno en ventas, o “Lonely Avenue” para Ray Charles. Hill and Range Songs, la discográfica que publicaba a Elvis, lo contrató como letrista junto al pianista Mort Shuman. Desde el edificio Brill, el centro neurálgico de composición de canciones pop situado en Broadway, el tándem artístico formado por Pomus y Shuman demostraron una capacidad innata para desarrollar hits populares que arraigaban en el imaginario de la juventud de la época ansiosa de nuevos referentes musicales. En dicho edificio, Pomus conocería al conflictivo titán de la producción Phil Spector, al que define en el documental como un hombre de “talento extraordinario y un guitarrista excepcional”. Para entonces, Pomus en colaboración o en solitario había cosechado una ristra ingente de éxitos para el sello Atlantic Records como “This Magic Moment”, “Save the Last Dance for Me” o, para Elvis Presley, “A Mess of Blues” y “Viva Las Vegas”.

En febrero de 1964, los Beatles aterrizaban en el aeropuerto JFK de Nueva York ante miles de admiradores: un terremoto que sacudió los cimientos musicales del país como lo acababa de hacer en Reino Unido. Emergía una nueva hornada de músicos-autores como Bob Dylan o los propios Beatles, que además de interpretar eran responsables de la composición de sus temas por lo que prescindían de letristas y de arreglistas externos. El matrimonio artístico entre Mort Shuman y Doc Pomus, y el sentimental entre el segundo y su mujer, la actriz Willi Burke, comenzaba a resquebrajarse. Pomus dejaba de lado su carrera y probaba suerte en las timbas de póquer. La secuelas de su enfermedad, además, empeoraban tras una caída en la calle. Hasta mediados de los setenta, y a pesar de que algunos artistas comenzaron a reivindicar su figura y realizaron nuevas versiones de sus clásicos, Pomus no fue consciente de su transcendencia para la composición musical del pasado siglo. Animado por esta legión de seguidores, decide volver a los estudios de grabación y trabaja para músicos como Dr John o Willy DeVille. Fue un leve renacer en el que, hasta Bob Dylan, que de alguna manera había contribuido a acabar con la escudería de la vieja escuela de creadores de temas populares de los cincuenta a la que Pomus pertenecía, alabó el influjo poético de algunos de sus temas.

En marzo de 1991, Pomus fallecía dejando un formidable legado que se tradujo esa misma década en “Till the night is gone: A Tribute to Doc Pomus”, un recopilatorio de versiones de sus clásicos publicado en 1995. Allí, Bob Dylan le homenajeaba con “Boogie woogie country girl”, Shawn Colvin ralentizaba el clasicón “Viva Las Vegas” llevándolo a territorios vaqueros, Los Lobos intensificaban el punch blues de  “Lonely Avenue”, el genio de los Beach Boys, Brian Wilson, añadía soniquetes con eco y color al “Sweets for my sweet” y, quizá lo más sorprendente, la apropiación por parte de Lou Reed, hasta dejarla casi irreconocible, de “This magic moment”. Un recopilatorio que hizo justicia al talento de Doc Pomus que nunca pudo escuchar pero que seguramente habría sido de su agrado. 

https://elblogdejosemartins.blogspot.com/

domingo, 30 de octubre de 2022

MUERE JERRY LEE LEWIS, LA ÚLTIMA LEYENDA DE LA EDAD DORADA DEL ROCK AND ROLL

Fernando Neira

El País, 28/10/2022

[Se nos ha ido el último de los pioneros.]

El músico ha fallecido a los 87 años en su casa de Memphis


Jerry Lee Lewis, la última leyenda de la edad dorada del rock and roll, ha muerto este viernes a los 87 años en su casa de Memphis (Tennessee). Algunos portales llevaban un par de días rumoreando sobre su fallecimiento, pero la triste noticia llegó al final este viernes. A Jerry Lee Lewis le apodaban elocuentemente The Killer (El Asesino), por su temperamento colérico y fiereza interpretativa, se convirtió en pionero e icono del rock and roll, rivalizó en la década de los cincuenta con toda aquella gloriosa avanzadilla de la nueva música del diablo –Elvis Presley, Chuck Berry, Little Richard, Carl Perkins–, los sobrevivió a todos y siguió impartiendo lecciones de furia hasta bien entrado en la condición de octogenario. Pero su ya maltrecha salud le dio la espalda definitivamente a los 87 años. Deja una vida de película (en todos los sentidos, también el literal: Great Balls of Fire triunfó en la gran pantalla en 1989), momentos trágicos y truculentos y, sobre todo, dos de las canciones más importantes de la década de los cincuenta: Whole Lotta Shakin’ Going on y, claro está, esas celebérrimas “Grandes bolas de fuego”.

Había nacido en Ferriday (Louisiana) en 1935, en el seno de una familia paupérrima que supo barruntar su descomunal talento artístico y se endeudó para comprarle un piano de pared de tercera mano que le enseñaron a tocar desde los 10 años dos de sus primos. Encarnaba el perfil más temible y afilado de aquella nueva música excitante que supo canalizar las ansias de liberación juvenil tras el trauma de la guerra. Elvis podía mostrarse también como un chico tierno y adorable, pero Lewis –pelo largo y rubio, fuerte acento sureño, actitud desafiante y libidinosa– era el yerno que ningún padre desearía encontrarse en casa. Y todo ello pese a haber sido educado en una iglesia evangélica, un aspecto que siempre le produciría contradicciones internas, porque agudizaba el contraste con su temperamento alocado, sicalíptico y propenso a las adicciones.

Presumía de haber debutado en público a los 14 años con un concierto en un concesionario de automóviles, desarrolló un estilo bombástico y muy teatral (siempre de pie, siempre deslizando los dedos en virulentos glissandos sobre las teclas) y terminó resultando inevitable que Sam Phillips, el plenipotenciario fundador de Sun Records, supiera de sus andanzas y le fichara para sus estudios de Memphis, primero como músico acompañante y enseguida ya como jefe de filas. Allí coincidió en 1956 con Elvis Presley, Carl Perkins y Johnny Cash, con los que integraría el llamado Million Dollar Quartet. Fue solo la antesala de sus dos temas superlativos, que estrenaría en 1957 en el televisivo The Steve Allen Show y que le catapultaron a una fama incontrolable de costa a costa.

El éxito parecía no conocer cenit, pero el mundo tampoco tardaría en descubrir el lado más turbio y controvertido de nuestro personaje. En mayo de 1958, inmerso en una gira por el Reino Unido que debía erigirle como ídolo también al otro lado del Atlántico, un reportero descubrió que su tercera mujer, su prima Myra Gale Brown, tenía tan solo 13 años cuando contrajeron matrimonio. El escándalo fue mayúsculo, Lewis fue acusado de pederastia y tuvo que suspender todo el calendario de actuaciones cuando solo llevaba tres conciertos sobre suelo inglés. Nunca se recuperaría del todo de aquel episodio: las radios estadounidenses le censuraron de inmediato y ninguna de sus cientos de composiciones posteriores alcanzaría el Top 20 en las listas.

Su legado discográfico incluye cerca de 40 elepés, notables incluso en la última década: se despidió de los estudios de grabación en 2014 con el hermoso Rock and Roll Time, pero cuatro años antes se había dado el gustazo de manufacturar un álbum de duetos, Mean Old Man, con una nómina impagable de admiradores y amigos, desde Mick Jagger a Eric Clapton, Willie Nelson o Sheryl Crow. Pese a todo, nunca logró que su nombre no estuviese más vinculado a las páginas de sucesos que a las de espectáculos. Perdió a su cuarta y quinta esposa en circunstancias nada claras (Jaren Pate se ahogó, sobre Shawn Stephens siempre pesó la sospecha de que sufría violencia machista), vio también morir a dos de sus hijos (Steve Allen Lewis se cayó a una piscina con tres años; Jerry Lee Lewis Jr., que despuntaba como batería, falleció en accidente de tráfico a los 19) y protagonizó algunos episodios terribles por su afición a las armas de fuego. Sobre todo, cuando disparó de manera fortuita a uno de los miembros de su banda o cuando en 1976 la policía le arrestó borracho en las inmediaciones de Graceland, la mansión de Presley, y descubrió que en la guantera del coche escondía un revólver cargado.

Tampoco contribuyó a paliar su aureola de chico malo el célebre incidente en la gira compartida con Chuck Berry, al que los promotores colocaron como cabeza de cartel y, en consecuencia, responsable del último concierto de la noche. Preso de los celos y de la ira, Lewis acabaría rociando el piano con gasolina y prendiéndole fuego mientras interpretaba la versión más flamígera, indudablemente, que jamás haya conocido su Great Balls of Fire.

Achantado por la mala fama y la pujanza incontestable de Beatles, Rolling Stones y demás aristocracia rockera de los años sesenta, Jerry Lee se reconvirtió a finales de aquella década como artista de country y supo mantener una trayectoria musical bastante más coherente que la vital. La versión del clásico Chantilly Lace, por ejemplo, fue muy celebrada. Pero la sucesión de peripecias extremas en su currículo era demasiado golosa como para no dar pie a obras muy relevantes en torno a su figura. En 1982, siete años antes del largometraje protagonizado por Dennis Quaid, Nick Tosches ya había dado forma a una biografía apabullante, Fuego eterno: la historia de Jerry Lee Lewis. La editorial Contra publicó la versión en castellano hace relativamente poco, en 2016.

Aquel texto no llegó a reflejar otros momentos de una vida que nunca llegó a ser del todo apacible. En 1984, por ejemplo, tuvo que someterse a una delicada cirugía para extraerle un tercio del estómago, ulcerado por los severos abusos en la ingesta de drogas. Mucho más agradable fue que en 1986 su nombre figurase, junto a Elvis, Chuck Berry, Ray Charles, Sam Cooke, James Browne, Buddy Holly o los Everly Brothers, entre los 16 primeros inscritos en el Rock and Roll Hall of Fame.

La ya maltrecha salud de estas últimas semanas le impidió asistir, el pasado 16 de octubre, a su inclusión en otro Hall of Fame, en este caso el de la música country. La muerte le visitó finalmente en el condado de Desoto (Misisipi), donde residía junto a la séptima de sus esposas, Judith Coghlan. Le sobreviven también cuatro de sus hijos. Tras la pérdida de Little Richard, en 2020, el rock and roll pierde al último de sus padres fundadores y se queda huérfano ya para siempre.

miércoles, 19 de octubre de 2022

FALLECE ROBERT GORDON, HÉROE DEL ROCK AND ROLL REVIVAL

Jesús Sanz Morales

Plásticos y decibelios, 19/10/2022

[Otro de los grandes que se va.]


Robert Gordon, cantante que se hizo famoso a finales de los 70 y primeros años 80 como uno de los principales abanderados del revival del rock and roll original y el rockabilly, falleció ayer martes a los 75 años. Los buenos aficionados le recordarán siempre por su buena percha, gran tupé y sensacional voz de barítono.

La noticia la confirmó su sello discográfico, Cleopatra Records. La familia de Gordon había creado una página de GoFundMe el mes pasado, señalando que el cantante había estado en el hospital durante seis semanas mientras luchaba contra una forma de leucemia mieloide aguda.

“La increíble voz de Robert y su música no solo volvieron a poner al rockabilly en el mapa, sino que crearon recuerdos para todos nosotros. Una voz como la suya, junto con la autenticidad que aporta a la música, es inolvidable y no aparece muy a menudo”.

El vicepresidente del sello de Gordon, Matt Green, ha dicho en un comunicado:

“Cleopatra Records quisiera ofrecer nuestro más sentido pésame a su familia y amigos. Nos gustó trabajar con Robert, y extrañaremos su poderosa voz de barítono, así como su dedicación enfocada a su música”.

Nacido en Bethesda, Maryland, Robert Gordon se interesó en la música desde una edad temprana, citando la mítica y mágica “Heartbreak Hotel” de Elvis Presley como una de las principales inspiraciones para iniciar una carrera musical. A esa influencia se añadieron las de otros viejos rockers como Gene Vincent, Billy Lee Riley y Eddie Cochran.

A lo largo de los años sesenta, se interesó más en artistas de R&B como James Brown y Otis Redding que en las bandas de la Invasión Británica. Gordon hizo su debut discográfico a los 17 años en la banda The Confidentials.

A mediados de los 70s se mudó a Nueva York y se unió a los Tuff Darts, banda de punk- power pop habitual del CBGB. En 1976, la banda grabó las canciones “All for the Love of Rock and Roll”, “Head Over Heels” y “Slash”, para el recordado álbum recopilatorio “Live at CBGB’s” que incluía varias bandas locales, entre otras a unos primerísimos Mink Deville.

Mientras Gordon todavía estaba en los Tuff Darts, el productor Richard Gottehrer, quien también ayudó a lanzar las carreras de Blondie y Ramones, sugirió que el cantante intentara trabajar en música de estilo rockabilly con el guitarrista y pionero del rock instrumental (y unos de los padres del garaje) Link Wray.

Su primer álbum juntos, “Robert Gordon With Link Wray” de 1977, fue lanzado con poco bombo por el sello Private Stock, pero comenzó a llamar la atención después de la muerte de Elvis ese mismo año. Gordon y Wray luego hicieron un segundo LP “Fresh Fish Special” de 1978, que incluía la versión de “Fire” de Bruce Springsteen, que también grabaron por entonces las Pointer Sisters.

En 1978 Gordon firmó con RCA Records, el sello de Presley, y se convirtió en un revivalista de lujo del rock and roll con sus brillantes y convincentes interpretaciones del viejo rock and roll. Pero no solo salía airoso haciendo a los clásicos de los 50, tenía buen ojo, voz, y grupo, para salir bien parado en sus versiones de contemporáneos como Marshall Crenshaw o el propio Boss.

Llegó al Hot 100 de Billboard en un par de ocasiones: primero con una versión de “Red Hot” interpretada con Wray (No. 83 en 1977) y con su fantástica versión de “Someday, Someway” de Crenshaw en 1981 (No. 76).

Billy “The Kid” Emerson publicó el original de “Red Hot” en Sun Records en 1955, pero realmente lo que versionaron tanto Robert Gordon como los Beatles punk de Hamburgo no fue el original, sino la versión de Billy Lee Riley.

Lanzó tres álbumes para RCA: “Rock Billy Boogie” en 1979, “Bad Boy” en 1980 y “Are You Gonna Be the One” en 1981, discos en los que participaron grandes músicos como Chris Spedding, Danny Gatton, Lance Quinn o Tony Garnier, sin embargo, a partir de ese momento su carrera comenzó a decaer.

Entre 1994 y 2020, dispersamente, lanzó seis discos más basados ​​en el rockabilly y el blues, y siguió realizando giras por todo el mundo, compartiendo cartel con Glen Matlock de Sex Pistols, Kiss y Bob Dylan, entre muchos otros.

Su último álbum “Hellafied”, verá la luz el próximo 25 de noviembre, desgraciadamente ya a título póstumo.

miércoles, 20 de julio de 2022

JOHNNY THUNDERS, EL POETA MALDITO DEL PUNK QUE NACIÓ PARA PERDER

Lucas Méndez Chico-Álvarez

El Independiente, 15/07/22 

Existen en la historia del rock apenas unos pocos músicos a los que somos capaces de reconocer de manera casi instintiva cuando escuchamos los primeros acordes de su guitarra. Chuck Berry, Eric Clapton, Keith Richards o Jimmy Page son algunos de los nombres que figuran en esta lista de leyendas escrita con letras de oro en la biblia del rock & roll. Con una ortografía más sucia y desgarbada, pero idéntica legitimidad para pertenecer a esta nómina de estrellas, aparece el nombre de John Anthony Genzale (15 de julio de 1952), más conocido como Johnny Thunders.

Thunders es el gran poeta maldito del punk. La electricidad rabiosa de su guitarra marcó el camino para la proliferación de grupos como los Sex Pistols (Steve Jones reconoció directamente haber copiado su estilo), los Clash o los Ramones, entre muchos otros. Tanto él, como los grupos a los que perteneció, tienen gran parte de culpa en la recuperación setentera de los sonidos más crudos del rhythm & blues y el rock & roll clásico.

Pieza clave para la formación de la escena punk en Londres y en su natal Nueva York, participó en la fundación de los míticos New York Dolls o los Heartbreakers. Hedonista y extravagante, excesivo y provocador, su tendencia al libertinaje, el caos y, sobre todo, su adicción a las drogas provocaron que las grandes discográficas lo evitasen a pesar de su tirón entre un público joven que vio en Thunders un Keith Richards del underground.

Las giras eran toda una incertidumbre tratándose de Johnny, lo mismo acababa insultando a los asistentes a sus conciertos, olvidándose estrofas, deambulando por el escenario sin apenas conocimiento; como podía ofrecer dos horas y media de espectáculo pasando de un vibrante y arrollador estado de éxtasis, a encontrar un momento de intimidad acústica y dejar maravillados a los fans.

En 1986 el público madrileño dio cuenta de la lotería que suponía ir a un actuación suya. Apareció en el escenario, colocado, ofreciendo en la extinta sala Astoria un decepcionante espectáculo recogido en la crónica de Santiago Alcanda para El País.



«Johnny Thunders, pasado de rosca en su actuación en la sala Astoria, no se cree el presente. Y alguien que allí había aguantado las dos horas se quejaba al final: ‘He pagado 2.200 pelas y sólo me han dado cuarto y mitad de Thunders’», relata Alcanda en su artículo.

La adicción de Thunders a la heroína no era ningún secreto y la triste estampa que arrastraba a mediados de los 80 solo encontraba alivio en los caros trajes que gastaba. Aparte de la música, la moda y las drogas fueron sus dos grandes pasiones.

Su apariencia de dandi desfasado, el halo trágico que lo envolvía y su marginación por gran parte de la industria, convirtieron al músico neoyorquino en una especie de Dorian Gray punky.

Canciones como Personality Crisis, Looking for a Kiss (New York Dolls); Born to Lose o I Wanna Be Loved (The Heartbreakers), dan cuenta del sucio y agitado sonido protopunk al que tanto aportó con su guitarra. Las letras, impregnadas de frustración y ansiedad contribuyeron a crear ese discurso punky centrado en la ausencia de futuro, identidad y esperanza. Sin embargo, la aportación musical de Thunders no se queda únicamente en un género, el neoyorquino suavizó su estilo en su etapa en solitario revelando una sensibilidad melancólica e intimista, escondida tras una apariencia ruda y decadente.

A pesar de sus problemas de adicción, Thunders nunca dejó de componer y tampoco cayó en el engaño de justificarse otorgando a las drogas poderes ni facultades inspiratorias. «Las drogas me ayudan a pasar por todo el follón que tengo que pasar antes de subirme al escenario, pero no me ayudan a escribir o a actuar», explicó el músico en una entrevista.

La dolorosa ternura cálida de temas como Hurt Me, Ask Me No Question o Society Makes Me Sad, muestran como sólo son necesarios el sonido de su voz a medio apagar y el rasgado de una guitarra acústica para personificar el sufrimiento de un yonqui a jornada completa. Thunders es caos, descontrol y enajenación, pero también es la resaca de una constante guerra emocional consigo mismo.

Es inevitable recurrir a los diversos episodios de drogadicción, deterioro y humillación que pueden configurar el relato de una vida libertina y llena de excesos que terminó prematuramente a los 38 años por causa de una sobredosis. Sin embargo, como dice en su canción, Johnny Thunders sabía que había llegado a este mundo para perder, por eso, lejos de amedrentarse, John Genzale aprendió a sacar partido a su vulnerabilidad, rebelándose y creando unas canciones que perdurarán como su legado más valioso, brindándole un lugar sucio y desgarbado, pero igualmente glamuroso, en la historia del rock.



domingo, 29 de mayo de 2022

JERRY LEE LEWIS, EL ASESINO DEL ROCK AND ROLL

Ramón de España

Crónica Global, 29/05/2022



El cineasta Ethan Coen (exacto: uno de los dos célebres hermanos Coen) se aburría como una seta en plena pandemia del coronavirus cuando se le acercó su amigo el músico T. Bone Burnett (productor de Los Lobos y figura señera de ese género conocido como Americana) y le propuso hacer un documental sobre el único superviviente de la primera fase del rock & roll, Jerry Lee Lewis (Ferriday, Luisiana, 1935). Sin entrevistar a nadie (algo muy difícil con sus coetáneos) y limitándose al material de archivo, Coen se dedicó al recorta y pega en su propia casa y acabó facturando una película, Jerry Lee Lewis: Trouble in mind, que acaba de presentarse en el festival de Cannes y que, según la crítica, constituye un digno contrapunto a la biopic de Elvis que se ha marcado el australiano Baz Luhrman y que, como es habitual en él, parece ser una mamarrachada absoluta e irritante.

Desde luego, la vida licenciosa de Jerry Lee Lewis (apodado The killer por su tendencia a hacer el bestia sin tasa) da para mucho. Ya se rodó su biografía en 1989, con Dennis Quaid en el papel principal y el título de una de sus canciones más conocidas, Great balls of fire. El artista no se ha trasladado a Cannes para la presentación del documental porque puede que a sus 87 años no esté ya para muchos trotes. Pero, como se dice en estos casos, no comer por haber comido, no hay nada perdido.

Nacido en una familia de meapilas sureños y primo del telepredicador Jimmy Swaggart (que se cayó con todo el equipo cuando se descubrió que era un cantamañanas que se pasaba los designios del Señor por el arco de triunfo), no tardó mucho en frecuentar los barrios de los negros para mover el esqueleto y pasarlo bien. Se casó por primera vez a los 16 años con una tal Dorothy Barton. Un año después, ya estaba poniéndole los cuernos y casándose (sin divorciarse previamente) con Jane Mitcham. A los 20 años, se superó a sí mismo contrayendo matrimonio con Myra, una cría de trece años (él decía que tenía quince, lo cual tampoco es arreglar mucho las cosas). Y ahí empezó a hundirse. La pudibunda América que lo vio nacer había tenido mucha paciencia con él, pero el Killer se había pasado tres pueblos de Luisiana seguidos.

De hecho, su época de esplendor duró poco: finales de los 50, principios de los 60. Fue entonces cuando cosechó sus principales éxitos con temas descacharrantes como Whole lotta shakin goin on o Great balls of fire. Fueron años de conciertos espectacularmente extenuantes en los que, de vez en cuando, le daba por prender fuego a su propio piano, aunque sobre este particular hay diferentes versiones. La que más me gusta es la de que solo lo hizo una vez, cabreado porque lo habían puesto de telonero de Chuck Berry. Para mostrar su desagrado, salió al escenario con una botella de Coca Cola rellanada con gasolina y, al final de su show, la vació sobre el instrumento, procediendo a quemarlo a continuación mientras clamaba, en dirección a Berry, “¡Supérame esto, negro!”.

Tras caer en desgracia le dio por el country, donde obtuvo algunos éxitos, pero no tardó mucho en convertirse en una vieja gloria. Respetada, eso sí, y muy valorada como fuente de entretenimiento siniestro. Su vida conyugal siguió sumida en el desastre, como demuestra el hecho de que su cuarta esposa se ahogara en una piscina y la quinta apareciera muerta de una sobredosis de metadona. Huelga decir que nuestro hombre también tuvo sus problemillas con el alcohol y las drogas, pero es indudable que resulta de lo más meritorio que sea el último de su generación que aún sigue entre nosotros, que se haya convertido en eso que los gringos definen como the last man standing.

Hace unos pocos años grabó un disco de duetos con diferentes luminarias del pop que no estaba nada mal, aunque no añadía nada nuevo a su obra inmortal. Tiene una hermana, Linda Gail Lewis, que grabó un disco estupendo con Van Morrison. Hace mucho tiempo, a un amigo mío le enseñaron la que se suponía que era su casa, pero siempre se quedó con la sospecha de que el anfitrión era un amigote del artista que aprovechaba las ausencias de éste para sacarse unos pavos a su costa. Conociendo la atrabiliaria existencia de Jerry Lee Lewis, estoy convencido de que mi amigo estaba en lo cierto.

sábado, 9 de mayo de 2020

¡A-LOP-BAM-BOO!: MUERE LITTLE RICHARD

Sergio Heredia
La Vanguardia, 09/05/2020

[Triste noticia. Ya solo nos queda Jerry Lee Lewis de esa generación.]



Así se cerraban los coros de Tutti frutti. Y todos contorsionaban las caderas y movían los tobillos.

Cantaba Little Richard y el auditorio, blanco en su mayoría en esos años cincuenta, escuchaba a uno de los artífices del rock’n’roll. O así se definía él mismo, Little Richard: “Soy el artífice del rock’n’roll”.

Porque al fin y al cabo, en algún momento de su vida, cualquiera ha bailado el Tutti Frutti. O el Long Tall Sally, muy similar, más acelerado.

“Aceleré el Long Tall Sally para que los blancos no pudieran copiarme”, confesaba Little Richard a Rolling Stones años más tarde, el día en que descubrió que el remake de Tutti Frutti interpretado por Pat Boone figuraba doce puestos por delante de su propia versión, la original, en las listas musicales.

La presencia de Little Richard se diluyó ayer, a los 87 años, y muchos se preguntarán: ‘¿Pero aún estaba entre nosotros?’.

La pregunta es legítima. Porque, curiosamente, la trilogía fundacional del rock’n’roll –Little Richard, Chuck Berry y Jerry Lee Lewis– ha disfrutado de largas existencias pese a sus excesos y sus desvaríos (de hecho, Jerry Lee Lewis aún vive).

Little Richard vivió como Tutti Frutti: de forma acelerada.

Fue gay y luego bisexual e incluso “omnisexual” y al final predicador, tras sobrevivir a la avería en el motor de un avión “porque los ángeles vinieron en mi ayuda”. Se casó con Ernestine Campbell (el matrimonio duró seis años, hasta 1957 y 1963), se vio detenido cuando espiaba a otros hombres en el servicio de una estación de trenes en Long Beach y acabó en una silla de ruedas, cantando para la audiencia a principios de década, en un epílogo caricaturesco.

No se habían revelado las circunstancias de su muerte al cierre de esta edición, un misterio más en la lista de misterios de aquel hombre que un día, en 1989, se volvía hacia la cámara mientras decía: “Prince, tú eres el Little Richard de tu generación. ¡Yo me ponía purpurina mucho antes de que tú lo hicieras!”.

Podemos leerlo en la desaparecida Rockdelux: “Prince decía que le gustaría dar una imagen a medio camino entre Jesucristo, Diana Ross, la Patrulla-X y Little Richard”.

El A-wop-bop-a-loo-bop de Little Richard inspiró a leyendas como Elvis Presley o Elton John. “Fue escuchar a Little Richard y pensar: ‘Ya lo tengo, yo quiero ser como él’”, dijo Elton John en 1973.

Sí, Little Richard fue inspirador.

Y, cierto, un misterio. A eso jugaba con su sobrenombre. Dicen que fue un cantarín pequeñajo. Sin embargo, él se justificaba a su manera: “Lo que me disgusta es mi apellido, Penniman”, decía: Penniman sonaba como Penni-man, pesetero.

Richard Penniman era el tercero de los doce hijos de un diácono de Macon (Georgia) que vendía alcohol de contrabando y regentaba un club nocturno (¿caben más contradicciones?). La madre sí, la madre pertenecía a la iglesia baptista.

Little Richard creció de forma desordenada. Tuvo encuentros sexuales con hombres y mujeres en su adolescencia, algo que encabritó a su padre. Se fue de casa a los 13 años. Parte de esa rebelión juvenil apareció reflejada en la ardiente Tutti Frutti (1956: la compuso a los 24 años): un tutti-frutti era un gay.

La historia aparece en su biografía de 1984, The Life and Times of Little Richard, aunque él pasó media vida guardando el secreto. Lo que no pudo ocultar son sus duros orígenes como músico, un cantante negro que se estiraba los rizos y vestía traje y corbata para sentirse apreciado por la audiencia blanca.

Cantaba y tocaba el piano y le acompañaba una sección de viento, músicos negros que sonreían mostrando una dentadura blanca.

Lo que nunca hizo fue renegar de su color de piel. “Fuimos nosotros, la gente negra, los que creamos el rock’n’roll. Elvis era increíble, pero él no fue un creador”, contaba en 2005.

martes, 25 de junio de 2019

JONATHAN RICHMAN Y THE MODERN LOVERS: EL ANTIHÉROE MÁS TIERNO

Francisco Camero
Crónica Global, 22/03/2018

Profeta del punk y romántico empedernido, el músico norteamericano ha llevado el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado por los grupos de vanguardia


En 1976, cuando se publicó el disco, pocos se percataron de su importancia, y curiosamente el primero de cuantos lo apartaron a un lado para seguir con otra cosa fue su principal artífice, Jonathan Richman, profeta breve del punk, romántico empedernido, antihéroe dimisionario del rock. Tal vez la absoluta vigencia de su sonido --la intacta viveza y la rotunda potencia expresiva de sus austeras canciones-- sea el único milagro que está a la altura de la existencia misma de The Modern Lovers, primer y único disco de la banda homónima, que ya ni siquiera existía entonces, cuando vio por fin la luz, entre cuatro y cinco años después de su grabación (en distintas sesiones de 1971 y 1972) en su mayor parte con John Cale como productor.

Este desfase temporal --provocado por desacuerdos con las discográficas-- es crucial no sólo porque durante esa especie de limbo se alejaran definitivamente los planteamientos creativos de Richman y el resto del grupo, sino también --o sobre todo-- porque explica y ratifica ya de manera categórica la condición visionaria de un álbum que anticipó mucho antes, con insólita precisión, la ruptura estética que significó el punk, en una época en la que el paradigma eléctrico hegemónico estaba aún escorado hacia esos ataques de dignidad que fueron el rock sinfónico y progresivo, con su profusión de odiseas espaciales, óperas existenciales, dobles álbumes conceptuales acerca de Todo y demás apoteósicas megalomanías.

Warhol, Reed, Iggy Pop

Jonathan Richman, la cabeza y --mayormente-- el alma tras semejante rapto de intuición, era a finales de los 60 un joven estudiante de Boston al que, literalmente, le cambió la vida descubrir la música de The Velvet Underground, sofisticada y cruda, ascética en su oscuridad, vibrante en su nueva manera de capturar las turbulencias existenciales en una gran urbe moderna. Cuenta la leyenda --cierta, parece ser-- que una vez en Nueva York, a donde se mudó en 1969, con 18 años, ávido de empaparse de experiencias en los círculos underground donde reinaba la pandilla arty y salvaje apadrinada por Warhol, fijó su residencia en el sofá del road manager del grupo. Pero Richman, como veremos, tendió siempre a la luz. Así que meses después de aquellas aventuras regresó a Boston y montó su banda: The Modern Lovers.

The Modern Lovers

El grupo armó pronto un repertorio propio y se lanzó a tocar por doquier. El sonido era un destilado de su pasión velvetiana (la mítica Roadrunner, definida por el devoto Greil Marcus en Rastros de carmín como “la canción más obvia del mundo, y también la más extraña”, está construida indisimuladamente sobre los acordes de Sister Ray), por el garage y muy en particular por los Stooges (el riff cortante de She Cracked y el ritmo infeccioso de Modern World son los testimonios más elocuentes de esta otra inspiración determinante). Materiales de primeras calidades, en fin.

Pero había algo más. Otro tono. Algo completamente nuevo. Allí donde Lou Reed era chulesco y tormentoso e Iggy Pop frontal y agresivo, Richman sonreía, era tierno, inocente, sinceramente romántico como los viejos éxitos del rock & roll de los 50 al que nunca ha dejado de rendir culto. Quiere decirse que este perpetuo adolescente tardío llevó el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado antes por los feroces y esquinados grupos de vanguardia que le sirvieron de guía. Y probablemente, de la exigua pero capital obra de los Moderns Lovers, éste fuera en realidad el gesto más genuinamente punk...

El rarito de la clase

Porque Richman venía a ser el rarito de la clase que iba al museo de bellas artes en vez de a los billares, pero, a su manera, no eludió nunca cierta confrontación moral. Esto es particularmente significativo en su abierto desprecio a la cultura de las drogas, que alcanzó su cumbre en la soberbia y doliente balada antihippie que es I'm straight. Aunque en rigor todo en su discurso --la ironía, el sentido del humor, la mirada fijada en las sólo aparentes minucias cotidianas, el autorretrato in progress de nerd (avant la lettre) encantador y torpe con las mujeres-- constituye una enmienda a la totalidad de los innumerables clichés bad-boy-cool de la cultura rock (y más allá: véase la retranca de Pablo Picasso, probablemente su canción más versionada por otros músicos, con Bowie a la cabeza de los ilustres).

The Modern Lovers, para bien o para mal, llegaron y se fueron demasiado pronto, en parte porque la industria nunca los entendió, pero también porque se consumió el proyecto. O tal vez porque le dio miedo su propio éxito (esa es la interpretación de John Cale y de sus propios compañeros) y Richman decidió que no le interesaba tener un grupo de rock convencional y se dedicó a sabotearse a sí mismo y al grupo, negándose a interpretar las canciones siempre de la misma manera, o insistiendo en rebajar el volumen de la electricidad hasta casi anular el impacto de la banda.

Tras disolver la formación en 1974 (el batería David Robinson se unió a The Cars y el teclista Jerry Harrison acabó en Talking Heads), el cantante y guitarrista reformó una y mil veces los Modern Lovers, pero ya otros Modern Lovers, cada vez más acústicos y ligeros, y emprendió una excéntrica y amplísima carrera en solitario como cantautor jovial y naíf que lo mismo se atreve con el country, el calypso o a cantar en español, italiano y francés. Discos como Jonathan Richman & The Modern Lovers (no confundir con el primero), Back in Your Life, Jonathan Sings!, Rockin' & Romance, I, Jonathan o You Must Ask The Heart bien merecen una incursión en su universo puro y dichoso, pero el debut de los Modern Lovers juega en otra liga: la de los rarísimos discos verdaderamente únicos y adelantados a su tiempo que, mucho más allá de la reduccionista y circunstancial etiqueta proto-punk que le acompaña, configuraron el presente detenido para siempre que vibra en el mejor rock & roll de cualquier tiempo.