Francisco Camero
Crónica Global, 22/03/2018
Profeta del punk y romántico empedernido, el músico norteamericano ha llevado el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado por los grupos de vanguardia
En 1976, cuando se publicó el disco, pocos se percataron de su importancia, y curiosamente el primero de cuantos lo apartaron a un lado para seguir con otra cosa fue su principal artífice, Jonathan Richman, profeta breve del punk, romántico empedernido, antihéroe dimisionario del rock. Tal vez la absoluta vigencia de su sonido --la intacta viveza y la rotunda potencia expresiva de sus austeras canciones-- sea el único milagro que está a la altura de la existencia misma de The Modern Lovers, primer y único disco de la banda homónima, que ya ni siquiera existía entonces, cuando vio por fin la luz, entre cuatro y cinco años después de su grabación (en distintas sesiones de 1971 y 1972) en su mayor parte con John Cale como productor.
Este desfase temporal --provocado por desacuerdos con las discográficas-- es crucial no sólo porque durante esa especie de limbo se alejaran definitivamente los planteamientos creativos de Richman y el resto del grupo, sino también --o sobre todo-- porque explica y ratifica ya de manera categórica la condición visionaria de un álbum que anticipó mucho antes, con insólita precisión, la ruptura estética que significó el punk, en una época en la que el paradigma eléctrico hegemónico estaba aún escorado hacia esos ataques de dignidad que fueron el rock sinfónico y progresivo, con su profusión de odiseas espaciales, óperas existenciales, dobles álbumes conceptuales acerca de Todo y demás apoteósicas megalomanías.
Warhol, Reed, Iggy Pop
Jonathan Richman, la cabeza y --mayormente-- el alma tras semejante rapto de intuición, era a finales de los 60 un joven estudiante de Boston al que, literalmente, le cambió la vida descubrir la música de The Velvet Underground, sofisticada y cruda, ascética en su oscuridad, vibrante en su nueva manera de capturar las turbulencias existenciales en una gran urbe moderna. Cuenta la leyenda --cierta, parece ser-- que una vez en Nueva York, a donde se mudó en 1969, con 18 años, ávido de empaparse de experiencias en los círculos underground donde reinaba la pandilla arty y salvaje apadrinada por Warhol, fijó su residencia en el sofá del road manager del grupo. Pero Richman, como veremos, tendió siempre a la luz. Así que meses después de aquellas aventuras regresó a Boston y montó su banda: The Modern Lovers.
The Modern Lovers
El grupo armó pronto un repertorio propio y se lanzó a tocar por doquier. El sonido era un destilado de su pasión velvetiana (la mítica Roadrunner, definida por el devoto Greil Marcus en Rastros de carmín como “la canción más obvia del mundo, y también la más extraña”, está construida indisimuladamente sobre los acordes de Sister Ray), por el garage y muy en particular por los Stooges (el riff cortante de She Cracked y el ritmo infeccioso de Modern World son los testimonios más elocuentes de esta otra inspiración determinante). Materiales de primeras calidades, en fin.
Pero había algo más. Otro tono. Algo completamente nuevo. Allí donde Lou Reed era chulesco y tormentoso e Iggy Pop frontal y agresivo, Richman sonreía, era tierno, inocente, sinceramente romántico como los viejos éxitos del rock & roll de los 50 al que nunca ha dejado de rendir culto. Quiere decirse que este perpetuo adolescente tardío llevó el rock a un territorio sentimental totalmente inexplorado antes por los feroces y esquinados grupos de vanguardia que le sirvieron de guía. Y probablemente, de la exigua pero capital obra de los Moderns Lovers, éste fuera en realidad el gesto más genuinamente punk...
El rarito de la clase
Porque Richman venía a ser el rarito de la clase que iba al museo de bellas artes en vez de a los billares, pero, a su manera, no eludió nunca cierta confrontación moral. Esto es particularmente significativo en su abierto desprecio a la cultura de las drogas, que alcanzó su cumbre en la soberbia y doliente balada antihippie que es I'm straight. Aunque en rigor todo en su discurso --la ironía, el sentido del humor, la mirada fijada en las sólo aparentes minucias cotidianas, el autorretrato in progress de nerd (avant la lettre) encantador y torpe con las mujeres-- constituye una enmienda a la totalidad de los innumerables clichés bad-boy-cool de la cultura rock (y más allá: véase la retranca de Pablo Picasso, probablemente su canción más versionada por otros músicos, con Bowie a la cabeza de los ilustres).
The Modern Lovers, para bien o para mal, llegaron y se fueron demasiado pronto, en parte porque la industria nunca los entendió, pero también porque se consumió el proyecto. O tal vez porque le dio miedo su propio éxito (esa es la interpretación de John Cale y de sus propios compañeros) y Richman decidió que no le interesaba tener un grupo de rock convencional y se dedicó a sabotearse a sí mismo y al grupo, negándose a interpretar las canciones siempre de la misma manera, o insistiendo en rebajar el volumen de la electricidad hasta casi anular el impacto de la banda.
Tras disolver la formación en 1974 (el batería David Robinson se unió a The Cars y el teclista Jerry Harrison acabó en Talking Heads), el cantante y guitarrista reformó una y mil veces los Modern Lovers, pero ya otros Modern Lovers, cada vez más acústicos y ligeros, y emprendió una excéntrica y amplísima carrera en solitario como cantautor jovial y naíf que lo mismo se atreve con el country, el calypso o a cantar en español, italiano y francés. Discos como Jonathan Richman & The Modern Lovers (no confundir con el primero), Back in Your Life, Jonathan Sings!, Rockin' & Romance, I, Jonathan o You Must Ask The Heart bien merecen una incursión en su universo puro y dichoso, pero el debut de los Modern Lovers juega en otra liga: la de los rarísimos discos verdaderamente únicos y adelantados a su tiempo que, mucho más allá de la reduccionista y circunstancial etiqueta proto-punk que le acompaña, configuraron el presente detenido para siempre que vibra en el mejor rock & roll de cualquier tiempo.