lunes, 22 de septiembre de 2025

DEBBIE HARRY, LA SONRISA MÁS MAGNÉTICA DE LA NEW WAVE

Javier Memba

Zenda Libros, 24/08/2025

Eso de llamar a Deborah Harry la “abuela del punk” puede llegar a ser tan gratuito como referirse a los Rolling Stones de las giras postpandemia como sus Majestades Satánicas. El quinteto de Richmond fue satánico en su álbum psicodélico de 1967 —Their Satanic Majesties Request— o en “Sympathy for the Devil”, tema incluido en el posterior Beggars Banquet (1968). Pero esos Rolling del Sixty Tour (2022) y el Hackney Diamonds Tour (2024), básicamente son una agrupación de ancianos que ha olvidado que el rock & roll, como el don poético, es un fulgor juvenil, amén de la música favorita del Diablo, junto al jazz y los blues del delta del Misisipi. Pues bien, venir a estas alturas de la historia etiquetando a Blondie, la banda de la que Debbie Harry fue lideresa, como una formación punk es algo que denota una ignorancia supina de la historia de la música joven del siglo XX por parte de quien así se expresa. Pero la ignorancia, es bien sabido, es muy atrevida.

Blondie fue una banda New Wave, es decir, de aquello que sucedió a la catarsis punk del 77. Como mucho, dicha Nueva Ola fue una adecuación del punk rock a las grandes audiencias. La radicalidad de aquellos punkis de los escupitajos, los calimochos, los imperdibles y las crestas, en la New Wave se tornó frivolidad, superficialidad aparente, mucho hedonismo… Y en una escena musical dominada por Talking Heads, B-52’s y, por supuesto, The Pretenders y el resto de las formaciones inglesas, no podemos decir que Blondie —siempre más cerca del pop que del rock— fuera la más destacada. Blondie, por encima incluso de sus grandes éxitos —”Heart of Glass”, del álbum Parallel Lines (1978)—, básicamente, era Deborah Harry. Dotada con la sonrisa más magnética de toda la Nueva Ola, amén de vocalista brillante, Debbie —para sus fans, amigos y admiradores— era todo un sex symbol de los primeros años 80. Con un pasado a sus espaldas como conejita en un club Playboy y fotos de ella desnuda circulando para solaz de los onanistas, la lideresa de Blondie era una suerte de Marilyn Monroe de la New Wave, una imagen que valía más que mil canciones.

Así las cosas, el cine no tardó en reparar en ella. Llevaba protagonizando los videos de Blondie desde 1974, pero a la pantalla de ficción propiamente dicha Debbie llegó en 1980. Fue en Union City, un neo noir canónico dirigido por Marcus Reichert —sobre un guion de Cornell Woolrich, ni más ni menos— que constituyó uno de los grandes éxitos de la programación de los Alphaville, aquel cenáculo del cine de autor en la cartelera madrileña, siempre presente en mi recuerdo. Primer y único filme de su realizador, Union City estaba ambientado en los años 50 y versaba sobre un contable obsesionado con averiguar quién le roba la leche por las mañanas, en tanto que su esposa, Lillian, el personaje recreado por Debbie, atendía a otras inquietudes mucho más complicadas.

El James M. Cain de El cartero siempre llama dos veces (1934) parecía gravitar en las secuencias de Reichert. Fotografiadas por Edward Lachman en un color tan frío que parecía blanco y negro, la música, como era previsible, corría a cargo de Blondie. Desde el cartel, con las maravillosas piernas de Debbie en primer término, Union City era todo un homenaje a la mujer que lo inspiraba. Pero al cabo fue como una de esas canciones que son un éxito una temporada y después nadie recuerda.

Si en la escena musical el debate se libraba en torno a la Nueva Ola, en lo que al audiovisual se refiere era el vídeo el que capitalizaba la discusión de la época. Casi 50 años después, aquellos recelos de Truffaut y tantos grandes cineastas de aquellos primeros 80, en la idea de que el nuevo procedimiento acabaría con el cine tal y como se había concebido hasta entonces, se me antojan muy semejantes a los que abrumaron a Chaplin y tantos otros grandes cineastas ante la llegada de la imagen parlante, presta a acabar con la silente. Frente a Truffaut, hubo otros, como Antonioni, que se mostraron entusiasmados ante el nuevo invento y no dudaron en experimentar con él.

David Cronenberg fusionó el video con “la nueva carne”, esa constante de la piel lacerada —y las extrañas llagas y protuberancias que se esconden bajo la epidermis de sus inquietantes personajes— que horada toda su filmografía. En Videodrome (1982), la cinta en la que tuvo lugar tan fabulosa mezcla, Cronenberg nos cuenta la experiencia del director de un canal privado de televisión, especializado en “porno blando y violencia dura”, con el que sus espectadores gustan irse a dormir. Max Renn (James Woods), el tipo en cuestión, se queda magnetizado por los videos snuff —grabaciones de tortura y asesinatos reales— que le llegan desde una supuesta emisora de Pittsburgh. Participando en una tertulia televisiva sobre el particular, conoce a Nicki Brand, una atractiva profesional de la comunicación, recreada por Deborah Harry. Mas en el fondo, tras esa mujer a la que parece haber seducido, late una auténtica masoquista que, apenas intiman, comienza a pedir a Max que le haga daño de diferentes formas. Le gusta ver Videodrome —el espacio televisivo al que alude el título— mientras él le clava alfileres en los lóbulos de las orejas. Y esto se queda en nada la noche en que ella le pide que le queme los senos con la brasa de un cigarrillo. Los dos fuman como se hacía antes, recuérdese que estamos en el año 82.

“No hay nada real fuera de nuestra percepción de la realidad”, sostiene Brian O’Blivion (Jack Creley), una suerte de gurú catódico que, en realidad, ya no existe. Fue un tipo que dejó grabadas horas y horas de televisión para ser adorado por sus seguidores. La propia Niki no existe, es una alucinación creada por Videodrome basada en la imagen de una víctima de un video snuff, utilizada para seducir a Max e introducirlo en Videodrome, que de puertas a afuera es una empresa dedicada a la fabricación de gafas de bajo coste para el Tercer Mundo y sistemas de misiles para la OTAN. Sin embargo, de puertas adentro Videodrome es un espacio televisivo cuya señal causa las alucinaciones.

Es tanta la densidad del delirio de Cronenberg que, cuando se habla de los comienzos de la filmografía de Deborah Harry, suele pensarse en Videodrome. A raíz de aquella colaboración se convirtió en una reina del underground neoyorquino. Ya que estamos con el símil de los Rolling, tras Videodrome la vocalista de Blondie pasó a ser una suerte de Susanita, la Little Susie de “Dead Flowers”, la más hermosa canción del Sticky Fingers, el álbum de los de Richmond de 1971. Ese retrato de Debbie, original de Andy Warhol —hallado el año pasado en Delaware, entre otros diez archivos digitales, fechados todos ellos en el año 85—, fue el resultado de las noches memorables que el actriz y el artista pasaron juntos en Studio 54, el club señero de la Nueva York de aquellos años.

Convertida en todo un icono de los 80, la actriz siempre fue especialmente sensible al cine independiente. Para John Waters —uno de los cultivadores más destacados de esa pantalla al margen—, fue la Velma de Hairspray (1988), el musical sobre el rock & roll y la integración racial en el Baltimore de los años 60, hoy todo un clásico de la pantalla estadounidense ajena a Hollywood. Aquella Velma fue la primera madre a la que dio vida la actriz y cantante, ya que nunca ha dejado su actividad como vocalista tanto en las reuniones esporádicas de Blondie —separados por primera vez en el 82— como ella sola.

Madonna, Cindy Lauper o la banda de rock alternativo No Doubt se han reconocido en la estela de Deborah Harry. Corría 2003 cuando Isabel Coixet confió a la mal llamada abuela punk otra de sus famosas madres, la de Ann (Sarah Polley) en Mi vida sin mí. Qué lejos quedan del mito erótico que Debbie fue en los primeros 80 todas aquellas procreadoras que interpreta desde que dejó de ser la sonrisa más magnética de la Nueva Ola.