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miércoles, 29 de junio de 2022

LA AGRIDULCE HISTORIA DE ‘BITTER SWEET SYMPHONY’, LA CANCIÓN QUE PUSO EL PUNTO FINAL AL ‘BRITPOP’ Y DE LA QUE LOS ROLLING STONES SE APROPIARON

David Saavedra

El País, 21/06/2022

El gran éxito de The Verve cumple 25 años habiendo cerrado algunas de sus heridas, como la lucha encarnizada con los de Jagger por sus ‘royalties’, pero sin haber liberado a sus intérpretes de la sombra de su éxito



Cuando se estrenó el videoclip de Bitter Sweet Symphony, de The Verve, el 11 de junio de 1997, en la que un hombre camina solo por la calle quejándose de que “es una sinfonía agridulce esta vida”, se advirtió instantáneamente que aquella canción estaba destinada a hacer historia. En un tiempo en el que los canales musicales todavía tenían trascendencia, se emitió sin cesar y llevó a la banda liderada por Richard Ashcroft (Orrell, Reino Unido, 50 años) a la cima del britpop en un momento en el que aquel movimiento estaba dando sus últimos coletazos. Tras tocar techo con el concierto de Oasis en Knebworth el verano anterior, con Blur virando hacia el rock indie de influencia norteamericana en su álbum homónimo, con Radiohead cambiando el paradigma con OK Computer y The Prodigy con The Fat Of The Land, la hegemonía de aquellos sonidos asociados a la Cool Britannia estaba a un paso de decaer. Bitter Sweet Symphony, con toda su majestuosidad, sus reflexiones existenciales, su ambición, su altivez, sus más de seis minutos de duración y su aura icónica, fue el último gran himno de toda aquella historia, el canto del cisne del britpop.



Sin duda, el videoclip influyó. En realidad, su director, Walter A. Stern, quiso hacer un homenaje al vídeo de Unfinished Sympathy, de Massive Attack, otro himno definitivo de los años noventa, que tenía la misma estructura. Pero, en este caso, la actitud de Ashcroft no solo mostraba un sentido de la tozudez tan llevado al extremo como un chiste de maños, sino también un individualismo exacerbado muy propio de la época, con el protagonista completamente ajeno a todo lo que sucedía en su entorno. Fueron muchas las interpretaciones que se hicieron del vídeo, algunas tan curiosas como la del único plano en que el protagonista se para, para dejar pasar un automóvil con los cristales tintados, y del que se dice que fue un homenaje a su amigo Noel Gallagher. Oasis comenzaron su carrera como teloneros de The Verve, y luego hicieron lo inverso cuando se volvieron famosos, y los líderes de ambas bandas se habían dedicado canciones (Cast No Shadow y A Northern Soul) en sus respectivos álbumes de 1995. También dio lugar a una ruta mitómana para fans, que podían emular el recorrido como si se tratase de su Abbey Road particular. Este, por cierto, era en realidad circular, a lo largo de las calles Hoxton, Purcell y Crondall, en el este de Londres.

El grupo de culto experimental que encontró las canciones

The Verve se había fundado en 1990 en Wigan, una ciudad del cinturón de Mánchester y famosa por haber sido la sede del Wigan Casino, el Vaticano de un movimiento denominado Northern Soul en los años setenta. Ellos, sin embargo, surgieron ligados al Sonido Madchester y al estilo conocido como shoegaze, con unos primeros discos entregados a atmósferas de guitarras densas, saturadas y psicodélicas. Tras publicar varios EP y dos álbumes (A Storm In Heaven en 1993 y A Northern Soul en 1995), el conflicto creativo y de egos entre el guitarrista Nick McCabe y el vocalista, que quería alejarse del lado más experimental, llevó a este a disolver el grupo. No fue la primera vez que lo hizo, ni la primera vez que recapacitó. Sabía que tenía un as en la manga que podía cambiar las cosas, y que para culminar la misión necesitaba a sus compañeros de grupo de siempre.

Bitter Sweet Symphony fue el single de adelanto de Urban Hymns, un tercer largo para el que la banda reclutó como productor a Martin Youth Glover, componente de Killing Joke y The Orb que se estaba convirtiendo en uno de los técnicos más reputados del pop británico. Esto viene muy asociado a uno de los grandes cotilleos que encandiló a la prensa británica de aquel momento. Ashcroft le había levantado la novia, Kate Radley, a Jason Pierce, de la banda Spiritualized, y se habían casado en secreto dos años antes. Ella seguía siendo componente del grupo de Pierce, que publicó al mismo tiempo otro de los álbumes más aclamados de aquel año, el desolado Ladies And Gentlemen, We’re Floating In Space.

“En realidad yo no fui la primera opción, antes probaron con un par de productores más. Yo llegué a la grabación recomendado por Kate”, recuerda Youth desde la casa-estudio que actualmente posee en la Alpujarra granadina. “Y ahí cambió mi vida. Yo ya había trabajado en algún disco de éxito, como Together Alone, de Crowded House, pero Bitter Sweet Symphony es una de las mejores canciones jamás grabadas, todavía sigue saliendo en muchas listas de todo tipo. Hay muy pocos éxitos del pop que suenen así”.

Hay quien considera a The Verve como banda de un solo éxito, pero eso se aleja mucho de la realidad. De hecho, y aunque sea el tema que ha trascendido en la memoria popular, solo llegó al número 2 en ventas en el Reino Unido. Su siguiente single, The Drugs Don’t Work, sí fue el único de su carrera que alcanzó el número 1. “Lo fascinante de Urban Hymns es que Richard llegó con todas aquellas canciones increíbles. Había dejado atrás las improvisaciones de space rock que caracterizaban a la banda y salió con canciones pop más concretas. Incluso sus caras B eran mejores que los mejores temas incluidos en los álbumes de otra gente”, afirma Glover. “El poseer aquel material lo hizo todo muy fácil, así que mi mayor reto como productor consistió en dejar que las canciones volaran, hacerles justicia”.

La controversia con los Stones

Pero el trabajo con Bitter Sweet Symphony resultó intrincado y casi traumático. Fue idea de Richard Ashcroft el construir su inconfundible sonido de cuerdas a través de un sample de The Last Time, de los Rolling Stones, aunque no de su versión más conocida, sino de otra incluida en un álbum orquestal de su productor Andrew Loog Oldham, lo que dio lugar a uno de los litigios sobre propiedad intelectual más comentados de la historia del pop.

El sample original era solamente de cinco notas que se repetían en bucle, y la canción se publicó antes de que la oficina de los Rolling Stones lo aprobara, ya que en la discográfica de The Verve pensaron que no habría problemas. Gran error. Al comprobar que el éxito del sencillo crecía como la espuma, Allen Klein, el mánager de los Stones, fue a arruinarles la vida. The Verve creían que se repartirían los derechos entre unos y otros al 50%, pero el tiburón Klein (de quien se dice que abandonó el despacho del abogado con una sonrisa digna de un villano de película) consiguió el 100%. Toda la autoría del tema se acreditó a Mick Jagger, Keith Richards y Andrew Loog Oldham, a pesar de que el vocalista y el guitarra de los Stones no habían contribuido en absolutamente nada. No fueron los músicos de The Verve los únicos damnificados: igualmente sangrante resultó que se excluyese de la autoría a David Whitaker, el verdadero compositor de los arreglos de cuerda que se habían sampleado.

La grabación fue un trabajo de orfebrería, como recuerda Youth. “Richard no creía en la canción al principio, había una versión previa a mi llegada y yo le animé a probar a grabarla de nuevo”. El productor recalca que el sample de Loog Oldham no es tan notorio en la versión final, ya que este se encuentra oculto entre casi 50 capas de instrumentaciones. “Yo persuadí a una sección de cuerdas para que tocara la melodía por encima, con nuevos arreglos, sin que Richard se enterara, en un momento en que él no estaba en el estudio. Supe que valdría la pena, aunque él se enfadara”, afirma. Sobre la apropiación del tema por parte de los Stones, afirma que “fue muy injusto. Es cierto que reprodujimos la misma melodía y los mismos arreglos, puede entenderse como una versión. Pero Richard escribió una letra completamente nueva y merecía mayor crédito”. Este ironizó declarando que Bitter Sweet Symphony era “la mejor canción de los Rolling Stones desde Brown Sugar” después de que, en la ceremonia de los Premios Grammy, se presentase como una composición de Jagger y Richards. Lo peor de todo no fue solo que los Rolling se llevasen todo el crédito y el beneficio económico, sino que era su mánager quien poseía también todo el poder para gestionar la sincronización de la canción en anuncios y películas. Cuando permitió su utilización en una campaña de Nike, Ashcroft montó en cólera.

Urban Hymns fue un éxito mayúsculo a todos los niveles y aquel año The Verve abarrotó todos los grandes recintos en los que actuó, pero la espina de la autoría de su canción emblema se quedó tan clavada en el vocalista que lo deprimió profundamente. La banda no duró unida mucho tiempo más, y en 1999, su líder anunció su disolución con una frase que habría sido digna de Morrissey o los hermanos Gallagher: “Es más probable que volváis a ver a los cuatro Beatles juntos en un escenario que a The Verve”. Pero en 2007, regresaron de nuevo, durante un par de años en que grabaron un cuarto álbum e hicieron otra gira. La última hasta ahora. No obstante, Ashcroft inició en el nuevo siglo una trayectoria en solitario que gozó de bastante reconocimiento comercial, sobre todo al principio, pero siempre bajo la alargada sombra de Bitter Sweet Symphony. Nuevos ídolos como Chris Martin renovaron su impacto entre las siguientes generaciones. En el concierto de Coldplay en el megaevento Live 8, en 2005, su líder invitó al escenario a Ashcroft para versionar el tema junto a él, después de presentarla como “probablemente, la mejor canción jamás escrita”. El líder de The Verve no dejó de pelear por su autoría, hasta conseguir que la historia terminase con final feliz. En 2019, Mick Jagger y Keith Richards accedieron a revocar sus derechos, y reconocer que la canción era de Richard Ashcroft.

domingo, 3 de abril de 2016

QUÉ FUE DEL BRIT POP

Manuel de Lorenzo
Jot Down, marzo 2016

Es como si el britpop jamás hubiese existido. Un buen día entras en tu bar de siempre, que casi nunca es el mismo, y uno de tus amigos más jóvenes, de esos que tienen la desfachatez de haber nacido alrededor de 1990, te confiesan que apenas han escuchado a Travis. Es natural —piensas—, cuando se publicó «Turn» este chico tenía ocho años. Y cuando se publicó «Flowers in the Window» tenía diez. Es cierto que llega un momento en la adolescencia en el que uno termina interesándose por los ecos de cuanto sucedía en el universo antes de que éste comenzase a girar a su alrededor, pero cuando tienes dieciséis años no te compensa escuchar a Travis. Te compensa, qué sé yo, escuchar a Pavement o a Sonic Youth. Uno debe mimetizarse con su personaje, qué diablos. No se puede ser un encantador canalla de instituto y tener cierta sensibilidad musical.
The Verve

Con el britpop se ha producido, además, el efecto perverso de ser orgullosamente ignorado por quienes a mediados de los años noventa ya habían superado la edad del pavo —lo que engloba, año arriba, año abajo, a todos los nacidos antes de 1980—, que, como es natural, necesitaban referentes menos obvios de los que poder presumir. Por lo que, unido a lo anterior, no es exagerado afirmar que el britpop solo cuajó entre los nacidos entre 1981 y, más o menos, 1985. Es decir, los que a mediados de los años noventa estaban entrando en la adolescencia, saliendo de ella, o inmersos en su inestable epicentro.

«No se puede considerar el britpop como un género en sí mismo porque no existe una coincidencia de estilo», le escuché decir hace poco a alguien que, de tanto que parecía saber, parecía no saber nada. Defendía que el britpop nunca existió porque nunca existieron elementos comunes a todos sus grupos en lo que se refiere a su sonido. Porque unos provenían del shoegaze, otros de la new wave, otros del punk y otros del rock más clásico. Como si las cosas, para ser similares entre sí, tuviesen que parecerse en algo.

El britpop nació como vertiente musical de un movimiento cultural más amplio denominado britart, y lo hizo, como suele suceder en estos casos, por oposición. «Si el punk apareció para eliminar a los hippies —dijo en cierta ocasión Damon Albarn, líder de Blur—, entonces yo estoy eliminando al grunge». Aunque sus bandas no siguiesen patrones armónicos idénticos, no trabajasen sobre los mismos ritmos y las texturas de sus canciones fuesen muy dispares, el britpop, como fenómeno musical individualizado por su contexto geográfico, histórico y social, surgió de la reacción de la escena musical londinense al grunge de Nirvana, Stone Temple Pilots, Soundgarden, Alice in Chains o Pearl Jam, que desde el otro lado del Atlántico ocupaban el hueco que las bandas de la corriente Madchester comenzaban a dejar en las listas de éxitos patrias con el declive de Inspiral Carpets, Happy Mondays y, sobre todo, The Stone Roses —y ello a pesar de la supervivencia de The Charlatans UK—. El rock alternativo británico se quedaba sin buques insignia y Estados Unidos aprovechaba la oportunidad. Hasta que apareció el britpop.


Cuando el fallecimiento de Kurt Cobain dividió la década de los noventa en dos, los grupos ingleses decidieron que ellos gobernarían durante la segunda mitad. Reclamaban el trono que durante la escena independiente de mediados de los ochenta había pertenecido a The Smiths. El mismo que a finales de esa década y a principios de la siguiente habían ostentado las bandas del movimiento Madchester, con The Stone Roses a la cabeza, y que ahora había sido usurpado por Nirvana. John Harris, crítico musical de las publicaciones especializadas Melody Maker y NME y autor del libro The Last Party: Britpop, sitúa el nacimiento del género en el Londres de 1992, año en que se producen tres acontecimientos clave: se publica «Popscene», el single previo al disco Modern Life is Rubbish de Blur; Suede edita su primer single, «The Drowners»; y nace Elastica, la banda liderada por Justine Frischmann, quien había formado parte de Suede mientras era la pareja sentimental de su cantante, Brett Anderson, y que por aquel entonces estaba saliendo con Damon Albarn, cantante de Blur. En otras palabras, había llegado el turno de los tres influencers más guays y modernos de la escena alternativa de la capital. Ellos lo sabían, y el mercado musical británico también.

Los medios de comunicación se hacían eco de las características diferenciadoras de la nueva corriente de moda, a saber: la explotación hasta el hartazgo de la Union Jack, la recuperación del espíritu del Swinging London de los años sesenta, la adopción de símbolos de la cultura mod y pop y la identificación con todo lo que sonase a modernidad. Ellos no lo sabían, pero eran los hipsters de los años noventa. Pronto se adhirieron nuevas bandas como Lush o Pulp, que llevaban algunos años buscando su hueco, y fueron surgiendo otras como Ocean Colour Scene o Supergrass. El britpop, todavía desconocido para el gran público, crecía poco a poco por todo el país hasta que un buen día, de repente, había llegado 1994, Cobain y Nirvana ya no estaban, y en Manchester había nacido el grupo que la industria sabría aprovechar para oponer a Blur y devolver así al Reino Unido una vieja y añorada rivalidad similar a la que durante un tiempo hubo entre The Beatles y The Rolling Stones: Oasis.



Aunque mucho menos refinados que sus colegas londinenses y, de hecho, teniendo mucho más en común con el Madchester que con cualquier otra cosa, el britpop no tardó en adueñarse de ellos. Su primer disco, Definitely Maybe, había batido el récord de ventas de un álbum de debut y algo así no podía ser desaprovechado. Un año después, en 1995, todo el mundo sabía ya en qué consistía el britpop y cuándo tendría lugar la pelea entre los dos gallos del gallinero: Blur y Oasis publicaban nuevo disco.

El single de Blur «Country House» —dedicado, por cierto, a los hermanos Gallagher—, le pegó una soberana paliza en ventas al de Oasis, «Roll with It», pero el álbum de los de Manchester, (What’s the Story) Morning Glory?, vendió cuatro veces más que el The Great Scape de Albarn y compañía y la repercusión mundial de «Wonderwall» y «Don’t Look Back in Anger» fue muy superior a la de «The Universal» o «Charmless Man». La contienda, librada en ruedas de prensa, entrevistas de radio y televisión y reportajes en las revistas de música y del corazón, consistía en soltar la primera barbaridad sobre el rival que se les pasase por la cabeza cada vez que alguien les ponía un micrófono delante, además de en la agitación de eslóganes autorreferenciales y toda una retahíla de prácticas chovinistas que polarizaban al público en un enfrentamiento que ya no se reducía solo a Blur contra Oasis. Era una guerra entre lo cosmopolita y lo suburbial, entre la clase media y la clase obrera, entre esnobs y hooligans, entre el sur y el norte, entre Londres y Manchester. Entre el pop y el rock. Sin términos medios. No se podía ser de Blur y de Oasis, como no se puede ser del Barça y del Madrid o de la tortilla con cebolla y de la tortilla sin cebolla. El maniqueísmo siempre ha vendido muy bien. Y, mientras tanto, crecían los egos, crecían las ventas y crecía la fama del britpop por todo el planeta.


1995 y 1996 no pudieron salir mejor. Además de los dos discos que marcaban la línea divisoria, Suede acababan de publicar el genial Dog Man Star, Pulp se posicionaba para suceder a Blur y Oasis con Different Class, Elastica se estrenaba con su disco homónimo y The Verve demostraban con su segundo disco, A Northern Soul, quiénes podían llegar a ser. Cada vez eran más las bandas que se adscribían a la etiqueta debido a la protección y promoción que los medios otorgaban a todo lo que se incluyese bajo el manto del britpop, y así fueron pasando por el aro grupos como Ash, The Divine Comedy, The Boo Radleys, Echobelly o The Bluetones, algunos de los cuales incluso llegaron a hacer sombra a los primeros espadas del género. Hasta que la colisión entre Blur y Oasis, alimentada por sus propios sellos discográficos, les llevó a querer publicar, respectivamente, el mejor álbum de britpop grabado hasta la fecha. Y el año elegido para exprimir a la gallina de los huevos de oro fue 1997.

Blur

Los primeros en hacerlo fueron los londinenses. El 10 de febrero salía a la venta su quinto álbum de estudio, llamado Blur, que al instante se convirtió en un éxito de ventas muy apreciado también por la crítica debido al carácter experimental de algunos de sus temas y al giro de la banda hacia otros estilos como el lo-fi. Los singles «Beetlebum», «On Your Own» y, sobre todo, «Song 2», traspasaron todas las fronteras e hicieron del grupo un referente internacional. Canciones como «Country Sad Ballad Man», «Look Inside America» o «You’re So Great» demostraban que Damon Albarn, Graham Coxon, Alex James y Dave Rowntree sabían reinventarse en cada disco y, mediante la aproximación y asimilación de otros géneros y tendencias, estaban muy interesados en la innovación y la exploración de los nuevos caminos de la música contemporánea.

Oasis, por su parte, publicó su tercer disco, Be Here Now, el 21 de agosto del mismo año, y aunque la inercia se encargó de que su volumen de ventas fuese elevadísimo (casi medio millón de copias solo el primer día), a nivel creativo no fueron capaces de competir con Blur. La pequeña evolución —depuración, tal vez— que se había apreciado entre Definitely Maybe y (What’s the Story) Morning Glory? era sustituida ahora por un paso lateral. Por un salto en horizontal. Eran canciones muy similares a las del disco anterior pero sobreproducidas, masticadas en exceso y con una dosis mucho menor de frescura e inspiración. Se notaba que se habían invertido muchas horas en el álbum, pero todas ellas concentradas en etapas posteriores a la fase de composición. Noel Gallagher era capaz de escribir la mejor canción del mundo, pero siempre era la misma canción. En una época en la que de los grandes grupos se esperaba originalidad y aire fresco, Oasis se obstinó en repetir una y otra vez el mismo modelo, colocando un papel de calco sobre «Live Forever» y «Slide Away» y fabricando copias que iban perdiendo naturalidad cada vez que los Gallagher les pasaban por encima el carboncillo. La tibieza de «D’You Know What I Mean?» mejoró con dos himnos marca de la casa, «Stand by Me» y «Don’t Go Away», pero poco más. Con Blur huyendo hacia la singularidad y Oasis enterrándose en el género, el britpop comenzaba a desmoronarse.

1997 fue también el año en que Ocean Colour Scene publicó el magnífico álbum Marchin’ Already, en el que se incluían las célebres «Better Day» y «Get Blown Away». También The Verve alcanzaba la cima con Urban Hymns, disco que popularizó todavía más algunos de los clichés estéticos del britpop, como se aprecia en los videoclips de «Bitter Sweet Symphony» y «Lucky Man». Bandas de menor trascendencia comenzaban entonces a eclosionar, como Shed Seven o Hurricane No. 1, y otras como Pulp, que estaba a punto de lanzar el sublime This is Hardcore, Ash, que cosechaba los éxitos de su disco 1977, o Supergrass y su afamado In It for the Money, aprovechaban con eficacia la cresta de la ola. Pero se trataba de una ola altísima que estaba a punto de romper contra las rocas. Pocas cosas hay que reflejen mejor el esplendor de un movimiento artístico que los destellos que se producen durante su ocaso.

Suede

A principios del siglo XX, el científico estadounidense Duncan MacDougall teorizó sin mucho fundamento que todas las personas, justo después de fallecer, experimentaban una pérdida de peso de aproximadamente veintiún gramos. Debido a que no hallaba otra explicación, concluyó que se trataba del peso del alma humana, que abandonaba el cuerpo para siempre. Esa última exhalación, los veintiún gramos que confirman la defunción, adoptaron en el caso de un britpop ya cadáver la forma de tres bandas con las que el género terminó de perder su alma con el cambio de siglo. Se trataba de Travis, que en 1999 publicaba The Man Who, el disco que les otorgaría reconocimiento internacional, y en 2001 el de su consagración, Invisible Band; Stereophonics, que coincidiendo con los lanzamientos de Travis sacaban al mercado los aplaudidos Performance and Cocktails y Just Enough Education to Perform; y, por último, Coldplay, que deslumbraba al mundo con Parachutes en el año 2000, lo volvía a hacer con A Rush of Blood to the Head en el 2002, y terminaría deslizándose hacia los rincones más innobles de la radiofórmula llevándose consigo los veintiún gramos que quedaban de britpop.



Como fenómeno musical, el britpop murió de sobreexplotación. Era una vaca no muy gorda de la que mucha gente quiso sacar demasiada leche al mismo tiempo. Hasta que la mataron. Para cuando Travis o Stereophonics aparecieron con su caldero, Blur, Suede, Elastica, Oasis, Pulp, The Verve, Ocean Colour Scene, Supergrass y Ash ya renegaban del término que tan ufanamente exhibían unos años antes y cuya negación, esa que con tanta coherencia defendían otros como Radiohead o Ride a pesar de las muchas ocasiones en las que se les intentó conducir al rebaño, comenzaba a estar de moda. Porque si existe una máxima inquebrantable que ayude a discernir entre qué es moderno y qué no lo es, es la que dice que solo lo minoritario puede serlo y, por lo tanto, todo lo que comience a ser masivo pierde tal condición. Solo lo especial no es ordinario, aunque a veces resulte difícil entender dónde está el mérito en ello. Si es que lo tiene.

Por eso coincido con mi buen amigo Isaac Pedrouzo en que existe otra causa, además de la sobreexplotación, que explica qué carajo fue del britpop. Y es la adopción de la etiqueta por figuras destacadas del mainstream como Robbie Williams. Cuando a mediados de los noventa abandonó la boy band Take That y, para seguir su propio camino, decidió seguir el de los demás, abrazando los patrones estéticos y conductuales que se asociaban al género y dejando atrás su imagen de ídolo adolescente, las bandas del britpop comenzaron a escabullirse disimuladamente, como cuando el pesado del trabajo aparece por el bar de abajo. En el momento en el que, además, publicó el single «Angels» haciendo suyo un modelo de canción que a esas alturas podía identificarse con el de algunos de los himnos del movimiento, el rechazo fue total. Ni Brett Anderson, ni Damon Albarn ni Simon Fowler, que hasta entonces representaban a la modernidad de la Cool Britannia, querían pertenecer al mismo club que Robbie.

El britpop, que en 1992 había explotado en el distinguido cielo del Reino Unido como la supernova de champán a la que le cantaba Oasis, iluminó toda la escena musical británica con una intensidad excepcional y durante un breve período de tiempo, mientras, a modo de profecía, Liam y Noel Gallagher repetían en pasado el verso «Where were you while we were getting high?». Los más jóvenes solo alcanzaron a contemplar el último resplandor de un fenómeno que, durante unos años, lo eclipsó todo, ignorando que si desapareció tan pronto fue porque los que lo controlaban lo exprimieron hasta la extenuación, y cuando el pobre ya no podía ni con su alma, vino Robbie Williams y se lo comió. Así de rollizo se puso luego.