Manuel de Lorenzo
Jot Down, junio 2015
La línea que separa la genialidad de la tomadura de pelo es tan fina que a veces es interesante aproximarse a esa frontera para echar un vistazo a lo que sucede en sus inmediaciones y comprobar cómo las cosas a uno y otro lado son casi idénticas.
Tuve ocasión de revisar una vez más esa vecindad hace algún tiempo, aunque quizá no el suficiente, cuando me sirvieron la hoja de un arbusto como parte de un menú degustación. Una hoja pequeña, sin acompañamientos, ni salsas, ni aliños, colocada en el centro de un enorme plato blanco e injusto. Una triste hoja y nada más. Todo un reto para cualquier comensal dotado del habitual arsenal de cubertería.
Uno de mis acompañantes, al verse frente a la hoja, inició un discurso que defendía el carácter artístico del plato —y por extensión, del alarde culinario en general— por oposición a la simple nutrición. Preparar un puchero de lentejas con chorizo para ocho personas es cocinar, pero aquello que teníamos delante era arte. Cuántas vueltas habría dado el chef para crear aquella pieza. Cuántos experimentos habría llevado a cabo para componer su obra. Cuántos ingredientes habría tanteado hasta concluir que la hoja, por sí misma, era exactamente lo que buscaba. Lo fácil, lo mortal, habría sido servir un plato de lentejas. Su tesis era esa que defiende que la obra de arte excede de la necesidad humana. Si comer consistiese únicamente en alimentarse, no existiría la gastronomía. Solo la cocina.
El planteamiento parecía razonable, pero a pesar del tranquilizador envoltorio teórico, mi plato seguía estando formado por una hoja tan insignificante que, en aquel momento, lo significaba todo. Siguiendo el razonamiento expuesto, cabía preguntarse si la obra de arte es siempre genial por el mero hecho de serlo, buena por definición, o si por el contrario es posible conceptuar algo como obra de arte y al mismo tiempo concluir que esta es chapucera o de escasa calidad. ¿Existe la obra de arte mala? ¿Era aquella hoja una genialidad solo por tratarse de un ejemplo de arte culinario? La pregunta, todavía en mi garganta, comenzaba a perder su forma entre divagaciones ajenas justo cuando el jefe de sala se acercó y nos explicó qué sensación debíamos experimentar al probar la hoja —por si acaso se trataba de una hoja embustera, supongo yo—. Lo siguiente fue probarla, quiero decir, sentirla, experimentarla, y por fin confirmar lo poco que nos importaba fingir nuestra conformidad con el criterio del jefe de sala. Faltaría más.
La duda continuó rondándome unos días, como un catarro mal curado, hasta que el fin de semana siguiente comenté con unos amigos lo sucedido, habida cuenta de que esta clase de debates bizantinos cojean cuando uno los tiene consigo mismo. Darío Diéguez, hombre de letras, jurista y conversador oportuno, arrojó entonces algo de luz sobre la cuestión trayendo a colación el ejemplo del Metal Machine Music de Lou Reed, que encajó en la historia como la pieza larga en el Tetris.
La leyenda, que siempre peca de sensacionalista, cuenta que ese extraño disco fue el modo en que Lou Reed se vengó de su sello discográfico, RCA, y a la vez la excusa para romper su contrato. El autor siempre lo ha negado argumentando que se trataba de una pieza artística que venía madurando desde hacía seis años, incluso antes del fin de The Velvet Underground, y que a pesar de consistir en un producto muy pensado, no había podido llevarlo a cabo debido a que hasta entonces no había dispuesto de tiempo suficiente ni del instrumental técnico adecuado. Que lo grabase en un solo día con varias guitarras desafinadas y recursos anticuados no es algo que respalde demasiado su postura, desde luego.
Lo cierto es que Reed estaba harto de que RCA le exigiese retornar a la senda del Transformer, con «Perfect Day», «Walk on the Wild Side» y «Satellite of Love» en el podio. Él prefería experimentar con un sonido más oscuro y personal, como en los álbumes Berlin y Sally Can’t Dance, pero la compañía lo presionaba para que su principal preocupación fuese recuperar el éxito comercial. Como resultado, cuando recibieron el material en el que el músico había estado trabajando, no supieron qué hacer con él. Tenían ante ellos más de una hora de estridencias sin sentido, carentes de patrones rítmicos o armonías lógicas. La Ciudad de los Inmortales de Borges convertida en disco. Podían haberlo desterrado en algún cajón con poca luz y mal ventilado, pero finalmente decidieron publicarlo a través del sello Blue Point, filial de RCA dedicada a la música experimental, arriesgándose a colocar solo mil quinientas copias en el mercado. Tal vez el autor había cumplido con su obligación de entrega, pero ellos no estaban dispuestos a echar el resto por algo que no estaba claro si se ubicaba del lado de la genialidad o la tomadura de pelo.
Los ejemplares distribuidos constaban de dos vinilos, cada uno con dos caras de 16:01 minutos de ruido salvo la última, que a pesar de tener la misma duración que las otras tres, no permitía que la aguja del tocadiscos abandonase el último surco, sonando hasta el infinito. Muchos de los que lo compraron regresaron a la tienda para devolver su copia creyendo que el disco estaba estropeado. Otros, directamente, lo tiraron a la basura. Quienes lo conservaron lo hicieron porque entendieron que se trataba de una curiosa palateta, porque fueron capaces de advertir la dimensión artística del álbum, o porque sospecharon que con el tiempo se convertiría en un disco de culto.
Y así fue. Con independencia de si en 1975 se trataba de una maravilla o un esperpento, el paso de los años terminó dotándolo de un extraordinario valor, como aquel reloj que el malvado Belloq sujetaba delante de Indiana Jones mientras decía: «Mira esto. No tiene valor. Solo diez dólares a un vendedor ambulante. Pero si lo cojo y lo entierro en la arena durante mil años, ya no tiene precio. Como el Arca». El miedo al fracaso que llevó a RCA a publicar un número tan reducido de copias fue el mismo que convirtió al Metal Machine Music en una de las obras más cotizadas de Lou Reed. El destino y sus ironías.
Cuando Reed publicó su quinto álbum de estudio, nadie supo con exactitud si se trataba de una locura o de una obra de arte. Y aun en el caso de ser lo segundo, difícilmente podría alguien afirmar que era buena, inteligente, deseable. Hoy en día es un disco reverenciado por numerosas bandas de noise, protopunk y rock industrial que lo citan como referente e incluyen en sus canciones samples del mismo a modo de homenaje.
No es mi intención —nunca lo es— pontificar sobre este asunto. Considero, de hecho, que cada uno debe extraer sus propias conclusiones. Se trate de música o de gastronomía, algunos dirán que una obra de arte mala es una tomadura de pelo bien maquillada. Otros resolverán que el arte sí admite graduaciones. Los más etéreos decidirán que no existe tal frontera entre la locura y la genialidad.
No lo sé. Si he de ser sincero, lo único que yo he sacado en claro con todo esto es que un día me comí una hoja. ¿Saben esas hojas pequeñas que hay en los arbustos de las calles, plazas y jardines de su ciudad? Pues una como esas me comí yo. Una miserable hoja. Siendo consciente de que además las hay a miles por ahí. En cualquier lado. Gratis. Hay que joderse.