martes, 31 de mayo de 2022

¿DÓNDE ESTÁ LA CONTRACULTURA? NECESITAMOS HOY EN LA MÚSICA ESPAÑOLA A THE CLASH

Fernando Navarro

El País, 26/05/2022


Es necesario tener un artista que sea referente y tenga compromiso con el presente porque urge más que nunca ante el triunfo del neoliberalismo y el avance de la ultraderecha.

La música española se mira tanto el ombligo que ha perdido la capacidad de construir nuevos significados. Lo más preocupante es que esto suceda ahora, cuando los tiempos son más alarmantes que nunca. Tiempos en los que la sociedad está en una situación de fractura por una nueva crisis económica y una eterna precariedad laboral que afecta a todos los desarrollos vitales posibles (la emancipación, la construcción familiar, la jubilación, el ocio, la igualdad de oportunidades…). Tiempos en los que la ultraderecha ha establecido un discurso violento contra los más débiles y que ha llegado ya a las instituciones. Tiempos convulsos en España, y Europa y el mundo, cierto, pero tiempos también en los que, fijándonos en nuestra tierra, la música española no reacciona.

Quizá empieza hacer falta ya en estos tiempos gente como The Clash, un grupo insólito y combativo que nunca renunció a un ideario y un compromiso con el presente. Y quizá es necesario tener un grupo o artista así porque el presente urge más que nunca. Mucho más que la nostalgia o la fantasía. Urge en todas partes, pero conviene centrarse en España, que nos toca mucho más de cerca.

Decía el historiador británico Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX que “el pasado reciente quizá vaya a seguir con nosotros todavía algunos años más”. No le faltó razón. El pasado sigue, y no precisamente por el fuego que despertaron bandas como The Clash. Sigue el pasado del neoliberalismo, la intolerancia, la xenofobia, la homofobia, los ultraconservadores, los incendiarios religiosos… Si el punk es ya un vago recuerdo del pasado -y The Clash un poster con el que una vez decoramos la habitación-, no lo es el contexto que propició todo ese movimiento musical, tan efímero y caótico como disruptivo.

Como bien se explica en el libro del filósofo Alberto Santamaría, Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (Akal): “La década de 1970 es el momento en el que, al parecer, una explosión silenciosa en lo económico y en lo político se desató, y nuestra situación actual no es otra cosa que un incesante revolver en las huellas putrefactas de ese animal que salió de la jaula en esa década”. El animal está más vivo que nunca a 2022. Basta atender cualquier día a las noticias para darse cuenta. Y lo menos llamativo de ese animal sea, al final, lo más difícil de combatir: el triunfo del neoliberalismo. En esta complejísima cuestión es donde quiero centrarme.

En su interesantísimo ensayo, Santamaría lo explica muy bien cuando dice que, para estabilizar su relato, la política neoliberal necesitaba “inmunizar” al mercado de las corrientes alternativas y democráticas, de las ideas más transgresoras. Es decir, formar “un escudo contra las demandas sociales”. Y este se ha conseguido “mermando la capacidad de influencia política que la sociedad ejercía desde la calle, desde el conflicto social y cultural”.

Actualmente, el éxito está tan incrustado en la cabeza de todos que se ha perdido la posibilidad de ser algo mejor: ser alguien trascendental. Más aún serlo en estos tiempos en España. Culturalmente, las respuestas son tímidas y dispersas, sin dejar de ser interesantes, pero son siempre inconsistentes. Musicalmente, la cosa está peor. El gran grueso de la música española parece absorbido por el propio triunfo neoliberal y, con ello, todo su público. No busca conflicto, no busca crear espacios que permitan ensanchar las nociones políticas o económicas. En definitiva, no siente que tenga que establecer un compromiso con el presente. Con el presente en muchos ámbitos, pero sobre todo en el más derrotado: el político-económico.

No es que no haya músicos y bandas que incluyan mensajes ante la situación, pero falta una verdadera referencia combativa al respecto, como The Clash lo fueron con todas las consecuencias. El grupo de Joe Strummer y cía representaba una pasión por la resistencia. Porque siempre es posible resistir. Actualmente, falta acción. Falta filosofía. Falta ética. Falta disrupción. Y hasta falta autodestrucción. Como escribe Santamaría: “El punk no quiso ser la solución a nada sino más bien la dramatización autodestructiva de un tiempo de crisis”. Nuestro tiempo de crisis, en pleno dominio digital, vidas consumistas e hiperconexión, es muy distinto al de los setenta, pero las grandes batallas culturales ante la política neoliberal siguen vigentes. Quizá más que antes porque se han difuminado enormemente y se hacen más complejas.

El columnista de El Confidencial Esteban Hernández publicaba esta semana un artículo en el que reflexionaba sobre que “el éxito actúa como factor legitimador, y hoy más que nunca”. Titulado El renacimiento de los gafapastas: cómo han logrado dominar la nueva escena cultural, Hernández escribía que la nueva forma de distinción estaba ahora en lo popular y lo exitoso. Y ponía los ejemplos de Rosalía, C. Tangana y Chanel. Es posible, pero conviene no olvidar que todos ellos son asuntos que causan muchísima bilis en las redes sociales. De un lado y del otro. También en las barras de los bares y las sobremesas con amigos. No hay términos medios con ellos. Se les admira o se les odia. Y, mientras tanto, se pierde cualquier posibilidad de reflexionar sobre el valor de su obra, y no digamos ya sobre otras aristas más complejas. A decir verdad, sucede con muchos más asuntos culturales y de otra índole política y social dentro de esta existencia polarizada (e interesada) en la que estamos inmersos. Por tanto, esta supuesta distinción acaba reducida a una pelea de borrachos en un bar. Los dos bandos buscan distinguirse como dos pavos reales en un triste corral. Nada más.

El problema no es que el éxito sea legitimador y lo popular sea ahora cool, como antes lo fueron venir de Inglaterra, Francia o Estados Unidos o veranear en Formentera o Benidorm. El problema es que nadie quiere acabar con el éxito. Todas estas batallas culturales se centran en los gustos, las estéticas y las preferencias vitales, pero jamás sobre qué es el éxito ni sobre el sistema que lo sustenta. Como decía el escritor Javier Pérez Andújar: “A muchos les importan las batallas culturales, pero a pocos realmente la cultura”. En este sentido, a muchos les importa el éxito, pero a pocos, muy pocos, realmente, el sistema. Y en el sistema neoliberal hay fracaso. Mucho fracaso.

Tanto Rosalía como C. Tangana vienen del mundo alternativo. Son músicos hechos de abajo arriba y no al revés. Ninguna gran multinacional ha contralado sus pasos. Son las multinacionales las que se suman a sus pasos y ellos se benefician de sus alianzas. Tienen un mérito inmenso porque, además, han demostrado ser muy buenos empresarios. Esto último hoy en día es casi más importante que sacar buenos discos para mantener el éxito. El resto de músicos puede mirarlos con admiración o envidia, pero casi ninguno puede hacerlo mejor en tan poco tiempo. El problema es que estos referentes, viniendo desde sus propios márgenes, no se enfrentan a nada más que a su propio crecimiento artístico. Y esto podemos decirlo de la inmensa mayoría de los músicos por debajo de ellos, que son todos a día de hoy. Tanto Rosalía, como C. Tangana y el nombre de artista que se quiera poner del mundo del pop, el rock y derivados, no solo quieren formar parte del sistema, sino que les encantaría llegar a lo más alto del mismo. ¿Cuál es el problema? Ninguno y quizá todos. Porque nadie parece plantar cara al sistema ni combatirlo ni, parafraseando a Santamaría, autodestruirlo.

Pudieron ser mejores o peores, pero The Clash plasmaron el espíritu de una época y una batalla real. Una batalla muy importante: la batalla contra el sistema neoliberal, que se alió a algunas ideas salvajes de la derecha. Un sistema que estaba surgiendo en los setenta y que ahora en 2022 busca dominar todo, incluidos nuestros deseos. Porque el sistema está dentro de las giras, de los festivales, de las discográficas, de las plataformas de streaming, del marketing… y de los propios músicos. Y, claro, de su público.

La contracultura siempre fue una respuesta a la cultura dominante, también al sistema establecido. El aburrimiento, y no otra urgencia, fue el inductor de la primera cultura adolescente allá por los cincuenta y los sesenta. Y, a partir de ahí, hubo momentos en que la contracultura, más allá de la negación del arte oficial, quiso derrocar convenciones, luchar contra la presión social, crear nuevos espacios de libertad y proponer su propio lenguaje político y filosófico. Lo contracultural, más que vanguardia, eran los demonios incontrolables de un sistema que quería acabar con la disonancia. Y, como se recoge en el libro de Santamaría, no hay nada mejor para acabar con la disonancia que absorberla, vaciarla. Se consiguió: se vació la contracultura mercantilizándola, como se vacían hoy las batallas culturales haciendo perder el significado transformador de la palabra cultura, quitándole su ideario alternativo, su compromiso… y su posibilidad de ruptura y de autodestrucción.

El presente nunca recordó tanto a un viejo pasado. Y, salvando algunas excepciones, se puede lamentar el papel de la música actualmente, pero, en el fondo, se debería lamentar el papel de todos nosotros. Ojalá unos The Clash para agitarnos a todos.