Brais Fernández
Viento Sur, 14/10/2016
Bob Dylan es a la música lo que Jack Kerouac es a la literatura. No se me ocurre otra afirmación (contundente y a la vez deliberadamente difícil de defender) con la que empezar una columna dedicada al “flamante” premio Nobel de literatura. Sin embargo, la afirmación tiene un sentido diferente al de intentar hacer una analogía precaria. A lo largo de los años 60 y 70, música y literatura se acercaron tanto que llegaron a encontrarse, dando lugar a híbridos indisociables: no se puede entender “En el camino” sin el jazz beebop, tampoco se puede entender la literatura del siglo XX sin las letras de Dylan. Por otra parte, Dylan forma parte de una experiencia real, que cambió la concepción que tenían de la vida millones de personas: la literatura beatnick, los poemas de Allen Ginsberg, la música, los viajes largos sin destino por EEUU, las drogas, San Francisco, las vidas rotas, los hippies, las manifestaciones contra la guerra. Bob Dylan es una figura muy particular de la literatura; es un autor-personaje, que hace y simboliza una época para millones de personas.
Phil Ochs & Bob Dylan
Vayamos por partes, explorando tensiones y contradicciones. No cabe duda de que Bob Dylan es una figura central de una generación y de un imaginario cultural que intentó cambiar el mundo, pero que no lo consiguió. Por lo tanto, que nadie se espere un gesto en Dylan similar al de Sartre en 1964. El autor del “Ser y la nada”, marxista converso y en vías de radicalizarse hacia posiciones nítidamente revolucionarias, rechazó el premio Nobel para evitar convertirse en una “institución”. El caso de Dylan es un poco diferente: hace años que ya es una institución de facto, capaz de influir como nadie en la música popular, admirado y aceptado por todos. Versionar a Dylan se ha convertido en una tradición tan americana como el día de Acción de Gracias. Sin embargo, su institucionalización no se da sólo en el ámbito popular: simboliza como nadie la profunda huella de la oleada revolucionaria de los años 60 y a la vez, su posterior normalización. El propio Bob Dylan siempre fue un poco cínico con su papel como icono radical, llegando a auto-definirse como “rebelde contra la rebeldía”.
Su trayectoria refleja la evolución del “espíritu de una época”. En su primer y único año en la Universidad de Minnesota, Dylan asistió a varias reuniones del Socialist Workers Party (SWP), partido trotskista dirigido por James Cannon, mientras se consideraba a sí mismo un simple sucesor de Woody Guthrie, cantante comunista que con su guitarra “mataba fascistas”. Los herederos de Guthrie consideraban la música folk algo sencillo y artesanal. Era un movimiento que podríamos encuadrar en lo que Michael Lowy llama “anticapitalismo romántico”: rechazaban la electrificación de la música, pues con una guitarra acústica era suficiente para apoyar las luchas obreras y estudiantiles. Dylan fue capaz de crecer en ese mundo pero de romper con él para avanzar con el “movimiento real”, creando esa síntesis virtuosa entre tradición y modernidad posteriormente conocida como folk-rock. No sin tensiones, por cierto, con los sectores más ortodoxos del movimiento folk. En Newport en 1965, Dylan sacó su guitarra eléctrica por primera vez y el maestro Peete Seeger, indignado ante tamaña herejía, amenazó con cortar los cables con un hacha. También es célebre la grabación en directo de “Like a rolling stone”, en la que un fanático folkie le gritó desde el público “Judas” y se escuchó replicar con tono cínico “yo te creo”.
Pete Seeger & Bod Dylan
El paso de Bob Dylan de la guitarra acústica a la electrificación significa también un cambio de orientación en las problemáticas que trata en sus canciones. De una politización difusa, más proclive a crear himnos de movimiento que a la crítica política como otros cantautores radicales como Phil Ochs, Dylan pasa a ocuparse de los problemas existenciales de toda una generación, orientándose más hacia ese sector de la juventud que prefería acudir a los macrofestivales que militar en las SDS. Durante todos los 60 y 70 hubo una tensión que atravesó todo el movimiento juvenil entre “revolucionarios” y “existencialistas” que, aunque confluían en un fuerte rechazo al capitalismo y al imperialismo, optaban por vías de lucha diferentes. Pongamos un ejemplo. Mientras que los “revolucionarios” apoyaban a la resistencia armada de la resistencia vietnamita contra el invasor estadounidense, los “existencialistas” se manifestaban simplemente contra la guerra: Norman Mailer describe magníficamente ese conflicto en su novela “Los ejércitos de la noche”.
No se trata, en mi opinión, de hacer valoraciones excesivamente sumarias de esta tensión. Lo interesante quizás sea explorar cómo se desarrolla la carrera de Bob Dylan en relación con esos movimientos tectónicos que cambiaron la relación entre cultura y sociedad. Dylan es el primer artista de culto y de masas: sus letras combinan elementos tradicionales de la cultura americana con metáforas propias de las vanguardias europeas. Simboliza como nadie la emergencia de una clase media muy particular, que nace en la posguerra, y que se autoconcebía como una “intelligentsia” de nuevo tipo, mirando siempre hacia las subversiones que venían desde abajo pero dispuesta, en caso de que la revolución no fuese demasiado bien, a construir sus aspiraciones vitales dentro de un capitalismo dinámico y lleno de oportunidades.
Con este premio Nobel, el establishment cultural reconoce de forma abierta la mutación cultural que produjo los años 60. Ya no podemos pensar el arte como algo autónomo de la sociedad de consumo, sino como algo que debe conectar con los deseos de las masas. Ya no podemos pensar el arte al margen de las aspiraciones culturales de las masas: Dylan, sin duda, ha significado más como poeta para millones de personas que Adonis, el poeta libanés, candidato eterno al Nobel y habitual en las páginas de Babelia. No podemos pensar la música de culto pensando exclusivamente en Mozart y olvidándonos de Bob Dylan. No podemos pensar la música de masas pensando sólo en Justin Bieber y olvidándonos de Dylan, con el que millones de adolescentes siguen descubriendo que sus problemas existenciales son los mismos que los de sus padres. Por último, no podemos disociar a Ginsberg de Dylan: los dos eran poetas, sólo que el genio de Dylan se coló con una guitarra y con más habilidad por la grieta en la que nace ese híbrido entre cultura de elites y cultura de masas tan propio del capitalismo tardío. En el fondo, este premio Nobel solo reconoce una realidad; que “the times they are changing” (los tiempos están cambiando) y que las fronteras tradicionales del arte no se pueden definir sólo desde la academia.
Por último, no nos vamos a olvidar de que todo tipo de personajes siniestros como Henry Kissinger u Obama han recibido el Nobel y de que el Nobel es un premio que conceden las elites. Pero es curioso ver que, normalmente, suele ser el mismo personaje prototípico que critica con dureza el premio Nobel quien se lo toma tan en serio que, escandalizado, se indigna porque se lo dan a Dylan. En realidad, todo da un poco igual. Con Nobel o sin él, Dylan es el poeta de cabecera de millones de personas, a la vez de culto y popular, a la vez pueblo y a la vez elite.
Brais Fernández forma parte del secretariado de redacción de VIENTO SUR y es editor en Sylone Editorial.