Fernando Navarro
El País, 18 sep 2021 - 03:30 UTC
Las memorias de John Fogerty recuerdan el descenso a los infiernos de una banda que, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de EE UU a The Beatles.
Fogerty tituló su autobiografía como una de sus canciones más célebres, pero este hijo afortunado bien podría haber elegido otro de sus éxitos: Commotion. Porque la lectura de sus memorias causa verdadera conmoción: es un relato repleto de reproches y puñales dentro de una formación que en 1969, en pleno éxtasis contracultural, llegó a ser la mejor respuesta de Estados Unidos a The Beatles. Estaban The Beach Boys y otro puñado de bandas excelentes —nadie hizo caso a The Velvet Underground—, pero la Creedence, con su mezcla de raíces entre rock sureño, rhythm and blues y swamp, marcaron un sonido pletórico y genuinamente yanqui, a contracorriente de la psicodelia y el blues-rock de la época. Y consiguieron todo un hito: registraron seis álbumes repletos de himnos en el breve periodo entre el verano de 1968 y las Navidades de 1970.
En su autobiografía, Fogerty da algunas claves de cómo la Creedence llegó hasta el corazón mismo del alma norteamericana. Durante varias páginas se muestra como un artesano de canciones, con amor incondicional al sonido analógico —”cuando tenías que averiguar todo por ti mismo”— y al legado de los pioneros del country, el rhythm and blues y el rock’n’roll. También por amor al trabajo… y sin drogas. “Lo que más me ofendía era ir colocados, eso me diferenciaba de los grupos de San Francisco… ¿Timothy Leary? Un gilipollas. Un bufón”, cuenta. Se detiene en Jimmy Reed, Freddie King, Hank Williams, Elvis Presley, Bo Diddley, Little Richard o Howlin’ Wolf, pero destaca su devoción por Booker T. & the M.G.’s, quintaesencia del soul de Stax, “el grupo de rock’n’roll más grande de todos los tiempos”, cuyo shuffle, ese “ritmo de arena y vaselina”, siempre le obsesionó. Según él, la Creedence fue una banda que se acercaba al shuffle, propio de sonidos afroamericanos, pero no lo alcanzaba.
Curioso: la banda de El Cerrito, una pequeña ciudad del norte de California, era una maquinaria perfecta de ritmo y riffs poderosos, pero el perfeccionismo y la búsqueda de la excelencia de Fogerty, cantante, guitarrista y compositor del grupo, le pedía perseguir más. Todo eso se transmite en Fortunate Son y es cuando se pone a hablar de la conjunción de la banda en sus comienzos cuando empieza a descargar contra todos. Conviene sujetarse a la silla con la lectura: el líder del grupo vacía el cargador. “Cuanto más éxito tenía la Creedence, más se quejaban mis compañeros”, escribe. “Lo peor que le ocurrió a mi banda fueron The Beatles, porque pensaron que podían ser como ellos”, añade.
Si la cumbre que alcanzó la Creedence no hubiese sido tan alta y el tiempo en conseguirlo tan rápido, quizá su estrepitosa caída no hubiese sido tan sonora. Sin embargo, a decir verdad, todavía hoy puede estudiarse como todo aquello que no debe suceder en una banda. Para 1972, el grupo ya no existía y lo peor es que su final fue el comienzo de una película de terror. El dueño del sello discográfico Fantasy, Saul Zaentz, les había engañado con contratos esclavistas y se quedó con todos los derechos de las canciones. Incluso estaban obligados a seguir componiendo para él una vez disueltos. Empezó el calvario. Aparte de portavoces musicales, la contracultura trajo también un nido de vampiros comerciales en forma de managers y representantes discográficos. Sucedió también con Bob Dylan y con The Rolling Stones, pero la Creedence se llevó al más correoso con Zaentz, un tipo que consiguió destrozar aún más al grupo, incluso una vez acabado.
Durante años, Fogerty estuvo arruinado, se consumía sin tocar sus propias canciones —”decidí cortarme las piernas”— para que no le generase royalties a su enemigo, tiraba “alcoholizado”, “furioso” y “depresivo” grabando discos en solitario que eran una “atrocidad” y fantaseaba con “reventar con un bate de béisbol” los discos de oro del grupo. Enfrentado con el resto de miembros, incluido su hermano Tom, que querían ser “galanes de Hollywood” antes que músicos, Fogerty añadió más rabia en su vida en su lucha contra sus excompañeros, que pactaron vender canciones a anuncios televisivos sin su permiso y decidieron aliarse con Zaentz para que Fogerty cediera y pudieran ver algo de dinero del glorioso legado sonoro de la banda. “No éramos IBM: éramos cuatro tíos que habíamos hecho un pacto”, confiesa. Cuando la Creedence entró en 1993 en el Salón de la Fama del Rock, no tocaron juntos: Fogerty lo hizo con Bruce Springsteen y Robbie Robertson.
El litigio duró décadas hasta la muerte de Zaentz, quien también llevó a juicio a Fogerty por plagio. Argumentaba que algunos temas en solitario se parecían mucho a los de la banda. Y, con todo, el tormento no acabó ahí. Todavía sigue. Muerto el hermano de Fogerty, Doug Clifford y Stu Cook decidieron crear Creedence Clearwater Revisited, una banda que, a día de hoy, sigue activa y toca las canciones compuestas por el miembro que repudian. Una especie de broma de mal gusto, partiendo de que John Fogerty se encargaba de todo en la Creedence y que a él pertenece un cancionero imbatible que, décadas después y con los demonios exorcizados, ha recuperado en sus conciertos. Lo hizo en los noventa después de varios viajes a Misisipi, cuna del blues. Reconectó con Robert Johnson o Charlie Patton, al que pagó una lápida, y decidió dejar atrás todo su tortuoso pasado. Incluso hoy en día bromea con un posible reencuentro con Doug y Stu. Dejó atrás lo malo hasta que, eso sí, se puso a escribir estas memorias, un ajuste de cuentas en toda regla, pero también una guía práctica para conocer con detalle que, incluso en las mayores glorias, el negocio de la música puede destapar comportamientos despiadados.