Alberto Bravo
La Razón, 24-09-2022
Una directo inédito de 1970 en el Royal Albert Hall rescata el impresionante sonido de una de las mejores bandas de todos los tiempos
En los albores de los años 70, Creedence Clearwater Revival era la banda más grande del mundo. Después de muchos intentos, desde Monkees a Byrds, América había encontrado por fin su respuesta a unos Beatles que ya estaban en retirada. Y lo hizo de la manera más improbable: lejos de la sofisticación del cuarteto de Liverpool, lo que proponía el grupo californiano era el regreso al rock and roll de raíces con una sucesión imparable de éxitos que todavía perduran. Justo el rabioso y vibrante sonido que ahora se rescata en “Travelin’ Band: Creedence Clearwater Revival at the Royal Albert Hall”, una grabación en directo inédita de 1970 que se complementa con un documental narrado por Jeff Bridge que viene a reivindicar el valor de una banda histórica. Es un sonido pantanoso, nervioso, clásico. Un documento que rescata toda la ferocidad de la banda formada por John Fogerty, su hermano Tom, Doug Clifford y Stu Cook en su mejor momento y un año antes de que todo saltase por los aires y acabara con el más triste y ruin de los divorcios. En realidad, apenas fueron cinco años… ¡Pero qué cinco años!
Porque CCR fue una máquina de facturar éxitos y formaron parte inequívoca y reverencial de la banda sonora de una época llena de excitación, revolución, napalm y decepción. Fueron un fenómeno genuinamente estadounidense y entre 1968 y 1972 dominaron la radio y las listas de éxitos con una prolífica racha de sencillos gloriosos: “Suzie Q”, “Proud Mary”, “Bad Moon Rising”, “Green River”, “Fortunate Son”, “Up around the bend”, “Fortunate Son”, “Have you ever seen the rain”, “Lodi”… Solo en 1969 obtuvieron tres discos de platino y lanzaron tres álbumes aclamados (“Bayou Country”, “Green River” y “Willy And The Poor Boys”), además de tocar en Woodstock y en la mayoría de los festivales más importantes. A fines del 69, había consenso en que CCR era la banda más grande de Estados Unidos. Al menos, en términos comerciales. Y eso podía equivaler a ser la banda más grande del mundo a mediados de 1970, ya que los Beatles, su única competencia real en términos de ventas, ya no existía.
La CCR conectó con todo un país. Para los viejos entusiastas del rock and roll, eran un maná frente a la psicodelia, los supergrupos, las jam-bands y los cantautores. Para sus contemporáneos, eran un orgullo patrio y en sus canciones se veía reflejada toda su vida: Vietnam, la carretera, la amistad, el amor, el desamor, el trueno, los cañones soleados… Y todo, con un sonido primitivo pero actualizado. Gustaba a varias generaciones por igual. Fogerty era un genio. Sus composiciones eran prodigiosas. Atacaba todo desde la simpleza, pero en realidad conocía dónde radicaba el éxito de una canción, ya fuera de raíces soul, country, rock-a-billy o blues. Todo lo hacía desde la convicción y la franqueza. Su guitarra no abrumaba, pero con dos notas sabía obtener tanto un riff como un solo. Los estribillos eran impresionantes y tarareables. Y qué voz. El resto lo ponía una sección de ritmo que avanzaba lenta e imparable como un tren de mercancías. “Creedence hizo música para todos los Tom Sawyers y Huck Finns asaltados y para el mundo que nunca sería capaz de aceptarlos en su forma más simple”, diría Bruce Springsteen.
En 1959, Fogerty y dos compañeros de escuela, Stu Cook, el hijo de un abogado acomodado, y Doug Clifford, un compañero de clase de Cook con una batería, formaron The Blue Velvets, un trío instrumental. Los tres niños tenían 14 años. El hermano de John, Tom, se uniría a The Blue Velvets de forma permanente en 1963. Los cuatro pasaron los siguientes años publicando sencillos sin éxito y de gira por el centro y el norte de California, tocando en pequeños pueblos y bases militares. Las cuentas salen: se tiraron más de ocho años como grupo hasta que publicaron su primer álbum bajo el nombre de Creedence Clearwater Revival.
El debut
Su álbum debut de 1968, “Creedence Clearwater Revival”, se vendió modestamente al principio. Su tema destacado era “Suzie Q”, una versión de ocho minutos de un éxito de 1957 del olvidado rockero de Luisiana Dale Hawkins. Ese verano, el día en que recibió sus documentos de baja del ejército, Fogerty escribió una canción sobre un hombre que se sacude las presiones de la ciudad y encuentra la armonía en el río. Lo llamó “Proud Mary” y fue el comienzo de una larga serie incontrolable de éxitos. A John Fogerty le había costado tanto llegar a ese lugar que creó un círculo insoportable a la larga. Pensaba que si alguna vez salía de la lista de éxitos, la banda quedaría en el olvido. No quería volver al anonimato después de tantos años durmiendo al raso después de conciertos sin público. Se autoimpuso una presión extenuante, y más conociendo que ninguno de sus compañeros de banda poseía habilidades compositivas. No solo sacaba dos discos por año, sino que cada sencillo era un cañón y a ningún álbum completo le sobraba nada. Y a eso había que añadirle las giras y los festivales.
Otra cosa ocurría: CCR no tenía el prestigio de otros muchos colegas con méritos menores. Ya entonces se asociaba vender muchos discos con una comercialidad mal entendida. Además, Fogerty poseía muy poco carisma y la banda era vista como un grupo de “paletos” en muchos sectores. Y otro detalle no menor: eran músicos “normales”. No tiraban televisores por la ventana del hotel, no participaban en orgías y no consumían drogas. No tenían manager ni empresa de relaciones públicas ni séquito. Eran el equivalente de una pequeña empresa familiar. Había poco que “vender” más allá de su música.
Con el tiempo, el agotamiento comenzaría a llegar. John Fogerty se iría haciendo un maniático absoluto del control y comenzaría a asfixiar a sus compañeros de banda, que por otra parte no hacían demasiado por descargarle de responsabilidad creativa ni organizativa. Habiendo capturado el corazón de América, la banda encontró la manera de activar su propia dinamita con efectos tóxicos para unas amistades de largos años que derivarían en el divorcio más enconado y prolongado que el rock and roll jamás haya conocido. Fogerty enloqueció y se volvió un paranoico. Controlaba las finanzas y firmaba contratos sin tener reales conocimientos. Sus compañeros de banda tampoco hicieron demasiado por evitarlo y todo se fue por la alcantarilla. Siguieron, hasta hoy, décadas de rencor y paranoia.
Pero queda su memorable música, esa que hoy los amantes del genuino rock and roll continúan disfrutando como en el primer día. Porque la CCR consiguió apelar a la esencia de la música para dar satisfacción a una América que, por fin, había encontrado (aunque tarde) el antídoto contra los Beatles. La banda californiana eliminó las piedras del fardo con música esencial y decenas de canciones (sí, decenas) que hoy permanecen como himnos de la música contemporánea. Para siempre. Justo lo que se encarga de mostrar ahora su directo en el Royal Albert Hall.
El peor final posible
Pocos divorcios han sido tan sonados, duraderos y rencorosos en la historia de la música como el de la Creedence. Por varias razones, Fogerty se negó a tocar la música del grupo durante casi 15 años después de su ruptura en 1972. Cedió en algunas ocasiones entre 1986 y 1987, pero luego se produjo otro silencio lúgubre e implacable antes de su resurgimiento en 1997 con “Blue Moon Swamp”.
La depresión posterior a la Creedence de Fogerty en los años 80 no tuvo nada que ver con la música. Atrapado en disputas contractuales sobre derechos de autor y publicaciones, fue perdiendo gradualmente el gusto por las canciones que amaban al resto del mundo. Mientras, sus excompañeros fundarían la Creedence Cleawater Revisited para tocar precisamente (y con mercenarios a la voz y la guitarra) las canciones que su compositor no cantaba. “Tocamos Creedence mejor que Fogerty”, dice con poco cariño el batería Doug Clifford. Fueron muchos años de litigio, insultos y heridas que siguen abiertas. Se odian, por mucho que Fogerty haya ido matizando sus palabras en los últimos años. Pero la puerta a la reconciliación parece cerrada para siempre.