martes, 15 de noviembre de 2022

LAURIE ANDERSON ES UN VIRUS DEL ESPACIO EXTERIOR

Emilio de Gorgot

Jot Down, noviembre 2022

«Si crees que la tecnología va a resolver tus problemas, ni entiendes la tecnología, ni entiendes tus problemas».



El mundo ha cambiado, pero Laurie Anderson parece no haber cambiado lo más mínimo. Y eso es reconfortante. Aunque sepamos que sí ha cambiado, porque todo el mundo evoluciona en su vida, ella ha cumplido setenta y cinco años mientras escribo estas líneas, y sigue manteniendo la misma expresión plácida y la misma mirada chispeante de cuando se dio a conocer hace medio siglo. El tiempo la ha tratado bien, quizá porque ella ha tratado bien al tiempo, y el mero hecho de que el planeta cuente con su presencia es una de las pocas cosas tranquilizadoras en esta época de neurosis colectiva.

Laurie Anderson pertenece a esa categoría de artistas sobre los que uno habla por simple afinidad personal, y asumiendo que es probable que a mucha gente ni siquiera le suene su nombre. Supongo que habrá más personas a quienes les suene no tanto por su propia carrera sino porque estuvo casada con Lou Reed. Fue ella quien anunció al mundo la muerte de Lou, mediante una breve y bellísima carta. Menos de dos años después, Reed fue póstumamente ingresado en el Rock & Roll Hall of Fame, y tuvo la suerte de ser homenajeado con los discursos de dos increíbles mujeres. Primero, el discurso de su amiga Patti Smith, que sonreía tímidamente y pedía perdón cuando la emoción la hacía flaquear. Después, Laurie Anderson leyó un discurso como el que solamente ella podía leer, que parecía más bien el fragmento de alguna novela: «En los veintiún años que estuvimos juntos, hubo unas pocas veces en que me sentí enfadada o frustrada, pero nunca, jamás, me sentí aburrida».

Siendo una mujer acostumbradísima a dominar los escenarios en cualquier modalidad —música, performance, monólogos—, aquella fue probablemente la única ocasión en que he visto a Laurie un poco nerviosa y dejando asomar su lado vulnerable. A fin de cuentas, llevaba solamente año y medio viuda. Incluso para alguien tan zen como ella, año y medio es muy poco tiempo para procesar semejante pérdida. Laurie siempre ha emanado una aureola de calma que parece contagiosa: cualquiera que haya visto entrevistas de Lou Reed en solitario podrá captar la inusual paz que parecía desprender cuando hacía una entrevista conjunta con ella. En aquel día de homenaje, Laurie mencionó las tres reglas que Lou y ella habían desarrollado para atravesar la existencia: «Uno, no le tengas miedo a nadie. ¿Puedes imaginar vivir la vida sin tenerle miedo a nadie? Dos, consíguete un buen detector de putas mentiras, y aprende a usarlo. Y tres, sé muy, muy tierno. Con estas tres cosas, no necesitas nada más».

Es difícil definir a Laurie Anderson porque es una artista que, francamente, inauguró una categoría ella sola. Yo la conocí primero por su música, así que en mi cabeza siempre ha ocupado un lugar, sobre todo, como compositora, instrumentista y cantante. Y ella es todo eso, pero es muchas más cosas. Restringir su carrera a la música es como ponerle puertas al campo; me viene a la mente aquella frase que Salvador Dalí pronunció una vez con el estrambótico tono que usaba cuando quería epatar a los entrevistadores: «¡La pintura es solamente una parte infinitesimal de mi genio!».

Cuando a Laurie Anderson le piden que defina su trabajo, utiliza una etiqueta, artista multimedia, que la prensa empezó a adjudicarle en los inicios de su carrera. Hoy es una etiqueta tan común que ha perdido sus antiguas connotaciones. Por entonces, a finales de los setenta y principios de los ochenta, el llamar a alguien «artista multimedia» equivalía a decir que era una persona rara que no respetaba los límites entre las disciplinas artísticas y además usaba los más extravagantes avances tecnológicos del momento, algunos de los cuales diseñó ella misma. La propia Laurie nunca sintió un gran entusiasmo por esa etiqueta, pero se la apropió porque le convenía: «En realidad, artista multimedia no significa nada, pero me da libertad para hacer lo que yo quiera».

Hoy, a sus setenta y cinco años, Laurie Anderson ya no realiza performances pero continúa dando conciertos. Y eso engaña. Quien no conozca su carrera y la vea hoy actuando acompañada de un par de músicos podría pensar que fue siempre una especie de cantautora poco aficionada a la parafernalia visual, refractaria a los espectáculos aparatosos. ¡Nada más lejos! Laurie no solamente fue una de las pioneras de la performance contemporánea, sino una artista asombrosamente polifacética con un agudísimo instinto para la combinación entre la música y el arte visual de vanguardia. En otras palabras, fue ella quien llevó el material de los museos modernos al mundo de la música pop.

En 2022 se cumplen cuarenta años desde la edición de su primer disco, Big Science, pero es un aniversario extraño porque hablamos de una artista que en aquellos tiempos no estaba dedicada exclusivamente a la música ni la consideraba su actividad principal. Laurie posee un indudable talento musical —de hecho, su formación en ese campo es muy sólida—, pero solamente ha publicado siete discos en cuatro décadas. Y, en todo ese tiempo, pese a su vocación audiovisual, solamente ha usado videoclips como promoción en cinco ocasiones. Vamos, que lo de escalar posiciones en el negocio musical nunca le ha quitado el sueño. Cuando editó su debut discográfico Laurie ya había cumplido treinta y cinco años, y su hábitat natural no habían sido las salas de conciertos, sino los museos y las exhibiciones organizadas por los círculos del arte de vanguardia. Baste decir que, siendo estadounidense (y de pura cepa), donde primero se dio a conocer fue en Europa.

La primera vez que tuve noticia de su existencia fue gracias a una extraordinaria canción que es, de hecho, una de mis canciones favoritas de los años ochenta. Se titula «Language is a Virus», fue editada en 1986 y, en mi opinión, contiene la quintaesencia del sonido de aquella década. Constituía una rareza en su trabajo porque era una canción relativamente normal (insisto en lo de «relativamente»), cuyo sonido encajaba dentro de los parámetros del pop de la época. Laurie la había compuesto con una estructura idéntica a la que finalmente se publicó, pero con arreglos mucho más experimentales. Fue uno de sus amigos, el legendario productor Nile Rodgers, quien se empeñó en que Anderson necesitaba un single accesible. Rodgers estaba fascinado con aquella mujer que no solamente derrochaba talento creador en varias facetas artísticas, sino que además poseía un total dominio de las tablas. Él afirmaba, con toda la razón, que «Language is a Virus» era una genialidad de canción, pero que le convenían unos arreglos más asequibles. Ambos retocaron los arreglos hasta conseguir un sonido más cercano a lo que estaban haciendo David Bowie, Talking Heads, y otro de los amigos de Laurie, Peter Gabriel. El apabullante resultado, en mi opinión, no tenía nada que envidiar al trabajo de los mencionados artistas en aquella misma década. Pero bueno, con Laurie no soy objetivo.

En cuanto al videoclip, estaba compuesto por imágenes de uno de sus conciertos; todo era tan visualmente llamativo y absorbente que el video fue emitido con insistencia por las televisiones de muchos países. Es curioso que Anderson haya tenido tan poca afición a los videoclips, porque no hay faceta de las artes visuales que no domine. En sus conciertos de entonces, era ella quien lo diseñaba absolutamente todo, desde la imaginería teatral y las proyecciones hasta las luces, pasando por las coreografías o los atuendos. Tal y como había hecho siempre con sus performances, cada mínimo detalle de sus conciertos había salido de su mente. La verdad, contemplar aquello era como asomarse a otro planeta. Y la canción, bueno… qué canción. ¡Ese estribillo! ¡Ese final!

Pese a la repercusión televisiva del videoclip, «Language is a Virus» no obtuvo las ventas que Nile Rodgers esperaba, pero ni que decir tiene que a Laurie Anderson no parecía importarle mucho. Ella vivía en su propio universo. 1986 era el año en que Madonna cantaba «Papa Don’t Preach», pero Laurie centraba su single supuestamente más comercial en torno a un concepto filosófico desarrollado por el escritor William S. Burroughs, así que no parecía especialmente preocupada por conectar con las masas. Aun así, creo que hubiese sido perfectamente capaz de manejar un éxito más masivo. Hablamos de una artista experimental, cierto, pero era increíblemente carismática y se crecía sobre un escenario. Estoy convencido de que hubiese sido grandioso verla actuando en estadios con parafernalia escénica descomunal como la que usaban Pink Floyd, o con un platillo volante al estilo George Clinton.

Paradójicamente, Laurie ya sabía lo que era obtener un hit radiofónico. Lo había conseguido, sin pretenderlo, en 1982, con una canción muchísimo más rara titulada «O Superman» que estaba incluida en su primer disco y que tenía exactamente cero vocación comercial. Por entonces, Laurie era una artista más vinculada a las artes visuales y performativas que a la música pop, y no era muy conocida más allá de ese ambiente de vanguardia. Aún hoy, ella se define, sin ironía, como «una esnob del arte» (aunque quienes la conocen insisten en su carácter humilde, cosa que también se trasluce en sus entrevistas). Ella fue la primera sorprendida cuando algo tan extraño como «O Superman» ascendió al número dos en ventas en el Reino Unido, se coló en las listas de media Europa y llegó incluso a sonar en las radios de su propio país, los Estados Unidos. «O Superman» capturó la imaginación de mucha gente. En fin, que no se diga que el público de aquellos años no era imprevisible.

Laurie siempre había estado destinada al arte. Nació y creció en Glen Ellyn, un típico suburbio de clase media estadounidense, situado en las afueras de Chicago. Desde pequeña se sintió alienada en la escuela; aunque ella nunca lo ha dicho con esas palabras, de su biografía se desprende que fue una niña superdotada cuyos intereses no encajaban con los demás niños de su edad. Desde muy pronto buscó refugio en el arte y la literatura. Por impulso de sus padres, estudió teoría musical y violín, llegando a ser admitida en la sección juvenil de la Orquesta Filarmónica de Chicago: «Llegué a los escenarios por puro accidente». Pese a su talento musical, estaba más centrada en las artes visuales como el dibujo, la pintura y, sobre todo, la escultura (sus exposiciones son fascinantes, incluyendo sus más recientes y alucinógenas incursiones en la realidad virtual). La joven Laurie pronto descubrió que no quería centrarse en una sola disciplina artística, sino en la combinación de todas ellas.

La primera opción obvia para combinar imágenes y sonidos era el cine. Laurie se mudó a Nueva York y, mientras estudiaba Historia del Arte (donde se graduó con todos los honores magna cum laude), empezó a rodar cine experimental que proyectaba en pequeños festivales cuyo público estaba compuesto básicamente de otros aspirantes a cineastas: «Al final, éramos siempre los mismos viendo las películas de los de siempre». Ella no ambicionaba hacerse rica o famosa, pero sí vivir del arte, y el cine experimental no parecía ser la manera. Se interesó por la performance; estuvo varios años actuando en Nueva York, pero pensó que le sería más fácil abrirse camino en Europa. En una época donde no había correo electrónico y había que enviar cada misiva a mano, escribió quinientas cartas a museos y entidades europeas, ofreciendo su espectáculo. Solamente le respondieron de tres o cuatro sitios, pero ella lo consideró suficiente para hacer las maletas, subir a un avión y embarcarse en una «gira» europea. Fue así como se hizo un nombre en los círculos artísticos del viejo continente, lo cual sirvió de soporte para hacerla más conocida en el mundillo artístico de su propio país. Incluso antes del inesperado éxito internacional de «O Superman», Laurie ya había sido galardonada con una beca cinematográfica Guggenheim y con un doctorado honorario del San Francisco Art Institute.

Así pues, Laurie Anderson llegó al mundo del pop de manera casual y desde otro ámbito muy distinto, casi como una visitante extraterrestre. Sin embargo, ella seguía poseyendo un gran talento musical, y otros músicos no pudieron evitar notarlo. Muchos grandes nombres estadounidenses de la industria estadounidense se interesaron por ella. Ya hemos visto que Nile Rodgers trató de encauzarla hacia una carrera discográfica más convencional. Y Peter Gabriel —a quien tampoco le gustaban las cosas raras, qué va— grabó un dueto con ella y la invitó a participar en el correspondiente videoclip. La canción, por alguna extraña razón, encajaba en los respectivos estilos de ambos.

La verdad, deberían haber grabado todo un álbum juntos, y más habiendo compartido escenario. Pero bueno, volviendo a «Language is a Virus», estaba incluida en el tercer álbum de Laurie, Home of the Brave, donde había otra canción producida a medias con Nile Rodgers, pero que parecía más bien un híbrido entre las rarezas sintetizadas típicas de Anderson y estribillos al estilo Frank Zappa. La peculiar conexión con el estilo de composición de Zappa también se percibe en «Talk Normal» (Frank y Laurie se admiraban mutuamente; gracias a Mike Keneally, que tocó la guitarra y el piano para Zappa, sabemos que este incluía guiños a «O Superman» en algunos conciertos).

Dado que Laurie Anderson era multinstrumentista, pionera y diseñadora de artilugios electrónicos, escenógrafa, coreógrafa y todo lo que se a usted se le ocurra, ofrecía unos conciertos que no se parecían a ningún otro. Pero, sorprendentemente, pareció pensar que su voz no era lo bastante buena (¡) y decidió que quería tomar clases de canto de cara a su cuarto disco, Strange Angels. Para sorpresa de muchos, iba a sonar mucho más melódico y convencional, desde el tema título hasta otros como «Monkey’s Paw», «My Eyes» o «Hiawatha». Incluso en temas típicamente andersonianos como «The Day The Devil» había ¡estribillos normales! Era el disco más convencional de Laurie hasta la fecha, pero con ella nunca se podía anticipar nada, y el siguiente álbum Bright Red resultó ser más retorcido, con locuras que me gustan mucho como «The Puppet Motel», «Poison», «Speak my Language», «Beautiful Pea Green Boat», etc. Básicamente, volvía a ser la Laurie Anderson anterior a unas clases de canto que, por lo demás, nunca necesitó.

A partir de ese momento, la energía de Laurie se dispersó en sus cinco mil intereses artísticos y sus discos empezaron a espaciarse cada vez más. En 2001 publicó Life on a String, que probablemente sea el álbum ideal para conectar por primera vez con su música porque es muy melódico, incluso más que Strange Angels: «The Island Where I Come From», «Statue of Liberty», «Washington Street». Mi favorita probablemente es la extraordinaria «Dark Angel», que combina melodías y una sección de cuerdas con el formato narrativo característico de Laurie. Precisamente los arreglos de esta canción sirven para dar una buena idea de hasta dónde llega el talento como compositora y arreglista de esta mujer, talento que muchas veces suele quedar «escondido» entre sus experimentos sonoros. Aquí, con los gloriosos juegos orquestales con los que acompaña la voz (todos compuestos por ella), ese talento brilla en todo su esplendor.

Otra faceta de su carrera son las actuaciones habladas, normalmente acompañadas de música o efectos sonoros. En realidad, incluiría también sus entrevistas. Oyéndola hablar, es obvio que es una mujer muy, muy inteligente. Es como sentarse a escuchar a una filósofa, pero no en el mismo sentido en que parece un filósofo, por ejemplo, el bajista Victor Wooten. En el caso de Wooten, él suele centrarse en hablar solamente de música con intención didáctica, y tiene una manera de condensar la esencia de las cosas para comunicarla de manera que resulta perfectamente comprensible para cualquiera. Imagino que escuchar a Sócrates debía de ser algo parecido a escuchar hablar a Wooten. Anderson es más abstracta cuando habla, pero resulta fascinante contemplar cómo van fluyendo sus ideas. Por ejemplo, cuando habla sobre la futura extinción de la especia humana, y termina reinterpretando la figura de Moisés ¡relacionándola con el calentamiento global!

O la clarividencia con la que trata, por poner otro ejemplo, el asunto de la inmigración, o el hecho de que en esta época vivimos con el «modo pánico» constantemente encendido. Antes mencionaba a Zappa, cuyas entrevistas siempre merecían la pena por un motivo u otro. Con Laurie Anderson sucede lo mismo. Todo lo que dice es interesante. Al principio, su simpatía, su desparpajo neoyorquino y su total ausencia de ínfulas son engañosos, porque realmente es una mujer cuyo pensamiento posee su propia ley de la gravedad. Nunca adopta un aire solemne, siempre está sonriendo, pero en sus palabras hay una enorme seriedad que resulta difícil detectar en la expresión de su rostro.

Laurie Anderson no es una artista de la que pueda decirse, «¡Eh, mire aquí, esta es su lista de hit singles!». Es más como una biblioteca humana. Su breve discografía es mejor descubrirla poco a poco, indagando con curiosidad y acostumbrándose a su peculiar manera de entender la comunicación mediante la música. El resto de su actividad artística es mejor descubrirlo del mismo modo, investigando paso a paso, entendiendo que Laurie Anderson fue una pionera en un montón de cosas que hoy damos por supuestas porque hubo mucha gente que la imitó en décadas pasadas, desde la performance hasta la escenografía, pasando por el uso (y el diseño) de instrumentación electrónica. Por no hablar de su aparentemente interminable capacidad para la reflexión social y filosófica. La mera existencia de Laurie Anderson es un regalo; abran el envoltorio con cuidado, sin prisa por asimilar todo lo que hay en el interior, y ya les aviso: terminarán amando a esta increíble mujer.