Ada del Moral
Efe Eme, 30/05/017
Los Carter nacen de los Estados Unidos, donde fueron a mamar leche y miel los más pobres de Europa. Dueños de la voluntad de los pioneros que aún les quedaban tan cerca, dan sentido al misterio de lavar la sangre del Señor de los pecados del hombre. Estaban en todas partes, como el Tom Joad de “Las Uvas de la Ira”. Paupérrimos y hacendosos. Rígidos y tiernos, cazadores de canciones y sustancia de fotógrafos a lo Dorotea Lange. Su estirpe nace en Virginia, más abajo de la línea Mason Dixon, donde los ciudadanos son sureños por gracia divina. Si los yanquis se quedaron con el esplendor y las fábricas, el Viejo Sur Torcido guardó el honor y su cultura brillante y resentida. Nunca dejaron de beber, comer, rezar, joder y, por supuesto, cantar, mientras sus muchachos alimentan la colina de la hamburguesa.
Alvin Pleasant Carter, de Poor Valley, bien pudiera haber sido uno de ellos. En los comienzos eran él y su esposa, Sara, de soltera Dougherty. Al dúo se uniría la prima Maybelle, casada con Ezra, hermano de A.P y madre de Anita, Helen y June. Al larguilucho A.P. no se le daba bien cosechar tabaco porque las canciones le tenían poseído. Gracias a ellas conoció la gloria y la miseria del hombre abandonado. Sara, gran voz de los Carter junto a su sobrina Anita, no aguantó a un tipo tan abstracto, empleado en salvar la música de los viejos tiempos en plena Gran Depresión, más que en alimentar a su prole. Lo logró a costa de su matrimonio. Su hija Jeannette le tomó el testigo al fundar el Carter Fold donde fue a apagarse un Johnny Cash que, literalmente, se pudría sobre la silla.
Devotos del Dios que perdona a sus imperfectas criaturas de sus caídas en Satán, ya sea en forma de sexo adúltero, pastillas y vanidad o por buscar quimeras en forma de baladas, los Carter nunca dejaron morir la llama. Desde las llanuras polvorientas a los orgullosos Apalaches, A.P. mal asumió su condición de paria sentimental en favor de aquellos diamantes que picaban tanto en los dedos como las espinas del algodón Delta Pine. A Sara se le agotaron la paciencia y el amor al tiempo que le resurgía la voz, prueba de que el Altísimo aprieta pero no ahoga, y jamás envía más dolor del que podemos soportar. A.P. se hizo profeta y siervo de aquellos sonidos que le necesitaban para sobrevivir. Sara abandonó al hombre, no al compañero musical, y lo merecía; la música siguió a su lado y lo merecía también. Más allá del desamor privado, los Carter son la esencia del country que escuchamos. Tuvieron el arte de conservarlo y enriquecerlo. Sus genes e impronta dieron el empujón definitivo a una música sublime, a menudo demasiado despreciada por paleta y rústica.
Jimmy Rodgers representa a la otra rama, la pecadora convencida. El yodell, ese aullido tirolés, suena demasiado a “pequeña muerte”, diría un francés libertino y sifilítico en algún burdel de Luisiana. Aún así, los reversos de la moneda se unieron en una grabación, con Jimmy tirado sobre un camastro y sin dejar de beber. Ah, inescrutables caminos del Señor. Los Carter, verdaderos warriors prayers, los asumen desde siempre. En tiempos de los romanos hubieran acabado devorados por leones, en el siglo XX abrazaron la música para difundir la fe y la gloria de antiguas canciones, que viene a ser lo mismo. Encarnan ‘Wilwood Flower’, ‘Carrry me back to the old Virginia’, ‘Can the circle be unbroken’ y un corolario de canciones de comunión con el prójimo y el más allá, sobre la profunda soledad, amistosas fiestas campestres, la conquista de la tierra baldía o frágiles cabañas azotadas por el viento. Nos enseñaron que el Río Jordán puede ser cualquiera donde librarse del pasado, que los trabajadores que cantan ‘The Great Speckled bird’ durante las misas de domingo mueven montañas y que nunca debemos romper el círculo protector de los afectos ni la creencia en una esencia superior pues la incomunicación y el vacío no forman parte de la naturaleza humana. Los Carter de la primera generación fusionaron bluegrass, country y gospel sureño aderezado con el color del afromericano, colaborador y amigo Lesley “Esley” Riddle, capaz de memorizar canciones a la primera e inválido hasta que A.P. pudo conseguirle una pata ortopédica. Su don y la amistad surgida entre ellos logró difuminar, durante la interminable segregación, las fronteras entre blancos y negros. Este mestizaje secreto hizo grande a los Carter, junto a la portentosa voz de Sara, el autoarpa —una suerte de cítara con rasgos de instrumento celestial y la caja de resonancia de una guitarra española—, el banjo y el punteo único de Maybelle.
Su sonido final, primitivo, evocador, agrestemente sacro nos conduce a los cimientos de una nación mestiza, hija del hambre, la avidez de oro y cobre, de la esclavitud y su rechazo, capaz de aglutinar su historia a través de la música y hacer de su conservación una cruzada aderezada por sus líos y los de sus adyacentes, desde el eterno amor fou de un Cash en el purgatorio anfetamínico al divorcio de Marty Stuart o la humillación a Carl Smith, el caballero country del tupé blanco que se quedó compuesto y sin June, redentora del Man in black, la más linda, graciosa y dueña de la peor voz de las tres Carter de la segunda generación, ya criadas en el Grand Ole Opry de Nashville y despedidas en el Carter Fold con un coro de mandolinas, autoarpas y acordeones para celebrar su integración entre los vagabundos, plantadores, esclavos, carpinteros, fabuladores, fuera de la ley, carpetbaggers, pioneros, indios en plena senda de las lágrimas, campesinos y señores, bandoleros, predicadores y muchachas viudas del cancionero salvado para siempre por los Carter, fieles a sus gentes y paisajes, ya fuera el escurridizo Mr Peer, su descubridor, o un viejo manzano solitario, pero sobre todo, leales a su propio espíritu indomable.
A tenor de su historia, la editorial Impedimenta acaba de publicar “La familia Carter” una excelente novela gráfica obra de Frank M. Young y David Lasky que retrata el nacimiento y consolidación de la aristocracia de la música popular americana.