lunes, 23 de diciembre de 2019

YO, THOMAS ALAN WAITS

Ignacio Julià
Jot Down, noviembre 2019



Vamos a ver… ¿Cuántas tortillas salen de un huevo de avestruz? Unas catorce. Un montón de tortillas, lo sé, y pese a ello debo decir que he congeniado con la mayoría de avestruces que he conocido. Te parecerá una gilipollez, pero esa es la clase de cosas que me interesan. 

¿Qué animal tiene el cerebro de mayor tamaño en relación con su cuerpo? Las hormigas, lo juro. ¿Y el pene más grande en proporción a su cuerpo? No, no, no… malpensado. El percebe. Atención: hay más insectos en una milla cuadrada de tierra que humanos en todo el planeta. Piénsalo, imagina que piden votar, sacarse el carné de conducir o algo por el estilo. Un topo puede cavar un túnel de cien metros de longitud en una noche; un saltamontes saltar sobre obstáculos de quinientas veces su estatura… ¿Sabes a qué huele la Luna? No, no huele a queso, huele a fuegos artificiales. Me lo dijo Neil Armstrong: «Huele a fuegos artificiales, tío». Y tiene mucho sentido, llevamos siglos disparándole a la Luna con ellos. Mi lista de la compra siempre incluye fuegos artificiales y pañales, es todo lo que necesitamos. La vida es lo que sucede entre los fuegos artificiales y los pañales.

Estuve hace tiempo en Oklahoma, y debo decirte que allí es todo muy raro, tienen unas leyes extrañísimas. No puedes lavar el coche los domingos si llevas ropa interior de lana, especialmente si llevas un corte de pelo raro. El corte de pelo siempre es un problema. Otra cosa es que está estrictamente prohibido mascar tabaco. Y no se puede fotografiar a un conejo en días laborables, solo los fines de semana. Otra más: no puedes comer en un establecimiento que esté en llamas; lo que limitó bastante nuestras opciones gastronómicas, la verdad. Ah, y no se puede emborrachar a un pez en su pecera, al parecer tenían muchos problemas con eso, y tampoco puedes darle a fumar un cigarrillo a un mono. Pero lo que más me asombra de Oklahoma es que tendrás serios problemas si besas a un extraño, ¿vale? Piénsalo, puedes ir a la cárcel por besar a un desconocido. Me refiero a que todos lo somos en cierto momento, ¿cómo iba a continuar el mundo si alguien no besa a un extraño?, ¿eh?

¿Sabes en lo que de verdad soy bueno? Ni como cantante, ni como autor de canciones, naaaa… En hechos extraños e insólitos como los antes mencionados. Los voy apuntando en una libreta que siempre llevo conmigo a todas partes, pues nunca se sabe. Soy incapaz de leer un libro hasta el final, pero voy tomando aperitivos de información. El origen del pan negro de centeno, por ejemplo. El caballo de Napoleón se alimentaba con el mejor pan de su glorioso ejército. Los soldados palidecían de envidia, los pobres. Como es natural, aspiraban a alimentarse tan bien como el caballo de Napoleón. Y este comía pan negro de centeno. ¿El empleo más peligroso? Trabajador sanitario. ¿Sabías que hay treinta y cinco millones de glándulas digestivas en el estómago humano? Si te pides un club sándwich, vas a necesitar todas esas glándulas, aviso.

Uh, verás, también me gusta recolectar trastos. Soy asiduo a los vertederos, y cuando vuelvo al hogar familiar con algún cachivache tengo que decirle a mi señora esposa, ay, que es un regalo de un amigo. No sé, bueno, verás… me gusta coleccionar objetos singulares: el recipiente de chile con carne que me ofreció Tammy Wynette, un anuncio de cigarrillos de un periódico de hace cien años, una caja llena de esqueletos de aves, direcciones para las fiestas caseras que organizaba Dean Martin, un titular en un viejo periódico de Texas que dice «frascos de whisky hallados en el césped del reverendo», un botón de la chaqueta deportiva de Frank Sinatra, un retrato de Fat Joe que pintó mi hijo Casey, y una antigua factura telefónica de Huddie Ledbetter. Pero, si me estás leyendo, sospecho que querrás algunos datos verificables. Mira, normalmente lo paso mal hablando directamente de las cosas, pero ahí van…


Nací en Los Ángeles siendo yo muy pequeño. Vine al mundo en el asiento trasero de un taxi amarillo que se detuvo en el aparcamiento del Hospital Murphy. Tuve que pagar un dólar con ochenta y cinco centavos para salir de allí. Todavía no me habían puesto unos pantalones y, además, resultó que me había dejado el monedero en los otros pantalones. Aquel día había muerto el legendario Leadbelly, y me gusta pensar que nos cruzamos en el pasillo.

Mi padre era profesor de español, así que vivimos un poco por todas partes, en Whittier, Pomona, La Verne, North Hollywood, Silver Lake, zonas metropolitanas alrededor de Los Ángeles. Tenía yo diez años cuando pasamos cinco meses en una granja de pollos en la Baja California. Pasé mucho tiempo en México, aunque ahora casi nunca voy. Solíamos bajar hasta allí con mi papá a que nos cortaran el pelo, y él aprovechaba para entrar en los bares y pimplarse unos tragos. Yo me sentaba junto a él, en uno de los taburetes, y tomaba un refresco.

A los dieciocho años, en Tijuana, una prostituta enana escaló un taburete y se me sentó en el regazo. Estuve bebiendo con ella durante una hora. Fue algo memorable. Me transformó por completo. Tierno, muy tierno. No me la llevé a una habitación, solo se quedó sentada en mi regazo. Siendo adolescente iba por allí buscando bronca. Era un lugar de tal abandono y anarquía que parecía el poblado de un wéstern, como retroceder doscientos años: las calles embarradas, las campanas de la iglesia, las cabras, el fango, las señales tórridas, chillonas. Para mí aquello era verdaderamente como el país de las maravillas, y me cambió para siempre. 

Crecí en San Diego, allí fui al instituto. Durante mis años escolares tuve un montón de empleos. No había mucho que me interesase en la escuela, estaba todo el tiempo metiéndome en líos, así que dejé los estudios. He dado muchas vueltas desde entonces. He dormido con tigres y leones, y con Marilyn Monroe. Me he emborrachado con Louis Armstrong, he echado los dados en Las Vegas, he estado en el Derby de Kentucky, he visto jugar a los Brooklyn Dodgers en Ebbets Field, y le enseñé al bateador Mickey Mantle todo lo que sabe.

No recuerdo cuándo empecé a escribir. Muy pronto empecé a rellenar formularios y papeles. Primero el apellido, luego el nombre, sexo… «ocasionalmente», ese tipo de cosas. Más tarde escribía cartas, cumplimentaba formularios, garabateaba en las paredes de los lavabos. Vi algunos grafitis estupendos en un bar de Cincinnati. No, fue en St. Louis, en un lugar llamado The Dark Side of the Moon. Era un club, ni siquiera sé si seguirá allí. En cualquier caso, el grafiti decía: «El amor es ciego; Dios es amor; Ray Charles es ciego; en consecuencia, Ray Charles debe ser Dios». ¡Supe inmediatamente que me encontraba en una población con universidad! Que las luces estaban encendidas y había alguien en casa, ya me entiendes, y… así que… pero… ¿de qué te hablaba? 

Ah, bueno, de que pasé unos primeros años problemáticos, pero no terribles. Nada grave. La hora punta del tráfico en la Harbor Freeway a cuarenta y pico grados, sin aire acondicionado en tu coche. Tienes cigarrillos, pero no cerillas. Sufres de hemorroides, necesitas afeitarte y… eso sí puede ser terrible. 

¿Quieres un parte genealógico? Ahí va. Todos los psicópatas y los alcohólicos están en la familia de mi padre; en la de mi madre tenemos a ministros de la Iglesia. Así he salido yo, qué se le va a hacer. Casarme con Kathleen fue genial. He aprendido mucho de ella. Es católica irlandesa, con todo ese oscuro bosque viviendo en su interior. Me empuja a lugares a los que yo no iría, y diría que me ha animado a llevar a cabo muchas de las cosas que intento hacer. ¿Y los críos? Casey y Sullivan. Y mi niña, Kellesimone. Creativamente eran asombrosos. El modo en que dibujaban de pequeños, ya sabes. Se salían de la hoja de papel y seguían por las paredes. Yo desearía tener esa amplitud de miras. Crecieron y ahora me echan una mano; es un negocio familiar. Si fuera granjero, les tendría ahí fuera con un tractor; si fuese bailarín de ballet, les haría llevar tutús. Soy su papá, ahí se acaba todo. No son fans míos. Tus hijos no son tus fans, son tus hijos. El truco consiste en mantener una carrera y al mismo tiempo una familia. Es como tener dos perros que se odian y sacarlos a pasear cada noche.


En lo referente a Kathleen, no me casé con una mujer, sino con una enorme colección de discos. Bueno, a ella le gusta decir que se casó con un mulo, no con un hombre. Kathleen vivía en un convento, iba para monja. La conocí cuando la dejaron salir en Nochevieja para acudir a una fiesta. ¡Dejó al Señor por mí! Llevaba diez miserables años buscándola. Mi vida se asentó con ella, nos fuimos a vivir al campo, me mantenía alejado de los bares, pero curiosamente mi trabajo se hacía cada vez más inquietante. A mí es que me gustan las melodías hermosas que cuentan cosas horribles. Mi esposa dice que mis canciones se dividen en dos categorías: Damas de la Guadaña o Grandiosas Lloronas. Verás, a todos nos gusta la música, pero lo que realmente queremos es gustarle nosotros a la música, pues no es otra cosa que un idioma. Y, claro, hay personas que son lingüistas y hablan seis idiomas con fluidez, pueden hacer contratos en chino y contar chistes en húngaro. 

Me interesan las palabras. Me encantan las palabras. Cada palabra tiene un sonido musical particular que se puede usar o no. Por ejemplo «espátula», esa es una buena palabra. Suena a nombre de banda. Probablemente sea el nombre de una banda. Adoro esos libros de referencia que me enseñan palabras, los diccionarios de slang o el Dictionary of Superstition, el Phrase and Fable, el Book of Knowledge, tochos en los que rastrear palabras con musicalidad propia. A veces eso es todo lo que buscas. O creas sonidos que no sean necesariamente palabras. Son solo sonidos, pero tienen una bonita forma. Se acrecientan en un extremo y luego descienden hasta una punta que se riza. Las palabras, ya lo he dicho, son lo que me gusta realmente, las amo, siempre ando buscándolas, siempre intentando escribirlas, siempre tratando de escribir algo. El lenguaje evoluciona continuamente. Me encanta el slang de las prisiones y la jerga de las calles.

La araña macho toca música, ¿a que no tenías ni idea? Después de tejer cuatro hebras de su red, se aparta a un lado, levanta una pata y las rasguea. Esto atrae a la araña hembra. ¿Qué acorde tocará? Siento curiosidad por ese acorde. Así compongo música. Es como la escritura automática. ¿No te gustaría entrar en una habitación oscura con un trozo de papel y un lápiz y simplemente dibujar círculos y acabar escribiendo la gran novela americana? Para mí grabar un disco es como fotografiar fantasmas. ¿Sabes a lo que me refiero? Es como llevar un perro rabioso a una fiesta de cumpleaños. Todos tratamos de reconciliar esas cosas en la música, nuestras distintas facetas. Está todo en mi interior: me encanta la melodía, pero también me gustan la disonancia y el ruido de una fábrica. Pero la melodía es una gran porción de mi vida, sí. Se trata de encontrar un modo de encajar todas esas facetas para así poder juntarlas en un disco. 

Es agradable pensar que, cuando haces música y la lanzas al exterior, alguien va a recogerla. ¿Y quién sabe cuándo o dónde? Escucho cosas que tienen cincuenta años, y más antiguas que eso, y las asimilo. Y así estás de algún modo comulgando y fraternizando con personas a las que aún no conoces, que a lo mejor algún día se llevarán tu disco a casa… ya sabes, regentan una pequeña tienda de ropa interior femenina en Magnolia… lo pondrán en el tocadiscos y lo fundirán con los sonidos que escuchan en sus mentes. ¡Qué agradable sensación formar parte del desmembramiento del tiempo lineal!

En mi caso, crear una mitología sobre los demás y crear una cierta cantidad de mitología sobre uno mismo es algo compulsivo. Lo iluminas todo con tu propia luz, y si tomas agua de un río, ya no es un río, es agua en una lata. Te iluminas a ti mismo y, al estar en escena, cosa que como bien sabes detesto profundamente, también escondes mucho de ti mismo. Lo mismo ocurre con las canciones extraídas de una cierta experiencia. Se trata de una cuidadosa operación. Es como cuando cuentas una historia. Lo que en ella eliges ignorar también forma parte de la misma. Es una dislocada crisis de identidad masiva. Es «la oscura, cálida, narcótica noche americana», como escribí en mi fantasiosa primera biografía promocional, allá por 1973.

Las manos lo son casi todo en la música, como en la medicina. Todo procedimiento médico requiere de dos manos. Y lo mismo ocurre, en la mayoría de casos, con la música. Me refiero a que no encontrarás muchas piezas escritas para pianistas con un solo brazo. Hay mucha inteligencia en las manos. Cuando coges una pala, las manos saben lo que deben hacer. Lo mismo es cierto de sentarse al piano; es como si tus manos, al cabo de un tiempo, se acogieran a ciertas estructuras y voces. Pienso que es bueno sorprenderse a uno mismo en ocasiones. Esto me recuerda a un amigo que es pintor y lleva gafas. Se va al bosque, se quita las gafas y dibuja, ya sabes, porque así todo se ve distinto.

Usas la palabra «yo» o «mí» en una canción, para contar una historia disparatada, y la gente te dice, «Dios mío, ¿es eso autobiográfico?». Los novelistas no son intérpretes. ¡Los novelistas son unos gallinas! No, no, bueno, no sé exactamente lo que son. Es un trabajo solitario. La gente solo tiene lo que tú le proporcionas para seguir adelante con sus vidas. Es todo espectáculo. Esa es la belleza del mundo del espectáculo, el único negocio en el que puedes hacer carrera después de muerto. Pensamos en términos de escenario y bastidores. Es esa mentalidad del mirón. «¿Qué estará ocurriendo ahí detrás?», susurras. «¿Se estará poniendo medias y un liguero? ¿Qué ocurre ahí detrás? ¿Quién ha pedido la botella de Yukon Jack? Yo no he sido». La mayoría de nosotros tenemos una perspectiva limitada sobre los demás. Sabes tres o cuatro cosas de alguien, las juntas y te montas tu película. 

Acumulo influencias irreconciliables, lo sé bien, y pienso que eso es lo que a veces sale a flote en mis discos. Mira, al final me quedo con lo cubano y lo chino, pero nunca llega a convertirse en chino-cubano. ¡Caramba! He llegado casi a aceptarlo, que albergo distintas facetas. Me gustan Thelonious Monk y George Gershwin, Harper Lee y Charles Bukowski, Randy Newman y Frank Sinatra, Jack Kerouac y Eugene O’Neill, Rajmáninov y los Contortions. Que así sea. ¡Pégame un tiro! De otro modo llega un punto en que te sientes como si fueses por ahí vistiendo bermudas y un gorro de baño, botas de pesca y una corbata. Como suelo decirles a mis músicos: tócala como si tu pelo estuviese en llamas. Tócala como si fuese el bar mitzvá de un enano.

Las noticias son bastante notables por aquí, los periódicos locales, digo, te inspiran canciones. Hace un par de semanas un hombre murió atragantado con una biblia de bolsillo. Una biblia de doscientas ochenta y siete páginas. Sentía que había sido poseído por el demonio y quiso tragarse la biblia. Y se asfixió. Las cosas que hace la gente. ¡Gracias a Dios que existen los periódicos, o no sabríamos de lo que somos capaces! Arrestaron a un hombre por llevar veintiuna palomas rellenando sus pantalones. Llevaba uno de esos pantalones holgados, y fue a un parque, se metió una paloma en los pantalones y le gustó la sensación. Se dijo, «No hago daño a nadie». ¡Las asociaciones animalistas se le echaron encima y fue detenido por la policía! En una población cercana a donde vivo, al norte de San Francisco, un tipo se desmayó mientras atracaba un banco con una pistola de juguete. Resultó que se había dejado las llaves del coche encerradas dentro. De todos modos, no hubiese podido escapar. Blandía esa pequeña pistola de plástico, delirante ante el mostrador.

Un poco de elegancia arrabalera nunca está de más, es lo que pienso. Sigo sin pagar más de seis dólares por un traje. Cuando salí por vez primera de gira, era muy supersticioso; llevaba en escena los mismos trajes hasta que los gastaba. A menudo partíamos a primera hora de la mañana. Detestaba todo el ritual de vestirme, por lo que muchas veces me tiraba en la cama vestido con mi traje y mis zapatos, listo para levantarme en cualquier momento. Me cubría con la sábana y dormía vestido, lo hice durante años. Dejé de hacerlo al casarme. A Kathleen no le gusta nada, ya sabes. Siempre que se va un par de días, me pongo un traje y me meto en la cama, pero a su regreso ella siempre se da cuenta. Ay…


Soy la clase de tipo capaz de venderte el agujero del culo de una rata como si fuese un anillo de compromiso. De hecho, estuve pensando en abrir un nightclub: la entrada sería gratuita y, bueno, la máquina expendedora de cigarrillos estaría estropeada, nadie hablaría inglés, y no conseguirías que te cambiasen un dólar. Mientras estás allí alguien se está llevando a tu esposa y robándote el coche, y un enorme luchador de sumo quiere romperte el pescuezo. Todas las chicas padecen una enfermedad venérea y, en realidad, son travestis. La banda la forman seis borrachos a los que se ha elegido al azar y proporcionado instrumentos electrónicos. Es un club para gente que no sabe cómo pasarlo realmente mal. No se ha de pagar entrada. No te cobran nada por entrar, pero has de apoquinar cien dólares para salir. 

He aprendido mucho desde que estoy en el negocio, lo reconozco. La mayoría de cosas importantes las aprendí los últimos diez años. Claro que llevo sobrio tanto tiempo que ya ni me acuerdo de a qué sabe el licor. Veamos, ¿qué he aprendido? Que como nación somos adictos a los cigarrillos y a la ropa interior. Y que cada vez se hace más difícil encontrar una taza de café malo.

Me encanta la frase «Quiero saber lo mismo que todo el mundo desea saber: ¿cómo acabará esto?». ¿Qué será? ¿Un infarto en una sala de baile? ¿Un huevo tragado por el conducto equivocado? ¿Una bala perdida que llega desde un conflicto a dos millas de distancia, rebota en un poste, atraviesa el parabrisas y agujerea tu frente como un diamante? ¿Quién sabe? Fíjate en Robert Mitchum. Murió mientras dormía. Eso está bastante bien para un tipo como Robert Mitchum. 

Una última confesión: llevo un águila tatuada en el pecho. Solo que en este cuerpo más parece un petirrojo. En mi mente soy un rumor, una leyenda de mi época; soy un tumor en mi propia mente. Lo sé, lo sé, yo estaba destinado a ser una institución nacional o a ser encerrado en una.