El legendario musicólogo Alan Lomax narra en 'La tierra que vio nacer el blues' sus apasionantes periplos al Delta del Mississippi en los años 30 y 40
Alan Lomax es un ya un legendario etnomusicólogo y folclorista que aparte de su ser un incansable investigador de aquello que consideraba que valía la pena, difícilmente se echaba para atrás. Su leyenda está sólidamente sustentada en su trabajo pionero, en su aportación a la colectividad , además, en un modo de plasmar su trabajo, su búsqueda y sus hallazgos habitualmente brillantes, cuando no fascinantes.
Trabajo pionero y sin fronteras como pudieron comprobar muchos aficionados de estas latitudes cuando Maria Arnal & Marcel Bagés publicaron en 2017 el álbum 45 cerebros y 1 corazón, un insospechado éxito y cuyo fundamento fueron los archivos sonoros de Alan Lomax, que estuvo recorriendo la España de comienzo de los años cincuenta grabando a personas y colectivos cantando en diferentes zonas rurales.
Cuando el aficionado hizo tal descubrimiento, el texano Lomax había fallecido hacía tres lustros. Y dejando tras de sí una biografía musical muy intensa, en muy bien medida influida por su padre John Avery Lomax, profesor, musicólogo, folclorista y pionero en las grabaciones de la música afroamericana de los campos de trabajo y de las prisiones. Como luego haría su hijo, dedicó gran parte de su existencia a la preservación de las canciones clásicas del folclore estadounidense. Y dejó a la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos su colección de 10,000 discos, que incluyen los rastros sonoros más antiguos de la música popular del país.
En la consecución de ese objetivo, el estudiar sobre el terreno las raíces de esas músicas que conformaban lo que luego se denominó blues como concepto genérico, su hijo Alan dedicó buenas dosis de tiempo, dedicación y osadía en los decenios de los 30 y 40 del siglo pasado.
Y fruto de ello fue el magnifico libro La tierra que vio nacer el blues, redactado y documentado con maestría y que fue galardonado en 1993 con el Premio Nacional de la Crítica estadounidense. Ahora, hace unas semanas, la editorial Libros del Kultrum ha publicado una espléndida versión en castellano.
Armado con una grabadora incordiosamente voluminosa, Lomax fue recorriendo la región del Delta para documentar y sobre todo conservar el patrimonio cultural y sonoro de una zona y sobre todo de una población maltratada e ignorada como pocas. "La grabadora portátil, que mi padre y yo fuimos los primeros en utilizar para tal fin, nos proporcionó el primer adelanto tecnológico y ni que decir tiene que nos fue de grandísima ayuda. Era tan grande como pesada (más de doscientos kilos) y emitía un ruidoso zumbido que reproducían los discos de aluminio. A pesar de ello, como podía grabar y permitía escuchar música en los más remotos lugares de la geografía sureña, donde no había electricidad, pudo dar voz a los que la tenían".
Y de grabar las voces de los trabajadores del campo, de los presos, de las reuniones familiares, de las iglesias, de todo tipo de colectivos populares, acabaría dando voz a los que luego se convertirían en los primigenios iconos del blues. Así, consiguió registrar por primera las voces y canciones de Leadbelly, Fred McDowell, Memphis Slim o Muddy Waters.
Aparte de conocimiento, la perseverancia de Lomax es paradigmática. Con ella consigue tender puentes, eliminar desconfianzas y que el objeto de estudio e investigación se muestre tal como es. Con sus raíces locales, y sus ligazones africanas Y va construyendo personajes y situaciones a través confesiones directísimas, conversaciones a pie de campo con todos aquellos colectivos antes citados a los que hay que añadir músicos y pistoleros, un conjunto en realidad descendientes de esclavos.
Con este background el folclorista va perfilando figuras capitales de las músicas que de ellos emanaron como Muddy Waters, considerado unánimemente el padre del blues moderno; Robert Johnson, músico capital y valorado muchos años después de su prematura muerte, o la dupla integrada por Fred McDowell y Son House, que ejercieron de guías musicales de Mick Jagger y Eric Clapton en las arenas bluseras. Cuando se publicó originalmente este viaje iniciático de Lomax, el rolling stone lo valoró como "una preclara, penetrante, multidisciplinaria perspectiva de los extraños y crueles orígenes del blues, brutalmente lacrimógena".
La eternidad de la gran banda británica en diez canciones que se convirtieron en clásicos imprescindibles
La lengua, la bragueta, Andy Warhol, las canciones más lindas del mundo y una banda que estaba de luto, pero que no se había enterado. Sticky Fingers es el disco que los Rolling Stones eligieron para recuperarse de la muerte de Brian Jones, y lo hicieron con creces. Lograron un disco honesto, sensible, brutal. Mick Jagger, Keith Richards, Bill Wyman, Charly Watts y Mick Taylor consiguieron, también, juntar diez de las canciones que los iban a acompañar toda la vida.
En menos de una hora de música hay rock, blues y country, que atraviesan una decena de temas perfectos y diferentes entre sí. Brian Jones había muerto en junio de 1969 y para abril del 71 los demás se estaban despachando con esto. En el medio también habían superado la tragedia y el escándalo del festival Altamont Speedway, donde la banda misma había producido aquel evento enorme que concluyó mal. La seguridad estaba a cargo del grupo de motoqueros Hells Angels, quienes manejaron el asunto a las trompadas y terminaron matando a puñaladas a un joven afroamericano en un confuso episodio. La época de los pies descalzos y la inocencia habían terminado para los Stones, entraban en una nueva era un poco más oscura y madura. Esta transición queda plasmada en Sticky Fingers.
En cuanto al escenario administrativo, habían completado su contrato discográfico con Decca y empezaban a pensar en tener su propio sello, en alejarse de su ex manager Allen Klein, y en resolver sus problemas con el fisco en Gran Bretaña. Venían de Let It Bleed (1969), otro gran disco, y necesitaban mostrar algo más, algo mejor. Así fue como invirtieron un montón de dinero y trabajaron durante más de un año en la preproducción y su posterior grabación. Para esta tarea, confirmaron la presencia de Mick Taylor, que ya había empezado a colaborar un tiempo antes, y que les dio el equilibrio que necesitaban después de la muerte de Brian Jones.
Richards lo valoró enseguida y supo que Taylor era un gran activo para la banda. En su libro autobiográfico “Life”, el guitarrista escribió: “El hecho de que Mick Taylor estuviera en la banda en esa gira del 69 ciertamente selló a los Stones de nuevo. Así que hicimos Sticky Fingers con él. Y la música cambió casi inconscientemente. Escribes con Mick Taylor y tal vez sin darte cuenta, sabiendo que él puede pensar en algo diferente, terminas consiguiendo lo que él propone. Algunas de las composiciones de Sticky Fingers se basaban en el hecho de que sabía que Taylor iba a sacar algo grandioso, realmente he disfrutado hacerlo con él”.
Pocas personas han llegado a tener charlas tan profundas y sinceras con Mick Jagger como Jann Wenner, el cofundador de la revista Rolling Stone. Fue a Wenner a quien le blanqueó, en una serie de encuentros que tuvieron a mediados de la década del 90, cómo compuso “Brown Sugar”: “Escribí esa canción en Australia en medio de un campo. Eran circunstancias realmente extrañas. Estaba haciendo la película Ned Kelly, y mi mano se había dañado mucho en una secuencia de acción. Fui tan estúpido. Estaba tratando de rehabilitar mi mano mientras probaba un nuevo tipo de guitarra eléctrica, así fue como comencé a tocar y escribí esta melodía”.
En Sticky Fingers también hay lugar para la balada rockera y ahí llega “Wild Horses”, un temazo con melodía de Richards y letra de Jagger. “Dead Flowers” es lo más americano que se puede escuchar de estos británicos en un disco que ya de por sí no tiene nada de europeo. Las raíces del blues se mezclan con el folk una y otra vez sonando más cerca de los campos de algodón del estado de Mississippi que de la flemática Londres. “Me encanta la música country, pero me resulta muy difícil tomármela en serio. En cuanto a lo armónico es muy diferente al blues”, le dijo Mick a Wenner sobre “Dead Flowers”.
En esa misma entrevista, el stone también se animó a hablar de Marianne Faithfull y su relación con la autoría de “Sister Morphine”: “Escribió un par de líneas, aunque siempre dice que lo escribió todo. Ni siquiera puedo decirte cuáles. Ella siempre se queja de que no obtiene suficiente dinero con eso. Ahora dice que debería haberlo conseguido todo”. Después de ser bastante duro con quien fuera su pareja, Jagger aclaró que el tema “se trata de un hombre después de un accidente, no se trata tanto de ser adicto a la morfina”. “Brown Sugar” sí habla abiertamente de la heroína, así como también se refiere al sexo y a la esclavitud, un combo de temas fuertes para una melodía igual de shockeante.
El álbum de 10 temas incluye, además, “Sway”, “Can’t You Hear Me Knocking”, “”You Gotta Move”, “Bitch”, “I Got Blues” y “Moonlight Mile”.
Sticky Fingers se lanzó el 23 de abril de 1971 y fue un éxito inmediato: llegó al puesto número 1 en Europa y los Estados Unidos y logró llamar la atención no solo por la música, sino también por su arte. La tapa del disco no tenía la foto del grupo, tampoco la torta lisérgica del álbum anterior, sino que apuntaba directamente a los bajos instintos. La tapa de Sticky Fingers era el vivo retrato de una bragueta de varón, una entrepierna ajustada y sugerente. La idea fue del genial artista Andy Warhol que captó en una imagen el concepto de los Stones: eran una banda sexy.
El long play original se convirtió con los años en un objeto de culto, ya que incluía un cierre y una hebilla de cinturón que se abría de verdad. Debajo aparecían unos calzoncillos de algodón. Nunca se había visto algo así y este golpe de marketing sumado a la calidad musical logró que el lanzamiento se convirtiera en un suceso mundial. Cuando años más tarde le preguntaron a Jagger si el trasero que ilustraba la contratapa era suyo, solo respondió que no, era de un amigo de Warhol.
Algunos coleccionistas argentinos aseguran que, en nuestro país, el disco venía con una calcomanía de la marca de jeans Levi´s, como parte, quizá, de una campaña promocional. En países como España, por ejemplo, la portada original fue directamente censurada por el gobierno del dictador Francisco Franco. En lugar de la bragueta, en la tapa de la edición española de Sticky Fingers se puede ver una lata de la que salen dedos, diseñada por John Pasche junto con Phil Jude. Aunque a la imagen se le pueda atribuir el juego de palabras de los “dedos pegajosos”, causa cierta impresión si se tiene en cuenta el periodo por el que estaba pasando el país. Las muertes y las torturas fueron moneda corriente durante el franquismo, y dejaron un saldo de 140 mil víctimas, según las cifras que los historiadores de ese país barajaron en los últimos años.
El álbum también estrenó el logotipo de la lengua como parte de la presentación en sociedad de Rolling Stone Records. Los labios más famosos del mundo habían sido diseñados originalmente por John Pasche en 1970, después de que Jagger le sugiriera copiar la boca con la lengua afuera de la diosa hindú Kali. Por suerte, Pasche fue más allá y logró el distintivo stone que perdurará por siempre, como las canciones de Sticky Fingers y las ganas de volver a escucharlas, aunque pase otro medio siglo.
La banda en la que debutó Pete Seeger partió de la tradición para asaltar las listas de éxitos, pero acabó vetada por el macartismo
The Weavers, en un ensayo en un hotel de Filadelfia en 1952. De izquierda a derecha: Pete Seeger, Lee Hayes, Fred Halterman y Ronnie Gilbert
The Weavers, en un ensayo en un hotel de Filadelfia en 1952. De izquierda a derecha: Pete Seeger, Lee Hayes, Fred Halterman y Ronnie GilbertThe Weavers, en un ensayo en un hotel de Filadelfia en 1952. De izquierda a derecha: Pete Seeger, Lee Hayes, Fred Halterman y Ronnie GilbertGetty
No es justo. The Weavers han quedado reducidos a una anécdota en grandes historias de la segunda mitad del siglo XX: la caza de brujas durante la Guerra Fría, la popularización del folk o la increíble trayectoria de su miembro más celebrado, Pete Seeger (1919-2014). Se olvida la abundancia de canciones que sacaron a la superficie: Goodnight Irene, Sloop John B, The House of The Rising Sun, If a Had a Hammer o Wimoweh (alias The Lion Sleeps Tonight). Imposible cuantificar su influencia sobre agrupaciones tan populares como el Kingston Trio, Peter, Paul & Mary o, de forma más sibilina, en The Byrds, Grateful Dead o The Jefferson Airplane.
Sus hallazgos son ahora tan comunes que cuesta imaginar el impacto que los Weavers tuvieron cuando aparecieron en Nueva York, allá por 1948. Un coro flexible, con voces contrastadas: Seeger cantaba como tenor, Lee Hays (1914-1981) hacía las voces graves, Fred Hellerman (1927-2016) ejercía de barítono, Ronnie Gilbert (1926-2015) era la contralto. En directo, solo requerían una guitarra y un banjo como instrumentación. Tenían además mucha munición musical e ideológica: Hays y Seeger coleccionaban canciones y habían pertenecido a los Almanac Singers, un producto de la estrategia del Frente Popular: los Cantantes del Almanaque predicaban el pacifismo hasta que, en 1941, la Alemania nazi invadió la Unión Soviética, momento en que se reconvirtieron en trovadores belicosos… y se olvidaron de las canciones sindicalistas, dado que el estado de guerra no permitía huelgas.
Años después, los Weavers apostaron por convertir su activismo en entretenimiento. Era un concepto novedoso: de repente, estaban actuando en locales donde el portero no quería dejar pasar a Woody Guthrie, desastrado amigo que les proporcionaba repertorio. Tampoco sabían cómo convertir sus canciones en material pop: sus primeros discos para Decca llevaban orquestaciones de su ‘descubridor’, Gordon Jenkins. Arreglos que hoy hacen palidecer al purista que todos llevamos dentro pero que permitieron que una de las canciones cedidas por Leadbelly, Goodnight Irene, reinara en el número uno durante tres meses de 1950. En realidad, al menos inicialmente, les preocupaba más la obligación de ponerse de etiqueta para actuar en clubes nocturnos.
Lo que debería haber sido una reconfortante proeza de éxito se torció pronto. Sigilosamente, sus movimientos eran rastreados por los hombres de J. Edgar Hoover desde diez años antes. Cuando la Unión Soviética probó su primera bomba atómica, se desató la histeria: cualquier comunista estadounidense, se creía, podía ser un agente del Kremlin. Y los Weavers resultaban muy visibles; además, recreaban canciones de la Guerra Civil Española, lo que, según el FBI, confirmaba su filiación estalinista. Los informes confidenciales para Hoover terminaban en manos de medios como Counterwatch, que llegaban a grupos de activistas que automáticamente escribían cartas de denuncia. Los contratos de aquella época exigían que los artistas actuaran durante una semana en nightclubs, lo que daba tiempo para movilizar protestas que cubrían alarmados periódicos locales.
A pesar de su activismo, los Weavers no estaban habituados a esas acciones en su contra. Tampoco se acostumbraron a actuar en Las Vegas o a grabar jingles publicitarios (que, ay, eran rechazados). Las tensiones de las giras desencadenaron comportamientos de estrella del rock: en una discusión, Seeger terminó estrellando su preciado banjo de mástil largo, un modelo hecho a su medida.
Así fue como un grupo que había estado en lo alto se disolvió silenciosamente a finales de 1952, sin anunciarlo de forma oficial. Para hacerse una idea del miedo dominante: su discográfica no rechistó; de hecho, brevemente descatalogó sus referencias. Ocurría en un país trastornado, donde muchos empleos requerían un juramento de lealtad a la Constitución. El senador McCarthy había caído en desgracia pero el Comité de Actividades Antiestadounidenses seguía en activo y convocó a Lee Hays y Pete Seeger en 1955. Seeger estuvo brillante: impávido, rehusó entrar en el juego de las denuncias a terceros y terminó siendo juzgado por desprecio al Congreso. Sentenciado a 366 días de cárcel, solo en 1962 consiguió que la condena fuera anulada.
Mientras tanto, los Weavers se habían reunido. El puesto de Seeger fue ocupado por una serie de cantantes que también tocaban el banjo, con algún nombre inesperado como el de Bernie Krause, que luego sería un pionero en el uso del sintetizador Moog. También grabaron de nuevo, para el sello Vanguard. Todo con el beneplácito de Seeger, que se unía a sus antiguos compañeros para conciertos especiales o el rodaje del documental The Weavers: Wasn’t That a Time.
Seeger y su nieto Tao (izquierda), con Springsteen en el concierto inaugural de la presidencia de Obama en el Lincoln Memorial, en 2009.Seeger y su nieto Tao (izquierda), con Springsteen en el concierto inaugural de la presidencia de Obama en el Lincoln Memorial, en 2009.jason reed / reuters
Quemados por las amarguras de los años cincuenta, los Weavers no aprovecharon el cambio que trajo la contracultura, aunque tanto Ronnie Gilbert como Fred Hellerman usaron el LSD de forma terapéutica. Fred ejerció como director artístico del sello Elektra en su etapa folk. Ronnie se implicó en el movimiento feminista, en la rama denominada “womyns music”. Seeger tuvo problemas en adaptarse a los nuevos tiempos: tras defender a Bob Dylan como compositor, se le atragantó su evolución hacia el rock. Sin embargo, se recicló como ecologista, logrando la unanimidad de la población en la limpieza del río Hudson.
Finalmente asimilado, el antiguo perseguido fue invitado a la toma de posesión de Barack Obama en 2009. Acompañado por un reconocido discípulo, Bruce Springsteen, cantó el gran himno de los sesenta, We Shall Overcome. Justicia poética.
Julien Temple dirige “Crock of Gold”, un extraordinario documental que se estrena el viernes sobre la trayectoria profesional y personal tan endiabladamente excesiva de Shane MacGowan
Por los espacios interdentales de su boca castigada han salido letras desesperadas, gamberras y hermosas que reivindicaban los orígenes emigrantes del pueblo irlandés y se constituían como un gran escaparate generacional iracundo para todos aquellos “paddies”, esos obreros sin estudios ni sueños con las manos arqueadas de tanto exprimirlas, a los que los ingleses repudiaban. Shane MacGowan además de ser el cantante de The Pogues, un revitalizador consciente de la música tradicional irlandesa, amante prematuro de la botella, chapero esporádico de las calles londinenses de finales de los setenta, compositor y poeta de extremada sensibilidad y uno de los últimos mitos musicales del folk que ha logrado sobrevivir a los abismos del vicio, es hijo del hambre.
Su infancia en Tipperary, un pequeño condado de la provincia de Munster, fue salvaje y feliz pese a la escasez reinante y las consecuencias directas de las limitaciones industriales que el campo y las granjas arrastraban. En la época en la que MacGowan todavía era pequeño y la Tia Nora comenzaba a fomentarle la curiosidad por las conversaciones con Dios y a mostrarle las virtudes estimulantes de los paraísos artificiales del bebercio, un niño podía hacer lo que le viniese en gana mientras fuera a misa porque los pecados no existían si después pedía perdón por haberlos cometido. Es precisamente esa libertad sin consecuencias pero con obligaciones la que el cantante mantiene intacta a día hoy y a la que el director Julien Temple se ha encomendado para narrar los fogonazos radicales que componen su vida a través del documental “Crock of Gold”, que llega a las salas este viernes 16.
El antídoto de lo radical
Este documentalista inglés, altamente familiarizado con la captación de la escena musical setentera, ochentera y noventera de los “Sex Pistols”, de “The Clash” o figuras como Grace Jones o Bowie reconoce al otro lado de la pantalla para LA RAZÓN haber desarrollado con mayor intensidad su condición de fan de “The Pogues” a raíz de la realización de este trabajo producido por un incombustible Johnny Deep, quien puede presumir de una duradera y larguísima relación de amistad con Shane. “Era bastante fan de la música de “The Pogues” y la verdad es que había seguido a Shane durante su época más punk. De hecho, la primera entrevista que aparece en el documental se la hice yo cuando Shane tenía ese pelo teñido de rubio oxigenado. Enseguida quedé maravillado con su energía corporal. Realmente era alguien único. Me sorprendió mucho como logró sintetizar toda esa música tradicional y toda esa energía. Pese a todo reconozco que tampoco iba a todos sus conciertos, pero después de hacer este documental me he convertido en un auténtico fan del grupo”, admite entre risas.
Mediante la combinación de ilustraciones realizadas por el mítico ilustrador Ralph Steadman, retazos de entrevistas pasadas, archivos y conversaciones actuales con un Shane MacGowan parcialmente disecado y tembloroso que confía su movilidad a la limitación de una silla de ruedas, Temple homenajea sin moralinas ni edulcorantes la trayectoria fulgurante del grupo y la labor de compromiso político y social que de forma contestaria inició el compositor simpatizante del IRA, pese a no pertenecer a ningún partido ni llegar a formar nunca parte de algún sindicato. “Él cantaba para el pueblo irlandés y también para la juventud. En sus canciones hay sexo, hay alcohol, hay tristeza, hay rabia, hay sarcasmo, hay vida. Mientras que los Sex Pistols por ejemplo eran un grupo más anárquico y The Clash tenía una tradición más política, The Pogues tal vez actuaba en la línea de los primeros. Sus canciones son más liberadoras que políticas. Pretenden mostrar quiénes son los que cantan, de dónde vienen, lo mucho que se parecen a los que están escuchando”, señala Temple.
Cuando Shane aterriza con apenas 16 años en Londres con el alma exiliada y siendo un chico considerablemente talentoso, consciente del pasaporte de ciudadano de segunda clase que llevaba aparejada su nacionalidad irlandesa en Inglaterra, gana una beca para estudiar en la prestigiosa escuela de Westminster y al cabo de unos meses es expulsado por traficar con estupefacientes junto a otros integrantes de esa amalgama burguesa de niños ricos ingleses que también experimentaban con las drogas. Desplazado de la torre de marfil académica, con los problemas resonando fuera de sus paredes, el joven artista encuentra una voz personal, sucia e identitaria en el punk.
Tras pasar unos meses de aislamiento en un psiquiátrico por sus constantes alucinaciones con los psicotrópicos escribe “Instrument of Death”, su primera canción y poco tiempo después, en mitad de una campaña de bombardeos del IRA en 1982, MacGowan funda “The Pogues”. Con esta banda el compositor amplifica el vernáculo de la Isla Esmeralda, se apropia inteligentemente del estereotipo inglés de los borrachos para dignificarlos, entra de lleno en la conversación cultural de los ochenta, reivindica la lucha y el sufrimiento de la persecución de los irlandeses y revitaliza los sonidos: actitud punkarra callejera, instrumentos irlandeses tradicionales y canciones escupidas a una velocidad vertiginosa. “Teníamos 15, 19 y 20 años y vivíamos de un hobby. Al final del punk nos quedamos con un montón de mujeres, un par de botellas de talento loco, nuestros sueños rotos y el subsidio. Lo que pretendíamos era volver a poner de moda la música irlandesa y que el mundo supiera lo rica, terrenal y humana que es nuestra cultura”, admite un jovencísimo Shane en el documental.
La historia social, política y artística de Irlanda, el shock de la subcultura punk londinense y las interminables batallas de Shane con las drogas y el alcohol se van intercalando de forma ilustrativa y enérgica en el documental. Temple reconoce que fue el cantante quien se acercó primero: “No fui yo quien decidió hacer una película sobre Shane, sino que fue él quien me lo pidió a mí. De hecho al principio no estaba seguro de poder hacerlo porque sabía el trabajo y el desgaste que eso podía suponer y en ese momento estaba inmerso en otro proyecto. Pero cuando vi que Johnny Depp iba estar implicado en la producción no lo dudé. Johnny y yo somos amigos desde hace mucho tiempo y sabía que si había un colapso o algún problema, él iba a ser mi mejor aliado para sacar el trabajo adelante. Estaba fascinado y aterrado a partes iguales por ver cuál sería el resultado. Shane tiene fama de ser un tipo legendariamente difícil, sabía que no iba a ser fácil trabajar con él”.
Sin embargo, el director no tardó en sucumbir a sus encantos. “Seguir vivo habiendo empezado a beber a los cuatro años solo puede deberse a la consagración de un milagro o a la suerte de tener una constitución muy fuerte. Shane sencillamente no quiere morir. Ojalá escriba más canciones, a pesar de todas las que ha escrito, como ejercicio creador renovador. Hay una especie de dolor y de melancolía en él marcados por esa infancia irlandesa que tuvo que desarrollarse en Inglaterra. Duro, bello y sensible. La combinación de esas tres cualidades, ese sentido del humor y ese sufrimiento convierten a Shane en un poeta”, remarca.
El amargo villancico “Fairytale of New York” se convierte, tras su lanzamiento en 1988, en la canción navideña más popular del siglo XXI y termina de condenar al cantante a la irrealidad de la fama. Sus innumerables descensos a los infiernos y sus intermitentes entradas y salidas de rehabilitación después de entregarse sin frenos a la heroína, esa “droga a la que acudes cuando tu vida se vuelve insoportable y la quieres bloquear del todo”, precipitaron una retirada silenciosa de los escenarios. Tras ser expulsado de los Pogues después de caer de un coche en movimiento en Tokio y quedarse en coma durante tres días y volver a reinventarse con un nuevo grupo llamado The Popes, el irlandés fue consumiéndose y alejándose de esa popularidad tan intensa y traicionera que había cosechado. “Lo más difícil del proceso de grabación -indica el director- fue conseguir que Shane apareciera para poder grabarle y sacarle en la película. Me recordaba a esos cortometrajes de David Attenborough donde la cámara espera durante horas que aparezca el leopardo y cuando de repente lo hace, hay que aprovechar el momento de forma intensa. Nunca pensé en parar porque aunque en algunos momentos se ve cómo él pretende terminar con la conversación, en el fondo quería hacer esto”.
El ramillete de conversaciones profundamente personales con Johnny Depp, el expresidente del Sinn Féin Gerry Adams, el músico Bobby Gillespie, su esposa Victoria Mary Clarke, su hermana y su padre Maurice entre otros, van articulando el panel vivencial de su interesantísima existencia hasta rematar con un emocionante concierto en donde Bono, Nick Cave y el propio Depp interpretan las canciones de Shane y en donde el artista termina siendo galardonado con un premio a toda una vida por el presidente de Irlanda. A sus 62 años, MacGowan parece advertir con su mirada errática y acuosa cada vez que mira a cámara que ya no queda nada de lo de antes, que ya no hay espacio para el cúmulo sistemático de sensaciones, de gritos, de pasos, de gloria. El hombre soporta, como advertía Hölderin, la plenitud divina solo un tiempo, pero eso sí, el cantante tiene claro que no quiere morirse. Aún no.
«Ya no volveré a acostarme con judíos», soltó con infinita displicencia la rubia Nico al entrar Lou Reed en la Factory —estudio y razón social del artista pop Andy Warhol— dispuesto a ensayar junto a ella y The Velvet Underground. Lou la había saludado con un «hola»; ella, como solía, tardó unos infinitamente dilatados segundos de silencio en soltar su carga de profundidad. Así pasaba página, una vez más, en una larga lista de amantes que, hasta la fecha, 1966, había incluido a John Cale, Bob Dylan, Brian Jones o Alain Delon, de quien tuvo un hijo nunca reconocido, y continuaría en el futuro con Jim Morrison, Leonard Cohen, Iggy Pop, a quien enseñó la práctica del cunilingo, y su alma gemela durante años, el cineasta Philippe Garrel. Era de la opinión de que, al llegar a un lugar, basta conocer a algunos miembros ilustres para conquistarlo.
Christa Päffgen (Colonia, 1938) quedó huérfana al morir su padre en un campo de concentración. El final de la guerra la contempla junto a su madre en el sector estadounidense de Berlín. Llamada a ser modelo por su esbelto físico —un metro setenta y ocho centímetros de altivez— y su rostro cincelado en mármol teutón, en un viaje de trabajo a Ibiza, el fotógrafo contratado la bautizará Nico, por un hombre del que está perdidamente enamorado. En España será inmortalizada por el fotógrafo Leopoldo Pomés y aparecerá en la publicidad del brandi jerezano Terry. Antes había debutado en el cine italiano, formando parte en 1960 del elenco coral de La dolce vita de Fellini. Tres años después rueda en París Strip-Tease, curiosa inmersión en la vida bohemia con música de Serge Gainsbourg y Juliette Gréco.
En 1965, graba en Londres su primer single, auspiciado por el mánager de los Rolling Stones, Andrew Loog Oldham, que pasa sin pena ni gloria. No importa, ella ya está volando rumbo a Nueva York, donde Andy Warhol, a quien ha conocido en París, insistirá, para fastidio del cuarteto, en que sea la vocalista de los Velvets. Apadrinados por Warhol, Lou Reed y John Cale, deben aceptarla en el seno del grupo, aunque insistirán en mofarse de su profunda voz y su germánica pronunciación, haciéndole todas las trastadas posibles —desconectarle el micrófono, por ejemplo— durante las sesiones de grabación o en las actuaciones del espectáculo multimedia ideado por Warhol, el estroboscópico The Exploding Plastic Inevitable. Ella no se inmuta y su presencia dará un toque de chic glacial a uno de los clásicos de la música pop, The Velvet Underground & Nico, publicado en 1967.
Con Warhol forma una sólida pareja, inefable en la sesión fotográfica en la que ella es Batman y él Robin. Congenian al verse reflejados el uno en el otro: ambos acarrean un aura que camufla a la persona real, ambos se expresan en su propia e intransferible jerga, repleta de brillantes obviedades, frívolos embustes. Aparece en sus filmes, especialmente en Chelsea Girls (1966), y al despedir los Velvets a su vocalista invitada —cuya voz había sido comparada a «un ordenador IBM con el acento de la Garbo»— ella inicia carrera en solitario actuando acompañada a la guitarra, según la noche, por Lou Reed, Sterling Morrison, Tim Buckley o un jovencísimo Jackson Browne. El anuncio en el semanario Village Voice promete: «La diosa lunar celebra ceremonias nocturnas en el club Steve Paul’s Scene».
Un primer álbum, Chelsea Girl (1967), distorsiona la inflexible personalidad de la nombrada Miss Pop 1966, vistiéndola como cualquier otra cantautora de la época, con trasfondo orquestal. Poco después hace el descubrimiento musical de su vida al comprarle a un hippy un órgano hindú —no un armonio, como siempre repetía— y plasmar en él sus primeras canciones. Aconsejada por el propagador del free jazz Ornette Coleman, quien le explica los manejos de su sistema «harmelodics», Nico invierte la convención del teclado —los graves se pulsan a la izquierda, la melodía a la derecha—, y al hacerlo da con un sonido ululante, hierático, lúgubre, sexy por omisión. Decía ella del trasto, activado con un pedal, que era como una orquesta.
En septiembre de 1968, un nuevo contrato con el sello Elektra, hogar de folkies e inclasificables, envía a Los Ángeles a Nico y a John Cale, arreglista y único instrumentista junto a la impávida nibelunga en unas sesiones plagadas por la heroína. Cale levanta un decorado tridimensional hecho de viola eléctrica, piano, bajo, guitarra o glockenspiel alrededor de la voz y el solemne instrumento. La transmutación de una vida intoxicada a una inédita y singular expresión artística hace de The Marble Index, álbum que ella comparaba a una película sin imágenes, una experiencia única. Nos recuerda también que jamás revisitará tan altas cotas y se irá perdiendo en la indigna existencia de la heroína. «Tenía esa capacidad para crear drama allí donde fuera —ha explicado Cale—. Convirtió su vida en un escenario. Era algo instintivo, parte de ella misma, pero podía hacer de ello una ventaja. Su verdadero talento fue, sin duda, la determinación».
Sin esa tozuda defensa de la propia enajenación, del yo impermeable al mundo exterior, no se manifiestan obras como The Marble Index, que invito encarecidamente al lector a descubrir o revisitar. Si se supera la gélida antesala que es «Lawns of Dawns», uno se ve arrastrado a una dimensión de absortos paisajes, belleza fantasmal y ecos de una distópica calamidad. En esa otra dimensión, que es la de una artista comprometida únicamente con su instinto poético, se vislumbran las rojizas llanuras sin vida de Marte o la agónica Alemania bombardeada hasta la ruina total, viéndose uno atrapado en angustioso tormento o elevado a una inédita percepción sensorial. «No One Is There» y su candor trovadoresco, la maternal «Ari’s Song», dedicada a su hijo, «Facing the Wind» y su inmersión en la nada mas absoluta, el perfil histórico sui generis «Julius Caesar (Memento Hodie)» y la inolvidable «Frozen Warnings» transcurren con cadencias ajenas al tiempo real, conduciéndonos hacia una chirriante conclusión, la sobrecogedora «Evening of Light».
II
«Yo era la única hippy en el grupo. Visto una túnica y llevo un fular alrededor del cuello: fui la primera y soy la última hippy», me dijo Nico —que en los sesenta aborrecía a los hippies— en agosto de 1978, a su paso por Barcelona para actuar en el histórico festival Canet Rock, donde fue echada del escenario por celebrar una de sus «misas rock», como bromeaban sus detractores. Descendió llorosa y se encerró en su caravana a meterse un pico. Era la Nico yonqui que atravesaría los años ochenta en una brumosa odisea de cambalaches en busca de la próxima dosis y ensimismadas grabaciones, viviendo más del mito que de una música obviamente minoritaria.
Noches antes habíamos cenado juntos, con su pareja Philippe Garrel, en los alrededores de la Plaça Reial, en una de cuyas pensiones se habían instalado. Y, aunque al principio se mostró distante, de una impostada frialdad acorde con la leyenda, a la que empecé a mentar a Lou Reed y mostré mi entusiasmo de fan veinteañero por los Velvets, su vidriosa mirada se iluminó y brotaron mil y una historias sobre los plateados días neoyorquinos. Recuerdo que, mientras paseábamos hacia las Ramblas tras habernos tomado unas copas, sacó del bolso una pequeña fotografía en blanco y negro de sus días con Warhol y la banda, uno de aquellos severos retratos grupales que, en una época que ni siquiera imaginaba la actual saturación icónica de lo virtual, tuvieron tanto impacto en la conciencia colectiva del rock como las canciones.
Nico había conocido a Garrel, hijo del afamado actor Maurice Garrel, en París, cuando este iniciaba una trayectoria como cineasta inclasificable que sigue activa. Lo llevó a Nueva York y le presentó a Warhol, que visionó enmudecido su película El lecho de la virgen (1970). De regreso en París, no solo comparten una vida de austeridad bohemia y marginalidad artística, se hunden abrazados en los abismos de la heroína. Recuerdo haber visitado a Garrel en París para entrevistarlo, un año antes de su visita barcelonesa, y quedar pasmado por la miseria que presidía su señorial domicilio, que imaginé decimonónica propiedad familiar legada al hijo pródigo. Totalmente vacío y de amplísimas estancias, en el centro de un salón se erguía un montículo de cenizas producto de alguna fogata donde habían crepitado restos del mobiliario para combatir el inclemente invierno parisino.
En la habitación de Nico, ausente en aquel momento, había solo un catre y un viejo colchón, una caja a modo de mesita de noche con un cirio y, en la pared, el título de una película de Philippe, L’enfant secret (1979). «Las velas convierten la luz en estrellas», afirma ella, citada por Richard Witts en la biografía Nico: The Life and Times of an Icon (1993). «Toda habitación es un universo. Desde él veo el mundo a distancia, microscópico. Las velas son mis estrellas».
En Europa había grabado otro álbum supervisado por Cale, Desertshore (1970), cuya portada muestra una imagen de la más deslumbrante película de Garrel, La cicatriz interior, una serie de hipnóticos, dramáticos retablos en movimiento, planos secuencia rodados en exteriores de Islandia, Egipto y Nuevo México. Los arreglos y la producción de Cale conjuran aspereza y ternura en «Janitor of Lunacy» —inspirada en Brian Jones—, la siniestra y lacerada por la viola «Abschied», o en «Afraid», versionada por Antony en sus conciertos, reflejando asimismo los lazos familiares rotos en «My Only Child» —su amado Ari, que es ya la viva imagen de un joven Delon— y la añoranza materna en «Mutterlein». La medieval «All That Is My Own» cerraba un álbum quizás más accesible, igualmente estremecedor. Tras haberse ganado la vida como modelo, actriz y cantante, Nico deviene creadora insobornable, habitante de mundos que solo ella transita, fuera de su época o de cualquier otra. Una elegía por los vencidos años sesenta.
«Siempre eres lo que es tu arte, ni siquiera vale la pena discutir la faceta personal», me espetó durante nuestra charla. Hoy la frase suena a excusa perfecta para lo que vino a continuación, en los años ochenta: su destierro al Manchester posindustrial retratado por Joy Division, donde es acogida como madrina gótica y suprema oficiante de la liturgia de la hipodérmica y los opiáceos. Allí, la respaldarán en sus actuaciones y giras jóvenes músicos; llegan intimidados por la leyenda, pronto padecen la incomunicación con la diva, que olvida letras y orden del repertorio. Ella habita su leyenda apócrifa, adulada por figuras clónicas que la siguen a todas partes, le remiten luctuosos poemas y hacen murmurantes llamadas de madrugada.
De esta época son sus dos últimas obras reseñables. El proyecto iniciado como antología de héroes históricos, Drama of Exile (1981), incluye los temas «Gengis Khan» o «Henry Hudson», siguiendo la idea original, pero también las memorables «One More Chance» o «Sixty-Forty», además de versiones de Lou Reed («I’m Waiting for the Man») y David Bowie («Heroes», por supuesto). Camera Obscura (1983), última grabación con John Cale —a quien no perdonó las mezclas del álbum The End (1973), donde grabó el tema homónimo de The Doors y epató cantando el infame himno «Deutschland über Alles»—, abre las ventanas a un universo sonoro en que Nico parece invitada más que protagonista. Resaltan en su última declaración «My Heart Is Empty», «Das Lied vom einsamen Mädchen» o una afín versión de «My Funny Valentine», clásica balada que parece compuesta en diferido pensando en ella.
III
«Nunca miró atrás», me dijo John Cale, sentado a la mesa de un restaurante italiano en el Village, en el verano de 1988. «“Disfruta de tu hija, John, la vida sigue”, me decía… Una persona asombrosa. Alguien que era mandona y a la vez una señora. Debería haber dejado la bicicleta. No sales a pasear en bici bajo el sol de una tarde de verano en Ibiza, ¿verdad? Especialmente envuelta en esos ropajes tan ajustados». Nico había fallecido semanas antes en Ibiza —a donde había ido para tratar de estabilizar la recuperada relación con su hijo Ari— al sufrir un ictus mientras pedaleaba desde la casa que había alquilado rumbo a la ciudad para pillar marihuana. Llevada por un taxista al único hospital que aceptó ingresarla pese a ser extranjera, se le diagnosticó una simple insolación. Murió al día siguiente, desatendida. Contaba cuarenta y nueve años.
Se iba una mujer irrepetible, un ser sin verdaderos amigos, egoísta y al tiempo víctima de egoísmos ajenos, un espíritu fascinado por las tinieblas y la muerte, un lienzo en blanco en quien Warhol, Reed o Garrel proyectaron sus deseos e invenciones, una madre que —dicen— calmaba a su bebé con heroína y le inyectó su primera dosis a los veintidós años. Arquetípico producto de su época, atraída por la brujería del mismo modo que le atraían The Anarchist Cookbook o el Kama Sutra, fue la arquetípica «progre» ataviada con túnica y botas, en el sentido bohemio más que político, pues por sus intempestivas declaraciones la acusaron de filonazi, racista y antisemita. «Soy una nazi secreta —me dijo—. Porque mi padre nunca aprendió a ser un nazi y quise saber cómo era serlo».
Nico jamás se plegó a las convenciones sociales ni a las expectativas ajenas, hasta el punto de que no abrió una cuenta corriente hasta un año antes de su muerte, quizás para recuperar totalmente al hijo abandonado, a quien habían criado los abuelos paternos. Una artista, en definitiva, que —parafraseando a Warhol— siempre que veía aproximarse el éxito se iba por la tangente ofreciendo su más siniestra o árida visión artística. Heredera de Edgar Allan Poe o Lord Tennyson y admiradora de Lenny Bruce; oyente de Stravinski y Carl Orff más que de Lennon y McCartney. Solía decir que los años setenta no habían ocurrido, que los sesenta saltaron directamente a los ochenta. Cosas de la toxicomanía, también de la idiosincrasia.
«No sé si estaba tomando algo —respondió Cale a mi pregunta—. Creo que intentaba dejarlo. Pero yo no estaba cerca cuando aparecía el terror, ya sabes. Había estado junto a ella cuando de repente la situación se desbocaba. Si las cosas se ponían feas, temía no recuperarse. Cuando empezaban a derrumbarse las paredes, se enfurecía con cualquiera que estuviese cerca. Tenías que andarte con cuidado».
La hermosa criatura que detestaba el cuerpo y el rostro adjudicados por la naturaleza mentía más que hablaba, siempre engrandeciendo su pasado, sus flirteos con figuras mitológicas. Dylan escribió «I’ll Keep It with Mine» para ella y Jim Morrison la animó a crear letras a partir de sus sueños. «Nos complementamos, tenemos mucho en común musicalmente hablando. Es el que más me influyó», me confesó. Lou Reed le cedió «I’ll Be Your Mirror», «Femme Fatale» y la majestuosa «All Tomorrow’s Parties», tonadas por la que se la recordará, aunque ninguna tratase de ella sino de otras mujeres en la estela warholiana. Kevin Ayers, otro que desperdició su genio, le dedicó una canción. La tituló «Decadence». Sabía de lo que hablaba.
«La razón por la que todavía no me he pegado un tiro es porque sé que soy única», alardeaba en 1978. Diez años después ya solo era una figura trágica. Esa voz grave, monótona, sepulcral, y aun así frágil. Un espectro de otro mundo que pasó brevemente por el nuestro.