Sabino Méndez
La Razón, 03/08/2021
Entre el estilo mod, la hegemonía de The Beatles y la exportación de The Rolling Stones o Kinks, la década de los sesenta definiría para siempre la historia de la música británica.
En 1966, los Beatles ya habían conquistado el mundo y no ocultaban que en el germen de su rebelión de informalidad se encontraba el rock. A pesar de ello, el rock y el pop seguían siendo algo así como el pariente barriobajero en el que uno se apoyaba para, desde ese trampolín, proponer su particular y más civilizada revuelta personal. Probablemente, nada habría cambiado en ese panorama de ideas preconcebidas y determinismos sociales de no ser por la ambición de los segundones.
Unos cuantos avispados managers británicos se dieron cuenta de que podían aprovechar el éxito de The Beatles en Estados Unidos para intentar vender un desembarco de grupos británicos. Rolling Stones, The Who, Kinks y Yardbirds optaban también a las mieles de la fama pero, para no ser considerados simples epígonos de sus camaradas de Liverpool, necesitaban proponer algo más. La propuesta empezó a gestarse entre algunos empresarios y managers jóvenes de la capital inglesa en el invierno de 1965. Surgió de una manera no planeada, por su cercanía de edad y los mimbres que tenían más a mano en su ciudad. Acababa de debutar una nueva generación de músicos, diseñadores, fotógrafos y modelos, quienes encontraron un altavoz para darse a conocer a través de esos emprendedores.
Como muchos provenían de suburbios y provincias, su seña de identidad era la cultura pop y rock, así que plantearon esos modos como un elemento fundamental de la cultura juvenil y un modo de cambiar las mentalidades y el futuro. Los empresarios jóvenes de clase alta recogieron la idea y el pop y el rock, durante unos meses, pareció que iba a derrotar al sistema convencional. Fueron los días del Jaguar E, los trajes estrechos mods como seña de identidad, los jerséis de colores de Gabicci que importaban como homenaje al diseño italiano. Fue también el momento de un joven Michael Caine desprendiendo cínica condescendencia «cool», de la aparición de Mary Quant y su minifalda, del flequillo de Cathy McGowan, presentando en la televisión el programa musical «Ready, Steady, Go!», y sobre todo de la aparición de la primera modelo andrógina, llamada Lesley Hornby, «Twiggy». Pequeña como una muñeca, participaba de una clara figura castiza y mod, cuya androginia solo había sido precedida por la imagen del batería de los Beatles, Ringo Starr, cuando se ponía gorra en los films promocionales y parecía una «lesbiana feucha».
Todo esa inquietud y esas ganas tuvieron la fortuna de encontrar campo abonado para significarse en las circunstancias del momento: son los meses de las protestas contra Vietnam, de los disturbios en Los Ángeles y del movimiento de la libertad de expresión. En apenas medio año, Londres se convierte en la ciudad del momento, «The Swinging London» (literalmente, el Londres en movimiento), y en abril de 1966, la revista norteamericana «Time» le dedica su portada. El objetivo comercial estaba ya conseguido, pero el principal efecto cultural -probablemente añadido e involuntario- es que, por primera vez, el rock y el pop son apreciados por la vanguardia como fenómenos culturales de prestigio y admitidos en el sistema de las élites como una posibilidad artística más, no como una inevitable mancha canalla.
La preeminencia de Londres durará muy poco, justo lo que tardan los cachorros de clase alta en arruinarse en improbables proyectos pop. De hecho, la efervescencia artística del invierno anterior da claros síntomas de agotamiento ya en el mismo verano de 1966, pero entonces sucede una cosa inesperada que viene a alargar durante un tiempo la leyenda británica de ese año: inesperadamente, la selección inglesa gana el mundial de futbol de esa temporada. Lo hace además con un equipo elegante e individualista en el que formaban Bobby Moore o Bobby Charlton. Es el primer cruce entre el populismo futbolero y la estética de la música popular. La Union Jack reinará todavía durante unos meses en el mundo entero. Pasada la espuma de ese éxito, Londres decaerá, pero la conversión de la música popular en objeto cultural será ya irreversible, bisagra de la década, generando años después más psicodelias y revoluciones.