martes, 31 de mayo de 2022

¿DÓNDE ESTÁ LA CONTRACULTURA? NECESITAMOS HOY EN LA MÚSICA ESPAÑOLA A THE CLASH

Fernando Navarro

El País, 26/05/2022


Es necesario tener un artista que sea referente y tenga compromiso con el presente porque urge más que nunca ante el triunfo del neoliberalismo y el avance de la ultraderecha.

La música española se mira tanto el ombligo que ha perdido la capacidad de construir nuevos significados. Lo más preocupante es que esto suceda ahora, cuando los tiempos son más alarmantes que nunca. Tiempos en los que la sociedad está en una situación de fractura por una nueva crisis económica y una eterna precariedad laboral que afecta a todos los desarrollos vitales posibles (la emancipación, la construcción familiar, la jubilación, el ocio, la igualdad de oportunidades…). Tiempos en los que la ultraderecha ha establecido un discurso violento contra los más débiles y que ha llegado ya a las instituciones. Tiempos convulsos en España, y Europa y el mundo, cierto, pero tiempos también en los que, fijándonos en nuestra tierra, la música española no reacciona.

Quizá empieza hacer falta ya en estos tiempos gente como The Clash, un grupo insólito y combativo que nunca renunció a un ideario y un compromiso con el presente. Y quizá es necesario tener un grupo o artista así porque el presente urge más que nunca. Mucho más que la nostalgia o la fantasía. Urge en todas partes, pero conviene centrarse en España, que nos toca mucho más de cerca.

Decía el historiador británico Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX que “el pasado reciente quizá vaya a seguir con nosotros todavía algunos años más”. No le faltó razón. El pasado sigue, y no precisamente por el fuego que despertaron bandas como The Clash. Sigue el pasado del neoliberalismo, la intolerancia, la xenofobia, la homofobia, los ultraconservadores, los incendiarios religiosos… Si el punk es ya un vago recuerdo del pasado -y The Clash un poster con el que una vez decoramos la habitación-, no lo es el contexto que propició todo ese movimiento musical, tan efímero y caótico como disruptivo.

Como bien se explica en el libro del filósofo Alberto Santamaría, Un lugar sin límites. Música, nihilismo y políticas del desastre en tiempos del amanecer neoliberal (Akal): “La década de 1970 es el momento en el que, al parecer, una explosión silenciosa en lo económico y en lo político se desató, y nuestra situación actual no es otra cosa que un incesante revolver en las huellas putrefactas de ese animal que salió de la jaula en esa década”. El animal está más vivo que nunca a 2022. Basta atender cualquier día a las noticias para darse cuenta. Y lo menos llamativo de ese animal sea, al final, lo más difícil de combatir: el triunfo del neoliberalismo. En esta complejísima cuestión es donde quiero centrarme.

En su interesantísimo ensayo, Santamaría lo explica muy bien cuando dice que, para estabilizar su relato, la política neoliberal necesitaba “inmunizar” al mercado de las corrientes alternativas y democráticas, de las ideas más transgresoras. Es decir, formar “un escudo contra las demandas sociales”. Y este se ha conseguido “mermando la capacidad de influencia política que la sociedad ejercía desde la calle, desde el conflicto social y cultural”.

Actualmente, el éxito está tan incrustado en la cabeza de todos que se ha perdido la posibilidad de ser algo mejor: ser alguien trascendental. Más aún serlo en estos tiempos en España. Culturalmente, las respuestas son tímidas y dispersas, sin dejar de ser interesantes, pero son siempre inconsistentes. Musicalmente, la cosa está peor. El gran grueso de la música española parece absorbido por el propio triunfo neoliberal y, con ello, todo su público. No busca conflicto, no busca crear espacios que permitan ensanchar las nociones políticas o económicas. En definitiva, no siente que tenga que establecer un compromiso con el presente. Con el presente en muchos ámbitos, pero sobre todo en el más derrotado: el político-económico.

No es que no haya músicos y bandas que incluyan mensajes ante la situación, pero falta una verdadera referencia combativa al respecto, como The Clash lo fueron con todas las consecuencias. El grupo de Joe Strummer y cía representaba una pasión por la resistencia. Porque siempre es posible resistir. Actualmente, falta acción. Falta filosofía. Falta ética. Falta disrupción. Y hasta falta autodestrucción. Como escribe Santamaría: “El punk no quiso ser la solución a nada sino más bien la dramatización autodestructiva de un tiempo de crisis”. Nuestro tiempo de crisis, en pleno dominio digital, vidas consumistas e hiperconexión, es muy distinto al de los setenta, pero las grandes batallas culturales ante la política neoliberal siguen vigentes. Quizá más que antes porque se han difuminado enormemente y se hacen más complejas.

El columnista de El Confidencial Esteban Hernández publicaba esta semana un artículo en el que reflexionaba sobre que “el éxito actúa como factor legitimador, y hoy más que nunca”. Titulado El renacimiento de los gafapastas: cómo han logrado dominar la nueva escena cultural, Hernández escribía que la nueva forma de distinción estaba ahora en lo popular y lo exitoso. Y ponía los ejemplos de Rosalía, C. Tangana y Chanel. Es posible, pero conviene no olvidar que todos ellos son asuntos que causan muchísima bilis en las redes sociales. De un lado y del otro. También en las barras de los bares y las sobremesas con amigos. No hay términos medios con ellos. Se les admira o se les odia. Y, mientras tanto, se pierde cualquier posibilidad de reflexionar sobre el valor de su obra, y no digamos ya sobre otras aristas más complejas. A decir verdad, sucede con muchos más asuntos culturales y de otra índole política y social dentro de esta existencia polarizada (e interesada) en la que estamos inmersos. Por tanto, esta supuesta distinción acaba reducida a una pelea de borrachos en un bar. Los dos bandos buscan distinguirse como dos pavos reales en un triste corral. Nada más.

El problema no es que el éxito sea legitimador y lo popular sea ahora cool, como antes lo fueron venir de Inglaterra, Francia o Estados Unidos o veranear en Formentera o Benidorm. El problema es que nadie quiere acabar con el éxito. Todas estas batallas culturales se centran en los gustos, las estéticas y las preferencias vitales, pero jamás sobre qué es el éxito ni sobre el sistema que lo sustenta. Como decía el escritor Javier Pérez Andújar: “A muchos les importan las batallas culturales, pero a pocos realmente la cultura”. En este sentido, a muchos les importa el éxito, pero a pocos, muy pocos, realmente, el sistema. Y en el sistema neoliberal hay fracaso. Mucho fracaso.

Tanto Rosalía como C. Tangana vienen del mundo alternativo. Son músicos hechos de abajo arriba y no al revés. Ninguna gran multinacional ha contralado sus pasos. Son las multinacionales las que se suman a sus pasos y ellos se benefician de sus alianzas. Tienen un mérito inmenso porque, además, han demostrado ser muy buenos empresarios. Esto último hoy en día es casi más importante que sacar buenos discos para mantener el éxito. El resto de músicos puede mirarlos con admiración o envidia, pero casi ninguno puede hacerlo mejor en tan poco tiempo. El problema es que estos referentes, viniendo desde sus propios márgenes, no se enfrentan a nada más que a su propio crecimiento artístico. Y esto podemos decirlo de la inmensa mayoría de los músicos por debajo de ellos, que son todos a día de hoy. Tanto Rosalía, como C. Tangana y el nombre de artista que se quiera poner del mundo del pop, el rock y derivados, no solo quieren formar parte del sistema, sino que les encantaría llegar a lo más alto del mismo. ¿Cuál es el problema? Ninguno y quizá todos. Porque nadie parece plantar cara al sistema ni combatirlo ni, parafraseando a Santamaría, autodestruirlo.

Pudieron ser mejores o peores, pero The Clash plasmaron el espíritu de una época y una batalla real. Una batalla muy importante: la batalla contra el sistema neoliberal, que se alió a algunas ideas salvajes de la derecha. Un sistema que estaba surgiendo en los setenta y que ahora en 2022 busca dominar todo, incluidos nuestros deseos. Porque el sistema está dentro de las giras, de los festivales, de las discográficas, de las plataformas de streaming, del marketing… y de los propios músicos. Y, claro, de su público.

La contracultura siempre fue una respuesta a la cultura dominante, también al sistema establecido. El aburrimiento, y no otra urgencia, fue el inductor de la primera cultura adolescente allá por los cincuenta y los sesenta. Y, a partir de ahí, hubo momentos en que la contracultura, más allá de la negación del arte oficial, quiso derrocar convenciones, luchar contra la presión social, crear nuevos espacios de libertad y proponer su propio lenguaje político y filosófico. Lo contracultural, más que vanguardia, eran los demonios incontrolables de un sistema que quería acabar con la disonancia. Y, como se recoge en el libro de Santamaría, no hay nada mejor para acabar con la disonancia que absorberla, vaciarla. Se consiguió: se vació la contracultura mercantilizándola, como se vacían hoy las batallas culturales haciendo perder el significado transformador de la palabra cultura, quitándole su ideario alternativo, su compromiso… y su posibilidad de ruptura y de autodestrucción.

El presente nunca recordó tanto a un viejo pasado. Y, salvando algunas excepciones, se puede lamentar el papel de la música actualmente, pero, en el fondo, se debería lamentar el papel de todos nosotros. Ojalá unos The Clash para agitarnos a todos.

domingo, 29 de mayo de 2022

JERRY LEE LEWIS, EL ASESINO DEL ROCK AND ROLL

Ramón de España

Crónica Global, 29/05/2022



El cineasta Ethan Coen (exacto: uno de los dos célebres hermanos Coen) se aburría como una seta en plena pandemia del coronavirus cuando se le acercó su amigo el músico T. Bone Burnett (productor de Los Lobos y figura señera de ese género conocido como Americana) y le propuso hacer un documental sobre el único superviviente de la primera fase del rock & roll, Jerry Lee Lewis (Ferriday, Luisiana, 1935). Sin entrevistar a nadie (algo muy difícil con sus coetáneos) y limitándose al material de archivo, Coen se dedicó al recorta y pega en su propia casa y acabó facturando una película, Jerry Lee Lewis: Trouble in mind, que acaba de presentarse en el festival de Cannes y que, según la crítica, constituye un digno contrapunto a la biopic de Elvis que se ha marcado el australiano Baz Luhrman y que, como es habitual en él, parece ser una mamarrachada absoluta e irritante.

Desde luego, la vida licenciosa de Jerry Lee Lewis (apodado The killer por su tendencia a hacer el bestia sin tasa) da para mucho. Ya se rodó su biografía en 1989, con Dennis Quaid en el papel principal y el título de una de sus canciones más conocidas, Great balls of fire. El artista no se ha trasladado a Cannes para la presentación del documental porque puede que a sus 87 años no esté ya para muchos trotes. Pero, como se dice en estos casos, no comer por haber comido, no hay nada perdido.

Nacido en una familia de meapilas sureños y primo del telepredicador Jimmy Swaggart (que se cayó con todo el equipo cuando se descubrió que era un cantamañanas que se pasaba los designios del Señor por el arco de triunfo), no tardó mucho en frecuentar los barrios de los negros para mover el esqueleto y pasarlo bien. Se casó por primera vez a los 16 años con una tal Dorothy Barton. Un año después, ya estaba poniéndole los cuernos y casándose (sin divorciarse previamente) con Jane Mitcham. A los 20 años, se superó a sí mismo contrayendo matrimonio con Myra, una cría de trece años (él decía que tenía quince, lo cual tampoco es arreglar mucho las cosas). Y ahí empezó a hundirse. La pudibunda América que lo vio nacer había tenido mucha paciencia con él, pero el Killer se había pasado tres pueblos de Luisiana seguidos.

De hecho, su época de esplendor duró poco: finales de los 50, principios de los 60. Fue entonces cuando cosechó sus principales éxitos con temas descacharrantes como Whole lotta shakin goin on o Great balls of fire. Fueron años de conciertos espectacularmente extenuantes en los que, de vez en cuando, le daba por prender fuego a su propio piano, aunque sobre este particular hay diferentes versiones. La que más me gusta es la de que solo lo hizo una vez, cabreado porque lo habían puesto de telonero de Chuck Berry. Para mostrar su desagrado, salió al escenario con una botella de Coca Cola rellanada con gasolina y, al final de su show, la vació sobre el instrumento, procediendo a quemarlo a continuación mientras clamaba, en dirección a Berry, “¡Supérame esto, negro!”.

Tras caer en desgracia le dio por el country, donde obtuvo algunos éxitos, pero no tardó mucho en convertirse en una vieja gloria. Respetada, eso sí, y muy valorada como fuente de entretenimiento siniestro. Su vida conyugal siguió sumida en el desastre, como demuestra el hecho de que su cuarta esposa se ahogara en una piscina y la quinta apareciera muerta de una sobredosis de metadona. Huelga decir que nuestro hombre también tuvo sus problemillas con el alcohol y las drogas, pero es indudable que resulta de lo más meritorio que sea el último de su generación que aún sigue entre nosotros, que se haya convertido en eso que los gringos definen como the last man standing.

Hace unos pocos años grabó un disco de duetos con diferentes luminarias del pop que no estaba nada mal, aunque no añadía nada nuevo a su obra inmortal. Tiene una hermana, Linda Gail Lewis, que grabó un disco estupendo con Van Morrison. Hace mucho tiempo, a un amigo mío le enseñaron la que se suponía que era su casa, pero siempre se quedó con la sospecha de que el anfitrión era un amigote del artista que aprovechaba las ausencias de éste para sacarse unos pavos a su costa. Conociendo la atrabiliaria existencia de Jerry Lee Lewis, estoy convencido de que mi amigo estaba en lo cierto.

sábado, 14 de mayo de 2022

THE DAMNED: NO ES PUNK, ES CAOS DE GUARDERÍA

 Álvaro Corazón Rural

Jot Down, mayo 2022



El nacimiento del punk en Nueva York quedó magistralmente narrado en el libro Por favor mátame y su reflejo en Londres forma ya parte de la historia. Una exposición sobre punk a los museos prestigiosos ahora mismo les sirve de medalla. Se ha cerrado el círculo. Hoy, cuando alguien quiere hacer ver que es una persona rebelde y alocada, que en su fuero interno no acepta las reglas del sistema y que, además, mola mucho, tiene un canon de vestimenta destilado del punk de 1977 que puede ponerse de forma perfectamente uniformada y triunfar en la noche y en la vida. De los Sex Pistols no se habla mucho más allá del cliché, pero The Clash pueden salir citados detrás de Jürgen Habermas en una cena de papás que torturan a sus hijos de cinco años obligándoles a escuchar Ramones todos los sábados por la mañana. El punk ya es una cosa muy seria y muy importante. Se toma más en serio a sí mismo alguien que llevase tres pelos de punta hace cuarenta años que un veterano de guerra. No se ría usted, el punk no es para reír. 

Sin embargo, de toda la hornada del 77, que fue rica en grupos y sobre todo en singles excepcionales, The Damned siguen teniendo un brillo especial porque, es oír su nombre, y esbozar una sonrisa. Seguramente se deba a que fueron el primer grupo de punk británico en grabar y también el primer grupo de punk británico en preguntarse qué ridiculez era esa nueva moda llamada punk. Sea como fuere, su disco de 1979, Machine Gun Etiquette, es una joya que merece un aparte en toda la historia del rock. La fotografía de ellos en la portada era para mirarla durante horas. Caminaban por la calle en la Séptima Avenida de Nueva York. En ella, si bien Algy y Rat representan los tiempos, el look punkoide de chupa de cuero y el nuevaolero de americana, Dave Vanian seguía en su mundo vestido de vampiro antes de que llegase el movimiento aquí llamado siniestro —el pobre tuvo que responder no pocas preguntas sobre por qué iba de negro, hasta que se puso de moda nadie lo entendía, de hecho, se compró un coche solo porque le pegaban en el metro todas las noches por ir así vestido— y el Capitán Sensible, que ahora se encargaba de la guitarra, iba vestido de no se sabe qué. Una mezcla de Espinete y la Gallina Caponata. De furry. Un look ideal para el sonido registrado en ese plástico. 

Eran Damned, eran punk, pero cabía también heavy, psicodelia, música de verbena, algo de progresivo, y encima todo a velocidad supersónica. Se ha considerado a este disco uno de los precursores del hardcore ochentero, pero no tuvo suerte. Esta nunca les acompañó hasta bien entrados los ochenta, en solitario (Capitán Sensible), en otros proyectos (Brian en Lords of the New Church) o como Damned  (Vanian y Rat con el hit «Eloise») Sus años genuinamente punk, correspondientes a sus tres primeros discos, fueron un auténtico apocalipsis. Aunque, si bien metieron la pata en todo lo posible, ninguno se dejó la vida en los excesos del rock como una patética estrella posteriormente mitificada. 

Sus orígenes eran muy apropiados para tan nobles fines; el Capitán Sensible, entonces Ray Burns, y Rat Scabies, llamado Chris Millar, se conocieron limpiando váteres. Trabajaban en Fairfield Halls, un centro cultural, y se dedicaban a escaquearse, llegar tarde, criticar a los demás compañeros y turnarse para dormir a escondidas en el sótano. La vida para unos chavales en Inglaterra consistía hasta mediados de los setenta en encadenar trabajos abundantes pero no muy bien remunerados. Rat llevaba treinta y siete curros hasta ese momento, alternaba la rutina de trabajos aburridos con un grupo de música muy artie, los Tor, a los que luego se refirió como Rot, así serían. Lo del Capitán era todavía peor, entonces era un hippy impresentable, tenía unas melenas enormes y un grupo, Johnny Moped’s Assault And Buggery, que consideraba burgués componer una canción, todo lo improvisaban. Tenían un «Johnny B. Goode» de media hora. 

Graciosamente, una empresa de construcción les contrató a ambos. Dijeron que lo sabían todo sobre albañilería, pero no tenían ni idea de nada. Al final, les pusieron a derribar tabiques. Les gustaba tanto que hacían horas extras gratis sin darse cuenta. En esta situación, estábamos en 1975, al Capitán Sensible le cambió su concepto sobre la música. El camino para la metamorfosis fue bien sencillo, se lo trazó Marc Bolan. Como contó en The book of the Damned: the light at the end of the tunnel de Carol Clerk, al ver cómo triunfaba T. Rex se puso a pensar «no tengo mucho éxito con las mujeres y Marc Bolan tiene dos mil gritando por él». La conclusión era sencilla: «Tendrás más éxito con las mujeres si te conviertes en una estrella del pop que limpiando váteres». Razonamientos impecables. Eso le hizo abandonar las jams de media hora y empezar a centrarse en los tres acordes y un buen estribillo, la fórmula esencial para entrar en las emisoras con mayor audiencia. 

Rat, por su parte, dejó el rollo artie cuando llamó por un anuncio en Melody Maker en el que buscaban a un batería al que le gustasen MC5, New York Dolls y los Stooges. Al teléfono se le puso Bernie Rhodes, que luego sería manager de los Clash. Como prueba, le preguntó qué sabía de la escena underground de Nueva York, a lo que Rat contestó qué cojones esperaba que supiese de todos esos grupos oscuros de Manhattan si vivía en Caterham. Le dijeron que entonces no valía para ese proyecto, pero él replicó que se iban a perder al mejor batería del mundo y recapacitaron. El grupo en cuestión era London SS, con Tony James (luego en Chelsea, Generation X, Sigue Sigue Sputnik y Sisters of Mercy), Mick Jones (después en The Clash y Big Audio Dynamite, entre otros) y Brian James (más tarde en Damned y Lords of the New Church). 

Con patas de campana y siendo Heavy Metal Kids, The Who y Dr Feelgood sus grupos favoritos, Rat era una anomalía en el grupo. En un principio, Mick y Tony ni le miraban a la cara por la pinta que llevaba. El karma luego se vengó haciendo que Mick tuviera que dar más de una vez explicaciones por lo de las SS cuando estaba en los Clash, un grupo que agitaba el monigote de la estrella roja. La cuestión para el futuro de Damned fue que, desde los primeros ensayos, se produjo cierta conexión entre Brian y Rat. Tanto fue así que tras un par de sesiones, se fueron juntos del grupo. Rat de ahí lo que sacó fue el nombre. Una tarde había una rata sentada en el taburete de su batería y por eso lo de Rat, y luego tenía el problema de que se rascaba demasiado, le preguntaron y tuvo que admitir que tenía sarna. De ahí el apellido, Scabies, el nombre en inglés de esa enfermedad. ¿Igual no sería que no le hablaban por lo de la sarna más que por los pantalones de campana? Habrá que investigarlo. 

La pareja empezó a dejarse caer por Portobello Road, todos los sábados iban al Hennekeys Pub, el lugar donde unos sujetos, extemporáneos, desarraigados e inadaptados, pero todos muy jóvenes, se empezaron a juntar. Personajes que pululaban por ahí: Joe Strummer, Paul Simonon, Glen Matlock, Steve Jones, Paul Cook… Toda la plana de la primera hornada del punk. No tenían nada de particular, compartían su odio a lo que no les gustaba, se aburrían, no tenían expectativas y en las gramolas solo había Chicago y Demis Roussos. Los estadios los llenaban los grupos sinfónicos, ELP, Génesis o Yes, que contaban historias sobre duendes o el rey Arturo, algo que poco tenía que decirle a chavales que estaban ya en secundaria, aunque hoy la afición a estos imaginarios le duran a la gente hasta pasados los cuarenta y más allá. Por otro lado, estaban Little Feat o The Band, un country de medios tiempos que emoción, para quien quiere vivir al límite, precisamente no tenían. Además, señalaba el Capitán en una entrevista: «Y era esto o los Osmonds, por eso cuando llegaron los Ramones fue una revelación». Como grupo, a ellos la única música que les merecía la pena en esa fase era la hecha hasta 1967 y la única estrella que les parecía digna de veneración era Iggy. En noviembre del 75, de la pandilla ya había salido un grupo. Su nombre: Sex Pistols. 

Había una sensación de que algo iba a pasar. Brian siempre decía que podías ver cómo venía. La gente quería que los grupos tocasen con más energía. Si hacías un poco de ruido con energía, a la gente le gustaba. Eso era lo que queríamos hacer. Siempre pensé que yo no era el único que quería eso. Cuando veías a los Pistols, había más gente por ahí con esa actitud y te dabas cuenta de que no eras el único que se sentía así, que estaba enfadado con todo lo que estaba pasando… no era fácil conseguir un trabajo, no había dinero. (Capitán Sensible, Punk Rock: An Oral History)  

El que tuvo la iniciativa de los Sex Pistols, Malcolm McLaren, no se quedó solo ahí. Montó, desde la barrera, otro proyecto con Chrissie Hynde (luego en Pretenders) y Rat en la batería. Quería que hubiese dos cantantes, un chico con el pelo rubio casi blanco, muy femenino, y otro oscuro y misterioso, que iba a ser Dave Vanian, amigo de ir ataviado de vampiro por la vida y que, de hecho, había trabajado en un cementerio. Como bajista, el borracho que tenían más a mano era el Capitán Sensible, al que obligaron a cortarse el pelo. 

Sin embargo, a ellos el hecho de ser un juguete en manos de McLaren les aburrió muy pronto, Chrissie no estaba muy motivada y no quería cantar, algo que luego hizo durante toda su carrera, y decidieron tomárselo en serio e irse por su cuenta. A la escisión se incorporó Brian James, que en aquel entonces estaba trabajando en  una fábrica, un detalle importante. Según dijo años después el Capitán Sensible, en los primeros años de Damned, cuando la cosa empezó a funcionar, algo que nunca le abandonó fue el miedo de volver a un trabajo ordinario, «a las fábricas», incluso cuando hizo estas declaraciones a mediados de los ochenta confesó que aún no había vencido el miedo a tener que volver el día menos pensado a un curro normal. Desde muy joven, tal era la cultura y la sociedad inglesa de entonces, en lo más profundo de su ser se sentía predestinado a la fábrica. Nunca llegó a creerse del todo haber salido de ahí. 

El primer concierto oficial que dieron ya como Damned fue el 6 de julio de 1976, como teloneros de Sex Pistols. Antes había habido charlotadas varias, como una que recuerda Vanian en un pub de Kilburn donde, bajo la barra, les amenazaba un perro de presa con tres patas. En cuanto empezó la matraca les obligaron a parar el concierto, echaron abajo el telón, pero ellos siguieron, y el público, gente normal que pasaba por allí a ver lo que hubiera, no entendía nada. Con este ímpetu, desde los primeros pasos, llamaron la atención de los medios. Su propuesta era sencilla: velocidad, energía y una puesta en escena propia de un manicomio. Un desahogo. Brian James lo llamaba «la música del caos» influenciado por la leyenda que rodeaba a los Stooges. De hecho, todos se instalaron en el piso de Brian en Kilburn y ahí pudieron escuchar su colección de discos estadounidenses en la estela de los de Detroit. Allí digirieron todas esas propuestas y pulieron su forma de tocar para llevarlas a su estilo, más urgente y espontáneo. 

Cuando actuaban de teloneros de grupos de rock, el público, hippioso todavía, se indignaba. No consideraba que eso fuese música. Exactamente igual que hoy cuando los que se han pasado toda la vida coleccionando discos se enfrentan a la música que llega por streaming y el DIY de YouTube, que aseguran que «la música ha muerto». Con esto fue tres cuartos de lo mismo. El concierto clave fue uno en Francia, en la plaza de toros de Marsan, se considera el día cero del punk y estaba solo a media hora de España. Acompañaron Pink Fairies, The Tyla Gang, Roogalator, Nick Lowe y The Hammersmith Gorillas, que ser no eran del todo punk. Los Damned creyeron que su actuación fue muy mala por el desfase que montaron, pero a la prensa le encantó. 

Aquello ya era la puesta de largo de la nueva moda. El problema era que ellos no estaban por la labor de nada de eso. Su grupo iba sobre ellos mismos, no sobre estereotipos que, por otra parte, tampoco pretendían crear. Ni modas ni movimientos, su mensaje era que cada uno puede hacer lo que quiera. Era normal que tras estos primeros bolos, a los que acudían básicamente amigos, la gente se quejara de que no habían tocado un tema de los Beatles como les habían prometido. El Capitán les vacilaba: «Que sí, que sí que lo hemos tocado, lo que pasa es que no lo has reconocido». Tiempo después, grabaron un «Help» de cara B de rigurosos un minuto y cuarenta segundos, medio minuto menos que los Fab Four,  con el bajo mal afinado a propósito. 

El problema que tuvo el punk esos años es que se empezó a ganar, por la vía del caos sobre el escenario, fama de movimiento violento. Eso fue lo que atrajo a gente violenta a los conciertos y empezaron las tonterías. Por esas fechas, una chica perdió un ojo en un bolo. Eddie and the Hot Rods tuvo que montar uno benéfico para recaudar fondos para ella. Damned tampoco querían tener nada que ver con esa vertiente violenta del punk. En mitad de esta polémica, respondiendo a esta cuestión llegó la mejor definición sobre su propio grupo. Nada de punk, lo que ellos buscaban era «caos de guardería». A pesar de algún accidente que otro, todos recuerdan esta época como la mejor. Ningún músico de los que iban a empezar a firmar contratos se esperaba que le fuese a pasar nada, ninguno tenía prevista una carrera musical o ser estrellas, sin embargo, les hacían caso y les daban bolos, eso para ellos era estar en la cresta de la ola y todavía no estaba el componente miserable del dinero que todo lo pudre. 

En la prensa, había titulares como este del Evening Standard, «¿Es este el grupo más repugnante y atroz?», mientras que en Melody Maker se podían leer barroquismos como «tienen unas líneas de bajo envolventes que se entrelazan con los chorros de energía pura de la guitarra de Brian James…». De este tipo de frases ellos mismos se descojonaban: «Nos solíamos reír a carcajadas de todo esto, solo éramos cuatro chicos de clase trabajadora», recordaba el Capitán Sensible. Igual que una vez en la que Siouxsie, vistiendo un conjunto de lencería de doscientas libras, le dijo que él no era un verdadero punk. No logró intimidarle gran cosa pese a su creciente popularidad. De hecho, el Capitán procuraba ligar con las chicas menos agraciadas. Pensaba que la obsesión por las mujeres que pareciesen modelos era ridícula, que para acostarse con alguien o tener una relación hacía falta algo más, y se puso a defenderlo junto a Rat, yendo a ver quién conseguía ligar con las menos guapas según los cánones. «Eso fue lo mejor del punk», recordaba. El resto del grupo, en cambio, «era más sofisticado», detalle que tampoco olvidaba. 

Bajo la producción de Nick Lowe, que quizá no era punk, pero sí que supo captar la inmediatez del grupo, empezaron a grabar el LP Damned, Damned, Damned, y en noviembre del 76, salió «New Rose», considerado el primer single del punk. La canción la escribió Brian en un cuarto de hora y la letra no tenía ningún sentido especial ni buscaba relevancia alguna. «Es una canción de amor, pero no sé decirte más», le confesó a la biógrafa del grupo. 

Con Sex Pistols abanderando la nueva moda, llegó el famoso Tour de la Anarquía junto a los Heartbreakers de Johnny Thunders y The Clash, que todavía no habían grabado nada. Era diciembre de 1976, justo antes de salir de gira se produjo la entrevista de Bill Grundy a Sex Pistols en televisión y estalló el escándalo. La fama del punk no paraba de crecer, lo que implicó que medio tour se cayó porque se cancelaron las fechas, pero las de Sex Pistols. Nadie tenía ningún problema en que tocasen Damned, que aunque no lo llegaron a hacer sin el resto de grupos, cabrearon igualmente a los cabezas de cartel del tour, entonces petándolo, por este motivo. La situación no era tampoco muy amistosa, los Pistols viajaban en un autobús con aire acondicionado y paraban en los hoteles Holiday Inn. Estaban ya tirando de los fondos de EMI. Damned iban detrás, en una furgoneta, y durmiendo en hostales, su sello era la independiente Stiff que tenía un presupuesto de pocos cientos de libras. 

A estas alturas, a Damned el público ya les amaba o les odiaba por ser un grupo de broma, una comedia con instrumentos, nada que ver con un movimiento de nada y ni mucho menos un vehículo para predicar ideas políticas. El espíritu de los Clash, hoy tan prestigioso, a Rat por ejemplo ya le daba risa en su momento: «The Clash solían hablar de política, pero todas sus canciones eran sobre titulares. Te leías una semana el periódico y a la semana siguiente una nueva canción de Mick Jones tenía el mismo titular». Ciertamente, había desesperación entre los jóvenes del momento. Había golpeado la crisis del petróleo y la alternativa al capitalismo se percibía ya como una cárcel mugrienta llamada URSS y satélites, pero ante tanta desesperación, Damned tenía la humildad de, en sus propias palabras, «encogerse de hombros». Rat creía que esta actitud era «la más constructiva», tampoco pretendían engañar a nadie «sabíamos que no estábamos hechos para trabajar de nueve a cinco». Capitán iba más lejos con su sinceridad: «Les decíamos que solo lo hacíamos por la pasta, que queríamos camiones de pasta, eran los otros los que mentían, nosotros éramos brutalmente honestos». 

La pose que nos ha llegado donde más se cultivó fue en el Roxy. Un gran club que funcionaba sin reglas. El propietario, Andy Czezowski, advertía a los clientes de que si rompían los baños, tendrían que mear en sus ruinas la semana siguiente. La mafia campaba por sus respetos. Andy tampoco pagaba la protección que le ofrecía el hampa en forma de porteros, por lo que de vez en cuando los matones entraban directamente armados con escopetas a llevarse la recaudación. Rat recuerda una de estas en mitad de un concierto de Stranglers. En esta sala también se puso de moda sudar haciendo pogo, pero Damned recuerda que en pocas semanas todo ese ambiente se convirtió en esnob. Según Brian James: «Nosotros nunca fuimos aceptados por la arrogante elite de la jerarquía del punk porque no nos vestíamos de ese estilo, pero los Pistols y lo Clash sí que lo hacían y alentaban a los demás grupos como Banshees o The Slits. Una vez que la ropa, el uniforme, empezó a ser más importante que el público, la escena punk se fue por la ventana». No obstante, ahí estuvieron tocando y los testimonios audiovisuales son de frotarse los ojos.

Cuarenta años después, el recuerdo de Dave Vanian seguía intacto. Así lo explicó en Rolling Stone en 2017: «Al principio la escena punk era muy prometedora, todos los grupos eran diferentes y cada uno sonaba a su manera. El denominador común era que lo hacía gente muy joven y cada uno a su manera. Pero luego todo se convirtió en “deberías escuchar esto, deberías ponerte este uniforme y no deberías hacer esto o aquello”. Se suponía que esto iba de no tener reglas, pero todas las generaciones musicales acaban diluyéndose (…) El punk degeneró muy rápidamente en un animal diferente de lo que debería haber sido». 

Con las ideas así de claras se gestó la carrera de un grupo que no iba a tener futuro porque se negaba a repetir que no había futuro. Su paso por el estudio fue errático y con altibajos de todo tipo, pero al final su legado fue altamente influyente. Pueden presumir de haber sido los primeros punks, pero también los primeros góticos. Aunque fueron un grupo sin suerte, también es plausible de que tuvieron muchísima suerte por la sencilla razón de que en sus giras no hubo muertos. Todo esto lo veremos en el próximo capítulo. 

(Continuará)