Rubén Arranz
El centro psiquiátrico de Creedmoor inspira a simple vista sencillez. Se erige en un páramo del distrito neoyorquino de Queens y en su fachada no hay espacio para ornamentos ni florituras. Filas y filas de ladrillos se alinean a lo largo de sus quince plantas, sin encontrar más interrupción que la de largas hileras de ventanas iguales entre sí. En este sanatorio pasó sus últimos años Woody Guthrie, genio del folk y testigo y narrador de las penurias de la sociedad durante la Gran Depresión. Como relató Pete Seeger, murió habiendo perdido la capacidad de “caminar, hablar, alimentarse o enfocar la vista”, y privado de su lucidez por la corea de Huntington, un mal letal que albergaba en sus genes. La vida de este indomable ‘okie’ tuvo un final trágico, como tantos otros episodios de una existencia que mezcló la dificultad con efímeros episodios de gloria.
La música de Guthrie se alimenta de sus propias raíces y traslada la esencia de los cantos tradicionales del sur estadounidense. Sus letras hablan de los problemas del hombre corriente, de aquel cuyo bienestar dependía de una cosecha o de un golpe de suerte. Están escritas con palabras sencillas y salpicadas con metáforas sobre el campo, la naturaleza y las relaciones humanas. En sus versos, su autor siempre se posiciona a favor del débil, de aquel que consideraba víctima de terratenientes, banqueros y decisiones arbitrarias de poderosos.
Woodrow Wilson Guthrie (1912-1967) llevó este mensaje por todo su país, que recorrió varias veces de costa a costa y con una guitarra colgada a la espalda sobre la que figuraba el lema “This Machine Kills Fascist”.
Viajaba con lo puesto, sujeto a su suerte, y en no pocas ocasiones tuvo que apelar a la caridad para poder llevarse algo a la boca. Tomó trenes en marcha, se enfrentó al desierto con caminatas de varias horas y fue pasajero de coches sobre cuya carga era mejor no hacer preguntas. Entre su punto de partida y de llegada realizaba mil y una tareas por un techo o un almuerzo, desde pintar carteles hasta limpiar botas, pasando por ayudar a carpinteros y poceros, deslomarse en la recogida de la fresa o buscar chatarra entre las basuras.
Se crió en Okemah, un pequeño pueblo de Oklahoma sujeto a los caprichos del viento y cuya gloria duró hasta que se secaron los pozos de petróleo. Su padre era un industrial que durante un tiempo engordó su patrimonio comprando y vendiendo terrenos bajo los que se intuía que había oro negro. Eran operaciones frecuentes, rápidas y que alguna vez se cerraban con apretones de manos dictaminados tras una pelea.
El cabeza de familia sabía que en su entorno la rudeza llamaba a la buena suerte y desde pequeños adiestró a sus hijos para aguantar en pie cualquier embestida. El aleccionamiento incluía largos sermones y peleas con todo tipo de aparatos de boxeo. En ese tiempo, el forajido estaba ya extinguido o en peligro de extinción, pero en los estados del sur la violencia aún tenía un papel protagonista y continuaba siendo un elemento común de arbitraje. Aunque el bueno de Woody renegaba de ella, ser ágil en el uno contra uno le reparó algún beneficio. O, al menos, popularidad. En un pasaje de las memorias de su juventud (Rumbo a la Gloria, 1943) describe cómo la ley del más fuerte ayudaba a posicionarse a los jóvenes dentro de su micro-sociedad:
“Fights had a funny way of always ringing me in. If it was between two kidsthat I didn’t even know, whoever won, some smart aleck kids would holler, “Yeah, yeah, I bet yacain’t lick оl’ Woody Guthrie.” And before long I’d be somewhere out across the playgrounds whalingaway and getting whaled, mostly over something I didn’t know a thing about. (…). There was four of us that more or less respected each other, because we was the fightingestfour around there, not because we wanted to fight, not because we was brave, or had it in for anybody, but just because the kids in school had us picked out to entertain them with our broke fistsand noses”.
“Las peleas siempre encontraban el modo de enredarme. Si era entre dos chicos que ni siquiera conocía, ganara quien ganase, el listo de turno venía y gritaba. ‘Sí, sí, apuesto a que no puedes tumbar a Woody Guthrie’. Y más pronto que tarde me encontraba en el patio de recreo dando y recibiendo golpes, las más de las veces por un tema del que no tenía ni la más remota idea (…) Había cuatro de nosotros que más o menos nos respetábamos, ya que éramos los más peleones de la región, no porque nos gustara zurrarnos ni porque fuéramos más valientes o la tuviéramos tomada con nadie: sencillamente, los chicos de la escuela nos habían elegido para que los entretuviéramos rompiéndonos los puños y las narices”.
Era una sociedad que creaba tipos duros y obligados a estar siempre alerta. Esa forma de ser quizá fue la que ayudó a Guthrie a no sucumbir ante la sucesión de fatalidades que asolaron a su familia en sus años de juventud. Primero fue un incendio el que destruyó su hogar. La casa a la que se trasladó su familia tras este desastre se derrumbó al poco tiempo a causa de un tornado. Después, su hermana mayor, Clara, falleció quemada por una mala combustión de un radiador y, en otro fatal giro del destino, su madre pereció a consecuencia del mal de Huntington.
Con un padre arruinado y sin nada que perder, Woody se echó a la carretera con lo puesto y sin un centavo en el bolsillo. Su destino era la “verde y hermosa” California. Sería exhaustivo desmenuzar todos los viajes que Guthrie realizó por Estados Unidos y probablemente muy difícil de documentar. Sin embargo, este primer trayecto de algo más de 2000 kilómetros entre la texana Pampa y Fresno es un claro ejemplo de cómo transcurrieron sus desplazamientos. Cruzó la frontera de Nuevo México en el coche de tres tipos que no escondían nada bueno en el maletero. Fue expulsado de la próspera Tucson (Arizona) por un sheriff al que le daba mala espina su aspecto de vagabundo. Cogió un tren en marcha delante de los guardias ferroviarios que le habían hecho bajar de otro en el que iba de polizón; y casi muere congelado viajando por el desierto al amanecer sobre el vagón frigorífico de un convoy con destino a Fresno.
Era la década de 1930 y la Gran Depresión se cernía sobre los hombres de la deprimida Oklahoma y apagaba sus esperanzas de prosperar. El apoteosis del petróleo había sido breve, la economía de los granjeros era extremadamente precaria y la poca industria existente había caído en picado en los desérticos estados del sur-oeste. Como vía de escape, muchos de ellos emigraron a California en busca de un futuro mejor. Como atestiguara posteriormente el propio Guthrie, era habitual ver a decenas de hombres encaramados en los vagones de los trenes u observarlos recorriendo en solitario las autopistas mientras buscaban un transporte gratuito que los acercara hacia su destino. A muchos de ellos la suerte les daba la espalda y acababan vagabundeando entre estados, viviendo de la buena voluntad o realizando trabajos ingratos con los que llenar su estómago mientras llegaba su oportunidad.
De todas esas historias llenó Woody sus bolsillos durante años y las plasmó en canciones que, para muchos, le hicieron erigirse en la voz de la clase obrera estadounidense. Era el artista del pueblo y componía para el pueblo, como dejó claro:
“I wrote up a lot of songs for union folks, sung ‘em all over ever’where, wherever folks got together an’ talked an’ sung, from Madison Square Garden to a Cuban Cigar Makers’ tavern in Spanish Harlem an hour later; from th’ padded studios of CBS an’ NBC to the wild back country in th’ raggedy Ghetto. (…) I’d liked mostly th’union workers, an’ th’ soldiers an’ th’ men in fightin’ clothes, shootin’(…) ’cause singing with them made me friends with them, an’ I felt like I was somehow inon their work”.
“He escrito cantidad de canciones para los sindicalistas y las he cantado por todas partes, dondequiera que la gente se reuniera, hablara y cantara, desde el Madison Square Garden a la taberna Cuban Cigar Makers del Harlem Hispano; desde los acolchados estudios de la CBS y la NBC a la inhóspita región del andrajoso gueto (…) He disfrutado sobre todo con los sindicalistas, con los soldados y con los hombres de uniforme (…) porque al cantar con ellos me convertía en su amigo y eso me hacía sentir uno más”.
En esos tiempos de desamparo, Guthrie aglutinó alrededor de su música a los iguales, a aquellos sin asiento ni futuro más allá de la siguiente comida. Sus composiciones habla de lugares comunes, de dificultades compartidas, de hombres que aspiran a la gloria y, por supuesto, de oprimidos y opresores. Todo ello, por qué no decirlo, con la ración de demagogia que habitualmente ha impregnado a la canción protesta y que tradicionalmente ha hecho a sus oyentes más permeables a su mensaje. Hoy en día, cuando parece que se coquetea con el cataclismo económico, supone un buen ejercicio echar un vistazo a las letras de Guthrie y comprobar cómo disparaban contra los mismos objetivos que las más mordaces críticas actuales.
Especialmente emblemático es This land is your land, el tema más afamado de Guthrie y escrito en respuesta al complaciente God Bless America, de Irving Berlin. A Woody no le convencía aquello de que su tierra era enteramente libre, bella, bendita y dulce, y contestó a sus versos con una canción que, irónicamente, Ronald Reagan —en sus antípodas ideológicas— utilizó años después en una de sus campañas.
En This land is your land, Guthrie alude al inmenso patrimonio de su país, que se extiende “desde California hasta la isla de Nueva York”, “desde el bosque de secuoyas a la corriente del Golfo”; pero duda que toda esa riqueza también le pertenece a sus compañeros de camino. Estos, indignados y molestos, “refunfuñan y se preguntan si esta tierra todavía está hecha” para ellos.
Guthrie compuso las primeras estrofas de esta canción en un restaurante de carretera cercano a Nueva York. En esta ciudad se asentó en 1939 y en ella lanzó su mensaje con relativo éxito. No era la primera vez que esto ocurría, pues en California ya había trabajado para alguna emisora de radio de referencia. A pesar de que una parte de la sociedad de este estado le había comenzado a considerar alguien importante, lo cierto es que con la música sacaba lo justo para costearse la comida y el alquiler, y para enviar unos dólares a su familia. Es decir, en esencia seguía siendo rico de corazón, pero pobre en patrimonio.
En Nueva York abundó en la canción protesta, y lo hizo junto con The Almanac Singers, grupo que compartió junto con el correligionario y también legendario Pete Seeger y en el que cultivó su faceta más pacifista, antifascista y antiracista. Sumergidos en un ambiente comunista, con claros lazos con el partido representante de esta idea, supieron torear con contratiempos ideológicos como el pacto germano-soviético, el devenir de la guerra, los bandazos del propio Stalin o las lógicas tensiones políticas derivadas de lanzar en Estados Unidos mensajes contrarios a su corriente mayoritaria de pensamiento (el FBI llegó a considerar sus letras como una amenaza para la estabilidad).
La década de 1940 fue la más prolija para un Guthrie inspirado que no dejó de viajar ni de interesarse por los problemas de sus compatriotas. Algunas de sus más afamadas composiciones pertenecen a esa época, como el poema Deportee (Plane Wreck at Los Gatos), en el que homenajea a 28 campesinos mexicanos cuyo avión se estrelló cuando iban a ser deportados. Entre viajes por todo el país en busca del rastro de la gloria y desatinos amorosos —se casó tres veces—, estos años transcurrieron para Guthrie sin dejar de tener la mirada fija sobre los oprimidos, y sin que estos se dejaran de identificar con sus nuevas composiciones.
Pero pronto su vitalidad se extinguió y su creatividad pereció ante una enfermedad genética que despertó y que en algo más de una década se llevó a Guthrie por delante. Ya en los últimos años de los 40 comenzó a manifestar irascibilidad y depresión. En un primer momento, le diagnosticaron alcoholismo y esquizofrenia, pero con sus antecedentes familiares y la evolución de la enfermedad no fue difícil para los psiquiatras adivinar que padecía Huntington.
Tras pasar unos años en un sanatorio de Brooklyn, murió en el psiquiátrico de Creedmoor, en Queens. Fue el altavoz del pueblo, pero murió sin poder hablar. Trasladó el pensamiento de los sufridores y falleció demente. Viajó a lo largo y ancho de su país, pero se fue desarraigando. Contagió a los más débiles su vitalidad, pero una enfermedad se la arrebató. El indomable polizón de trenes de destino incierto vio cómo la vida le alejó de la pista de su propia causa.