domingo, 9 de marzo de 2014

VOODOO BLUES

Miguel U.
Jot Down, 06/2011




La historia musical está trufada de comparaciones y paralelismos. Se habla de oleadas británicas que convergen, de corrientes que se entremezclan y sonidos que acaban siendo uno revisando esos simpáticos anaqueles que la crítica publica cada cierto tiempo para rememorar épocas que adquieren, a la luz de relecturas y recuerdos cosidos en crónicas de diverso pelaje, el brillo renovado de lo añejo. Sin embargo no se examinan tan a menudo las relaciones que la música mantiene con otros fenómenos y dimensiones de la vida. Como el religioso, por ejemplo. Haciéndolo corre uno varios riesgos, de entre los cuales el menos relevante sería empantanarse en soporíferas trifulcas acerca del carácter sacro de las expresiones musicales, y el peor sin duda cargarse los relieves que ofrecen con esa ridícula manía de parir una marca de fábrica. Quede dicho, pues, que no venimos aquí a dejar montado el esquema para estudio. Sigamos simplemente ambas líneas a ver qué pasa. Igual nos encontramos allí donde el sur se cruza con el perro.

Where the south cross the dog

La encrucijada es un lugar emblemático para el culto vudú, por supuesto también para el delta blues. Allí dicen que se le apareció el diablo a Tommy Johnson, le arrebató la guitarra de las manos (que él había tañido previamente a medianoche, sentado en un tocón) y rasgó un puñado de acordes. Desde entonces y hasta el fin de su joven vida Tommy grabó algunos de los temás más hermosos y conocidos de la música del delta. Tal vez Canned Heat (“calor enlatado”, un combustible para estufas y hornos domésticos del que los alcohólicos echaban mano en momentos de necesidad) fuese el fruto de ese trato, quizá su muerte a manos de la botella el precio. Otro Johnson (Robert) le robaría la anécdota algunos años después. Este último, niño díscolo y algo macarrilla, rondaba los antros de blues (establos realmente) observando a los grandes maestros como Son House y Charle Patton con la esperanza de convertirse algún día en un iniciado del culto a las seis cuerdas. Agraviado por las burlas y el menosprecio de los grandes sacerdotes de la guitarra emprendió el exilio para volver años después al hogar (¿había vendido él también y realmente su alma al demonio?) y dejar tras de sí un rastro de estupefacción.

La encrucijada es uno de los símbolos de la religión oficiosa de las poblaciones negras caribeñas, el lugar en el que se abre el paso al más allá, del que sólo Papa Legba posee las llaves. El vudú, el culto traído desde el África occidental por los esclavos negros, como la música que nacería siglos después en el delta del Mississippi, se planteaba en la vida diaria como una alternativa nocturna al cristianismo oficial impuesto por los amos blancos en las Antillas, Haití, Cuba, New Orleans y otras partes. En contraste con la vida organizada del trabajo asalariado (o esclavista) el viejo vauxdoux tenía la mirada fija en el viejo continente y era esencialmente orgiástico, visceral y dionisíaco. Asimismo sus seguidores creían en el retorno al hogar perdido, Guinea. El ron corría sin freno ejerciendo en sus practicantes el mismo efecto embriagador y catártico que las salmodias de los predicadores negros. Y el público blanco, ajeno a estas consideraciones, corría atraído por los carteles y notas promocionales (un rondador nocturo acechando tras una puerta, un rostro de rasgos negroides junto a una pistola humeante…) a adquirir la música del diablo.




Noche y día

La dicotomía se plantea como sigue: el vudú es nocturno y negro tanto como el cristianismo es diurno y blanco. La iconografía popular se ha encargado de omitir los aspectos benéficos del culto afro-americano ensalzando y destacando en la medida de lo posible su faceta malévola y destructiva, que es al fin y al cabo la que se deja envolver en misterio y con la que se pueden hacer películas de terror. Hablar de vudú hoy día es hablar de muñecos de trapo mediante los que se practica la magia simpática (poniéndolo en contacto con cabellos humanos, uñas u objetos personales que operan según lo que Frazer llamaba contigüidad o impregnación) y que servían para destruir las vidas de sus víctimas; zombis arrancados de sus nichos para cultivar los prados (el nombre procede realmente del término jumbee, espíritu o espectro de ulratumba), pócimas catalépticas, tumores humanoides, posesiones demoníacas, etc. William Seabrook, en su muy etnográfica novela La isla mágica remachaba insistentemente que los haitianos obedecían mansamente los preceptos de la verdadera fe de día para, una vez caída la noche, sumergirse en la maleza y encerrarse en casonas donde daban rienda suelta a sus verdaderas creencias.



Adjudicado este papel de villano en el culebrón cristiano no sorprende que la música de los esclavos, siervos y harapientos negratas se convirtiese igualmente en un instrumento del maligno que incitaba al vicio, el juego, el alcohol, el sexo desenfrenado y la molicie más absoluta. Patton, Johnson, Skip James y otros fueron auténticas instituciones de este género de vida. El joven Skip, uno de los autores redescubiertos durante el resurgir bluesero de los 60, se dio un buen susto cuando una tarde, al abrir la puerta de casa, se econtrara con dos ufanos señoritos blancos de la ciudad a los que creyó agentes del FBI venidos para castigarle por sus años de contrabandista (con los que se ganó la vida bastante mejor que con la música). Son House, penetrado de esta ideología pasó toda su vida basculando entre los dos extremos. Intérprete total y cristiano renacido, desde que salió de la Prisión de Partchman no supo muy bien si entregarse enteramente a la música infernal que le diese la inmortalidad o seguir intentando ejercer de  predicador, sin mucho éxito a decir verdad; o no tanto como el que cosecharon sus canciones. Todo esto, huelga decirlo, le ocasionó más de un quebradero de cabeza. A House la lucha entre el bien y el mal le pilló en medio del fuego cruzado.

Negros hasta el fin

Decía Julio Caro Baroja que la brujería en la edad media (otro culto pagano fagocitado por la teología) era principalmente una respuesta al descontento. La manera que tenían las mujeres, llamadas a comerse los marrones de la época, de buscar una forma de influir en el medio y vengar los agravios que sufrían por haber venido al mundo con útero. Rezas al Dios fulanito, mezclas unas hierbas, ¡abracadabra! y adiós problema. Son respuestas inadecuadas pero respuestas al fin y al cabo.

Esta condición es aplicable por partida doble al caso que nos ocupa. El vudú en tanto que religión activa y que incluía prácticas mágicas permitía modificar, o al menos creerlo así, las circunstancias adversas y las putadas de la vida. En el caso de un esclavo o un obrero de color no eran pocas precisamente. Los talismanes (ouanga si hablamos de Haití) “manos de mojo” o los huesos de gato negro, elaborados y dispensados por hechiceros-doctores (El hoodoo man protanizó algunas canciones de Ma Rainey o Sonny Boy Williamson mientras que Memphis Minnie prefirió regalársela a la hoodoo lady) no eran meros adornos sino que tenían poder real para atraer el amor, recobrar el perdido o alejar la mala suerte. Qué decir de lo que se podía lograr sobre un enemigo. Esta fuerza mágica, este mojo sufriría una reconversión radical a manos de Muddy Maters, quien en temas como Natural born lover haría alarde de un mojo destilado en casa; es decir de una potencia sexual de propusión termonuclear. La máquina inagotable de proporcionar amor viril, el enigma que esconde el juerguista irredento, aquello por lo que el negro recibía impertérrito la condena del blanco, era una fuerza mística africanoide extraída del culto de los esclavos en el nuevo mundo. hay que reconocer que, pese a que su principal baluarte en los Estados unidos se ha encontrado siempre en los pantanos de Louisiana y en Nueva Orleans, su influencia llegó a los estados colindantes y terminó echando raíces en las ciudades que atraían a los músicos de renombre como Jackson, Chicago o Kansas City.


Otra forma de enfrentarse a la perra vida ha sido desde siempre dedicarse al arte, claro. Ya en tiempos de la esclavitud las familias desahogaban sus penas con una guitarra entre las manos, o una armónica; ese pobretón sustituto de instrumentos de viento con más pedigree. Los propietarios blancos, considerando estas prácticas poco más que un pasatiempo, dejaban hacer. De esta manera nacieron los géneros populares ideosincrásicos de la raza negra en América. Los field hollers fueron la forma primeriza de música de labranza. El gospel y los spirituals darían el contrapunto sacro al asunto y pervivieron (y perviven) en el blues eléctrico, el soul y el rythm’n blues. Todo es sencillo y humilde, instrumentos como la guitarra slide que se tocaba frotando el filo de una navaja de afeitar o un cuello de botella contra el mástil para lograr ese efecto tan característico del sur (del que músicos como Fred McDowell y Blind Willie Johnson acabaron siendo maestros) hasta el escenario de sus “conciertos”. No es de extrañar que tantos papaloi del género se adornasen con la parafernalia del viejo y bueno Vauxdoux. Se deja sentir en la indumentaria de Screamin' Jay Hawkins y en los aullidos (verbigracia) de Howlin Wolf, ese chauché, (hombre lobo antillano) de la armónica.

De una forma u otra resulta difícil dar un paso en alguno de los lugares significativos de la música afroamericana de principios de siglo sin encontrarse de vez en cuando con algún relato extraído del rico imaginario de la “segunda región” del sudeste americano y las islas más próximas al continente. El vudú, como el blues, es un elaborado producto de una época (la historia negra americana) que propició muchas oportunidades para la reinvención de significados culturales. Religiones que se mezclan y remezclan, tradiciones que se encuentran, sincretismo, innovación…en fin, ustedes ya saben de lo que hablo. Esa cosa tan chula y curiosa de la interticulturalidad. No está tan mal después de todo que varias generaciones de africanos las pasen putas si a cambio nos regalan algo chanante, ¿verdad?