Vestido como mandan los cánones (botas, jeans, camisa denim y sombrero de ala ancha) Red Beard sube a la tarima del Espacio Guimerá de la capital tinerfeña, se sienta con su acústica, cierra los ojos y comienza a interpretar un viejo espiritual popularizado por Johnny Cash.
Así se inicia un viaje en el que una voz gruesa y profunda que arruga las palabras, transportó a los que compartimos la fría noche santacrucera con el artista canario.
Recorrimos los parajes rurales del Medio Este estadounidense, hogar del bluegrass; conocimos la pureza del Country de Nashville; e incluso pisamos el Salvaje Oeste cuando la épica del western que impregna “The Fence” o la inédita “From The Deep” con homenaje a Ry Cooder incluido, inundó la sala.
Un viaje que comienza a aumentar la velocidad con “Hard Feelings ", ya con toda la banda sobre las tablas. “No Matter Where´s The End” aprieta al público frente al escenario y ya cuando acometen el single “Here Comes The Storm”, la audiencia aúlla literalmente.
El rush final iniciado con la incendiaria “Folsom Prison Blues” del man in black, hace volar las copias que estaban a la venta de su adictivo EP 'Nobody´s Gonna Bring Me Down. Vol. I' (2014), fetiche de una noche de raíz profunda en la memoria de todos los allí presentes.
Tras volver a “aterrizar” en Tenerife, un exhausto y feliz Red Beard recibe a Country Music España en su camerino:
Country Music España: Antes de nada, enhorabuena por tu nuevo disco y por el gran concierto de esta noche. Comentaste que era la primera vez que actuabas en Tenerife. ¿Esperabas tan buena acogida?
Red Beard: Veníamos sin expectativas. En Las Palmas sí hemos tenido muy buena respuesta y veníamos un poco a probar qué tal nos iba por aquí. Sí nos comentaron que se habían vendido muchas entradas anticipadas y ha sido genial salir y ver la sala llena.
C.M.E: Háblanos de tus orígenes, de cómo te decides a dedicarte profesionalmente a la música. ¿Lo tuyo siempre ha sido el Country?
R.B: Yo soy productor musical y hacía música para publicidad. No obstante, desde adolescente ya componía y me gustaba este estilo de música, entre muchos otros. Tenía mis canciones guardadas en un cajón y cuando las tocaba con amigos, ellos me decían que estaban muy bien y eso me animó a darle forma a este proyecto.
C.M.E: Tras este Nobody´s Gonna Bring Me Down Vol. I (2014), próximamente, se publicará el Volumen II, y en medio una sorpresa. ¿Tienes pensado dedicarte exclusivamente a Red Beard o vas a alternarlo con otros proyectos musicales?
R.B: En principio, no. Tengo objetivo reales con este proyecto que creo que iremos alcanzado paso a paso con el esfuerzo de mi manager Juan Salan que está haciendo un trabajo fantástico. Estamos actuando a nivel local y en breve haremos el salto a Península (Sevilla, Madrid, Valencia…). Más adelante, nos gustaría actuar en algún festival europeo.
C.M.E: ¿Por qué crees que se mantienen en este país ciertos prejuicios con la música Country? ¿Por qué aún tenemos que explicar la razón de que nos guste el Country y, en tu caso, decidas formar una banda de ese estilo?
R.B: Buena pregunta. Quizás es porque es una música que no ha estado en nuestra cultura, al contrario de otras que sí lo están o que entran fácilmente a nivel global. Es verdad que siempre me lo preguntan y que lo tengo que explicar, y es algo que no pasa con otros géneros.
C.M.E: Háblame de tus canciones ¿En qué te inspiras para componer?
R.B: Me suelo inspirar en vivencias personales, en historias que me han hecho sentir mal. El hacer canciones con ello y meterle algo de esperanza me sirve de descarga. Hay gente que va al gimnasio, que sale a correr o que golpea la pared…yo hago canciones.
C.M.E: En el concierto de esta noche, aparte de “The Fence” que está en el Volumen I, se han oído otros temas, que tienen esa atmósfera de Spaguetti Western, de Banda Sonora de Ennio Morricone…
R.B: Me encanta Morricone y en el Volumen II vamos a ir más allá con esto y será donde esté la salsa, el mojo de mi proyecto.
C.M.E: ¿Qué grupos estas escuchando ahora?¿Con qué artista actual te gustaría colaborar?
R.B: Escucho Ray LaMontagne, The White Buffalo…y me tiene frito el Rock Sureño de Blackberry Smoke. A mí me da igual el estilo. Me encanta la gente que hace las cosas bien, que suenan bien y que se toman en serio sus proyectos y lo hace con ilusión. Eso es algo que dignifica a esta profesión. Yo no me creo ni más ni menos que un carpintero, soy un trabajador más. La música es lo que me gusta, lo que me apasiona y lo que sé hacer y lo estoy intentando. Es como el que abre un bar y, hasta dos años después no ve los resultados…pues yo estoy abriendo el bar ahora.
C.M.E: Con respecto a la banda ¿A todos les gustaba el Country o tú les has ido introduciendo en este género?
R.B: Con respecto a los músicos de cuerda frotada (violín, violonchelo), ellos provienen del Clásico y todavía tenemos muchas cosas que trabajar, pero llegaremos porque son unas personas fantásticas y unos currantes. Si viviéramos en Nashville, sería distinto…aquí tengo que trabajar con ellos para que entiendan el lenguaje. Pero son geniales, e incluso, he conseguido engancharlos al Country, y ya me piden material de este estilo…
Quizá esa sea la clave, promover el Country entre todos, para que llegue el día en el que no se tenga que explicar. Muchas gracias a Red Beard
Para finalizar, decir que "Nobody´s Gonna Bring Me Down" (Nadie Me Va a Hundir) no es únicamente el título del EP de Red Beard. Prácticamente es una declaración de principios basada en la convicción de alguien que enfrenta lo que hace con talento y honestidad. Del que entiende que no hace falta nacer en Kentucky, y que un pibe (como bien se dice también en las Islas Canarias) de treinta años de Gran Canaria también puede sentir el Country como algo propio:
[Lo cuelgo con unos días de retraso pero, anyway, R.I.P.]
El músico californiano fue el principal valedor del sonido Bakersfield
Hubo un tiempo que el country no tenía que hacer frente al estereotipo, que calzarse unas botas, unos vaqueros y un sombrero no era producto de una campaña publicitaria, ni era tan común la burla fácil hacia un género que explica parte de la historia contemporánea de Estados Unidos. Hubo un tiempo que el country lo era todo para una serie de músicos que crecieron en la pobreza rural de la Gran Depresión o en los lugares olvidados del sueño americano y sintieron la necesidad de comunicarse con el mundo a través de canciones que retrataban sus propias vidas fugitivas, sin rumbo, desafortunadas, pero con un inexplicable peso de dignidad. Hubo un tiempo que Merle Haggard, muerto hoy miércoles en la localidad de Redding (California), fue la gran voz de ese country real y afilado, como un cuchillo entre los dientes, cuando el pop prometía ilusión.
Considerado como uno de los grandes tótems en la historia del country, Haggard ha fallecido justamente el día que cumplía 79 años. Se encontraba muy enfermo. Había sido ingresado por una doble neumonía y en marzo había tenido que cancelar conciertos en distintas ciudades. Tras la precipitada suspensión de la gira, el músico dijo en un comunicado: “Quiero dar las gracias a mis fans por sus oraciones y buenos deseos. Espero estar de vuelta en la carretera en mayo, pero me estoy tomando un tiempo”. Desgraciadamente, el paréntesis se ha convertido en un punto y final.
Su vida fue como una de sus canciones de supervivencia. Sus padres se mudaron de Oklahoma a California en 1935, dos años antes de su nacimiento en Oildade. Pertenecían a ese ejército de desprotegidos y desheredados de la Gran Depresión que buscaron la tierra prometida en el Estado soleado, convirtiéndose en uno de esos miles de okies entristecidos retratados en la magistral novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira. Vivieron en una caravana, a las afueras de Bakersfield, mientras su padre se ganaba el jornal en el ferrocarril de Santa Fe. Pero, cuando Haggard tenía nueve años, su padre murió. Un hecho que, según reconoció en diversas entrevistas, le marcó para siempre.
Bajo la educación de una madre muy estricta, que le prohibía tocar música porque era un elemento perturbador, el adolescente Haggard se convirtió en un buscavidas rebelde, tomando como modelos a Jesse James, John Dillinger e incluso Muhammed Ali. Se escapaba cada dos por tres de los reformatorios, fue detenido en más de una ocasión por robar o meterse en peleas y pasaba muchas tardes en un prostíbulo gracias a que una de las chicas le cuidaba como una “niñera”, según sus palabras. En esos años, también tocó en garitos y llegó a compartir escenario con su gran ídolo musical, Lefty Frizzell.
A los 21 años, tras un intento de robo en un restaurante en plena borrachera, fue arrestado y sentenciado a pasar 15 años en la cárcel de San Quentin. Cumplió tres de condena, tiempo suficiente para que conociese de primera mano la violencia más horrible entre presos, tal y como reconoció en su autobiografía, y viese una actuación histórica: la de Johnny Cash en el primer día del año 1959, cuando el hombre de negro dio un concierto televisado que acabaría por ser histórico.
Ese tiempo entre rejas inspiró su primer cancionero, repleto de alusiones a su pasado criminal y sus días en la cárcel. Y, como Cash, otorgaba a sus composiciones una aspereza vital demoledora. Canciones como Branded Man y Mama Tried mostraban el perfil de un hombre hecho a sí mismo, un batallador de carretera, que guardaba más épica maldita y fugitiva que muchas canciones de rock’n’roll. Sin embargo, uno de sus mayores éxitos reflejaba a un tipo que nada tenía que ver con la rebelión contracultural de los sesenta. Entre costa y costa, dejando al margen Nueva York y San Francisco, Okie From Muskogee se convirtió en un gran pelotazo en 1969. Era una celebración de la Norteamérica tradicional, defendiendo valores conservadores en un periodo de gran turbulencia social en el país. Mientras Jimi Hendrix distorsionaba con su guitarra el himno estadounidense en Woodstock, Haggard valoraba el amor a la bandera y el orgullo patriótico y cargaba contra las drogas. Sin embargo, tiempo después, el músico se defendió asegurando que era una composición bajo el prisma narrativo de una persona como su padre, un modelo vital ausente.
Bien fuera para sus grabaciones con MCA, Epic y otra serie de sellos dedicados al country, el songwriter siempre se mantuvo fiel a sí mismo y en aquella década crucial se erigió como una figura esencial en el devenir del country. Desde Bakersfield, una ciudad dedicada principalmente a la agricultura y la producción de petróleo, defendió las esencias rurales al tiempo que otorgaba importantes dosis de vigoroso honky-tonk, llevando al género vaquero a recuperar el nervio no solo por su fuerza rítmica, que fascinó a iconos contraculturales como Gram Parsons, Chris Hillman de The Byrds e incluso Keith Richards de los Rolling Stones, sino también por sus temáticas, mucho más cercanas a las problemas cotidianos de la gente.
Junto a Buck Owens, abanderó el sonido Bakersfield, uno de los mejores caminos artísticos de los que se nutrió el outlaw country, el movimiento de los fuera de la ley que en los sesenta y los setenta rompieron con las reglas de Nashville, meca del country. Con su voz grave y su guitarra Fender Telecaster, propia del rock’n’roll, Haggard era un cronista de gran fuerza sentimental y compartió rebelión con Willie Nelson, Johnny Cash, Waylon Jennings, Kris Kristofferson, Emmylou Harris o Jessi Colter. El country volvió a cobrar rigor y sangre mientras la industria de Nashville, regida por la comercialidad pop impuesta por el productor y mecenas Chet Atkins, endulzaba las canciones. Ante lo insulso, que llega a nuestros días con un country de radiofórmula y estereotipo, abrieron de una patada una puerta para que el género se renovase en un camino tomado por gente como Steve Earle, Lucinda Williams, Robert Earl Keen Jr. o Ryan Bingham.
En los ochenta su producción descendió mientras escribía su autobiografía y colaboraba con canciones en películas, como Bronco Billy de Clint Eastwood, con el que llegó a cantar en un dueto. Con todo, no dejó nunca de actuar y recibir homenajes. En las últimas dos décadas, tenía su centro de operaciones en la Costa Oeste, incluidas sus actuaciones en casinos, aunque también se le pudo ver en 2005 acompañando en su gira a Bob Dylan, admirador de Haggard.
Aunque en España, país que siempre ha mirado con distancia el country, su estela apenas salió de los círculos de aficionados al género, Haggard era un icono en EE UU. Durante muchos años fue un clásico en lo alto de las listas de éxito de country, pero era lo contrario a un producto de discográfica, a un patrón de mercadotecnia. Haggard, que pasaba los últimos años de su vida con su mujer y sus dos hijos, rodeado de trenes de juguete que le recordaban a su padre –publicó un álbum en 1976 que se llamaba My Love Affair with Trains-, supo lo que era morder el polvo y sabía contarlo, como quien pisa en tierra segura.
Es como si el britpop jamás hubiese existido. Un buen día entras en tu bar de siempre, que casi nunca es el mismo, y uno de tus amigos más jóvenes, de esos que tienen la desfachatez de haber nacido alrededor de 1990, te confiesan que apenas han escuchado a Travis. Es natural —piensas—, cuando se publicó «Turn» este chico tenía ocho años. Y cuando se publicó «Flowers in the Window» tenía diez. Es cierto que llega un momento en la adolescencia en el que uno termina interesándose por los ecos de cuanto sucedía en el universo antes de que éste comenzase a girar a su alrededor, pero cuando tienes dieciséis años no te compensa escuchar a Travis. Te compensa, qué sé yo, escuchar a Pavement o a Sonic Youth. Uno debe mimetizarse con su personaje, qué diablos. No se puede ser un encantador canalla de instituto y tener cierta sensibilidad musical.
The Verve
Con el britpop se ha producido, además, el efecto perverso de ser orgullosamente ignorado por quienes a mediados de los años noventa ya habían superado la edad del pavo —lo que engloba, año arriba, año abajo, a todos los nacidos antes de 1980—, que, como es natural, necesitaban referentes menos obvios de los que poder presumir. Por lo que, unido a lo anterior, no es exagerado afirmar que el britpop solo cuajó entre los nacidos entre 1981 y, más o menos, 1985. Es decir, los que a mediados de los años noventa estaban entrando en la adolescencia, saliendo de ella, o inmersos en su inestable epicentro.
«No se puede considerar el britpop como un género en sí mismo porque no existe una coincidencia de estilo», le escuché decir hace poco a alguien que, de tanto que parecía saber, parecía no saber nada. Defendía que el britpop nunca existió porque nunca existieron elementos comunes a todos sus grupos en lo que se refiere a su sonido. Porque unos provenían del shoegaze, otros de la new wave, otros del punk y otros del rock más clásico. Como si las cosas, para ser similares entre sí, tuviesen que parecerse en algo.
El britpop nació como vertiente musical de un movimiento cultural más amplio denominado britart, y lo hizo, como suele suceder en estos casos, por oposición. «Si el punk apareció para eliminar a los hippies —dijo en cierta ocasión Damon Albarn, líder de Blur—, entonces yo estoy eliminando al grunge». Aunque sus bandas no siguiesen patrones armónicos idénticos, no trabajasen sobre los mismos ritmos y las texturas de sus canciones fuesen muy dispares, el britpop, como fenómeno musical individualizado por su contexto geográfico, histórico y social, surgió de la reacción de la escena musical londinense al grunge de Nirvana, Stone Temple Pilots, Soundgarden, Alice in Chains o Pearl Jam, que desde el otro lado del Atlántico ocupaban el hueco que las bandas de la corriente Madchester comenzaban a dejar en las listas de éxitos patrias con el declive de Inspiral Carpets, Happy Mondays y, sobre todo, The Stone Roses —y ello a pesar de la supervivencia de The Charlatans UK—. El rock alternativo británico se quedaba sin buques insignia y Estados Unidos aprovechaba la oportunidad. Hasta que apareció el britpop.
Cuando el fallecimiento de Kurt Cobain dividió la década de los noventa en dos, los grupos ingleses decidieron que ellos gobernarían durante la segunda mitad. Reclamaban el trono que durante la escena independiente de mediados de los ochenta había pertenecido a The Smiths. El mismo que a finales de esa década y a principios de la siguiente habían ostentado las bandas del movimiento Madchester, con The Stone Roses a la cabeza, y que ahora había sido usurpado por Nirvana. John Harris, crítico musical de las publicaciones especializadas Melody Maker y NME y autor del libro The Last Party: Britpop, sitúa el nacimiento del género en el Londres de 1992, año en que se producen tres acontecimientos clave: se publica «Popscene», el single previo al disco Modern Life is Rubbish de Blur; Suede edita su primer single, «The Drowners»; y nace Elastica, la banda liderada por Justine Frischmann, quien había formado parte de Suede mientras era la pareja sentimental de su cantante, Brett Anderson, y que por aquel entonces estaba saliendo con Damon Albarn, cantante de Blur. En otras palabras, había llegado el turno de los tres influencers más guays y modernos de la escena alternativa de la capital. Ellos lo sabían, y el mercado musical británico también.
Los medios de comunicación se hacían eco de las características diferenciadoras de la nueva corriente de moda, a saber: la explotación hasta el hartazgo de la Union Jack, la recuperación del espíritu del Swinging London de los años sesenta, la adopción de símbolos de la cultura mod y pop y la identificación con todo lo que sonase a modernidad. Ellos no lo sabían, pero eran los hipsters de los años noventa. Pronto se adhirieron nuevas bandas como Lush o Pulp, que llevaban algunos años buscando su hueco, y fueron surgiendo otras como Ocean Colour Scene o Supergrass. El britpop, todavía desconocido para el gran público, crecía poco a poco por todo el país hasta que un buen día, de repente, había llegado 1994, Cobain y Nirvana ya no estaban, y en Manchester había nacido el grupo que la industria sabría aprovechar para oponer a Blur y devolver así al Reino Unido una vieja y añorada rivalidad similar a la que durante un tiempo hubo entre The Beatles y The Rolling Stones: Oasis.
Aunque mucho menos refinados que sus colegas londinenses y, de hecho, teniendo mucho más en común con el Madchester que con cualquier otra cosa, el britpop no tardó en adueñarse de ellos. Su primer disco, Definitely Maybe, había batido el récord de ventas de un álbum de debut y algo así no podía ser desaprovechado. Un año después, en 1995, todo el mundo sabía ya en qué consistía el britpop y cuándo tendría lugar la pelea entre los dos gallos del gallinero: Blur y Oasis publicaban nuevo disco.
El single de Blur «Country House» —dedicado, por cierto, a los hermanos Gallagher—, le pegó una soberana paliza en ventas al de Oasis, «Roll with It», pero el álbum de los de Manchester, (What’s the Story) Morning Glory?, vendió cuatro veces más que el The Great Scape de Albarn y compañía y la repercusión mundial de «Wonderwall» y «Don’t Look Back in Anger» fue muy superior a la de «The Universal» o «Charmless Man». La contienda, librada en ruedas de prensa, entrevistas de radio y televisión y reportajes en las revistas de música y del corazón, consistía en soltar la primera barbaridad sobre el rival que se les pasase por la cabeza cada vez que alguien les ponía un micrófono delante, además de en la agitación de eslóganes autorreferenciales y toda una retahíla de prácticas chovinistas que polarizaban al público en un enfrentamiento que ya no se reducía solo a Blur contra Oasis. Era una guerra entre lo cosmopolita y lo suburbial, entre la clase media y la clase obrera, entre esnobs y hooligans, entre el sur y el norte, entre Londres y Manchester. Entre el pop y el rock. Sin términos medios. No se podía ser de Blur y de Oasis, como no se puede ser del Barça y del Madrid o de la tortilla con cebolla y de la tortilla sin cebolla. El maniqueísmo siempre ha vendido muy bien. Y, mientras tanto, crecían los egos, crecían las ventas y crecía la fama del britpop por todo el planeta.
1995 y 1996 no pudieron salir mejor. Además de los dos discos que marcaban la línea divisoria, Suede acababan de publicar el genial Dog Man Star, Pulp se posicionaba para suceder a Blur y Oasis con Different Class, Elastica se estrenaba con su disco homónimo y The Verve demostraban con su segundo disco, A Northern Soul, quiénes podían llegar a ser. Cada vez eran más las bandas que se adscribían a la etiqueta debido a la protección y promoción que los medios otorgaban a todo lo que se incluyese bajo el manto del britpop, y así fueron pasando por el aro grupos como Ash, The Divine Comedy, The Boo Radleys, Echobelly o The Bluetones, algunos de los cuales incluso llegaron a hacer sombra a los primeros espadas del género. Hasta que la colisión entre Blur y Oasis, alimentada por sus propios sellos discográficos, les llevó a querer publicar, respectivamente, el mejor álbum de britpop grabado hasta la fecha. Y el año elegido para exprimir a la gallina de los huevos de oro fue 1997.
Blur
Los primeros en hacerlo fueron los londinenses. El 10 de febrero salía a la venta su quinto álbum de estudio, llamado Blur, que al instante se convirtió en un éxito de ventas muy apreciado también por la crítica debido al carácter experimental de algunos de sus temas y al giro de la banda hacia otros estilos como el lo-fi. Los singles «Beetlebum», «On Your Own» y, sobre todo, «Song 2», traspasaron todas las fronteras e hicieron del grupo un referente internacional. Canciones como «Country Sad Ballad Man», «Look Inside America» o «You’re So Great» demostraban que Damon Albarn, Graham Coxon, Alex James y Dave Rowntree sabían reinventarse en cada disco y, mediante la aproximación y asimilación de otros géneros y tendencias, estaban muy interesados en la innovación y la exploración de los nuevos caminos de la música contemporánea.
Oasis, por su parte, publicó su tercer disco, Be Here Now, el 21 de agosto del mismo año, y aunque la inercia se encargó de que su volumen de ventas fuese elevadísimo (casi medio millón de copias solo el primer día), a nivel creativo no fueron capaces de competir con Blur. La pequeña evolución —depuración, tal vez— que se había apreciado entre Definitely Maybe y (What’s the Story) Morning Glory? era sustituida ahora por un paso lateral. Por un salto en horizontal. Eran canciones muy similares a las del disco anterior pero sobreproducidas, masticadas en exceso y con una dosis mucho menor de frescura e inspiración. Se notaba que se habían invertido muchas horas en el álbum, pero todas ellas concentradas en etapas posteriores a la fase de composición. Noel Gallagher era capaz de escribir la mejor canción del mundo, pero siempre era la misma canción. En una época en la que de los grandes grupos se esperaba originalidad y aire fresco, Oasis se obstinó en repetir una y otra vez el mismo modelo, colocando un papel de calco sobre «Live Forever» y «Slide Away» y fabricando copias que iban perdiendo naturalidad cada vez que los Gallagher les pasaban por encima el carboncillo. La tibieza de «D’You Know What I Mean?» mejoró con dos himnos marca de la casa, «Stand by Me» y «Don’t Go Away», pero poco más. Con Blur huyendo hacia la singularidad y Oasis enterrándose en el género, el britpop comenzaba a desmoronarse.
1997 fue también el año en que Ocean Colour Scene publicó el magnífico álbum Marchin’ Already, en el que se incluían las célebres «Better Day» y «Get Blown Away». También The Verve alcanzaba la cima con Urban Hymns, disco que popularizó todavía más algunos de los clichés estéticos del britpop, como se aprecia en los videoclips de «Bitter Sweet Symphony» y «Lucky Man». Bandas de menor trascendencia comenzaban entonces a eclosionar, como Shed Seven o Hurricane No. 1, y otras como Pulp, que estaba a punto de lanzar el sublime This is Hardcore, Ash, que cosechaba los éxitos de su disco 1977, o Supergrass y su afamado In It for the Money, aprovechaban con eficacia la cresta de la ola. Pero se trataba de una ola altísima que estaba a punto de romper contra las rocas. Pocas cosas hay que reflejen mejor el esplendor de un movimiento artístico que los destellos que se producen durante su ocaso.
Suede
A principios del siglo XX, el científico estadounidense Duncan MacDougall teorizó sin mucho fundamento que todas las personas, justo después de fallecer, experimentaban una pérdida de peso de aproximadamente veintiún gramos. Debido a que no hallaba otra explicación, concluyó que se trataba del peso del alma humana, que abandonaba el cuerpo para siempre. Esa última exhalación, los veintiún gramos que confirman la defunción, adoptaron en el caso de un britpop ya cadáver la forma de tres bandas con las que el género terminó de perder su alma con el cambio de siglo. Se trataba de Travis, que en 1999 publicaba The Man Who, el disco que les otorgaría reconocimiento internacional, y en 2001 el de su consagración, Invisible Band; Stereophonics, que coincidiendo con los lanzamientos de Travis sacaban al mercado los aplaudidos Performance and Cocktails y Just Enough Education to Perform; y, por último, Coldplay, que deslumbraba al mundo con Parachutes en el año 2000, lo volvía a hacer con A Rush of Blood to the Head en el 2002, y terminaría deslizándose hacia los rincones más innobles de la radiofórmula llevándose consigo los veintiún gramos que quedaban de britpop.
Como fenómeno musical, el britpop murió de sobreexplotación. Era una vaca no muy gorda de la que mucha gente quiso sacar demasiada leche al mismo tiempo. Hasta que la mataron. Para cuando Travis o Stereophonics aparecieron con su caldero, Blur, Suede, Elastica, Oasis, Pulp, The Verve, Ocean Colour Scene, Supergrass y Ash ya renegaban del término que tan ufanamente exhibían unos años antes y cuya negación, esa que con tanta coherencia defendían otros como Radiohead o Ride a pesar de las muchas ocasiones en las que se les intentó conducir al rebaño, comenzaba a estar de moda. Porque si existe una máxima inquebrantable que ayude a discernir entre qué es moderno y qué no lo es, es la que dice que solo lo minoritario puede serlo y, por lo tanto, todo lo que comience a ser masivo pierde tal condición. Solo lo especial no es ordinario, aunque a veces resulte difícil entender dónde está el mérito en ello. Si es que lo tiene.
Por eso coincido con mi buen amigo Isaac Pedrouzo en que existe otra causa, además de la sobreexplotación, que explica qué carajo fue del britpop. Y es la adopción de la etiqueta por figuras destacadas del mainstream como Robbie Williams. Cuando a mediados de los noventa abandonó la boy band Take That y, para seguir su propio camino, decidió seguir el de los demás, abrazando los patrones estéticos y conductuales que se asociaban al género y dejando atrás su imagen de ídolo adolescente, las bandas del britpop comenzaron a escabullirse disimuladamente, como cuando el pesado del trabajo aparece por el bar de abajo. En el momento en el que, además, publicó el single «Angels» haciendo suyo un modelo de canción que a esas alturas podía identificarse con el de algunos de los himnos del movimiento, el rechazo fue total. Ni Brett Anderson, ni Damon Albarn ni Simon Fowler, que hasta entonces representaban a la modernidad de la Cool Britannia, querían pertenecer al mismo club que Robbie.
El britpop, que en 1992 había explotado en el distinguido cielo del Reino Unido como la supernova de champán a la que le cantaba Oasis, iluminó toda la escena musical británica con una intensidad excepcional y durante un breve período de tiempo, mientras, a modo de profecía, Liam y Noel Gallagher repetían en pasado el verso «Where were you while we were getting high?». Los más jóvenes solo alcanzaron a contemplar el último resplandor de un fenómeno que, durante unos años, lo eclipsó todo, ignorando que si desapareció tan pronto fue porque los que lo controlaban lo exprimieron hasta la extenuación, y cuando el pobre ya no podía ni con su alma, vino Robbie Williams y se lo comió. Así de rollizo se puso luego.