Fernando Navarro
El País, 07/74/2016
[Lo cuelgo con unos días de retraso pero, anyway, R.I.P.]
El músico californiano fue el principal valedor del sonido Bakersfield
Hubo un tiempo que el country no tenía que hacer frente al estereotipo, que calzarse unas botas, unos vaqueros y un sombrero no era producto de una campaña publicitaria, ni era tan común la burla fácil hacia un género que explica parte de la historia contemporánea de Estados Unidos. Hubo un tiempo que el country lo era todo para una serie de músicos que crecieron en la pobreza rural de la Gran Depresión o en los lugares olvidados del sueño americano y sintieron la necesidad de comunicarse con el mundo a través de canciones que retrataban sus propias vidas fugitivas, sin rumbo, desafortunadas, pero con un inexplicable peso de dignidad. Hubo un tiempo que Merle Haggard, muerto hoy miércoles en la localidad de Redding (California), fue la gran voz de ese country real y afilado, como un cuchillo entre los dientes, cuando el pop prometía ilusión.
Considerado como uno de los grandes tótems en la historia del country, Haggard ha fallecido justamente el día que cumplía 79 años. Se encontraba muy enfermo. Había sido ingresado por una doble neumonía y en marzo había tenido que cancelar conciertos en distintas ciudades. Tras la precipitada suspensión de la gira, el músico dijo en un comunicado: “Quiero dar las gracias a mis fans por sus oraciones y buenos deseos. Espero estar de vuelta en la carretera en mayo, pero me estoy tomando un tiempo”. Desgraciadamente, el paréntesis se ha convertido en un punto y final.
Su vida fue como una de sus canciones de supervivencia. Sus padres se mudaron de Oklahoma a California en 1935, dos años antes de su nacimiento en Oildade. Pertenecían a ese ejército de desprotegidos y desheredados de la Gran Depresión que buscaron la tierra prometida en el Estado soleado, convirtiéndose en uno de esos miles de okies entristecidos retratados en la magistral novela de John Steinbeck, Las uvas de la ira. Vivieron en una caravana, a las afueras de Bakersfield, mientras su padre se ganaba el jornal en el ferrocarril de Santa Fe. Pero, cuando Haggard tenía nueve años, su padre murió. Un hecho que, según reconoció en diversas entrevistas, le marcó para siempre.
Bajo la educación de una madre muy estricta, que le prohibía tocar música porque era un elemento perturbador, el adolescente Haggard se convirtió en un buscavidas rebelde, tomando como modelos a Jesse James, John Dillinger e incluso Muhammed Ali. Se escapaba cada dos por tres de los reformatorios, fue detenido en más de una ocasión por robar o meterse en peleas y pasaba muchas tardes en un prostíbulo gracias a que una de las chicas le cuidaba como una “niñera”, según sus palabras. En esos años, también tocó en garitos y llegó a compartir escenario con su gran ídolo musical, Lefty Frizzell.
A los 21 años, tras un intento de robo en un restaurante en plena borrachera, fue arrestado y sentenciado a pasar 15 años en la cárcel de San Quentin. Cumplió tres de condena, tiempo suficiente para que conociese de primera mano la violencia más horrible entre presos, tal y como reconoció en su autobiografía, y viese una actuación histórica: la de Johnny Cash en el primer día del año 1959, cuando el hombre de negro dio un concierto televisado que acabaría por ser histórico.
Ese tiempo entre rejas inspiró su primer cancionero, repleto de alusiones a su pasado criminal y sus días en la cárcel. Y, como Cash, otorgaba a sus composiciones una aspereza vital demoledora. Canciones como Branded Man y Mama Tried mostraban el perfil de un hombre hecho a sí mismo, un batallador de carretera, que guardaba más épica maldita y fugitiva que muchas canciones de rock’n’roll. Sin embargo, uno de sus mayores éxitos reflejaba a un tipo que nada tenía que ver con la rebelión contracultural de los sesenta. Entre costa y costa, dejando al margen Nueva York y San Francisco, Okie From Muskogee se convirtió en un gran pelotazo en 1969. Era una celebración de la Norteamérica tradicional, defendiendo valores conservadores en un periodo de gran turbulencia social en el país. Mientras Jimi Hendrix distorsionaba con su guitarra el himno estadounidense en Woodstock, Haggard valoraba el amor a la bandera y el orgullo patriótico y cargaba contra las drogas. Sin embargo, tiempo después, el músico se defendió asegurando que era una composición bajo el prisma narrativo de una persona como su padre, un modelo vital ausente.
Bien fuera para sus grabaciones con MCA, Epic y otra serie de sellos dedicados al country, el songwriter siempre se mantuvo fiel a sí mismo y en aquella década crucial se erigió como una figura esencial en el devenir del country. Desde Bakersfield, una ciudad dedicada principalmente a la agricultura y la producción de petróleo, defendió las esencias rurales al tiempo que otorgaba importantes dosis de vigoroso honky-tonk, llevando al género vaquero a recuperar el nervio no solo por su fuerza rítmica, que fascinó a iconos contraculturales como Gram Parsons, Chris Hillman de The Byrds e incluso Keith Richards de los Rolling Stones, sino también por sus temáticas, mucho más cercanas a las problemas cotidianos de la gente.
Junto a Buck Owens, abanderó el sonido Bakersfield, uno de los mejores caminos artísticos de los que se nutrió el outlaw country, el movimiento de los fuera de la ley que en los sesenta y los setenta rompieron con las reglas de Nashville, meca del country. Con su voz grave y su guitarra Fender Telecaster, propia del rock’n’roll, Haggard era un cronista de gran fuerza sentimental y compartió rebelión con Willie Nelson, Johnny Cash, Waylon Jennings, Kris Kristofferson, Emmylou Harris o Jessi Colter. El country volvió a cobrar rigor y sangre mientras la industria de Nashville, regida por la comercialidad pop impuesta por el productor y mecenas Chet Atkins, endulzaba las canciones. Ante lo insulso, que llega a nuestros días con un country de radiofórmula y estereotipo, abrieron de una patada una puerta para que el género se renovase en un camino tomado por gente como Steve Earle, Lucinda Williams, Robert Earl Keen Jr. o Ryan Bingham.
En los ochenta su producción descendió mientras escribía su autobiografía y colaboraba con canciones en películas, como Bronco Billy de Clint Eastwood, con el que llegó a cantar en un dueto. Con todo, no dejó nunca de actuar y recibir homenajes. En las últimas dos décadas, tenía su centro de operaciones en la Costa Oeste, incluidas sus actuaciones en casinos, aunque también se le pudo ver en 2005 acompañando en su gira a Bob Dylan, admirador de Haggard.
Aunque en España, país que siempre ha mirado con distancia el country, su estela apenas salió de los círculos de aficionados al género, Haggard era un icono en EE UU. Durante muchos años fue un clásico en lo alto de las listas de éxito de country, pero era lo contrario a un producto de discográfica, a un patrón de mercadotecnia. Haggard, que pasaba los últimos años de su vida con su mujer y sus dos hijos, rodeado de trenes de juguete que le recordaban a su padre –publicó un álbum en 1976 que se llamaba My Love Affair with Trains-, supo lo que era morder el polvo y sabía contarlo, como quien pisa en tierra segura.