sábado, 29 de septiembre de 2018

LA EXQUISITEZ DEL PLATO RECALENTADO

Ignacio Julià
El País, 17/07/2018



Quienes conozcan la saga Fargo se harán una idea de lo que significa la expresión ‘’Minnesota nice’’, la mezcla de inefable afabilidad y elocuente simpleza con que se comportan los ciudadanos del estado norteño del que proviene la banda liderada por Gary Louris. Desde 1985, en una de esas alianzas artísticas que tan fructíferas resultan en un contexto pop —compleja y volátil en el caso de Louris y el desterrado Mark Olson—, The Jayhawks contribuyeron a la activación de un nuevo revivalismo de las raíces que contradecía el furor del grunge. Concibieron elepés grandiosos, Hollywood town hall (1992) y Tomorrow the green grass (1995), inagotables para quienes gustan del cruce entre esencias campestres y melodías a varias voces, un sonido orgánico donde guitarras, teclados y voces se funden en deleitosa ambrosía. Tras la baja de Olson, que regresará al grupo ocasionalmente, el proyecto queda en manos de Louris en obras que, como Sound of lies (1997) o Smile (2000), amplían el horizonte de una formación especializada en brochazos de melancolía aliviados por gráciles armonías. Una fórmula perfeccionada hasta sedimentar la ampulosa elegancia que animó a Ray Davies a contratarles para su díptico Americana.

No son The Jayhawks músicos dados a las emociones fuertes; de hecho, pueden resultar empalagosos. Su fortaleza se trama en la suavidad de fibras que al enhebrarse producen prendas cómodas más que vistosas. Lo reafirma su décimo álbum, asalto al frigorífico en el que Louris, al parecer improductivo en su rol compositor, recurre a nueve antiguos manjares firmados a medias con otros artistas —algunos publicados, otros inéditos— y añade dos recientes temas propios. Reformular estas canciones con la banda, en solo dos jornadas de reconcentradas sesiones, aporta prestancia al material y les devuelve a su senda tras pasados experimentos con tonalidades más artificiosas. Desbarata asimismo la cuestión de si Louris compondrá en distinta tesitura para Jayhawks a cuando trabajaba con las tejanas Dixie Chicks, de las que se incluyen las sensacionales Everybody knows y Bitter end. Es precisamente la perspectiva consensuada del encargo, más que la espontánea creación, lo que paradójicamente engrandece esta selección de platos recalentados. Y el gesto democrático del jefe, que deja cantar a la teclista Karen Grotberg en la cimbreante Cryin’ to me o en Eldorado, y al batería Tim O’Regan en otras dos tonadas.

Entre tanta miel sobre hojuelas, exhiben gravedad dramática y poso emocional en las sustanciosas Gonna be a darkness, compuesta junto a Jakob Dylan para la serie True blood, o Bird never flies, maravilla escrita junto al neoyorquino Ari Hest. Finalmente, la suma de narrativas sentimentales y erosionados paisajes hace de Back roads and abandoned motels —título ilustrado en portada por una crepuscular fotografía de Wim Wenders— algo más que otro ejercicio de esmerada profesionalidad. Al contrario que en Fargo, no hay truculencia en estas once grabaciones: les puede el proverbial y gentil recato de Minnesota. A cambio, rebosan la refinada artesanía de una dignísima maquinaria de rock suave y balsámicos lamentos. Ahora toca volver a la carretera.

viernes, 28 de septiembre de 2018

VÍDEO: JEFF TWEEDY PRESENTA UNA CANCIÓN DE SU NUEVO DISCO

Efe Eme, 26/09/2018 

Jeff Tweedy, líder de Wilco, anuncia un nuevo disco en solitario, “Warm”, que será publicado el 30 de noviembre. Lo ha grabado en su estudio de Chicago junto a su hijo Spencer, Glenn Kotche y Tom Schick. El primer single es ‘Some Birds’, cuyo vídeo podemos ver a continuación.

jueves, 20 de septiembre de 2018

THE KINKS: LA ARISTOCRACIA OBRERA DEL ROCK

Álvaro Corazón Rural
Jot Down, julio 2018


Probablemente sean el mejor grupo de rock de todos los tiempos. Están entre la media docena de grupos que probablemente sean el mejor grupo de rock de todos los tiempos. Sin embargo, hay algo en su historia que les hace completamente diferentes a sus rivales: el fracaso. Los Kinks, pese a la contundencia del recuerdo de su nombre, se arrastraron durante la mayor parte de su carrera. Con la excepción del single «You Really Got Me» sus discos más brillantes vendieron poco, algunos tuvieron al menos el favor de la crítica, pero muchos ni siquiera eso.

No obstante, nunca dejaron de seguir su propio camino. Apostaron por un rock que contase historias. Esa literatura la protagonizaban hombres anónimos y sus insignificantes hazañas. Pertenecían a la clase obrera, pero su objetivo era escapar de esa condición a través del arte. Lo tuvieron claro cuando se aproximaban a la edad laboral. Pero con la suerte o la desgracia de nunca dejar de ser lo que se es, con testarudez y un hieratismo muy británico impasible ante las modas ajenas, firmaron con esos mimbres una carrera que es una obra de arte en sí misma. Sin astracanadas, sin grandes pretensiones, sin nihilismo. Siempre como obreros que tocan; obreros que devienen obreros del rock.

Atardecer en Waterloo es un libro de 782 páginas que recoge toda esta odisea. Publicado en la editorial Silex por Manuel Recio e Iñaki García, parece que esta obra, aparecida el año pasado, está contagiada por el espíritu que manifestó Paul Williams en la revista Rolling Stone en 1969: «Nunca tuve mucha serte convirtiendo a la gente a los Kinks. Mi único deseo es que ya te hayas convertido. Si lo estás, hermano, te quiero. Tenemos que estar juntos en esto».



Por fortuna, es un trabajo profusamente documentado, que se basa en los hechos. Las interpretaciones son pocas y precisas. No hay elucubraciones. Se sigue la historia, que siempre es lo más difícil, hasta que hable por sí misma. Sitúa cada disco de sus veinticuatro álbumes de estudio en las situaciones y emociones con las que se concibieron, algo que cambia la percepción que tenías de ellos si solo contabas con los elepés.

En las primeras páginas ya llama la atención que la principal seña distintiva de este grupo, su rollo británico tan acusado, fuese algo mamado en la familia y desde la cuna. Su padre, cuando estaba borracho, cuentan, gustaba de coger el banjo y tocar vodevil y canciones victorianas. De esos shows en el salón de casa nunca lograron escapar las composiciones más personales de Ray Davies, que fueron todas a partir de los tres o cuatro años de andadura del grupo.

Se dice que el carácter de Ray también estuvo marcado por que sus hermanas estuvieran pendientes de él desde pequeño. Su hermano David dice que solo fue feliz los tres años antes de que él naciera. Además, influyó que se les muriera una de sus hermanas más queridas, Rene, la mayor, y se hundieran en la miseria emocional a edad temprana. Eran, han escrito los autores, en definitiva, los raritos del barrio. Ray se autolesionaba golpeándose con un martillo en las rodillas. Solo coincidió que para divertirse, aparte de boxear entre ellos e ir al fútbol a ver al Arsenal, les dio por tocar música.

Ray lo tuvo claro desde el principio, citan los autores: «Crecí con el miedo a ser aplastado como individuo, lo vi cuando iba al colegio. Yo quería ser artista, pero si no llegas al nivel el sistema te enseña para que trabajes en una fábrica de piensos». Ingresó en la escuela de arte en pleno auge del Kitchen sink realism, una orientación artística del teatro y del cine británicos, sobre todo en joyas de mediometrajes grabados y emitidos por la BBC, donde lo primordial era el realismo social. Eso fue configurando de alguna manera el gusto y sensibilidad de Ray, aunque también lo hicieron las drogas. En su escuela todo el mundo se metía y él también, hasta el punto de que cuando el consumo se extendió en los sesenta a él ya le parecía algo caduco y pasado de moda. No obstante, estaba ya centrado cuando decía esto en su gran vicio: el alcohol. 

El inicio de todo puede datarse justo cuando los Beatles lanzan «Love Me Do». Ray sintió al escucharla que podría haberla hecho él. Antes de eso hay que tener en cuenta que ya habían estado ensayando con un tal Rod Stewart, con quien no congeniaron por problemas de ego. Tiraron, en sustitución, de un cantante de buena familia que les garantizase un público atento —los amigos pijos del chaval—. Hasta que en una ocasión tocaron ante un público más amplio que empezó a reírse de él cruelmente al escucharle entonar canciones de Buddy Holly con su forma de hablar de niño acomodado. «Se puso tan nervioso que se dio un golpe con el micro en los dientes y se los rompió».


Sin cantante, con Ray al micro, probaron para Epstein, mánager de los Beatles, que no se interesó en ellos y fueron rechazados por EMI y DECCA, entre otras. Solo llamaron la atención de Pye y en ella estrenaron nombre, Kinks, que significa «pervertido» y también «excéntrico». Sacaron un material que obtuvo poco eco y por el sello circuló esta misiva:

Este es el tercer lanzamiento de los Kinks en nuestra discográfica y, como sabéis, las ventas de los dos primeros singles no alcanzaron nuestras expectativas. Todos sabemos que los Kinks son un grupo único, pero difíciles de promocionar… Recomiendo que si este nuevo single de los Kinks no tiene éxito los expulsaremos de nuestra discográfica sin ejercer la opción de renovarles.

Hay mucha historia detrás del riff de «You Really Got Me», que muchos han calificado como el primero de heavy metal de toda la historia. Intentando efectos de guitarra que fuesen más allá habían estado a punto de electrocutarse con los amplis que tenían en el salón de casa. La composición, para Ray, también suponía un paso más para escapar hacia ninguna parte o, según dijo después, a España —concebida entonces por los europeos como un lugar exótico y rico culturalmente pese al caudillo y su régimen— «Al principio solo quería hacer un disco que me permitiera dejar la escuela de arte y viajar a España para estudiar con Andrés Segovia, por ese motivo surgió “You Really Got Me”», cita el libro que dijo.

También hubo algo de respuesta al sello, que les exigía sonar merseybeat, el sonido de Liverpool, pero Ray pretendía hacer algo que rompiera con la moda del momento, que fuera distinto, pero que a la vez a quien convenciera fuese a los puristas del blues. Cuando le presentó el riff a Pye les parecía, en efecto, demasiado blues. En un inicio las primeras grabaciones fueron decepcionantes, el técnico era un imitador de Phil Spector más orientado a los sonidos edulcorados que a los crudos. La novia de David al escucharlo exclamó la sentencia definitiva: «No hace que se me mojen las bragas».

El sonido se corrigió in extremis en otra toma y la canción, en bruto, fue el megapete. Jimi Hendrix les dijo en persona que era «un paso adelante importante para la música rock». Para Bowie «hacía que todo el mundo se levantara de sus sillas». Los autores citan que grupos posteriores como Led Zeppelin, Black Sabbath o Metallica han reconocido su influencia. Incluso, mucho más cerca en el tiempo, los Who lo admitieron. Palabras de Pete Townshend: «Los Kinks habían llenado el hueco que queríamos ocupar nosotros, con ese tipo de música sencilla, la que siempre ha resultado más difícil de componer». Lo cual es una verdad axiomática. Siguiendo la estela marcada por los Davies, surgió su «I Can’t Explain». Este éxito les colocó en la órbita de los Stones y los Beatles en un periodo de máxima competencia entre ellos. Según Ray: «Era increíble, los Beatles esperaban impacientes al siguiente disco de los Kinks, mientras que los Who esperaban al siguiente disco de los Beatles. Fue una época muy emocionante. Había incluso más anticipación entre los propios aristas que entre los fans».

En la vida cotidiana del grupo la traducción del éxito fueron borracheras, drogas, habitaciones de hotel destrozadas, sexo salvaje —Dave llegó a romperse, literalmente, el prepucio— un comportamiento, al fin y al cabo, consistente en hacer lo primero que les pasaba por la cabeza mientras el sello hacía caja con ellos con la urgencia de tener la certeza de que pronto se pasarían de moda y no habría nada que exprimir. En una de estas juergas conocieron en París a Lola, la travesti que dio luego nombre a su gran éxito y que les sirvió para que sus seguidores más fanáticos en Estados Unidos estuviese formado por drags y trans, un dato pintoresco, pero que habla bien de ellos.



La resaca de tanto trote les llegó pronto en forma de estrés, neumonías, desfallecimientos en directo y serias peleas entre ellos. El libro trae una que refleja muy bien el desgaste de sus relaciones:

Dave: «Le dije que tocaba la batería de pena y que sonaría mejor si la tocaba con la polla». Mick estalló, cogió lo único que quedaba en pie, el soporte del charles, y lo tiró contra Dave. Le dio en plena cabeza, a la altura del ojo; la sangre brotó por el escenario. «Lo siguiente que recuerdo es estar tumbado en el suelo del camerino con la sangre bajándome por la nuca». La cantante de Goldie & The Gingerbreads, testigo de esa noche, explica cómo un desolado Ray tenía la certeza de que su hermano había muerto: «Nunca le olvidaré llorando entre bastidores ¡mi hermano! ¡mi hermano!».

En Estados Unidos, el mayor mercado musical del mundo, fueron vetados por una pelea con un miembro del sindicato. «Estados Unidos, el país que siempre había inspirado la sensación de libertad en mí era, en cierto modo, uno de los lugares más  reprimidos y de ideas más retrógradas en los que había estado», recordaría Ray. Se peleó porque insultaron a su mujer, Rasa, una lituana, llamándola «rojilla».

Pero de su paso por España las imágenes son más nítidas, porque el libro cuenta con fuentes primarias que fueron testigos de sus actuaciones. Aquí se ve otro cariz de su carácter, más auténtico y más sobrado, lo que luego se llamaría punk:

Lo primero que hizo Ray Davies antes de empezar a tocar, sin decir ni una palabra, fue sacar con la mano mi micrófono fuera del pie de micro. Se lo metió en la boca como si fuera un falo, un vibrador o algo parecido, mirando a las chicas que estaban frente a él en el escenario y desafiándolas de una forma grosera. Yo se lo quité de la mano y lo devolví a su pie, diciéndole a Ray en mi más que perfecto inglés en esa época: You do that again and I’ll kill you. Me sentó fatal que hiciera esto, en primer lugar que babeara el micrófono con el que yo cantaba, y después la grosería con la gente.


Y en otra ocasión:

Ray Davies hizo un gesto similar al de sacarse un moco y lanzarlo al público.

¿Anticiparon el glam, la moda más popular de los setenta? Aparte de Lola tuvieron letras sobre confusión sexual, Ray le llegó a confesar a su mujer que de no ser por ella sería gay y David se acostaba con lo que pillaba sin distinguir en trivialidades como de qué sexo era la persona que se llevaba a la cama.

Pero antes de «Lola», en 1965, ya se les daba por muertos. Es a partir de aquí cuando empiezan a darse en su carrera detalles de distinción exquisita. Explican los autores que en esta época Ray escribe «Where Have All the Good Times Gone», una letra de homenaje a generaciones anteriores, «el tipo de canción que escribe alguien de cuarenta años», un emocionado recuerdo y reconocimiento a los que vivieron las dos guerras mundiales y las correspondientes recesiones económicas. «Esa generación luchadora que no estaba de moda homenajear en el despreocupado Londres de los sesenta».

Tener una mirada en perspectiva en aquella época y en aquel lugar, posiblemente la época en la que mayor abismo hubo entre jóvenes y mayores, urbanitas y los demás, si no lo podemos clasificar de revolucionario, sí era absolutamente contracorriente y, por supuesto, un suicidio comercial. Documenta el libro que por esa época un setenta por ciento de la población inglesa se consideraba clase trabajadora, pero lo que reflejaba la cultura popular que se exportaba de ese país era el swinging London, una burbuja que los Kinks eludieron hablando en sus canciones de gente que se quedaba en paro, que no tenía dinero, que lo pasaba mal…


Y en esta tesitura llegó 1966, el mejor año de su vida, no porque llegase otro éxito, sino porque Inglaterra ganó el Mundial. Tiempo después, en Estados Unidos, en su primera cita con Chrissie Hynde, de Pretenders, con quien mantuvo una relación, Ray le pidió que le acompañara al quiosco para comprar el periódico y ver cómo había quedado el Arsenal. Aunque yo, personalmente, añadiría que ese 1966 Ray Davies también le produjo tres demos a los Iveys, que luego se llamaron Badfinger. Otro hito.

1968 uno pensaría que fue un año de máxima relevancia, pero tras una gira por parques temáticos donde iban a verles, horreur, padres con sus hijos, sacaron The Kinks at the Village Green Preservation Society. Una joya eterna, pero que en su día no entró en las listas de ningún país del mundo. La crítica, sin embargo, sí que vio su calidad. También hay que tener en cuenta que apareció cuando Jimi Hendrix acababa de lanzar Electric Ladyland y los Stones, el Beggars Banquet. Mientras la moda era drogarse, especialmente con LSD, los Kinks evocaban «la cerveza de barril y las amistades perdidas» en un disco sobre la vida rural tradicional y bucólica.

Arthur (Or the Decline and Fall of the British Empire), en 1969, que era una repaso por la historia de su país, vendió seis veces más que el anterior, pero le pasó por encima Tommy, de los Who, con una historia menos elaborada y más efectista, que además se consideró la invención de la ópera rock. Para la crítica, de nuevo, no volvió a haber dudas. En un año en el que aparecieron Let it Bleed, Abbey Road, Space Odity o el primero de Led Zeppelin, en la revista Rolling Stone dijeron que el LP del año era el de los Kinks.

Lejos de autoreivindicare, las declaraciones de Ray sobre el fracaso comercial de estos discos que recoge el libro son para troncharse. Considera que los Stones y los Beatles les tenían envidia, porque ellos no tenían «derecho a fracasar». No obstante, esos dos álbumes concentran tal cantidad de canciones perfectas, melodías imprevisibles y sutilezas que no pueden considerarse en modo alguno un fracaso.

Con la intelectualización del rock de Pink Floyd, King Crimson o Yes, fue cuando los Kinks apostaron por el proto-glam de Lola Versus Powerman and the Moneygoround, Part One. Lograron que las cockettes, el aludido grupo de travestis, les siguiera por todo Estados Unidos, donde salvaron la papeleta volviendo a las listas. Pero solo un año más tarde, palabras de Ray: «Hice el disco más de clase obrera que pude». Fue Muswell Hillbillies y tuvo una repercusión mínima. En Estados Unidos, donde habían conseguido tanto crédito, el hecho de meter un slide a una revista como Creem se le atragantaba. Se inmolaron.

Los setenta los empezaron con el mote de The Juicers (los bebedores) por sus afición a la botella. Se citaban con drag queens, salían con bailarinas de strip tease. En una fiesta que se montó en Hollywood los Kinks eran los menos extravagante de todos los invitados que congregaron hasta el punto de que a Ray no le dejaron entrar. Así, tocaron fondo cuando David tuvo que abandonar el consumo de drogas y el alcohol forzado porque empezó a escuchar voces en su cabeza que le pedían que se tirase por la ventana. Años después sufriría una embolia, según él, a causa de la cantidad ingente de anfetaminas que consumió de joven. Por esas fechas, Ray también casi casca en la bañera tras beberse varias botellas de champán.

Hasta que llegó el punk, que sintieron como «un alivio», no dieron más que tumbos, pese a que los discos de esta década son también joyas. Pero tenían que defenderlas, por ejemplo, en carteles de festivales del Partido Comunista Francés con Raimon y Leonard Cohen. Sin embargo, aunque con el éxito de Sex Pistols, Clash y Ramones cambió el paradigma musical, ellos seguían empeñados en componer óperas cuando sus discográficas les pedían canciones de tres minutos. Su visión comercial era igual a cero.

En la nueva época se adaptaron un poco a lo establecido. Tomaron la vía de la new wave hasta llevarla a terrenos muy AOR, incluso al final de la década de los ochenta se les acusó de heavies. Pero los que sí que eran bastante heavies eran Van Halen, autores de una versión de «You Really Got Me» en su primer LP que triunfó más que la Coca-Cola. La gente se pensaba que cuando los Kinks la tocaban en directo estaban haciendo una versión de Van Halen.


«La primera vez que escuché la versión de Van Halen de “You Really Got Me” no pude evitar reírme. Era muy exagerada. Se habían equivocado completamente respecto al significado de la canción: cuatro chicos de clase obrera, luchando por hacer algo diferente. En la grabación original puedes notarlo en su energía, su aspereza. La versión de Van Halen está muy contaminada; es muy elaborada y ostentosa, pero pierde todo su sentido», recuerda Ray.

En 1989, entraron en el Salón de la Fama. En el hotel Waldorf Astoria de Nueva York, Ray Davies dijo en su discurso: «Veros aquí a todos esta noche hace que me dé cuenta de que el rock and roll se ha vuelto respetable…». Paró, hizo un silencio, todo el mundo aplaudió locamente por lo que acababa de decir, y añadió: «Vaya mierda».

«Este perro viejo no conoce trucos nuevos», se escribió sobre ellos en los ochenta, pero en los noventa, por un par de años, se les nombró padrinos del brit pop, la respuesta británica al grunge, aunque Backstreet Boys y las Spice Girls por un lado y Radiohead y The Verve por otro acabaron rápido con el espejismo. Pese a todo, habían estado sacando discos de estudio hasta 1993. Contando todos, fueron veintinueve elepés en treinta años. Un hecho revelador de lo que fue toda esta carrera y su vocación es que en 2004 Ray Davies recibió un disparo en Nueva Orleans de un atracador. En urgencias, mientras le intervenían y le inyectaban morfina, pidió papel y lápiz para escribir la experiencia con el fin de llevarla a alguna letra. Llámenle obrero, llámenle artesano, lo que pone de manifiesto Atardecer en Waterloo es que Ray Davies nunca pudo dejar de ser lo que era.