Ignacio Julià
El País, 17/07/2018
Quienes conozcan la saga Fargo se harán una idea de lo que significa la expresión ‘’Minnesota nice’’, la mezcla de inefable afabilidad y elocuente simpleza con que se comportan los ciudadanos del estado norteño del que proviene la banda liderada por Gary Louris. Desde 1985, en una de esas alianzas artísticas que tan fructíferas resultan en un contexto pop —compleja y volátil en el caso de Louris y el desterrado Mark Olson—, The Jayhawks contribuyeron a la activación de un nuevo revivalismo de las raíces que contradecía el furor del grunge. Concibieron elepés grandiosos, Hollywood town hall (1992) y Tomorrow the green grass (1995), inagotables para quienes gustan del cruce entre esencias campestres y melodías a varias voces, un sonido orgánico donde guitarras, teclados y voces se funden en deleitosa ambrosía. Tras la baja de Olson, que regresará al grupo ocasionalmente, el proyecto queda en manos de Louris en obras que, como Sound of lies (1997) o Smile (2000), amplían el horizonte de una formación especializada en brochazos de melancolía aliviados por gráciles armonías. Una fórmula perfeccionada hasta sedimentar la ampulosa elegancia que animó a Ray Davies a contratarles para su díptico Americana.
No son The Jayhawks músicos dados a las emociones fuertes; de hecho, pueden resultar empalagosos. Su fortaleza se trama en la suavidad de fibras que al enhebrarse producen prendas cómodas más que vistosas. Lo reafirma su décimo álbum, asalto al frigorífico en el que Louris, al parecer improductivo en su rol compositor, recurre a nueve antiguos manjares firmados a medias con otros artistas —algunos publicados, otros inéditos— y añade dos recientes temas propios. Reformular estas canciones con la banda, en solo dos jornadas de reconcentradas sesiones, aporta prestancia al material y les devuelve a su senda tras pasados experimentos con tonalidades más artificiosas. Desbarata asimismo la cuestión de si Louris compondrá en distinta tesitura para Jayhawks a cuando trabajaba con las tejanas Dixie Chicks, de las que se incluyen las sensacionales Everybody knows y Bitter end. Es precisamente la perspectiva consensuada del encargo, más que la espontánea creación, lo que paradójicamente engrandece esta selección de platos recalentados. Y el gesto democrático del jefe, que deja cantar a la teclista Karen Grotberg en la cimbreante Cryin’ to me o en Eldorado, y al batería Tim O’Regan en otras dos tonadas.
Entre tanta miel sobre hojuelas, exhiben gravedad dramática y poso emocional en las sustanciosas Gonna be a darkness, compuesta junto a Jakob Dylan para la serie True blood, o Bird never flies, maravilla escrita junto al neoyorquino Ari Hest. Finalmente, la suma de narrativas sentimentales y erosionados paisajes hace de Back roads and abandoned motels —título ilustrado en portada por una crepuscular fotografía de Wim Wenders— algo más que otro ejercicio de esmerada profesionalidad. Al contrario que en Fargo, no hay truculencia en estas once grabaciones: les puede el proverbial y gentil recato de Minnesota. A cambio, rebosan la refinada artesanía de una dignísima maquinaria de rock suave y balsámicos lamentos. Ahora toca volver a la carretera.