Ricardo Hinojosa Lizárraga
Jot Down, 21/05/2023
Puse un hechizo en ti
Más que solo una cantante, más que solo una performer, más que una artista de jazz. Nina Simone se sentó al piano por primera vez esperando convertirse en la primera concertista clásica negra de los Estados Unidos, pero cuando se levantó de él vio que el mundo la aplaudía por virtudes superiores. Supo ser voz y grito, queja y estrépito, reclamo y derecho, aullido estentóreo y silencio desolador. Nina, sábana de seda y estandarte de protesta, partió hace veinte años, dejándonos como herencia el sonido de la que fue su vida, con todos sus matices.
Birmingham, Alabama. Una iglesia bautista plantada en lo profundo de un país racista, capaz de mirar con desprecio a los afroamericanos, incluso, ante la presencia de un Cristo crucificado, alberga a las almas que, entre cantos y rezos, le agradecen por sus vidas a Dios. Son las 10:19 a. m. de un domingo cualquiera en ese estado, tan tradicionalmente creyente como segregacionista. Es 15 de setiembre en el calendario. De pronto, una explosión. De pronto, también, el caos, los gritos, la confusión, el humo, el fuego, la sangre. Padres y madres afroamericanos buscan a sus hijos bajo los escombros durante esos segundos en los que la incredulidad es más fuerte que el dolor. Cuatro niñas han muerto. Cuatro pequeñas cuyo único pecado, ante los ojos de los asesinos, fue no ser blancas.
Casi sesenta años después de aquel acto brutal podría pensarse que era suficiente para cambiarlo todo, para acabar con el racismo, con las leyes absurdas que les permitían a los blancos imponerse sobre los negros, justificando el maltrato o la humillación cotidianos. Pero no fue así. La sociedad norteamericana decía estar impactada, dolida, golpeada, pero poco cambió, del mismo modo que tampoco cambia hoy ante cada matanza estudiantil. A pesar de las leyes aprobadas posteriormente y de los evidentes avances en derechos civiles, ni entonces se terminó con el racismo en los Estados Unidos, ni hoy con la libre portabilidad de armas. Es como si, para algunos, la única solución ante un error fuera repetirlo una y otra vez, mito de Sísifo siempre trágico y mortal.
A varios kilómetros de Birmingham, Nina Simone sintió un temblor en las rodillas y una profunda amargura al conocer la noticia. Fue uno de esos hechos que cavaron hondo en su alma, dejando allí una pala incómoda y un agujero pendiente. Nina, enterada de las cuatro muertes, desvió su mirada en silencio y, por unos segundos, no fue el ave poderosa que extendía sus alas sobre el mundo cada vez que cantaba, sino el pájaro que renuncia a trinar mientras se pierde, solitario y final, en los confines del cielo.
Este no era, por supuesto, el primer atentado contra la comunidad negra. Tampoco sería el último. «La libertad es un sentimiento. Es no tener miedo», dijo ella alguna vez. A pesar de la violencia y los riesgos, ser parte de aquel movimiento le dio sentido a su vida. Si usted, amable lector, siente que algo se desgarra en el alma de Nina Simone cada vez que canta, en gran parte, es consecuencia de esto.
La respuesta del Ku Klux Klan a las protestas pacíficas que buscaban la igualdad racial en Alabama y en los Estados Unidos fue asesinar a cuatro niñas —de entre once y catorce años— con quince cartuchos de dinamita. Y de dinamita también se alimentó la voz de Nina desde entonces. También del caos, de los gritos, de la confusión, del humo, del fuego y de la sangre que sintió ese día suya. Para siempre, como si el momento en el que conoció la noticia se repitiera incesante, cantó como si ella misma fuera el significado de cantar que indica el diccionario. Dibujó mohines en su voz, islas solitarias y salvajes, pequeños oasis hechos de susurros y sollozos, soles como jadeos, lunas como pausas, mareas oscilantes que decodificaban cada canción. El único cuerpo celeste permanente en el infinito era ella, a pesar de sus excesos. En la brújula en la que solía convertir el escenario, era la estrella polar que le recordaba a América entera que los derechos civiles y la igualdad no debían seguir postergados. Stars, they come and go, they come fast or slow…
Nina veneno
«Alabama me tiene tan molesta/ Tennessee me hizo perder el descanso/ Y todo el mundo sabe acerca de Mississippi, maldita sea/ ¿No puedes verlo? / ¿No puedes sentirlo? / Todo está en el aire/ No puedo soportar la presión por mucho más tiempo/ Alguien diga una oración», cantó Nina como respuesta casi inmediata a ese atentado y a otros. «Mississippi Goddam» se convirtió en el himno que la erigiría como la suma sacerdotisa negra de la lucha por los derechos civiles. Y en un país que tuvo a Marian Anderson, Lena Horne, Billie Holiday, Ella Fitzgerald, Ma Rainey, Bessie Smith, Koko Taylor, Odetta, Mahalia Jackson, Etta James o Aretha Franklin —todas voces espectaculares, pero no necesariamente comprometidas— eso es bastante decir.
Podías llamar a lo que hacía blues, soul, folk, góspel, rhythm & blues o jazz. Incluso está en el Rock and Roll Hall of Fame. Sin embargo, la música no le era suficiente como medio de expresión. La necesitaba como medio de explosión. Nina había vivido la postergación y la discriminación desde pequeña. Aprendió que ver el mundo siendo una niña negra podía ser doloroso, pero aprendió también a ver que blancas y negras podían bailar a un mismo son bajo sus dedos. Gracias al piano, el pequeño puntito en el universo que era ella, sentada en la banqueta mientras lo tocaba en Tryon —localidad rural del sur de Carolina del Norte—, se convirtió en el universo mismo cada vez que estaba frente al público. Si el ejército de su revolución necesitaba soldados, tenía diez dedos capaces de ganar cualquier batalla. My baby don’t care for Shows…
«Mississippi Goddam» fue la primera de muchas canciones que se convertirían en banda sonora del movimiento por los derechos civiles y que serían cantadas, incluso en reuniones familiares, por el mismísimo Martin Luther King, amigo personal hasta la eternidad, a pesar de que ella alguna vez le dijo: «Yo no soy pacifista, no creo en la no violencia». Más pronto que tarde, eso la convertiría en una figura incómoda. Años después, su hija Lisa Simone Kelly confesó: «Mi madre dijo que, después de cantar «Mississippi Goddam» por primera vez, se enfadó tanto que se le rompió la voz y que, de ahí en adelante, no recuperó su tono original». La propia Nina aseguró: «¿Cómo puedes llamarte artista y no reflejar lo que está pasando? Eso es para mí ser artista».
Tras el lanzamiento de la canción, a principios de 1964, la reacción del establishment no se hizo esperar: muchos de los 45» que había enviado para su promoción en radios de todo el país le fueron devueltos, partidos a la mitad. Los pedazos de vinilo roto parecían reflejar a Norteamérica misma. A fines de ese año, Steve Allen la invitó a su show, uno de los más vistos de la televisión estadounidense, para que interpretara la polémica —pero necesaria— «Mississippi Goddam», sabiendo que podría generar un enriquecedor debate sobre la censura. En 1965, tras la marcha de Selma, junto a Martin Luther King, Nina Simone cantaría el tema, aleluya para la multitud. Allí donde un blanco tomaba un arma para usarla contra un negro, Nina tomaba la pluma y se sentaba al piano para convertir eso en canción. My skin is black/ my arms are long/ My hair is wooly/ My back is strong/ strong enough to take the pain…
See-line Woman
¿Qué cosas pasaban por su cabeza mientras componía, mientras tocaba el piano, mientras cantaba? ¿Qué energía la movía mientras exigía derechos civiles e igualdad al lado de Martin Luther King, Harry Belafonte, Sidney Poitier o James Baldwin? Allí donde estuviera, allí donde reclamara o animara iniciativas violentas, harta ya de la resistencia pacífica y del ir poco a poco, Nina Simone parecía ser la reina de algún majestuoso territorio inexplorado, recia monarca de una Wakanda aún inexistente en el imaginario colectivo.
¿Qué podemos pensar hoy de alguien que cantó «To Be Young, Gifted and Black», «Four Women», «Black is the Color of My True Love’s Hair», «Backlash Blues», «Strange Fruit», «Stars», «Pirate Jenny», «I Wish I Knew How it Would Feel to Be Free» o «Ain’t Got No (I Got Life)»? ¿Que tenia deseos de ser una heroína? ¿Que quería mostrarse como la voz principal de las justificadas protestas? ¿Que era, quizás, una oportunista buscando convertirse en una gran estrella? Difícil. Diríase, imposible. Basta verla vulnerable en un escenario, para entender que todo lo hacía con el alma entre los dedos.
Si al final de los 50 e inicios de los 60 cantaba con serenidad, feeling o temple, tras dar el giro a lo social sus ansias o penas quedaban evidenciadas en una respiración o en un suspiro mientras cantaba. Eran reclamos del alma que traspasaban sus dientes, que reventaban parlantes, que cercenaban oídos. Momentos en los que cantaba con los ojos, con sus imponentes maxilares, superior e inferior, puerta de entrada a una grandeza capaz de elevar la voz al cielo como si fuera una plegaria, susceptible de ser aplaudida, incluso, por quienes la despreciaban, agotados por sus constantes exigencias de igualdad, como si fueran a regalarle lo que por naturaleza merecen todos los seres humanos. Sin embargo, durante su presentación en el Harlem Renaissance Festival de 1969, rebasó los límites: «¿Están listos para matar si es necesario? ¿Están listos para aplastar cosas de blancos y quemar edificios?», azuzó, radical, sellando un parentesco caprichoso con los Panteras Negras y Malcolm X. Nada nunca volvería a ser igual en su carrera.
Pero Nina Simone, muy a pesar de ella misma, de sus necesidades naturales, de sus imposibilidades familiares, de la relación tirante con su hija, actuaba como diosa de otro mundo constantemente enfrentada a su real humanidad. Una vez más: basta mirarla cantar para entenderlo. Incluso mirándola desde este 2023, con la distancia que le otorga el ojo al telescopio de la historia. In my brain I saw your face again…
Puse una maldición en ti
Pueden decirse cantadas —y con cadencia— las sílabas que componían su nombre real: Eunice Kathlee Waymon. Son un piano recién afinado. Decir Nina Simone, en cambio, es poner las manos sobre él, con la decisión con que un paracaidista se dirige hacia la nada, y transformarlo en música. 1933 fue el año en el que vino al mundo y fue también el nacimiento de muchas otras cosas: se comienza a construir el Golden Gate, se inauguran el monte Rushmore y el gobierno de Roosevelt, se estrena King Kong, los nazis ganan las elecciones con Hitler a la cabeza, Gandhi consolida su liderazgo en la India. En un mundo en constante lucha, no era extraño que nazca una niña con el puño en alto. Un puño que fue también frustración, al no ser aceptada en la escuela de música a la que aspiraba; un puño que fue firmeza, cuando decidió mantener su línea de protesta, a fines de los 60, a pesar del maltrato y la presión de un marido abusivo que era también su mánager; un puño que la ayudó a asirse al mundo cuando este la quiso desechar, hastiado de su carácter soberbio y revoltoso. Un puño, en fin, que fue erupción, lluvia torrencial, plaga bíblica en la que génesis y apocalipsis se encontraron, laicos y rebeldes. Feelings, nothing more than feelings…
Más allá de su auge y declive, de los tugurios de Atlantic City donde ensayó quién sería y los de París o Londres donde pareció olvidarlo, más allá de la riqueza o la pobreza que fueron vaivén en su vida, Nina pareció nunca perder la seguridad de un carácter fastuoso, de un paso firme como el de quien va hacia el trono que siente merecer por derecho propio, de manos que hacen girar el mundo como si fuera lúdico globo terráqueo, de una cabeza que parece el mejor trofeo que le fue permitido retener tras los sacrificios cotidianos de sus conciertos, en los que entregaba todo.
Desde aquella cabeza —tesoro egipcio, pirámide inexplorada, jeroglífico sonoro, acertijo de la esfinge—, que podía ser la de una medusa liberiana convirtiendo en piedra a quienes osen desafiar su mirada, surgía un big bang cuando cantaba. Nina la alzaba siempre orgullosa. Tenía una mirada firme, en ciertos días; una mirada confusa, en otros. A veces, una mirada fulminante; a ratos, una que clamaba ayuda. Persistentemente, un gesto que evidenciaba una frustración cada vez mayor. Nina era visceral, rígida, distante, intransigente, rotunda. También telúrica, briosa, vehemente, brillante, imponente. Apasionada, naif, romántica, sensible y suave. But, I’m just a soul whose intentions are good/ Oh Lord, please don’t let me be misunderstood…
La lucha por los derechos civiles fue tan desgastante para ella que alguna vez llegó a decir que ya no existía, que estaba muerta. Hay quien podría ir midiendo su nivel de frustración viendo fotos suyas entre 1960 y 1970. Antes, incluso, de que se revelaran sus problemas de salud mental. Antes de que despilfarrara su dinero. Antes de que dejara de ser la estrella rutilante que nunca dejó de ser. No solo suena paradójico, lo es. Dejó de ser aclamada por el star system. Fue criticada por su posición política, por llamar a la violencia social, por criticar a todos y no sentirse comprometida con ningún poder. Se autoexilió en Barbados, Liberia, Suiza, Holanda o Francia, harta de Estados Unidos. Su éxito pareció apagarse para siempre. Pero, ya que nunca dejó de ser, subsistió, sobrevivió, fue aclamada nuevamente. En los 90, le diagnosticaron trastorno maniaco-depresivo y bipolar, lo cual explicó muchos de los vaivenes de su carácter. You’ve have to learn to show a happy face/ Although you full of misery…
De pronto, veinte años después de su muerte, es necesario recordar que aquello que habitaba tras su voz era caricia, por supuesto, reivindicación, sin duda, pero también venganza, desamor, perdón y amor apasionado al mismo tiempo. Ya lo narró en 1980 Sam Shepard, ese escritor que parece siempre seguir viajando en moto por la ruta 66: «Su actuación apuntaba directamente a la garganta de su público de blancos. Luego, apuntaba al corazón. Luego, apuntaba a la cabeza. En aquellos tiempos, estos disparos eran un balazo mortal».