Amanda Petrusich
web de Rockdelux, 31/05/2013
Ofrecemos un extracto de “Pink Moon” (2007; en España, 2013), título publicado por Libros Crudos que forma parte de la colección 33 1/3, especializada en analizar discos míticos de la historia del rock. En este caso, Amanda Petrusich, la autora, se encarga del “Pink Moon” (1972) de Nick Drake (1948-1974), uno de los trabajos más cautivadores y austeros del folk británico. Como muchas de las grandes obras en el arte, “Pink Moon” fracasó comercialmente para luego, con el paso de los años, convertirse en leyenda. Lo que puedes leer a continuación es, precisamente, el capítulo de inicio del libro, un trabajo en el que Petrusich persigue el espíritu de “Pink Moon” e investiga la creación, la recepción y la trama que envuelve a un álbum que ha marcado a muchos músicos; algunos de ellos (Lou Barlow, M. Ward, Damien Jurado, Robyn Hitchcock...) opinan sobre el gran Nick Drake en las páginas de esta obra de reivindicación de los poderes mágicos de un autor maldito en vida y exitosamente referencial después.
Nick Drake grabó un álbum breve y austero titulado “Pink Moon”. A este le precedieron otros dos
LP de folk ricos en arreglos. Ninguno de los tres tuvo ni un atisbo de éxito de crítica o público.
El domingo 24 de noviembre de 1974, Nick Drake se retiró a su habitación de Far Leys, la bucólica casa de ladrillos rojos en la que vivía con sus padres en Tanworth-In-Arden, un pequeño e idílico pueblo del condado de Warwickshire, al sur de Birmingham, Inglaterra. Drake había vuelto a vivir en casa de sus padres varias veces desde 1972. Según su primer biógrafo, Patrick Humphries, la habitación de Drake era “diminuta y sencilla, con una pequeña ventana circular en la esquina”, y estaba amueblada con una silla de mimbre, una cama individual, un viejo escritorio de madera y un cuadro que representaba un jarrón de flores. Era austera, ordenada y humilde. En su estantería convivían D. H. Lawrence, “Hamlet”, Browning, Shakespeare y Blake.
En algún momento de la madrugada del lunes 25 de noviembre, Drake salió de su habitación, se dirigió a la cocina y se sirvió un tazón de leche con cereales. Masticó y tragó y después volvió lentamente a su habitación. Leyó un fragmento de “El mito de Sísifo” de Albert Camus, un ensayo de 120 páginas acerca del absurdo de la existencia humana. En su tocadiscos sonaban los “Conciertos de Brandeburgo” de Bach. Se desvistió y se quedó en ropa interior. Se acurrucó en la cama. Alcanzó un bote de pastillas.
Hacia las seis de la mañana, el corazón de Drake, arrebatado por una dosis del antidepresivo tricíclico Tryptizol treinta veces mayor a la prescrita, dejó de latir. Seis horas más tarde, la madre de Drake, Molly, se dirigió a la habitación de su hijo para ver cómo estaba. “Lo primero que vi fueron sus largas, largas piernas”, recuerda.
Dos años y nueves meses antes, Nick Drake había grabado un álbum breve y austero titulado “Pink Moon”. A este le precedieron otros dos LP de folk ricos en arreglos. Ninguno de los tres tuvo ni un atisbo de éxito de crítica o público. Cuando se anunció la muerte de Drake, pocos de sus conocidos se sorprendieron ante la noticia. Muff Winwood, A&R del sello discográfico bajo el que publicaba Drake, Island Records, confesó lo poco sorprendido que quedó al enterarse: “Se veía venir desde hacía tiempo. Nos encogimos de hombros y pensamos que, bueno, no es nada que no esperásemos”. Drake tenía 26 años.
De algún modo, parece adecuado que la vida de Drake acabase en su habitación, símbolo universal del refugio íntimo y privado, porque es en nuestras propias habitaciones donde los fans de Drake mejor le recordamos y apreciamos. Para nosotros, honrar a Drake es un ejercicio solitario: cuando todos los demás se han acostado ya, salimos de debajo de las sábanas, corremos las cortinas, encendemos cigarrillos que no fumaremos y abrimos la ventana para observar las estrellas mientras imaginamos a Drake vagando por Far Leys, melancólico y frágil, sosteniendo quizá una vela, o un canuto a medio fumar o un desgastado cuaderno marrón. Nos mordemos los labios e imaginamos a Drake deambulando por los pasillos, contando cajas de cereales, deslizando sus largos y blancos dedos por los lomos de sus libros, dejando caer un vinilo en el tocadiscos. Coge su taza de té, se acurruca con su roída manta amarilla y mira boquiabierto la Luna. Lo vemos empuñar la guitarra, rodear el mástil con la mano y empezar a tocar canciones folk perfectas y conmovedoras.
Cuando escuchamos “Pink Moon” nos es imposible no notar la presencia de la muerte,
enorme y amenazante, inevitable e infinita, cada vez más cercana. Foto: Keith Morris
Han pasado treinta y tres años desde la muerte de Nick Drake, pero sigue siendo vergonzosamente fácil fantasear con ella, llorarla y convertir una simple historia de sobredosis en algo ridículamente épico, tergiversar la historia hasta convertirla en un largo y tortuoso poema sobre el arte, la depresión, la juventud, el vacío. Desgraciadamente, parte de lo que hace que la imagen de Nick Drake sea tan potente es también lo que legitima su legado: el (presunto) suicidio de Drake valida su música de la misma forma en que el de Kurt Cobain validaría la suya dos décadas más tarde, otorgando a sus canciones peso y credibilidad. Ahora, cuando oímos a Drake cantar sobre lo inquieto, solo e invisible que se siente, creemos en su desesperación. Cuando escuchamos “Pink Moon” nos es imposible no notar la presencia de la muerte, enorme y amenazante, inevitable e infinita, cada vez más cercana.
Apagar las luces, abrir una vieja ventana que chirría y escuchar “Pink Moon”: eso es lo más cerca que podemos llegar a estar de Nick Drake. Tan solo los pocos afortunados que llegaron a conocer a Drake en vida pueden evocar su presencia y su voz. No existen grabaciones de Drake actuando, fumando, sonriendo, leyendo, comiendo, durmiendo, gimiendo, caminando o respirando, aunque si buscamos con paciencia entre los vídeos de fans colgados en YouTube podemos encontrar un clip de once segundos a cámara lenta y sin sonido en el que aparece una figura alta y desgarbada de pelo largo, con americana marrón y pantalón beige, en un festival de folk. El silencio del videoclip es escalofriante, pero, en la sección de comentarios de la página, agitados fans discuten sobre si la figura en cuestión es o no Nick Drake (en realidad podría ser cualquiera). Además de algún que otro fragmento de diálogo intrascendente captado entre sesiones de estudio, existe un único documento confirmado que recoge la voz de Drake. Se trata de una breve y confusa grabación en cinta de casete que Drake hizo a los 19 años con una grabadora casera al volver a su casa de Far Leys después de una fiesta. “Buenas noches, ¿o debería decir ‘buenos días’? Son las cinco menos veinticinco, llevo aquí sentado un rato, en esta misma habitación”, susurra Drake. Su voz suena dulce, profunda y ebria. Los contenidos de la cinta van de lo involuntariamente gracioso (“Creo que he bebido demasiado… Me parece que he vuelto a casa conduciendo por la derecha todo el rato… Estoy muy a gusto aquí sentado, creo que hay algo extraordinario en observar el pomo de la puerta antes de irse a la cama, tiene algo casi misterioso”) a lo sombrío (“En los momentos de tensión, como en este viaje de vuelta a casa, uno olvida fácilmente las mentiras, la verdad y el dolor”).
Al existir tan pocos documentos sobre la vida de Nick Drake (su madre, Molly Drake, explica: “Nick dejó tan pocas cosas aparte del legado de su música… Nunca escribía nada, ni un diario personal, ni apenas su nombre en sus libros… Era como si no quisiese que quedara nada de sí mismo excepto su música”) no podemos más que formarnos una imagen de él a través de los recuerdos de otras personas, intentando distinguir entre lo retrospectivo y lo verdadero, volviendo a examinar las letras de sus canciones, sus acordes, afinaciones y sintaxis, rastreándolo todo minuciosamente en busca de alguna pista que nos conduzca a la verdad sobre Nick Drake. Como comenta Patrick Humphries, la escasez de material no musical sobre Drake conduce fácilmente a la proyección y a una mitología excesiva que sobrepasa en muchos casos su obra. “Nick Drake se convierte en un lienzo en blanco en el que sus admiradores pueden pintar su propio cuadro y proyectar sus propias vidas y problemas; un espejo en el que la gente ve su propio dolor y sus promesas rotas”, escribe Humphries. Y como la música de Drake es tan sumamente personal (como dijo el productor de sus discos, Joe Boyd, al ‘New Musical Express’: “Nick era una de esas personas cuya historia puede rastrearse en sus canciones… A medida que iba pasando el tiempo, las canciones empezaron a tratar cada vez menos sobre otra gente y más sobre él mismo”), es especialmente difícil distinguir su música de las verdaderas circunstancias de su vida y escucharla honestamente, sin prejuicios. En lugar de eso, establecemos pequeñas conexiones entre cada suspiro, pausa u oscuro pasaje de sus canciones y la imagen que tenemos de Drake: el pelo despeinado y grasiento, la ropa arrugada y manchada, las uñas recomidas, el cuerpo desplomado sobre un escritorio, sin voz, sin vida, sin esperanza.
Su madre, Molly Drake, explicó: “Nick dejó tan pocas cosas aparte del legado de su música…
Nunca escribía nada, ni un diario personal, ni apenas su nombre en sus libros…
Era como si no quisiese que quedara nada de sí mismo excepto su música”.
Foto: Julian Lloyd
En la limitada discografía de Drake, especialmente en “Pink Moon”, es posible (e incluso fácil) establecer una cronología de su depresión. Aun así, resulta demasiado arriesgado y forzado mezclar el arte con la vida real, sacar conclusiones, interpretar angustia en cada rima, utilizar conjeturas externas para explicarnos su mundo interior. Según Cally, exdirector creativo de la oficina londinense de Island Records, quien, junto a la hermana de Drake, Gabrielle, maneja el legado póstumo del músico, este grabó “Pink Moon” en una época de remisión temporal de su depresión y, por tanto, el disco no debería interpretarse con su enfermedad en mente. “Nick era incapaz de escribir y grabar cuando sufría períodos de depresión. Cuando grabó ‘Pink Moon’ no estaba deprimido, y además estaba muy orgulloso del disco, como testifican algunas cartas que escribió a su padre al respecto”, insiste Cally. “Para algunos periodistas y escritores este hecho es bastante frustrante, ya que no refleja sus propias impresiones sobre el álbum. A Nick le desconcertaban mucho dichas impresiones. Creo que los discos de Nick son tan comprendidos como incomprendidos. Y es ahí donde reside su gran belleza y su bienvenido misterio. Por lo que al creador de los discos se refiere, bueno, nadie lo vio nunca como tal”.
Reconozco el riesgo de falsear la verdad que comporta mezclar al artista con su obra. Pero eso no quiere decir que pueda evitar hacerlo.
Yo me convertí de forma tardía al culto de Drake. Supe de su existencia mucho antes de meterme de lleno en sus discos, en septiembre de 2001, a principios de mi primer semestre en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Vivía en una pequeña ciudad a la orilla del río Hudson, a unos 35 kilómetros al norte de Manhattan, por lo que me desplazaba en tren y en metro, arriba y abajo, de norte a sur. Cada mañana me colgaba la mochila al hombro (llena hasta los topes de libros, papeles, chocolatinas a medio comer, bolígrafos birlados de hoteles, tarjetas de metro, pilas de recambio, etc.), cogía un termo de café templado, me apartaba los mechones rubios húmedos de los ojos y, medio dormida, me adentraba en la mañana fría y gris, justo al alba, para conducir hasta la estación de tren de Croton-Harmon en mi pequeño Honda plateado. Agazapada en el andén, iba metiendo CDs en mi destartalado discman, desesperada por encontrar la banda sonora ideal para un viaje que ya empezaba a parecerme épico y ridículo.
Cada mañana, de lunes a viernes, entraba atropelladamente en el mismo vagón, esperando encontrar un sitio junto a la ventana. Me quitaba la mochila y me acurrucaba en un asiento pegajoso de vinilo azul, levantaba las rodillas y las apoyaba contra las paredes de madera falsa del vagón y miraba, sin verlo, el río Hudson, llano y sin color, arrastrándose contra la escarpada cara oeste de las montañas Palisades. Desde Croton hasta la calle 42, en pleno centro de Manhattan, mi tren serpenteaba por la orilla este del río, resiguiendo sus suaves curvas; detrás de la ventana de plástico rayado veía pilas de vías oxidadas, viejas vallas rodeadas de malas hierbas, latas de cerveza vacías acumulándose en aparcamientos vacíos. Leía las señales y los nombres de las estaciones como si fuesen poesía: Panel de Control de Puertas Automáticas, Palanca de Emergencia, Válvula de Frenado de Emergencia. Ossining, Scarborough, Phillips Manor, Tarrytown. Irvington, Ardsley-on-Hudson, Dobbs Ferry, Greystone, Glenwood, Yonkers.
A mediados de septiembre ya había perfeccionado mi rutina: sacaba los libros, me tiraba el café encima, anotaba mentalmente que debía comprarme un termo nuevo, sacaba el billete para enseñárselo al revisor y me ponía unos viejos auriculares recubiertos de gomaespuma. Escuchar discos, observar el fluir del río (cada vez menos caudaloso a medida que llegaba al puente de Tappen Zee, más marrón al acercarse al Bronx, y desapareciendo del todo al llegar a Harlem), apartarme cada vez que otros pasajeros intentaban llegar a la puerta de salida: era la mejor parte de un día cruelmente largo.
“Nick era incapaz de escribir y grabar cuando sufría períodos de depresión.
Cuando grabó ‘Pink Moon’ no estaba deprimido, y además estaba
muy orgulloso del disco, como testifican algunas cartas que escribió
a su padre al respecto”, según el exdirector creativo de la oficina
londinense de Island Records. Foto: Keith Morris
Ese otoño, las cosas se complicaron bastante en Nueva York. Cuando mi tren llegaba a la estación Grand Central, mientras hacía cola en el Zabar’s para conseguir un bagel de sésamo, miraba de reojo a los agentes de la Guardia Nacional, con sus espaldas pegadas a las frías paredes de la terminal, sus pantalones de camuflaje remetidos en las grandes botas negras y sus colosales armas apuntando al cielo. Policías uniformados del Cuerpo de Policía de Nueva York daban vueltas alrededor de la caseta de información con perros amaestrados para la detección de explosivos. Policías de la Autoridad Portuaria con gorras azul marino observaban con detenimiento a los pasajeros. Tenía la impresión de que mi tarjeta de metro era un billete para el tren de la muerte. Subía y bajaba de trenes sin parar, después cogía el autobús a Times Square, cogía otro tren hasta la calle 96, luego hacía otro trasbordo, subía a la superficie y llegaba, treinta y ocho minutos más tarde, a la 116 con Broadway. El aire olía sucio, a una especie de fuego eléctrico, a cadáveres. Me parecía que cualquier persona con una mochila tenía intención de matarme.
En Columbia me pasaba el día holgazaneando en la biblioteca, bebiendo botellas de agua fría y apoyando mi mejilla contra los muros de mármol verde. En el hall había un amenazante busto blanco de Atenea rodeado de los doce signos del zodíaco; la entrada estaba presidida por dos grandes estatuas de bronce que representaban a Zeus y a Apolo. La biblioteca me hacía sentir minúscula.
No recuerdo haber comprado nunca “Pink Moon”, pero sé a ciencia cierta que lo tuve, en uno u otro formato, desde el instituto. Recuerdo quedarme despierta hasta muy tarde, bebiendo latas de Coca-Cola de la máquina de vending de los dormitorios, para escribir un intrincado ensayo sobre el uso del tema principal del álbum en un anuncio de televisión que me sirvió posteriormente para obtener mi primera beca en un entorno profesional, en la revista ‘Rolling Stone’. En otoño de 2001 escuchaba “Pink Moon” sin parar: en el tren (podía escuchar el álbum tres veces consecutivas en cuatro trenes distintos), en la cola de la panadería, sentada en un banco, cuando echaba una cabezadita en una clase vacía, mientras hacía fotocopias o garabateaba notas en los trabajos de mis compañeros, cuando rebuscaba libros de segunda mano de Joseph Mitchell en Labyrinth Books, al leer ediciones atrasadas de ‘The New Yorker’, inmóvil en la biblioteca con la cara apoyada en el solemne y académico mármol. Tenía 21 años. Estaba cansada. Empecé a dejarle a mi gato platos enormes de comida por si yo no volvía a casa. Cuando me proponían ir a tomar algo después de las sesiones de trabajo en grupo, me levantaba, me inventaba cualquier excusa y me despedía de mis compañeros con un “hasta luego”. Creía que si decía “adiós”, toda la gente a la que conocía moriría.
Al final del día volvía a Grand Central y me apresuraba a coger un tren tras otro para, finalmente, bajarme en la estación de Croton, donde cruzaba el mal iluminado aparcamiento y recorría los últimos quince metros hasta mi coche corriendo. Una vez allí, me horrorizaba al ver el parabrisas lleno de folletos y catálogos mojados anunciando máscaras de gas, cápsulas de potasio yodado, trajes químicos: las nuevas necesidades básicas para la nueva Nueva York; dejaba la bolsa en el asiento del copiloto, rebuscaba mi discman para extraer el CD de “Pink Moon”, lo ponía en el equipo de música del coche y volaba hacia casa. “Pink Moon” sonaba exquisito, a su pesar. Sonaba exquisito a pesar de todo.
Me pasé meses escuchando solamente “Pink Moon” porque era el único de mis discos que todavía conservaba algún sentido para mí. Me aferraba a “Pink Moon” como un náufrago a una balsa, asiéndolo demasiado fuerte, acurrucándome en su interior de la misma forma que el resto de gente que conocía se aferraba al trabajo y al alcohol o a los fármacos para intentar borrar de su mente esas imágenes de cuerpos humanos cayendo desde edificios o explotando en aviones o aplastados bajo medio millón de toneladas de acero y cemento. Quería consumir “Pink Moon” hasta que fuese completamente mío, hasta que pudiese poseerlo para siempre, hasta que me encontrase del todo a salvo...