domingo, 27 de septiembre de 2015

BUDDY HOLLY. PARA ACABAR DE UNA VEZ CON LA ADOLESCENCIA

Marcos Ordóñez
Rock Deulxe nº 59, diciembre de 1989



Buddy Holly (1936-1959), Santo Buddy, recordado para mayor gloria de sus canciones eternas, balsámicas… maravillosas. La tragedia del accidente de avioneta que acabó con su vida, y con la de Ritchie Valens y The Big Bopper, fue conocida como “El día que murió la música”. Esta ficción-obsesión del escritor Marcos Ordóñez refleja un episodio tan real como la propia irrealidad de una adolescencia mantenida a golpes de recuerdo... Love is strange.

Un viejo amigo, Jimmy Rivera, me enseñó una noche la mejor foto de Buddy Holly tras hacerme oír su mejor disco. Era tan tarde que ya casi amanecía. Mi amigo había vuelto de Los Ángeles con una nostalgia ubicua y una renovada afición por el Tequila Sunrise; pronto supe ver en mí los mismos signos de la enfermedad: todo se volvía pasado, eco superpuesto, espectralidad. Tardé algo más de tiempo en comprender que una plena vida adulta exigía rastrear todo lo que era espectro sin olvidar jamás la verdad incuestionable de aquella foto.

Jimmy bebía el enésimo, y la conjunción de una horizontal rosada por la inminencia del alba y la vertical de una larga palmera apenas movida por el viento le devolvió, por unos instantes, a una esquina de Laurel y la avenida Longpre. Ahora que tengo su edad de entonces comprendo con qué malestar quiso prorrogarlos como fuera; se levantó a duras penas y me llevó hasta un panel con los rostros desvelados de Hank Williams, nítido como un viento de marfil; Bambi junto a su madre muerta, un borroso Sid Vicious y la foto en cuestión. La arrancó para mostrármela, porque no había luz en ese pasillo.


Me dijo que la había ganado en una apuesta, que no había otra foto igual de Holly, que había sido tomada la noche anterior a su muerte. Jimmy no escribía, pero ya entonces había comenzado a escribirse su propia vida, exenta de acontecimientos narrables. Poco importaba, por otra parte, conjeturar las fechas y la historia, porque pronto no hubo más que las figuras de la foto y la música –“Dearest”, que había puesto con un prodigioso salto de oso arlequín– como el aire abriendo una ventana.

Pero la ventana estaba cerrada, y tras ella la nieve cubría el Village como pronto cubriría un sueño: febrero del 59 en Brevoort Apartments, el nido de recién casados, dijo, de Buddy y María Elena. Quienquiera que hiciese esa foto singular no logró distraer su paz. Buddy toca una guitarra española de madera clara, tan calma entre sus manos como chispeante era en escena su Fender Stratocaster. Tiene la cabeza inclinada y la oreja tendida hacia la caja, como si hablara para sí mismo. Lleva un jersey negro, de cuello alto, y unas gafas sin montura, tan distintas a sus afiladas lentes de guerra. A juzgar por la posición de los dedos marcando el acorde, podríamos imaginar que la melodía que entrecierra los ojos de María Elena como la brisa que en pleno febrero miente una primavera mejicana es “Love Is Strange”.


Buddy Holly y María Elena (natural de San Juan, Puerto Rico) 
se casaron el 15 de agosto de 1958. Buddy murió el 3 de febrero de 
1959: menos de seis meses después. María Elena, embarazada 
de dos semanas, perdió el bebé que esperaba.

Ella estaba sentada en una alfombra redonda, con las piernas recogidas y la cabeza apoyada en un brazo y el brazo en una silla desbordada de partituras. Llevaba también un jersey de cuello alto, y el largo cabello pendía sobre su hombro. Ella, la viuda.

Mi amigo intentó el desciframiento: “No parecen llegar hasta ahí los sonidos del mundo, el estrépito. Eso ha quedado atrás. A sus veintitrés años, Charles Holly, de Lubbock, Texas, tiene el dinero suficiente como para mantener a sus padres, vivir con María Elena en el lugar elegido y comprarse la misma moto que Marlon Brando en ‘The Wild One’. Es el sueño cumplido del adolescente que triunfa por ser como es y no como le quieren los otros; por su propia, inmaculada verdad. Ni siquiera han levantado la cabeza cuando se ha disparado la foto, el relámpago de aviso: están en una burbuja, aislados, autosuficientes, afiladas sus garras de cachorros, solos los dos en la cima del mundo y el mundo afuera. Pero Holly murió, y nadie puede mirar ahora esa foto ni escuchar el tenuísimo hilo de agua de ‘Dearest’, de ‘Slippin' And Slidin'’, de ‘Learning The Game’ sin sentir la amenaza que va a resquebrajar la burbuja. Esa música es lo último que grabó, con esa guitarra, en el magnetofón blanco que apunta al fondo, sobre el sofá. Es muy difícil encontrar un disco más puro”.



Mi amigo era muy pedante, muy borracho y le encantaba oírse. Pero a veces se encontraba oyendo cosas que parecían dichas por otro: “Así que desde entonces es santo, Holly Buddy. La santa encarnación del adolescente calmo por seguro, frenético de pura energía –hipó–, orgulloso y perfecto como una pequeña verdad. Murió poco después de esa foto, y cuando murió tenía la misma edad que yo tendré mañana –apuró el vaso, miró al alba como un ternero sorprendido por la luz cuchillo–, pero yo ya nunca estaré en una foto como esa. Recemos”. Se levantó; puso de nuevo el disco. Ya era lunes.