viernes, 18 de noviembre de 2016

IN MEMORIAN: LEON RUSELL

Emilio de Gorgot
Jot Down, noviembre 2016



«Yo quería ser Leon Russell». Son palabras de Elton John, un inglés homosexual y de vestimentas extravagantes, dedicadas a un melenudo de Oklahoma que parecía salido de alguna taberna de camioneros. Leon Russell nunca abandonaba su actitud, como de tipo duro del sur, como de cowboy infinitamente seguro de sí mismo. Rara vez sonreía sobre las tablas, y cuando lo hacía era dibujando una sonrisa de medio lado, como gustándose, pero sin importarle que nos moleste o no que se guste. Con menos descaro que Elvis, porque Leon nunca fue un exhibicionista escénico como Presley, dicho sea en el mejor de los sentidos posibles. Lo suyo era más una altiva socarronería, la de quien contempla al público desde una atalaya, aunque no recuerdo haberle escuchado o leído una sola frase presuntuosa, jamás.

Era como el tipo que se sienta en un extremo de la barra de un bar y no necesita hacer un solo movimiento para despertar el interés; él nunca va a decir que es cool, pero seguramente sabe que la gente piensa que lo es. Sentado ante su piano, cuando no llevaba puestas las gafas de sol tras las que se escondía tan a menudo, paseaba su mirada, de un azul distante e indiferente, por el público, o la dejaba caer sobre la lente de las cámaras. Sin insolencia, pero con desapego. La misma mirada de quien lleva un revólver al cinto en algún spaghetti western. O en su caso, de quien había teloneado a Jerry Lee Lewis con dieciocho años, de quien a los veintitantos ya era un cotizado músico de sesión que había visto y vivido más cosas que la mayor parte de la gente con el doble de su edad.

Leon Russell era un redneck y nunca se sacudió el barniz ni renunció a sus orígenes. Pero no era exactamente un paleto insensible, ni tampoco un derechista desatado. Era también un hippie. O algo parecido. Siempre se comportó como si los prejuicios de muchos de sus paisanos sureños hacia las minorías no hubiesen hecho mella en él. De hecho, matizaba su aspecto de pistolero con añadidos de lo más pintoresco: sombreros de copa, camisetas con el símbolo de Superman, y otra clase de adornos que muchos melenudos de los bares de su tierra se hubiesen negado a llevar. En una ocasión posó vestido con una túnica al estilo Jesús, ante una cruz de madera, riendo abiertamente de la broma. Esto, en los años setenta. No es que alguien como él, natural de Lawton, Oklahoma, no supiese las ampollas que eso podía levantar en ciertos rincones del país. Pero él era así. Nada parecía importarle, excepto su música.

No estoy muy interesado en la ecología, ni en la liberación de la mujer. Soy casi completamente inactivo en política. Nunca actúo para recaudaciones de fondos. Prefiero actuar en hospitales, para gente que de otra manera no podría vernos. Pero no me veo tocando para grandes causas, salvo que sea específicamente una causa mía, o de gente pobre; en ese caso intentaré ayudar. Pero no me verás tocando en favor de candidatos de izquierdas, ni de ningún otro candidato. La economía y la política son ciencias falsas. Se basan en una comunicación deficiente. En otras palabras: el motivo por el que a las personas no les gusta el trueque y prefieren tener dinero es porque no confían en su propio juicio acerca de lo que realmente valen las cosas. Tienen un árbitro externo, que fija el valor mediante certificados temporales; porque eso es lo que son los dólares. El dinero solamente compra tiempo. Con la política ocurre igual, está basada en una comunicación deficiente. El capitalismo es un poco una estafa, hasta donde yo sé, pero, ¿qué vas a hacerle? Ciertamente no voy a convertirme en político para cambiarlo, ni desde dentro ni desde fuera del sistema. Me voy a limitar a cantar mis canciones, porque es a lo que me dedico. Algún filósofo oriental dijo que quienes quieren convertirse en líderes políticos son los menos cualificados para ejercer ese trabajo, y es verdad. La gente que de verdad está cualificada no se meterá en política. Así que siempre tenemos que quedarnos, como mucho, con el segundo mejor.

La primera vez que supe de la existencia de Leon Russell fue a través de algo tan aparentemente alejado de su mundo como un disco de los escoceses Nazareth; el fantástico Razamanaz, de 1973. En aquel vinilo había una canción llamada «Alcatraz», con un estribillo que me parecía mágico y que, para exacerbar mi infantil impaciencia, se repetía solamente tres veces en todo el tema. En la pegatina interior del álbum decía que la canción era de un tal «L. Russel» (así, con una sola ele). Aquellos nombres ignotos que aparecían entre paréntesis, los compositores, de quienes un chaval poco o nada podía averiguar en los años previos a internet. Creo que nunca imaginé al misterioso «L. Russel» con ningún aspecto concreto. Era uno de tantos hacedores de canciones que quizá vestían con corbata, mientras dejaban que las estrellas de turno pusieran voz e imagen a su música, y que como uno no podía saber nada sobre ellos, se limitaba a ignorar su existencia. A veces, sin embargo, uno se los topaba por casualidad en una revista, o recorriendo las góndolas de alguna tienda, góndolas repletas de discos que jamás podría comprar si no era renunciando a otros discos. Es más que posible que viese alguno de Leon Russell y lo pasara sin establecer relación alguna con el estribillo que había escuchado tantas veces. Hasta el día en que vi ese nombre unido de nuevo a la palabra mágica: «Alcatraz». Eh, este tipo ha escrito la canción que tocan los Nazareth. Y resulta que la escucho y la original me gusta todavía más.


Con el paso de los años vas atando cabos. Leon Russell había tocado en canciones de los Rolling Stones. Ajá, el tipo no es un cualquiera. Pero también el bajo en aquella inolvidable «Hurricane» de Bob Dylan, donde la banda cometió un error y Russell sugirió grabarla de nuevo: «Da igual», le respondió Dylan, «si la grabamos otra vez cometeremos errores pero en otros sitios». Russell, descubría uno, era aquel pianista rubio de las giras más gloriosas de Joe Cocker, el pianista del sombrero verde digno de Alicia en el País de las Maravillas; algo más que el pianista, de hecho. El director de la banda, el arreglista, el arquitecto y verdadero responsable de versiones tan impresionantes como aquella «Cry Me a River», que sonaba como de otro mundo, o aquella «The Letter» que, de tan intensa, se volvía casi surrealista. Sí, el misterioso «L. Russel» estaba tomando forma. Era el tipo que había grabado un disco a medias con Willie Nelson. El tipo con el que Nelson había hecho una versión country de «Heartbreak Hotel». El tipo al que Elton John consideraba un «maestro y un mentor». El tipo que en cualquier momento podía demostrar que aún llevaba el góspel en la sangre, recordando una infancia transcurrida ante el piano de la iglesia; no se pierdan esto: Leon con sus paisanos de Oklahoma, el grupo funk The Gap Band, derritiendo el escenario.

Este año 2016 ha sido duro. Se fue Lemmy, se fue Bowie, se fue Prince. Se han ido muchos más, menos populares, pero no menos dignos de recuerdo. Pues bien, estos no serán días fáciles para el viejo Willie Nelson. Ha sido el primer nombre que me ha venido a la mente al conocer la muerte de Leon, que era su amigo desde hacía muchos, muchos años. Muchísimos. Se conocían desde 1963, cuando Russell tocó en el segundo disco en solitario de nuestro forajido favorito. Hoy, claro, resulta inevitable recordar aquel concierto de cumpleaños en el que Willie, conteniendo las lágrimas, veía cómo otro amigo suyo, Ray Charles, le dedicaba las últimas estrofas de una bellísima canción. Ray sabía que iba a morir, Willie también, aunque el público no. Es de entender que el entusiasmo de Ray y las expresiones en el rostro de Willie protagonizan el evento, visto ahora. Pero la música, amigos, ¡esa maravillosa música!, era de Leon Russell. Aquella joya titulada «A Song For You» la había escrito muchos años atrás, para su primer disco en solitario. Ray Charles la usó para despedirse. Y qué canción.

Russell alcanzó el éxito a mediados de los setenta, gracias a varios discos repletos de composiciones memorables, aunque solamente dos de ellas fueron hits inmediatos: la fantástica «Tight Rope», con su breve intermedio circense, y la melosa «Lady Blue», que irónicamente no estaba entre sus mejores creaciones. «A Song For You» también se hizo muy popular, claro, y de hecho es la que más gente recuerda hoy, aunque para ello tuvieron que ayudar el tiempo y las numerosas versiones en voces ajenas. Por el camino, temas que sonaron más o menos en la radio, pero que los seguidores de Leon consideramos clásicos a la altura de cualquiera. Es decir, ¿quién puede no caer rendido ante algo como «Roll Away The Stone»? O la maravillosa «Delta Lady», «Stranger in a Strange Land», «Trying to Stay Alive», «If I Were A Carpenter», «Queen of the Roller Derby», «Hummingbird». O las perlas country que grababa bajo el pseudónimo Hank Wilson, para recordarnos que venía del sur, y sin duda muy influido por su querido Willie. Hablo de cosas tan mágicas como «Rollin’ In My Sweet Baby’s Arms» o «I’m So Lonesome I Could Cry».


Quienes asistieron a sus conciertos de juventud cuentan que Leon causaba un considerable impacto entre las mujeres de la audiencia. Algunas se ponían histéricas si las miraba directamente y les sonreía; otras lo seguían al salir del concierto, hipnotizadas, allá a donde fuera. Quizá eran sus ojos, o su elegante chulería sureña, no lo sé; en cualquier caso, nunca pareció un tipo engreído. Al contrario; conoció a muchas estrellas, pero parecía sentirse más cómodo entre sus colegas de siempre, fuesen estrellas o no. Exceptuando a Elton John, con quien siempre estuvo a partir un piñón pero a quien quizá no podemos tildar de modesto, sus mejores amigos en el negocio eran tipos que proyectan sencillez, como Willie, que continúa siendo humilde pese a su estatus cuasi divino en la cultura estadounidense, o el esquivo y nunca lo bastante reivindicado J. J. Cale, ídolo de Mark Knopfler o Eric Clapton entre otros, pero crónicamente alérgico a la fama. Como J. J. Cale, el propio Leon fue un «músico para músicos». Célebre durante una temporada, sí, pero en la sombra después, aunque con una base fiel de seguidores. Hasta que en el 2010 Elton John decidió recuperarlo para un público más amplio con un disco de duetos, The Union, que funcionó bastante bien en Estados Unidos. Pero aun así, estoy seguro de que si en España salimos a la calle y preguntamos por él, nos costará encontrar a alguien que sepa de quién demonios hablamos.

Dice su mujer que Leon ha muerto en silencio, mientras dormía, sin enterarse. Es la mejor forma de irse de aquí, seguramente. Leon tuvo una vida larga y quiero pensar que buena; en los últimos años tuvo problemas cardíacos, ya lo sabemos, pero él se sentía lo bastante fuerte como planear una gira en el año 2017. Una gira que por desgracia nunca se producirá, pero que incluso truncada demuestra que jamás perdió la pasión por su oficio. No lo conoce tanta gente como debería. Pero quiero pensar que todo es cuestión de tiempo. Yo lo descubrí hace décadas en un disco de Nazareth. Está presente en tantos discos ajenos —con su piano, con la guitarra, con el bajo, como arreglista y productor, como compositor—, que incluso quienes desconocen su nombre han vibrado con su música sin saberlo. Mientras tanto, no me llevo a engaño; el mundo no se detendrá porque haya muerto Leon Russell. Pero créanme: hoy ese mundo tiene menos de valor. Los grandes se van marchando y cada vez cuesta más vislumbrar a los sucesores. ¿Quién será el próximo Leon Russell? Nadie, por ahora. Es triste, pero es así. Como tampoco se vislumbra al nuevo Prince o al nuevo Bowie. Quizá es el principio del fin de una época. Solo espero que los futuros historiadores de la cultura de esta época, la nuestra, pongan a Leon en el lugar que de verdad le corresponde. ¿La parte buena? Que la música no desaparece. Y yo, si me preguntan, pienso pasarme varias semanas escuchando la música de Russell. Será como fingir que no se ha ido.