Daniel García López
El País, 07/02/2022
El británico es hoy una leyenda: hablamos con el diseñador que destiló las claves del lenguaje visual contemporáneo y que este mes recibe uno de los premios del Madrid Design Festival
“Si fuera el editor invitado de ICON, posiblemente te mandaría páginas solo con imágenes”, ríe Peter Saville (Mánchester, 66 años) durante una de las conversaciones que mantenemos antes de la charla que dará en Madrid el 17 de febrero, con ocasión del Madrid Design Festival. Saville es un diseñador conocido por su estilo sintético e incluso ausente: muchas de las portadas de discos que diseñó en los años ochenta prescindían totalmente de la tipografía o la utilizaban de forma más bien arcana. El ejemplo más conocido es Unknown Pleasures, el álbum con el que Joy Division debutó en 1979 y cuya cubierta reproduce el rastro de un púlsar registrado por un ordenador primigenio: esquemáticas cordilleras de línea blanca sobre un fondo negro, nada más. Un disco que ha sido plasmado en innumerables camisetas, pósters y tazas de café y que, al igual que muchos de los otros discos, carteles, logos o campañas de branding que Saville ha firmado desde finales de los años setenta, no solo forman parte de la historia del diseño. Son iconos generacionales o, como mínimo, parte del paisaje visual de millones de personas perfectamente ajenas a las palabras diseñador gráfico. Aunque él, en realidad, lo que quería era ser una estrella pop.
Saville menciona el disco Another Time, Another Place, que su ídolo, Bryan Ferry, publicó en 1974. El líder de Roxy Music aparece vestido de esmoquin blanco en una elegante fiesta en un jardín. “Cuando veía esa foto quería estar allí”, exclama. “Era un chaval de clase media, de una familia de pequeños empresarios, en un barrio acomodado de las afueras de Mánchester. En casa había antigüedades y clásicos lienzos burgueses, que yo por supuesto detestaba, porque otros de mis amigos tenían casas modernas... Y que ahora por supuesto sí sé apreciar”, ríe. Portadas de discos y revistas de moda formaban su imaginario y, en 1974, se enroló en la escuela de arte de Mánchester para estudiar diseño gráfico. Sus modelos eran el fotógrafo de moda Helmut Newton y los artistas pop: Andy Warhol, claro, pero también Peter Phillips, que llenaba sus lienzos de coches americanos y pin-ups, parachoques cromados y chicas sexis. El joven Saville vestía traje blanco. Su mesa de dibujo, forrada de leopardo, era famosa en la escuela (y frecuentemente vandalizada).
Saville vivió entre efluvios de sofisticación retro hasta que, en 1976, llegó “un golpe de estado cultural: ¡el punk!”, anuncia sobre la revolución de la anarquía y el hazlo tú mismo. “Los jóvenes volvieron a apropiarse de su cultura. Si querías formar parte del punk, no tenías más que hacerlo: la gente formaba grupos de un día para otro”. Dos años después, Saville había conocido a Tony Wilson, un presentador habitual de la escena musical que estaba organizando una noche en un club. Se ofreció a ayudarle: el primer cartel de The Factory no tenía letras de periódico recortadas ni grafiti; era un ordenado diseño en amarillo señalético directamente inspirado por Jan Tschichold, mito de la tipografía del siglo XX que Saville descubrió en su nuevo libro de cabecera, Pioneers of Modern Typography. “Queríamos ver qué nacería de las cenizas del punk”, dice hoy el diseñador. Cuando, a finales de 1978, Factory empezó a lanzar discos –algunos de ellos fundamentales para entender la música reciente–, lo que nació fue una estética limpia, abundante en tipografías clásicas y con indisimuladas alusiones a obras y movimientos artísticos del pasado. Closer, de Joy Division, incorporaba la foto de un sepulcro en blanco y negro de Bernard Pierre Wolff. Pero la reapropiación posmoderna llegó al cénit con la portada de Power, Corruption and Lies, de New Order: un bodegón de rosas que Henri Fantin-Latour pintó en 1890 cuya belleza decadente ilustraba tan bien los vicios del capitalismo que, una vez más, no hizo falta tipografía.
Saville lo ve como una especie de reacción a su aprendizaje: “Invertimos el proceso del Pop Art: sus artistas transformaban en arte lo cotidiano, y nosotros cogimos el canon del arte y lo trajimos al día a día”. ¿La música también le apasionaba? “En realidad, no. Bueno, a ver. Cuando escucho algo que me gusta, me transporta y es muy importante para mí. Todavía oigo discos de Kraftwerk en el coche. Y en el estudio pongo música sacra. Pero nosotros veíamos música y portada por separado. No puedes diseñar portadas que hablen de la música: en la práctica es casi imposible porque, en cuanto llegan las canciones, resulta que la portada tenía que estar para ayer”. Además, al final, si al artista le gusta, la compañía de discos dirá que sí. Si haces un disco con Kanye West, ¿crees que importa alguien aparte de Kanye?”
Una portada tampoco debería ser la ilustración del título, añade. “No es buena idea. Los álbumes son frecuentemente mucho más ricos y complejos. Lo que importa es qué lugar ocupa la banda en el momento, en el ahora. Joy Division y OMD son bandas new wave, pero no son iguales”, sopesa. “Es cuestión de posicionamiento. Uno sabe qué imágenes funcionan en cada caso. Mis portadas más importantes de los años ochenta consistían en un abanico de sutiles variaciones”. Las que Saville diseñó para New Order hasta mediados de los noventa son brillantes arquetipos de perfección gráfica, aunque a ellos ni siquiera les gustaban: “¡Los mandaba directamente a imprenta!”, cuenta Saville. Tampoco se entendió a la primera con Bryan Ferry cuando, ya viviendo en Londres, logró trabajar con él. Solo disfrutaba de la libertad que le daban sus amigos de Mánchester en los singles, que Ferry supervisaba menos. En Oh Yeah (1980), Saville, en vez de la típica imagen de una modelo conduciendo un descapotable, condensó esa idea en una sugerente tipografía dorada. Saville y Ferry terminaron discutiendo (“ocurrió en Italia. No voy a elaborarlo, pero tenía 25 años y me pasé de la raya. Fue una lección en protocolo jerárquico”), pero todavía se hablan. “Una vez al año nuestros caminos se cruzan. Me gusta que, cuarenta años después, el único hombre del que he sido fan sea alguien a quien puedo llamar por teléfono”.
El virtuoso esquematismo de Saville es fruto de un proceso: “Si me lo permitían, procrastinaba y deliberaba mucho sobre cada trabajo, así que para cuando lo entregaba estaba muy enfocado, reducido y destilado”, explica. A finales de los ochenta ya tenía claro que las portadas de discos no daban para construir una carrera ni lucrativa ni longeva (“no diseño discos para gente más joven: es triste”, dice) y se giró hacia su otro amor: “Posiblemente ya no sea así, pero en aquella época, esa especie de blanco móvil que es el zeigeist, el espíritu de los tiempos, estaba en la moda. Eso me decía mi radar, eso es lo que intentaba capturar”. Era un momento de recesión económica, y también de bancarrota personal: vistas con ojos de marketing, las campañas que Saville creo para Yohji Yamamoto –imágenes saturadas con eslóganes como “Game Over”– son fascinantes ejemplos de publicidad kamikaze. Anuncios que no mostraban ropa cuya estética apocalíptica criticaba el consumo desaforado y reforzaba la rupturista propuesta de moda del diseñador japonés. Este y otros encargos cargados de crítica y pesimismo, desarrollados dentro de Pentagram –una superpotencia del diseño–, provocaron su salida. Y una constatación: que Peter Saville no estaba hecho para cohabitar en una estructura corporativa.
“Siempre me he resistido a hacer concesiones, he sido prácticamente incapaz. Esa es la clave: me tomaba el trabajo como si fuera yo mismo”, admite. “Ahora que tengo perspectiva comienzo a ver pautas, me empiezo a reconocer. Y me permito ser más franco sobre mis motivaciones. ¿Sabes? El otro día apunté en un cuaderno las palabras vanidad, ego y miedo. Creo que la mayoría de lo que he hecho se justifica aplicando esas categorías. Y supongo que lo de tomarme el trabajo de forma tan personal se corresponde con el ego y la vanidad”. Desde los años noventa en adelante, dice, no ha habido ningún sector en el que le haya apetecido instalarse, aunque los ha tocado casi todos: museos, galerías, cultura, deportes, automoción, moda, arquitectura... Incluso creo el branding para su ciudad, un trabajo más relacionado con la política y la estrategia que con diseñar nada. “Lo último que le hacía falta a Mánchester era un logo. Ahora cualquier ciudad quiere tener talla mundial, pero es que no se trata de que abran un Hilton. No es lo que importas, sino lo que exportas”. En consecuencia, la ex urbe industrial donde creció fue bautizada como la ciudad moderna original: “Nunca será la más bonita, o la que mejor clima tiene, pero fue la primera que respondió a los retos de la urbe contemporánea. En todos los sectores, Mánchester tiene que buscar la solución más original y moderna”, explica.
No ha encontrado su nicho, pero ya no le importa. Peter Saville está “perfectamente satisfecho de ser Peter Saville, y orgulloso de todo lo que me ha pasado”. Señala aquella cita con Tony Wilson como el acontecimiento más importante de su vida. Ha superado su eterna frustración, canalizar el trabajo de otros, y menciona el orgullo y la “responsabilidad” de haber diseñado las portadas de grandes discos: “Al final, era la música la que comunicaba el trabajo”, afirma. En los últimos años, ha empezado a recibir encargos importantes por parte de su tercera generación de fans –grandes de la moda como Raf Simons o Riccardo Tisci–, que recurren a él “no como especialista sino como leyenda”. Su obsesión, después de todo, siempre fue captar con su trabajo ese escurridizo signo de los tiempos. “Creía saber hacia dónde iba el mundo. Y pienso que tenía razón”.
Saville no vive un retiro dorado en un chalet suizo, sino con su novia, en su estudio de Londres. Sigue trabajando para pagar el alquiler. ¿Piensa en jubilarse? “La palabra jubilación es muy polémica”, responde. “Antes, cuando había una batalla, los oficiales ancianos se colocaban en lo alto de una colina, junto al corresponsal del Times, para seguirla desde allí. Yo estoy en esa colina. Observando”.